Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Victoria Grondahl. Todos los derechos reservados.

CONVÉNCEME, Nº 20 - octubre 2012

Título original: Talk Me Down

Publicada originalmente por HQN.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1093-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Este libro está dedicado a Jennifer, que me convenció de que podía, y de que debía, escribir esta historia. Sinceramente, no creo que pudiera haberlo hecho sin ti, Jif. Gracias.

Agradecimientos

Teniendo en cuenta el apoyo que he recibido para escribir este libro, hay mucha gente a la que tengo que darle las gracias. Primero, a mi agente, Amy Moore-Benson, que me pidió que escribiera esta historia. Tenías razón. Nunca me había divertido tanto escribiendo un libro. Gracias por darme la excusa y la oportunidad de extender las alas.

Y a Jennifer Echols… Gracias por darme la mano para ayudarme a superar las trescientas primeras páginas, más o menos. Eres una escritora increíble y una amiga maravillosa, aunque no te gusten mis chistes de monos. Y lo más importante, siempre se te ocurren unos títulos perfectos. Inestimable.

No estaría escribiendo estos agradecimientos si no fuera por mi editora, Tara Parsons. Gracias por tomarnos a mis personajes y a mí bajo tu protección. Claramente, vas más allá del deber. ¡Tu entusiasmo impulsa mi mundo!

Como siempre, mi familia me ha apoyado durante todos los días de mi vida como escritora. Gracias, Bill, por reírte en los lugares adecuados, aunque no lo hicieras en voz alta. Eres mi héroe, y serías un gran Jefe de Policía. O sheriff.

Y gracias a Adam y a Ethan por entender por qué no puedo jugar a la Guerra de las Galaxias cada vez que me lo pedís. Estoy orgullosa de vosotros. Os quiero.

Por último, me gustaría darles las gracias a todos aquellos que integran la comunidad de las novelas románticas. Los escritores de romance son unos colegas profesionales que dan todo su apoyo. Gracias, en concreto, a Connie Brockway por leer otros de mis manuscritos sin publicar. Y gracias a mis amigos escritores por formar una comunidad online tan estupenda.

Los lectores de novela romántica son, por supuesto, los lectores más generosos del mundo. Habéis acogido a esta escritora con los brazos abiertos, y no sé cómo explicaros lo bien que me siento por ello. ¡Espero que disfrutéis de esta historia!

Capítulo 1

Molly Jennings se quedó helada y consternada al ver la pequeña zona de café del pequeño supermercado de Tumble Creek. Solo había Folgers, Sanka y unas cuantas marcas más, de las que ella no había oído hablar nunca. Y nada de expreso molido.

Al inhalar profundamente, percibió el olor a café instantáneo mezclado con olor a detergente. Se le había olvidado cómo eran los supermercados de pueblo. En ellos no había café en grano ni tuestes especiales, aunque sí vio un frasco solitario de nata aromatizada con vainilla. Se estremeció.

Gracias a Dios por Internet, o nunca más podría tomar un café con leche casero en condiciones. Ni un pastelillo de frutas de su marca preferida, Hostess Fruit Pie. Molly miró con desprecio la sección de dulces que había junto a las cajas. Tenía la esperanza de que los hubiera en la gasolinera de enfrente, porque estaba segura de que las gasolineras tenían todas las cosas de la marca Hostess por imperativo legal. Y quicos CornNut.

—Oooh, CornNuts —murmuró Molly, y de repente se animó. No había vuelto a comerlos desde que estaba en el instituto. Esperaba que todavía los hicieran con sabor a barbacoa.

Tomó una lata de Folgers antes de pensarlo mucho y la puso en el carrito, y después continuó hacia la sección de comida congelada.

La adolescente que estaba reponiendo la papilla para bebés en la estantería correspondiente alzó la vista cuando Molly pasó a su lado. Estaba claro que el encargado de la tienda ya no era Moe Franklin. Él regía el lugar con mano de hierro y una voz atemorizante, y odiaba a los adolescentes con saña. Todos eran punkies y ladrones, según el bueno de Moe.

Así que las cosas habían cambiado por Tumble Creek, pero estaba bien. Molly también había cambiado durante aquellos diez últimos años. Había dejado un magnífico loft en Denver, una buena vida social y, ojalá, un caso grave de bloqueo de autor. Por no mencionar la causa de aquel bloqueo: el desgraciado que le estaba quitando la felicidad a su vida, Cameron Kasten, un exnovio acosador.

Cameron estaba a cuatro horas en un día sin tráfico, y ella iba a empezar desde cero. Ya no necesitaba mirar hacia atrás por encima del hombro ni examinar visualmente una tienda si quería entrar en ella. No tenía que dejar de ir a la fiesta de un amigo porque supiera que él iba a estar allí. Era raro que cosas tan sencillas tuvieran el poder de alegrarla.

Y otro motivo de alegría era la posibilidad de volver a tener relaciones sexuales en algún momento de su joven vida. No porque mudarse a una localidad de mil quinientos habitantes ofreciera muchas posibilidades al respecto, sino porque ella tenía a alguien concreto en mente…

Hacía años que no lo veía, pero Ben Lawson había sido tan amable como para aparecérsele en la imaginación casi todos los días, normalmente desnudo y deseando pasarlo bien.

Sonrió ante la puerta del refrigerador, pero la sonrisa se le borró de los labios al ver la escasa oferta. No era precisamente lo mismo que un hipermercado WalMart, otro defecto para una mujer como Molly. En Tumble Creek solo había una cafetería, y ella no podía comer allí todos los días.

Ya echaba de menos su restaurante tailandés favorito. Se le hizo la boca agua al recordar los fideos especiados, pero tuvo que echar mano de un paquete de macarrones con queso congelados.

—¿Eso es todo, Jefe? —preguntó una chica. Pese al tono de aburrimiento con que habían sido pronunciadas, aquellas palabras hicieron que Molly se irguiera de hombros. Empujó el carrito rápidamente por el pasillo hacia la caja registradora y se detuvo al ver algo deslumbrante.

Era una vista verdaderamente deslumbrante, maravillosa, increíble.

Era él. Y no estaba en su imaginación.

Ben Lawson era en lo que primero había pensado al enterarse de la herencia de su tía y saber que iba a mudarse a Tumble Creek. Sin embargo, no había previsto cómo le iba a afectar el hecho de verlo.

Era perfecto. Estaba más musculoso y más alto que la última vez que lo había visto, lo cual se adaptaba perfectamente a sus gustos de adulta. Además, estaba vestido, lo cual era un cambio radical desde su último encuentro. Sin embargo, su ropa también era perfecta; llevaba unos pantalones vaqueros desgastados y una camisa marrón oscura de uniforme. Llevaba las mangas subidas, y en sus antebrazos había un vello dorado y suave.

Él asintió y le entregó el dinero a la cajera. Sus ojos serios seguían siendo del mismo color chocolate que ella había visto en muchas de sus fantasías nocturnas. Su pelo también era castaño oscuro. Aquella combinación siempre la había fascinado. Aquellos ojos se alzaron de repente, y se encontraron con los de ella.

Les separaban unos seis metros, pero Molly notó el asombro de Ben. Él abrió unos ojos como platos y se quedó helado, con un billete de un dólar parado a mitad de camino. La cajera miró hacia Molly, y eso sacó a Ben de su abstracción. Molly lo vio decir «gracias» mientras tomaba una pequeña bolsa de plástico y se alejaba del mostrador. Y de la entrada. Iba hacia ella.

Se acordaba de ella, por supuesto, y a Molly le resultó tan gratificante que se horrorizó. «Ya no tienes diecisiete años», se dijo.

—¿Molly?

—¡Ben! ¡Hola! Cuánto tiempo, ¿eh?

Vaya. No había elegido bien las palabras, porque él se quedó atontado de nuevo, y se ruborizó.

Sí, había pasado mucho tiempo. Diez años. Y había un motivo para eso. Él estaba pensando en la última vez que ella lo había visto, y ahora, ella también estaba pensando en la última vez que lo había visto. Al hacerlo, Molly se ruborizó también.

Ben carraspeó.

—Yo… eh… —titubeó él. Sin embargo, consiguió reaccionar y dijo—: Siento mucho lo de tu tía Gertie. Era una mujer muy enérgica.

Desde luego. Más bien era una persona dogmática.

—Mi madre siempre decía que la tía Gertie era demasiado terca como para morirse, pero de todos modos, no era algo inesperado.

Él ladeó la cabeza.

—He oído decir que te dejó su casa, pero nadie esperaba que vinieras desde Denver. ¿Has venido para venderla?

—No.

—Ah. ¿La vas a cerrar para el invierno?

—No, no. En realidad, voy a venir a vivir aquí.

—A vivir aquí —repitió él.

—Sí. Me llegan mis cosas más o menos dentro de una hora.

—¿Vas a mudarte al pueblo? —preguntó él, y miró a Molly de pies a cabeza. Entonces, ella recordó que no iba vestida precisamente para impresionar.

Llevaba unos pantalones de algodón de color caqui, y una camiseta muy vieja. Se había recogido el pelo rubio en una coleta. Gracias a Dios, no llevaba pantalones cortos, porque hacía más de una semana que no se afeitaba las piernas, aduciendo que en octubre, en las montañas, hacía mucho frío, y que le vendría bien la capa de aislamiento extra.

Molly también miró a Ben de pies a cabeza. Con frío o sin frío, iba a afeitarse las piernas.

—Pero tú tenías trabajo en Denver, ¿no? —le preguntó él, por fin.

Ben había puesto cara de inocencia, pero no consiguió engañarla. Era el mejor amigo de su hermano, y tenía que estar familiarizado con el asunto Molly Jennings.

Ella sonrió y le guiñó el ojo.

—Buen intento, Jefe —dijo. Él arqueó ambas cejas, protestando silenciosamente, pero ella no se dejó impresionar—. Hablando de trabajo, te doy la enhorabuena por haber llegado tan rápidamente a Jefe de Policía.

—Nadie más quería el trabajo.

—Vaya, qué modesto.

Ben volvió a ruborizarse, y ella también se ruborizó, porque sabía exactamente en qué estaba pensando él.

—Bueno —dijo Ben. Le tendió la mano de un modo profesional, y ella se la estrechó—. Bienvenida al pueblo, Molly. Nos veremos por ahí —añadió.

Y antes de que ella pudiera responder, él se había ido. La puerta del mercado se cerró tras él, ofreciéndole a Molly una vista excelente.

Molly Jennings. Dios Santo.

Ben se quitó el uniforme y se puso la ropa de correr, aunque de repente deseó ser fumador. Necesitaba un cigarro, o una copa. Sin embargo, iba a tener que conformarse con una buena carrera, puesto que tenía que volver al servicio dentro de pocas horas. Frank estaba de vacaciones durante los dos próximos días, y con una fuerza policial de cuatro miembros y medio, eso significaba horas extra para todo el mundo, incluido el Jefe.

Tomó el teléfono móvil y las llaves, y se detuvo de camino a la puerta para recoger también un bastón de acero. Había visto demasiados ataques de puma y de oso en su vida como para no ser precavido. La primavera era más peligrosa que el otoño, pero no había motivo para ser descuidado.

Descuidado. Así había sido al ver a Molly en el supermercado, como si fuera una visión salida de su sueño más embarazoso. Ben hizo una mueca y comenzó a correr a toda velocidad sin hacer un calentamiento previo. Ya estaba lo suficientemente caliente. Se había ruborizado como si fuera una colegiala al verla. Otro momento mortificante con Molly Jennings.

Sin embargo, él ya no era un chico de veintidós años. Y ella tampoco tenía diecisiete. Tenía un aspecto fresco, natural y maduro, con una coleta, unos pantalones de algodón y una camiseta ajustada de color azul.

Dios, cuánto le gustaban los pantalones de algodón. Seguramente era algo extraño, pero parecía que siempre se adaptaban perfectamente al trasero de una mujer. Era una suerte que no hubiera tenido la visión del trasero de Molly en el supermercado, porque el resto había sido más que suficiente.

Ben subió por la cuesta inclinada que estaba al final de la carretera y tomó un sendero bien trillado. Casualmente, aquel sendero seguía el risco que había detrás de la casa de Molly, pero era su ruta favorita y no iba a cambiarla solo para evitarla a ella. Y si, por casualidad, miraba hacia las ventanas traseras al pasar, eso era algo natural. Era lógico que tuviera curiosidad. Habían sido amigos, o por lo menos, él siempre había estado a su alrededor cuando eran jóvenes. Y claro, a él le parecía que era una adolescente monísima, pero también era la hermana pequeña de su mejor amigo. Estaba completamente prohibida. Ahora ya tenía veintisiete años, pero seguía estando completamente prohibida.

Él no salía con mujeres que vivieran en Tumble Creek. Demasiados cotilleos, demasiadas complicaciones. Si había algo peor que ser amantes en un pueblo, era ser examantes. La definición de enredo. Así pues, Ben salía con mujeres de fuera del pueblo, y como la mitad de las carreteras estaban cerradas durante el invierno, las aventuras que tenía eran de temporada.

Molly iba a estar allí todo el año. O tal vez no. Tal vez solo se quedara durante el invierno. Tal vez solo se quedara unos cuantos meses y después se marchara para otros diez años.

Aquella década en Denver había sido buena para ella. Estaba esbelta pero no delgaducha, con curvas y firmeza en los lugares adecuados. Y sus ojos verdes seguían brillando tanto como él recordaba. Tenía más seguridad. Parecía que sabía más de la vida.

Ben siguió ascendiendo por el camino. Llegó al punto en que el sendero se bifurcaba; uno de los ramales llevaba de nuevo a la calle, y el otro hacia un punto más alto que ofrecía la vista del amplio valle que había al oeste del pueblo. Continuó hacia el mirador mientras intentaba quitarse a Molly de la cabeza.

Estaba a punto de llegar cuando sonó su teléfono.

—Aquí Lawson —dijo.

—Jefe —respondió su secretaria, recepcionista y telefonista—. Soy Brenda. ¿Está en casa?

—No, ¿por qué?

—Tenemos un pequeño problema. Andrew está en casa de los Blackmound, ayudando a reunir unas reses que se han escapado a través de la valla, y se ha quedado atascado un camión de mudanzas en Main Street. El coche de Jess Germaine está en medio, y él no responde cuando llamamos a la puerta.

Ben gruñó y aminoró la velocidad. Seguramente, aquel problema ya se habría resuelto cuando él bajara del risco, pero claro, si Jess estaba durmiendo la mona…

—Está bien. Estaré allí en veinte minutos. Llámame si aparece Jess.

—De acuerdo. No sé qué hace un camión de la mudanza ahí.

Él se puso tenso. Gracias a Dios que nadie conocía su breve historia con Molly, o habría murmuraciones de deleite por todo el pueblo.

—Ha vuelto Molly Jennings —explicó.

Y ya estaba causando problemas. Aquel iba a ser un invierno condenadamente largo.

Incluso después de llevar unas cuantas semanas vacía, la casa de la tía Gertie seguía impecablemente limpia. No había polvo ni pelusas por ningún sitio.

Y, seguramente, nunca volvería a estar así. Molly miró bien a su alrededor antes de desempaquetar su ordenador y colocarlo en un escritorio del comedor.

No tenía una mesa grande, ni sillas. Aunque su loft de Denver era lo que ella quería, tenía un tamaño pequeño. Así que el comedor de la tía Gertie ya no era un comedor, sino que se había convertido en el despacho de Molly. Su tía se habría quedado horrorizada.

Dejo mi hogar a mi sobrina nieta, Molly Jennings, con la esperanza de que abandone su desagradable vida de ciudad y retome el camino de Dios en el campo, lugar al que pertenece.

Molly sonrió y agitó la cabeza. Oh, claro que había vuelto al campo, pero había llevado consigo su desagradable vida de ciudad.

Encendió el ordenador y sonrió todavía más. Su trabajo se había visto interrumpido en Denver, a causa del estrés y la ansiedad constantes, pero allí… allí ya estaba recuperando la inspiración.

El misterio de cómo se ganaba la vida iba a adquirir una nueva dimensión allí en el pueblo, pero ella ya se había preparado. Y todos los cotilleos y las especulaciones merecerían la pena si Ben Lawson resultaba ser una musa tan maravillosa como había sido diez años antes. Sí, claro que sí.

Puso unas cuantas cosas en el escritorio y después abrió un documento nuevo. Sintió un cosquilleo en el estómago, que le recordó la alegría que le proporcionaba su trabajo hasta hacía seis meses. No era tan bueno como las relaciones sexuales, pero casi.

Su buen humor incipiente decayó al oír el sonido del móvil. Rebuscó el teléfono por su bolso y soltó un gruñido al ver quién llamaba.

—Magnífico.

Podría ignorarlo, pero él llamaría de nuevo. Y después llamaría otro. Y al final, llamaría Cameron.

Molly respondió sin molestarse por disimular su impaciencia.

—¿Qué?

—¡Hola, Molly! ¡Soy Pete!

—Ya lo sé.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—¿De verdad te vas a quedar a vivir en las montañas? Espero que no. Durante el invierno es muy peligroso conducir por allí.

—Me he venido a vivir aquí, Pete. Ya está hecho.

—Ya veremos lo que piensas después de un largo y frío invierno.

Molly soltó un gruñido.

—Sé que solo soy una mujer indefensa e idiota, pero me crié aquí. Durante dieciocho años acumulé algunos conocimientos del medio.

—Bueno, has heredado una casa, ¡y eso es estupendo! Seguro que quieres probarla. Pero tu loft no se ha vendido todavía. No tienes por qué tomar ninguna decisión…

—¿Te ha dicho Cameron que me llamaras? —le espetó ella finalmente.

—¿Qué? No. Todos estamos preocupados por ti, Molly…

—¿Quiénes? ¿Cameron y su alegre camarilla?

—Vamos, Molly. Somos amigos. Yo solamente quería…

—No, Pete. No somos amigos. Si fuéramos amigos, yo te habría hecho una pulsera y te hubiera pintado las uñas de los pies. Nos habríamos reído de lo pequeño que era el pene de mi primer novio. Habríamos flirteado con otras personas mientras nos tomábamos una copa. Nosotros no somos amigos, Pete. Estábamos saliendo juntos. Hasta que alguien se metió en medio y te robó el corazón.

—¿Eh? A mí nadie me robó el corazón. Los dos decidimos que lo nuestro no funcionaba.

—Con «los dos» supongo que te refieres a Cameron y a ti…

—Eh, ¿qué estás insinuando?

—Estoy insinuando que Cameron te convenció para que me dejaras. Igual que ha convencido a todos los demás hombres con los que he salido desde que él y yo rompimos.

—¡Eso es una locura! —gritó Pete.

—Efectivamente. Aunque parece que ni a Michael, ni a Devon ni a ti os importa. Todos estáis demasiado entusiasmados por salir con el señor Personalidad Maravillosa. ¡Por Dios!

—Cameron tiene razón —murmuró Pete—. Tienes problemas.

—¡Sí! ¡Sí, tengo problemas! —gritó ella en el auricular, antes de que la línea se cortara. Molly miró el móvil con furia. La habían seguido hasta Tumble Creek, Cameron y su banda de exnovios de Molly.

No podía permitirlo. Tenía que deshacerse de aquel móvil. Ella tenía el mismo número fijo de su tía. Su hermano lo tenía. Su editor lo tenía. Y sus padres, que por fin habían superado su adicción a Cameron, lo tenían.

Cameron Kasten, el sargento supervisor Cameron Kasten, era el negociador de secuestros estrella del Departamento de Policía de Denver. Su trabajo consistía en manipular, coaccionar, seducir y negociar, y se le daba muy bien. Todo el mundo lo adoraba. Sus amigos, los amigos de ella, toda la policía. Los médicos de emergencias, los bomberos, los fiscales y todos los hombres con los que Molly quisiera salir.

Nadie creía que le estuviera destrozando la vida. No había podido convencer a Molly de que siguiera con él, así que había convencido a todos los demás de que salieran de su vida. Era atemorizante, frustrante. Cameron era como un remolino gigante que había succionado todas las relaciones sexuales y las había sacado de su vida.

O tal vez no todas.

Pensó de nuevo en Ben Lawson, en sus ojos castaños y sus manos, y en… Oh, en muchas más cosas. Él sería el broche de oro de aquella temporada de castidad. Solo tenía que mantener a Cameron lejos de Tumble Creek.

—Satán, aléjate —le dijo al teléfono mientras lo apagaba.

Molly había vuelto a Tumble Creek, en Colorado, y estaba lista a retomar las cosas justo donde las había dejado… con Ben Lawson desnudo y a su merced.

Solo que en aquella ocasión, sí sabía lo que tenía que hacer con él.

Capítulo 2

—¿Jefe?

Ben se despertó de la breve cabezada que estaba echando ante el ordenador.

—¿Sí?

Brenda agitó la cabeza.

—Son las ocho. Tiene que irse a casa a descansar. Tiene un permiso de veinticuatro horas.

—Es cierto —dijo él.

Repasó el horario de diciembre por última vez antes de cerrar el documento. Estaba muy claro. En invierno, el trabajo decaía mucho en Tumble Creek. No había ciclismo de montaña ni rafting, y el paso hacia Aspen quedaba cubierto de nieve hasta mayo. Después de la locura de la primavera, el verano y el otoño, el invierno era un descanso bien merecido.

Y, hablando de Aspen… Ben se frotó los ojos y miró el reloj del pasillo. Quinn Jennings tenía que estar ya en su despacho. Aquel hombre era un obseso en lo referente a su trabajo.

Una mujer respondió al primer tono.

—Arquitectura Jennings.

—Hola, buenos días, ¿podría hablar con Quinn?

—Buenos días, Jefe Lawson. Sí, espere un momento, por favor.

Ben asintió y esperó. En otras ocasiones había intentado mantener una conversación de cortesía con la telefonista de Quinn, pero la mujer no se lo había permitido.

—Ben —gruñó Quinn desde el otro lado de la línea, abstraído, como siempre que estaba concentrado en algún plano.

—Deja el bolígrafo y apóyate lentamente en el respaldo de la silla.

—¿Umm?

Ben puso los ojos en blanco.

—La última vez que te llamé prometí que no iba a volver a tener una conversación contigo mientras estás dibujando. Me quedé esperando en aquel bar hasta las nueve en punto.

—Es cierto, pero ya te dije que lo sentía mucho. De veras, no recordaba para nada la conversación.

—A eso me refiero —repuso Ben—. Bueno, no me habías dicho que tu hermana iba a venir a vivir al pueblo.

—Ah, ya. Es que lo decidió rápidamente. Yo me enteré la semana pasada.

—¿Seguro?

—Bueno, ella dice que me lo contó en septiembre, pero yo juraría que miente.

—Ya.

—Bueno, ¿entonces ya ha venido? ¿Quieres comprobar qué tal está de mi parte? Mi madre está preocupada.

Ben se pasó la mano por el pelo.

—¿Quieres que pase por su casa?

—Sí, ya sabes. Comprueba la seguridad. Es una mujer soltera con una madre obsesiva.

—Vivía sola en una gran ciudad. Creo que aquí estará bien.

—Eso díselo a mi madre. Está convencida de que Molly va a encender la chimenea sin abrir el tiro, y que va a morir por inhalación de monóxido de carbono.

Ben miró de nuevo el reloj. Las ocho y cuarto. ¿Estaría despierta? ¿Se habría vestido, o estaría medio desnuda y con cara de sueño?

—Está bien. Pasaré por allí.

—Gracias.

—De nada, de nada —dijo él. Solo iba a hacerle un favor a un amigo—. Eh, ya debéis de haber averiguado en qué trabaja Molly, ¿no?

—No.

—Lo único que sé es que ella jura y perjura que no es ilegal.

—Entonces, ¿por qué no quiere decirlo?

—¿Quién sabe? Creo que ahora ya se ha acostumbrado al misterio. Sería un horror enterarnos de que es inspectora de Hacienda a estas alturas. Ella está bien, y tiene salud, y yo he conseguido, por fin, convencer a mi madre de que la deje tranquila.

Demonios. Él ya la había buscado en Google, pero no había averiguado nada. A él no le gustaban los misterios. A casi ningún policía.

Ben prometió una vez más que pasaría por casa de Molly, se despidió de Quinn y tomó su abrigo y su sombrero.

Solo iba a hacerle un favor a un amigo. No tenía nada que ver con la camiseta ajustada de Molly, ni el hecho de que la hubiera visto fugazmente por la ventana de la cocina al pasar al lado de su casa el día anterior, cuando volvía de correr. No tenía nada que ver con el brillo de picardía de sus ojos cuando le había sonreído en el supermercado. Y, ciertamente, no importaba que él se hubiera pasado casi todo el turno de trabajo preguntándose si su trasero era tan respingón como diez años antes.

Dios Santo, ella lo había vuelto loco aquel verano, siempre paseándose en pantalón corto y camisetas de tirantes. Se suponía que él no podía fijarse en una chica dulce e inocente como Molly. Así que se había obligado a no fijarse. La conocía desde que era un bebé. Sus piernas suaves y bronceadas no existían para él. Tampoco sus pechos firmes, ni su trasero redondo. No. Nada de nada.

Y tampoco existían ahora. Ella solo era otra ciudadana. Una responsabilidad. Un favor para un amigo. Una persona que seguramente ya estaba despierta y totalmente vestida.

Ben puso su cara de policía más grave cuando detuvo la furgoneta negra delante de su casa, en Pine Road. Entonces, vio el coche que había en la entrada de su garaje, y se quedó boquiabierto.

Llamó a su puerta con un poco más de fuerza de la que quería, pero después de dos minutos, ella todavía no había abierto. Ben volvió a llamar, respiró profundamente y comenzó a contar hasta veinte. La puerta se abrió en el diecinueve.

—Dime que ese no es tu coche.

Ella escondió un bostezo tapándose la boca con la mano.

—Hola, Ben.

—Tendrás otro vehículo en el garaje, ¿no?

—El garaje está lleno de coches.

—No puedes conducir en eso durante el invierno.

Ella se inclinó un poco hacia delante para mirar su Mini Cooper azul.

—Le puse neumáticos nuevos antes de salir de Denver. Está bien.

—No. No, no está bien. En primer lugar, estoy casi seguro de que no hacen neumáticos de doce pulgadas para nieve. En segundo lugar, vas a derrapar en el primer surco de nieve que te encuentres. En tercer lugar, chocarás con alguno de los trescientos todoterrenos que conducen los habitantes de este pueblo, todos más cuerdos que tú.

Ella se apoyó en el marco de la puerta y asintió.

—Umm. Fascinante. ¿Te ha llamado mi madre?

—No, pero me llamará. Y no tengo hombres suficientes a mi cargo como para mandarlos a tu casa cada vez que nieve solo para tranquilizarla. Tampoco tengo hombres suficientes para que te rescaten de tu propia entrada al garaje dos veces a la semana.

—Ya he llamado a Love’s Garage para que la retiren.

—Bueno, pues no tengo hombres suficientes para que te rescaten del aparcamiento del supermercado todos los sábados.

Ella se cruzó de brazos y le sonrió.

—Te pones muy sexy cuando estás al mando. ¿Te lo habían dicho?

Entonces fue cuando él se fijó en su camiseta. Su camiseta larga y desgastada, prácticamente transparente. En sus piernas desnudas. En los pies descalzos y en las uñas pintadas de rosa. Ella volvió a bostezar y se estremeció, y aclaró el misterio de si llevaba sujetador.

—Discúlpame —dijo Ben, en un tono cuidadosamente formal—. ¿Te he despertado?

—Sí, pero tengo que llevar un horario civilizado o me quedaré sola. Nadie se queda despierto hasta las tres de la mañana por aquí. Bueno, tal vez tú sí. Estaríamos solos tú y yo… y el quitanieves.

«Solos tú y yo…».

—Me encanta tu sombrero —dijo ella, con los ojos brillantes de nuevo—. Me encanta, de verdad.

Ben se tocó el ala del sombrero sin darse cuenta, y se obligó a bajar la mano. Era el mismo tipo de Stetson que llevaban la mayoría de los policías en las Montañas Rocosas. Nada especial que pudiera hacer que ella pareciera tan… traviesa.

—Volviendo al coche —gruñó él—. Si es que se le puede llamar así.

Molly abrió la puerta y la brisa entró en casa, moldeando la camiseta a su pecho. Ben estuvo a punto de tragarse la lengua al ver sus pezones endurecidos perfectamente marcados en aquel fino algodón blanco.

—¿Quieres un poco de café?

Molly se dio la vuelta y dejó la puerta abierta para que él entrara, y Ben pasó a modo de defensa propia. Tenía que cerrar la puerta antes de que otra ráfaga de viento le moldeara la camiseta contra el trasero. Aunque su cerebro estuviera lanzando vítores.

—Dios Santo —murmuró él, y se quedó junto a la puerta. Era hora de irse. Ni siquiera se acordaba de por qué había ido allí en primer lugar. Ella todavía tenía que aceptar lo del cochecito de juguete, pero era el momento idóneo para que él hiciera su retirada.

—¿Quieres leche y azúcar? —le preguntó ella desde la cocina.

—No, yo…

Sonó un teléfono antiguo que interrumpió su respuesta.

—¡Espera! —dijo Molly.

Ben la oyó responder alegremente, y después, su voz adquirió un tono ominoso que despertó todo su instinto de policía.

—¿Cómo has conseguido este número? —gruñó ella.

Ben fue directamente a la cocina.

—Sí, he apagado el teléfono móvil. Date por aludido, Cameron.

Él se detuvo al llegar al arco que daba paso a la cocina, pero ella había dejado de hablar. Estaba de pie, con la mano en la frente, murmurando «Umm, umm», de vez en cuando.

Molly cerró los ojos con fuerza, y cuando los abrió, vio que Ben la estaba mirando. Arqueó las cejas con una expresión de alarma y se giró hacia el fregadero, pero él todavía pudo oír el resto de la conversación.

—No. ¿Está claro? No. Y ahora, adiós.

Al volverse hacia él de nuevo, Molly tenía una sonrisa resplandeciente. Colgó el teléfono y dijo:

—¡El café ya casi está listo!

—¿Quién era?

—¿Quién?

—El del teléfono.

Ella no perdió la sonrisa y agitó la cabeza para fingir confusión.

—Creo que has dicho que era «Cameron».

—Ah, Cameron. Solo es un tipo de Denver.

—¿Un ex?

—¿Eh? No, no. Claro que no. ¿Por qué?

—No, por nada.

Más secretos. Perfecto.

—Bueno, entonces, ¿leche y azúcar?

Molly se movía por la cocina con despreocupación, completamente cómoda vestida con casi nada delante de él. ¿Quién era aquella chica a la que conocía de toda la vida? Aquella chica con secretos y con… pezones.

—Sí —dijo él—. Con leche y azúcar.

Ella le lanzó una sonrisa por encima del hombro mientras servía el café.

—Un hombre de verdad, ¿eh? Lo suficientemente seguro de sí mismo como para tomar un café de chica. Estoy impresionada.

—¿Un café de chica? Vaya. Gracias, Molly.

—He dicho que estaba impresionada.

—Sí.

Le dio la taza y después se apoyó en la encimera, agarrando la suya con ambas manos. Ben se dio cuenta de que le pasaba la mirada por el cuerpo, deteniéndose en su pecho y en su boca. Y él se fijó en sus muslos dorados y esbeltos, y totalmente prohibidos, ¿y qué demonios estaba haciendo allí?

Cerró los ojos y se llevó la taza a los labios.

—Bueno… —dijo ella—. En cuanto a aquella noche…

El café explotó en su garganta, quemándolo y ahogándolo. Ben estornudó y tosió hasta que pudo respirar de nuevo. Después abrió los ojos y oyó claramente su maravillosa risa.

—¿Estás bien? —le preguntó Molly entre jadeos.

—Lo has hecho a propósito.

—¿El qué?

Ben dejó la taza en la encimera de golpe.

—Será mejor que me marche.

—Hace diez años, Ben. Solo quería disculparme. Nunca debería haber entrado de ese modo, y mucho menos haber mirado.

Él se quedó inmovilizado en el acto de darse la vuelta. Se le contrajeron los músculos y el estómago de espanto.

—¿Disculpa?

—No sabía que tenías… eh… compañía. Y entonces, yo…

—¿Qué quieres decir con eso de que miraste?

—Oh… bueno…

—No. Yo miré hacia arriba y tú estabas junto a la puerta. Acababas de llegar.

—Sí, bueno… tal vez pasaran unos segundos mientras yo entré y tú te diste cuenta de que había entrado. Estabas un poco distraído con aquella rubia. Ella estaba…

—Sé lo que estaba haciendo. Por el amor de Dios, Molly.

—Bueno… De todos modos, solo quería decir que, si te hice pasar vergüenza, lo siento.

¿Vergüenza? Fue una tortura. Mortificación. Culpabilidad. El hecho de saber que había corrompido a una niña. El completo asombro de sus ojos cuando él la había visto. Ella estaba tapándose la boca con ambas manos. El interminable momento en que sus músculos se habían negado a reaccionar, en que había intentado detener las ávidas atenciones de la chica de su cita. Ben no había vuelto a poder disfrutar de una felación durante los dos años siguientes.

Y ahora, Molly le confesaba que había estado allí, mirando, durante… ¿cuánto tiempo?

—Oh, Dios —murmuró, poniéndose la mano en la frente—. Solo eras una niña.

—Eh… No, en realidad no. Yo perdí la virginidad esa noche, y cumplí dieciocho años una semana más tarde. Y después vino la universidad.

—¡Ya basta! —exclamó Ben, y se tapó los oídos con las manos—. ¡Oh, Dios mío!

Oyó la risa amortiguada de Molly.

—Ben, ¿qué te pasa?

Se imaginó a sí mismo. Estaba en la cocina de Molly Jennings, con los ojos cerrados y las manos en las orejas. Ben hizo acopio de dignidad y bajó los brazos. Después, exhaló un suspiro.

—Eras como una hermana pequeña para mí. Fue muy inquietante.

—Oh, a mí también me inquietó —dijo ella, y sonrió—.

Pero si te sirve de consuelo, tú nunca fuiste como un hermano para mí, Ben Lawson.

—Yo…

Ella se inclinó hacia él y se quedó a pocos centímetros de distancia. Ben percibió el olor a café, y a algo suave y dulce. Su champú, o su crema, o algo femenino. Los labios de Molly eran rosados, y sus ojos, como un imán.

—Y, claramente, fuiste mucho menos como un hermano para mí después de aquella noche.

—Molly… —Dios Santo—. Supongo que solo te vas a quedar para el invierno, ¿no?

Ella retrocedió con el ceño fruncido.

—No, ¿por qué?

—No, por nada. Tengo que marcharme. Consíguete un coche de verdad y revisa el tiro antes de encender la chimenea. Adiós.

—¡Gracias, oficial! —dijo ella, mientras él salía rápidamente hacia la puerta.

El aire frío le abofeteó la cara y lo devolvió a la realidad en cuanto puso un pie en la calle. Ben cerró de un portazo y se detuvo. Giró los hombros y apretó la mandíbula.

Sí, Molly se había convertido en una mujer despampanante, pero seguía siendo algo prohibido. Nada había cambiado. Nada.

Casi había llegado a su furgoneta cuando apareció un pickup blanco por el oeste. Ralentizó la marcha y casi se paró ante el vehículo de Ben. A través de la ventanilla, él vio la cara arrugada de Miles Webster, el dueño del periódico del pueblo, que salía cada dos semanas, que estaba observando con curiosidad la escena.

—Mierda —susurró Ben.

Miró a los ojos a Miles, con cuidado de no mostrar nerviosismo ni culpabilidad. «No tienes nada contra mí, viejo», le transmitió con la mirada. Entonces, los ojos del hombre cambiaron de dirección, y Ben la siguió, volviéndose hacia la casa de Molly.

Ella estaba en el hueco de la puerta, saludando, con la luz de la mañana reflejándose en sus piernas.

—Oh, mierda —gruñó Ben.

Miles sonrió con petulancia cuando Ben se giró de nuevo, y después se alejó dejando una nube de humo de diésel.

Ben se las había arreglado para estar fuera de la sección de chismorreos del periódico durante treinta y dos años. El jueves siguiente, aquello iba a cambiar.

Y si había algo que él odiara más que los secretos era el escándalo.

Cuando Molly se sentó a trabajar aquella mañana, le pareció que su ordenador ronroneaba. O tal vez fuera su cuerpo. Había recuperado la inspiración, y lo notaba. Era magnífico.

Ya sabía de qué iba a tratar su siguiente historia. Habían pasado meses sin que se le ocurriera una sola idea, pero ahora ya lo sabía. Un vaquero serio y curtido. No, un momento. Un sheriff. Sin embargo, no en un pueblo de montaña. Ya había cometido antes aquel error. Usaría de nuevo a Ben Lawson, pero solo para conservar la inspiración, no como un hombre de carne y hueso hecho fantasía.

Su primera historia, la que la había convertido en una estrella, la que todavía se vendía mejor que ningún otro de sus libros… Aquella se parecía demasiado a la realidad como para sentirse cómoda leyéndola. Había escrito sobre Ben, sobre aquella noche. Incluso lo había identificado como el mejor amigo del hermano mayor de la protagonista. En un pequeño pueblo. En Colorado. Entonces, de repente, había vendido su primer intento en la ficción erótica, lo había visto publicado, y leído por miles de personas… y era demasiado personal. No podía contarle a nadie lo que había hecho.

El mayor secreto de su vida había sido completamente accidental, pero supuso que eso era lo mejor. Tenía una profesión maravillosa que adoraba, unos ingresos decentes y un poco de misterio para aderezar su aburrida existencia. Y además, acababa de recuperar su musa.

Aquel primer libro había sido el más inspirado de todos, pero tenía la sensación de que podía conseguir que aquel que iba a empezar fuera incluso mejor. Era mayor, y más sabia, y tenía unas cuantas buenas ideas de lo que quería hacer con cierto Jefe de Policía curtido y serio.

—Sheriff —se corrigió a sí misma—. El sheriff de un pueblo del Salvaje Oeste, con los ojos marrones y un corazón de acero. Y tal vez, con algunas necesidades algo pervertidillas que no puede satisfacer con las mujeres temerosas de Dios que viven en esa parte del país.

A Molly se le escapó una risita nerviosa. Oh, sí. El sheriff era un hombre solitario, hasta que una viuda misteriosa llegó para vivir a la casa de al lado. Una viuda que dejaba las cortinas abiertas por las noches, con las lámparas encendidas. Incluso un ángel tendría la tentación de mirar el espectáculo, y el sheriff estaba muy lejos de ser un ángel. Sin embargo, la exhibición indecente era un delito, y el policía tenía la determinación de hacer que ella pagara con su propia disciplina privada.

Se imaginó a Ben con los vaqueros, desabotonados, y con el sombrero de vaquero inclinado sobre la cara, y con nada más.

—Esto —murmuró Molly mientras tecleaba las primeras palabras— va a ser muy bueno.

Capítulo 3

Stripper.

Ben escribió aquella palabra en su cuaderno, con tinta negra, y la subrayó. Después, la tachó.

Eso no podía ser cierto. Sí, ella había empezado con alguna profesión misteriosa durante la universidad, y muchas universitarias buenas y estudiosas habían caído en la tentación de bailar a cambio de dinero. Sin embargo, eso no podía ser cierto. Allí no había clubs de ese tipo. Fuera lo que fuera lo que hacía Molly, tenía que ser algo que podía hacer desde casa. Hacer streaptease daba un buen dinero, pero ella no podía haber ahorrado tanto como para retirarse a los veintisiete años.

A menos que fuera una estrella que viajaba por todo el país y ganaba miles de dólares por bailar en los mejores clubs. Tal vez no debería haber desechado aquella posibilidad tan rápidamente.

O tal vez había visto demasiados programas especiales en la HBO durante su vida.

Ben lanzó el bolígrafo sobre el periódico que tenía abierto en el escritorio, y volvió a concentrarse en el ordenador para buscarla en Google por última vez. Su nombre figuraba en tinta en el periodicucho, junto al de Molly, y él quería averiguar su secreto antes de que lo averiguara Miles Webster.

El viejo Miles había destrozado los años de instituto de Ben. O, más concretamente, había sido su propio padre quien los había destrozado, y Miles Webster había magnificado alegremente cada momento doloroso, aireando todos los escándalos hasta el último detalle, fuera o no fuera cierto.

Ben había odiado a Miles durante años, tal vez porque le resultaba muy difícil odiar a su padre. Difícil, pero no imposible, y menos para un adolescente.

Sin embargo, había conseguido superar aquello. O pensaba que lo había conseguido, hasta que había visto su nombre en la columna de cotilleo de Miles y había empezado a tener ardor de estómago.

Y nuestro Jefe de Policía Lawson ha añadido un nuevo punto en su lista de deberes laborales esta semana. Ha formado el comité de bienvenida para la nueva habitante de Tumble Creek y la ha visitado a primera hora de la mañana para saludarla de manera amigable y minuciosa. ¿Y quién es ella? Nuestra querida Molly Jennings, que ha vuelto a su pueblo natal y que ha sido recibida con los brazos abiertos. ¡Consulten esta sección la semana que viene para tener más información sobre lo que ha estado haciendo Molly durante los últimos diez años!

—Más información —repitió Ben con desprecio. A Miles le iba a encantar aquello.

Qué fracaso. Él iba a tener que evitarla como si fuera la peste, por lo menos hasta que averiguara cuál era su secreto. ¿Y si ella había sido prostituta, por el amor de Dios?

—Has perdido la cabeza —se dijo. No iba a permitir que Miles lo volviera loco otra vez. Ahora era un adulto, no un niño atormentado.

—¿Jefe? —dijo Brenda desde la puerta—. No estará disgustado por esa columna, ¿verdad?

—No —dijo Ben. Cerró la página de Google y abrió el informe en el que se suponía que debía estar trabajando.

—Miles Webster no tiene derecho a cotillear sobre usted cuando usted está haciendo su trabajo.

—No pasa nada, Brenda. Sólo le estaba haciendo un favor a un amigo.

Ella asintió.

—¿Qué tal le va a Molly Jennings?

—Bien.

—Supongo que es… Debe de haber cambiado mucho después de haber vivido tanto tiempo en una ciudad grande.

Diferente. Ben frunció el ceño mirando el monitor. Sí, era diferente.

—¿Jefe?

—¿Qué? —preguntó él, y miró a Brenda. La vio agitar la cabeza y volver a su escritorio, que estaba en la entrada de la comisaría.

Ben se sentía disgustado consigo mismo. Se obligó a concentrarse en su trabajo del lunes. Terminó el informe y lo repasó, y lo envió a la oficina del sheriff de Creek County. Mantenían una colaboración estrecha y coordinada para que el sheriff McTeague no tuviera que perder el tiempo patrullando aquella parte del condado. Si había algo que necesitara su atención, Ben se ponía en contacto con él. Si Ben necesitaba algo, por ejemplo, equipamiento de rescate o una partida de búsqueda, el sheriff se lo proporcionaba.