Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Soraya Lane. Todos los derechos reservados.

CUANDO LLAMA EL AMOR, N.º 2481 - octubre 2012

Título original: Soldier on Her Doorstep

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-1096-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

ALEX Dane no necesitaba que ningún médico le dijera que tenía el pulso acelerado. Respiró profundamente intentando tranquilizarse. De no haber tenido un sentido del deber tan agudo, habría puesto el coche en marcha de nuevo. Pero no podía hacerlo.

Confirmó la dirección una vez más a pesar de que la había memorizado el mismo día que un amigo moribundo se la había dictado.

Después de tantos meses, había llegado el momento de cumplir su promesa y tirar el papel. Bajó y sacó una bolsa de papel del asiento trasero. Su corazón se volvió a acelerar y Alex maldijo entre dientes. Aquel lugar era tal y como lo había imaginado y, al mismo tiempo, distinto.

El olor de los árboles, de la hierba y el aire fresco que tanto había echado de menos en sus interminables marchas por el desierto le golpeó el rostro.

Desde donde se encontraba, podía atisbar la casa, un poco apartada del camino de acceso, cuyos tablones de madera blanca asomaban por encima de las copas de los árboles. Era tal y como William Kennedy la había descrito.

Alex caminó a paso militar, apretando la bolsa con fuerza, al tiempo que combatía el sentimiento de culpabilidad que lo asaltaba regularmente desde que había vuelto a su tierra.

Solo tenía que presentarse, entregar los objetos, sonreír y marcharse. Recordar la secuencia y no saltarse el guion. Ni tomar un café, ni sentir lástima por ella, ni mirar a la niña.

Llegó al porche. En el suelo había varios juguetes esparcidos y una pequeña alfombra que debía de pertenecer al perro. Ya delante de la puerta tomó aire, contó hasta cuatro y llamó con los nudillos.

El ruido procedente del interior anunció que había alguien, y Alex tuvo la tentación de dejar la bolsa en el suelo y salir corriendo. La frente se le perló de sudor.

No debería haber ido.

Lisa Kennedy se alisó el cabello, que llevaba recogido en una coleta, y se ajustó el delantal antes de abrir.

Un hombre estaba de espaldas, como si fuera a marcharse. Y no hacía falta ser un genio para identificarlo como soldado por su corte de pelo y la postura marcial.

–¿Puedo ayudarle en algo?

¿Sería un amigo de su marido? Había recibido numerosas llamadas y mensajes de hombres que habían estado cerca de él. ¿Acudiría a presentarle sus condolencias después de tantos meses?

Cuando se volvió, Lisa observó que el hombre, cuyo cabello era rubio, tenía los ojos del marrón más oscuro que había visto nunca y una sonrisa de una profunda tristeza. Una parte de sí deseó tomarlo en brazos y preguntarle por su pesar; pero la parte que sabía qué significaba ser esposa de un soldado sabía que no era conveniente hacerle recordar la guerra. Y menos cuando su rostro destilaba tristeza.

–¿Lisa Kennedy?

–Lo siento, pero ¿lo conozco?

El hombre dio un paso adelante.

–Era amigo de su esposo –dijo él con voz crispada.

Lisa sonrió. Por eso parecía a punto de marcharse. Sabía lo difícil que resultaba a los soldados enfrentarse a aquellos que habían perdido a sus compañeros. Supuso que aquel habría pertenecido a la misma unidad que William y que acababa de volver a casa.

–Gracias por venir.

Lisa alargó la mano y apenas le tocó el brazo, pero él saltó como si lo hubiera quemado. Ella se cruzó de brazos. Estaba claro que aquel hombre sufría y que no estaba acostumbrado a ser tocado. El leve nerviosismo que la hizo sentir se diluyó cuando recordó que había servido junto a William y que podía confiar en él.

Tras observarlo un poco más, se dio cuenta de que era muy guapo, y de que lo sería aún más si fuera capaz de reír. Al contrario que su marido, que tenía patas de gallo de tanto reír y un rostro que era un libro abierto, aquel hombre parecía un papel en blanco. Lisa tomó su silencio por timidez.

–¿Quiere pasar? Tengo té helado.

Lisa vio que titubeaba y sintió lástima de un hombre tan guapo y fuerte, que tenía que librar una batalla para acostumbrarse de nuevo a la vida civil.

–Yo… Esto… –el hombre carraspeó a la vez que cambiaba el peso de pie, incómodo.

Lisa sintió que le tiraban del pantalón e instintivamente, se agachó para tomar en brazos a su hija. Desde que le habían dicho que su papá no volvería, Lilly no le había dirigido la palabra más que a ella, y se aferraba a ella como si temiera que pudiera desaparecer.

El rostro del hombre se transformó en lo que Lisa interpretó como miedo y esta asumió que no estaba acostumbrado a tener niños cerca. Su expresión se ensombreció aún más.

–Lilly, ve a buscar a Boston –dijo, pasándole la mano por el cabello–. Puedes darle un hueso que hay en la nevera.

Lisa volvió la mirada hacia el hombre, que permanecía en silencio, y decidiendo que, como buen soldado, reaccionaría mejor a una orden, dijo:

–Soldado, siéntese ahí –indicó un balancín–. Voy a traer algo para beber y puede contarme qué lo trae por Brownswood, en Alaska.

Él obedeció aunque por su rostro pasó una emoción que Lisa no supo interpretar. Dedujo que debía de sufrir algún trauma por su paso por la guerra, y que debía atenderlo con amabilidad. Por otro lado, recibía tan pocas vistas, que la idea de compartir un rato con un hombre, por más callado que fuera, le resultaba tentadora.

Además, estaba convencida de que su vista debía de responder a un propósito concreto.

Alex se dijo todos los sinónimos posibles de «idiota». Aquella mujer debía de pensar que se había escapado de un hospital de salud mental. ¿Por qué no había seguido los pasos del plan? Miró la bolsa de papel que había dejado en el suelo, junto al balancín, y la maldijo, tal y como había hecho la primera vez que la tuvo en sus manos.

Williams había hablado mucho de su mujer, de cuánto la amaba y de lo buena madre que era; pero nunca había dicho que fuera tan atractiva. Y aunque Alex no sabía por qué, hizo que sus sentimiento de culpabilidad se intensificara. Se había hecho una imagen mental que no se correspondía con la realidad.

Quizá se trataba de su larga melena castaña que se recogía en una cola de caballo, de sus ojos avellana de tupidas pestañas. O quizá de cómo le quedaban los vaqueros y de que la camiseta que llevaba dejaba ver más piel femenina de la que había visto en mucho tiempo.

También era probable que le hubiera desconcertado no encontrarla embarazada, tal y como esperaba. Pero lo cierto era que Lisa era una mujer hermosa, con un aspecto inocente que no habría dejado a ningún hombre indiferente.

¿Habría mentido a su marido respecto a su embarazo o había él perdido la noción del tiempo y el bebé ya había nacido?

Alex recordó el plan y se maldijo por haber acudido. Ni se había presentado, ni había sonreído, ni le había dado la bolsa. El resultado era que se había comportado como un perfecto idiota. Y si la niña era intuitiva, debía de haberla asustado al observarla como si se tratara de un exótico animal.

Durante su misión, jamás había incumplido el plan trazado. Jamás.

Aparecía una mujer guapa con una niña encantadora y se quedaba mudo… O la sorpresa de que, en contra de lo que esperaba, no estuviera embarazada. O tal vez había sido aquella escena familiar, el tipo de vida que había tratado de evitar siempre, lo que le había dejado sin habla.

Oyó pisadas. Alzó la mirada y se obligó a sonreír. Tenía que volver a practicar. Sonreír por sonreír, por más que le pareciera imposible.

Pero su esfuerzo fue en vano porque la criatura que se le acercó caminaba sobre cuatro patas. Se trataba de un golden retriever; debía de tratarse de Boston.

–Hola, chico –lo saludó, diciéndose que poder hablar con un perro y no con un ser humano era una prueba más de su ineptitud.

Boston respondió al saludo alzando una pata en el aire. ¿Quería que se la chocara?

–Yo también me alegro de conocerte –dijo Alex.

Un ruido a su espalda hizo que se detuviera con la mano a unos milímetros de la pezuña de Boston. Lisa salió de la casa con una bandeja y una sonrisa que intentó disimular. Dejó sobre una mesa delante de él una jarra con té y unas galletas, y Alex se sintió definitivamente como un payaso.

–Veo que has conocido a Boston –comentó ella.

Alex asintió con la cabeza.

–Está muy bien entrenado –dijo, finalmente.

Lisa rio, desconcertándolo aún más. Hacía siglos que no oía la risa cantarina de una mujer.

–A Lilly le gusta enseñarle trucos y él aprende rápido –le tiró media galleta–. Sobre todo si hay comida de por medio.

Permanecieron un rato en silencio, durante el que Alex intentó buscar las palabras adecuadas. La bolsa parecía estar mirándolo, como si tuviera vida propia. Sabía que en algún momento tenía que decir lo que llevaba tantos meses practicando y que tanta angustia le había causado.

Lisa tomó una silla vieja, la acercó y se sentó. Luego, llenó dos vasos de té.

–¿Sirvió con mi marido?

Aunque esperara la pregunta, Alex no pudo evitar que lo sacudiera y le produjera un dolor instantáneo entre los hombros. Respiró mientras pensaba la respuesta. Hablar nunca había sido su fuerte.

–Lisa –esperó a que ella se reclinara en el respaldo–. Cuando su marido volvió del último permiso, nos destinaron juntos.

Alex intentó mirarla a los ojos, pero terminó por alternar entre la jarra y su rostro. Era tan preciosa, de una belleza tan natural, que aún se le hacía más difícil decírselo. Y no estaba seguro de saber cómo reaccionar si se echaba a llorar.

–En aquella misión nos hicimos muy amigos y me habló mucho de usted. Y de Lilly.

–Continúe –dijo ella, inclinándose hacia delante.

–Cuando murió, estaba a su lado –Alex evitó decir que la bala iba dirigida a él, que William la recibió por su empeño en salvarlo del peligro. Sus hombres eran lo primero para él y Alex lo sabía de primera mano.

Miró a Lisa. Había esperado que estallara en llanto, pero se limitaba a observarlo con una sonrisa de tristeza. Su serenidad le ayudó a recordar las palabras ensayadas.

–Antes de morir, garabateó sus señas. Me dijo que tenía que venir a ver cómo estaba y a decirle que…

Lisa se levantó y se sentó a su lado, en el balancín. Alex pudo sentir su peso, su calor. Cuando en aquella ocasión lo tocó, no pudo retirarse. La miró.

–Me dijo que le dijera que las amaba. Que usted era la mujer con la que siempre había soñado.

Con ojos llenos de lágrimas, Lisa le dedicó una sonrisa trémula.

–Dijo que quería que fuera feliz –concluyó Alex.

Se sentía aliviado de haber dicho por fin las palabras que lo perseguían desde el día en que habían sido pronunciadas.

–Típico –dijo ella, secándose las lágrimas con el dorso de la mano–. Me deja y luego me dice que sea feliz.

Alex miró en otra dirección sin saber cómo consolarla. Luego tomó la bolsa.

–Tengo algunos de sus objetos –dijo–. Tome.

Se la pasó y sintió que se libraba de un peso. De no haber cumplido con su misión habría notado aún más sentido de culpabilidad del que ya sentía. Lisa se tensó.

–¿Qué contiene?

–Algunas cartas, una foto de Lilly, y sus placas de identificación.

–¿Le pidió que me las diera?

Alex asintió.

–¿Las ha leído? –preguntó ella, sacando un puñado de papeles.

–No, señora.

Lisa dejó la bolsa sobre la mesa.

–Mi marido te pidió que me visitaras y ni siquiera te he preguntado cómo te llamas –dijo, adoptando un tono más personal.

Alex se puso en pie.

–Alex Dane –dijo.

–Alex –repitió ella.

La sonrisa que le dedicó hizo que Alex quisiera huir. Había esperado una mujer en estado de duelo, triste; no una preciosa mujer sonriente que lo desconcertara.

–Gracias por el té, pero será mejor que me marche –dijo, bruscamente.

–De eso nada –Lisa lo tomó por la muñeca–. Te quedas a cenar. No pienso aceptar una negativa.

Desconcertado, Alex se dejó arrastrar hacia la casa sin ofrecer resistencia.

Un par de ojos azules lo observaron desde debajo de un flequillo rubio, al otro lado del pasillo. Un delicioso aroma a asado flotaba en el aire. Una fotografía de William le sonreía desde la pared. Se encontraba en la casa de otro hombre, con la esposa y la hija de otro hombre. Había entrado en una vida que no le pertenecía, y eso no estaba bien.

Aun así, y aunque en realidad no sabía cómo era un verdadero hogar, se sentía extrañamente en casa.

Lisa puso agua a calentar. A pesar del peculiar comportamiento de Alex, se sentía cómoda con él. Y no porque le faltaran visitas. Desde la muerte de William, su familia y amigos acudían regularmente; además de algunos soldados.

Miró a Alex, que aunque estaba sentado a unos metros, parecía en otro mundo. Lisa había leído que algunos soldados nunca superaban lo que habían visto y vivido. Otros, necesitaban tiempo, y Lisa confiaba en que ese fuera el caso de Alex, aunque era evidente que necesitaba ayuda. En parte, sentía curiosidad por él. Por otro lado, ansiaba interrogarle sobre la muerte de William.

–¿Tomas azúcar?

Él la miró con expresión distraída.

–Una cucharilla, por favor.

Lisa puso café en polvo en dos tazas y añadió azúcar y agua mientras se sentía observada por Alex. Aunque no supiera por qué, el hecho de que hubiera estado con William hasta el final, le resultaba reconfortante.

Carraspeó antes de volverse y darle una taza. Notó que la recorría con la mirada, pero él no pareció consciente de hacerlo. Daba más la sensación de estar comprobando algo.

–No llevo pistola, si eso es lo que te preocupa –bromeó ella. Pero en lugar de arrancarle una sonrisa, solo consiguió que se pusiera rojo–. Lo siento, Alex. Era una broma.

–Es que me siento confuso –dijo él, desviando la mirada. Lisa arqueó las cejas en una pregunta muda. Él tomó la taza con ambas manos y, tras suspirar, dijo–: William mencionó que estabas esperando un bebé.

Lisa comprendió la inspección a la que la había sometido y casi se sintió desilusionada por más que supiera que no era un sentimiento propio de una viuda. Sin embargo, William había muerto hacía varios meses y quizá necesitaba sentirse de nuevo como una mujer, y no como una madre, una esposa o una viuda.

Eso no significaba que no amara a su marido. Lo había amado y aún lo amaba, enormemente. Sonrió a Alex para librarlo de la incomodidad de haber hecho un comentario tan personal. Aunque no le debiera una explicación, quiso dársela. Quizá así lo tranquilizaría y volvería junto a su familia, aliviado.

–Me quedé embarazada durante el último permiso de William. Como lo sospechaba, me hice la prueba unos días antes de que se marchara.

Alex seguía ruborizado, y Lisa supuso que no estaba acostumbrado a hablar de embarazos con la mujer de otro hombre. Pero después de todo, él había preguntado.

–Perdí el bebé en el primer trimestre, pero William estaba tan feliz que no supe cómo darle la noticia. Por eso murió sin saberlo –Lisa hizo una pausa–. De no haberlo perdido, habría nacido hace un par de meses.

Dio un sorbo al café y se quedó contemplando el negro líquido. Todavía le costaba hablar de William y asumir que ya no volvería a verlo. Aunque sentía que lo peor había pasado, la tristeza a veces la superaba.

–Lo siento, la medida del tiempo se distorsiona cuando pasas tanto tiempo fuera –dijo él. Lisa asintió en silencio y él añadió–: ¿Hiciste bien en no decírselo?

La pregunta tomó por sorpresa a Lisa. No se trataba ni de una recriminación, ni siquiera de una opinión, sino de una pregunta pura y simple.

–Creo que sí –dijo ella con voz quebrada–. Me alegro de que muriera creyendo que esperaba un hijo; que Lilly tendría un hermano o una hermana.

Lisa no hablaba ni siquiera con su madre del aborto, y le sentó bien hacerlo con alguien que no le recordaba el dolor que había padecido.

Alex tardó en responder.

–Lo siento –dijo finalmente–. Quiero decir… no sé…

–¿Qué decir? –concluyó ella por él para sacarlo de su incomodidad.

–Exactamente.

Lisa asintió al tiempo que reprimía su instinto natural de tocarlo, tal y como hacía habitualmente con sus interlocutores. Intuía que a Alex no le gustaba sentir violado su espacio personal.

–¿Quieres comer algo?

Él sacudió la cabeza.

–No gracias, no te molestes.

Lisa puso los ojos en blanco.

–Me gano la vida escribiendo libros de cocina, así que te aseguro que no me pones en ningún aprieto –por primera vez vio a Alex esbozar una sonrisa; y en sus ojos brillar una luz que hasta entonces no habían percibido–. Eso sí, tendrás que pegarte con Lilly. Come como un caballo –bromeó.

Alex rio con voz de barítono, y Lisa tuvo la sensación de que eran dos adultos entablando una conversación.

–Tengo hambre, pero dudo que la niña pueda hacerme la competencia.

Los dos sonrieron y Lisa llamó a su hija.

–¡Lilly, es hora de merendar!

Se oyeron pisadas en el corredor y Lilly apareció seguida de Boston, con la lengua fuera. Eran inseparables.

Lisa le dio un vaso de leche para tenerla ocupada mientras preparaba la comida.

–¿Quieres saludar a nuestro invitado? –preguntó a la niña, aunque dudaba de que quisiera.

Sin embargo, la terapeuta había dicho que debía actuar con naturalidad y no llamar la atención sobre el hecho de que no hablara más que con ella y el perro.

Lilly sacudió la cabeza, pero se mostró menos tímida que en el encuentro inicial. Trepó a un taburete, dejando uno entre Alex y ella, y lo miró fijamente.

–Este es Alex –dijo Lisa–. Era amigo de papá.

La niña lo miró aún más escrutadoramente. Sonrió y lo saludó con la mano.

–Hola –dijo él.

–Alex es soldado –explicó Lisa.

Entonces vio que este se sentía incómodo con la inspección de la niña, y se preguntó si tendría familia.

Los dejó mirándose el uno al otro y fue a la despensa, donde almacenaba sus deliciosas conservas en perfecto orden. Daba de comer a Lilly mucha fruta y verdura, pero a media tarde, solían darse un capricho. Sacó unos brownies caseros de una lata y los colocó en un plato.

–Espero que seas goloso, Alex.

Él seguía paralizado, como un animal atrapado por los faros de un coche, pero Lisa decidió ignorarlo. Le acercó el plato a la vez que preguntaba:

–¿Tienes pensado quedarte por aquí?

–Todo depende de qué tal se dé la pesca. He oído que es muy buena –dijo él.

–¿Así que eres pescador?

Lisa lo observó mientras probaba su primer bocado.

–Me gusta contemplar el agua y pescar. Me resulta relajante. Se trata más de estar sentado, pensando, que de la pesca en sí misma –explicó él.

Lisa lo sabía. Esa era la razón principal de que hubieran comprado aquella casa. ¿Estaría acampando solo? Después de estar fuera tanto tiempo, lo lógico era que quisiera estar con su familia y sus amigos.