Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Margaret Benson. Todos los derechos reservados.

LA ÚLTIMA PROFECÍA, Nº 19 - octubre 2012

Título original: Twilight Fulfilled

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-1092-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

Costa de Maine

Era la noche más negra y lluviosa que el agreste y olvidado cementerio había visto en siglos. Las antiguas lápidas parecían bambolearse como borrachos bajo los fantasmales árboles. Ramas sarmentosas arañaban la más alta de las antiguas tumbas de piedra como dedos de esqueleto, mientras los vampiros supervivientes se apiñaban en torno a la enfangada fosa.

Brigit Poe, en parte vampira, en parte humana, una de los famosos gemelos opuestos, iba vestida para la batalla, que no para un funeral. Era simple casualidad que vistiera enteramente de negro. El flexible tejido transpirable se adhería a su cuerpo como un guante de látex. Calzaba unas altas botas negras, con hebillas hasta las rodillas. Las macizas plataformas le proporcionaban un suplemento de estatura, toda una ventaja en la batalla, a la vez que su peso reforzaba la potencia de su patada. Parecía como si le hubiera quitado la negra y larga gabardina al cowboy de un antiguo espagueti western; la gruesa tela de su capa corta servía no solamente para protegerla de la lluvia, sino para desviar un cuchillo lanzado contra su espalda.

Le habría gustado tener una capucha. Le habrían gustado muchas cosas, y la primera era que la tarea a la que se enfrentaba le hubiera caído en suerte a cualquier otro menos a ella. Pero eso no iba a suceder.

Mientras permanecía de pie, viendo como los vampiros se adelantaban para arrojar las cenizas a la húmeda fosa, su hermano gemelo se acercó para plantarle un negro sombrero de cowboy sobre sus empapados rizos rubios. Tenía, recordaba que le habían dicho alguna vez, el pelo como el personaje Ricitos de Oro; la cara de un ángel; el corazón de un demonio… y el poder del mismísimo Satanás.

«Un sombrero negro», pensó, irónica. En los espagueti westerns que había visto, ella definitivamente habría llevado un sombrero de aquellos, negro. Y su hermano uno blanco. Porque él era el bueno. El héroe.

Ella no.

–No será fácil –le dijo su hermano–. Darle caza. Matarlo.

–Y que lo digas. Tiene cinco mil años y es más poderoso que cualquiera de nosotros.

–No era eso precisamente lo que quería decir, hermanita –James, al que ella se empeñaba en llamar J. W. pese a sus constantes protestas, se la quedó mirando expectante.

Brigit fingió no entender lo que esperaba de ella, pese a saberlo a la perfección. Decencia. Moralidad. Algún indicio de que cuestionara lo ético de la decisión que había sido tomada: que debía encontrar y ejecutar al Anciano que había dado origen a la raza de los vampiros.

Apenas unos días antes, su hermano había localizado y resucitado al primer inmortal, el antiguo rey sumerio conocido como «El Superviviente del Diluvio». Él había sido el Noé original, de una leyenda mucho más vieja que la versión bíblica. Su nombre era Ziasudra en sumerio, Utanapishtim en babilonio.

Cierta profecía, la misma que había vaticinado que la guerra que actualmente enfrentaba a vampiros y humanos, afirmaba también que el Antiguo, el primer inmortal, el hombre del que descendía la raza entera de los vampiros, constituía al mismo tiempo su única esperanza de salvación.

O al menos así era como la habían interpretado en un principio. Porque, de hecho, su ancestro se había convertido en el artífice de su destrucción. Confiando en que el Anciano sería su salvación, J. W. había utilizado sus poderes curativos para resucitar a Utana de sus cenizas. Pero el Antiguo había vuelto a la vida con la mente trastornada por los miles de años que había pasado encerrado.

Convencido de que había sido maldecido por los dioses por haber compartido el don de la inmortalidad y creado inadvertidamente la raza de los vampiros, Utanapishtim se había propuesto destruirlos a todos. Una sola mirada de sus ojos bastaba para aniquilarlos. Eran muchos los vampiros que a esas alturas había asesinado.

Y de humanos vigilantes había matado todavía más.

Tal parecía que el final de su raza estaba a la vista.

A no ser que ella pudiera detener a Utana y frustrar la misión que él mismo se había impuesto.

–Lo que quería decir –añadió su hermano– es que matar a alguien que no puede morir, sabiendo que lo único que conseguirías sería sentenciarlo a una muerte en vida, para toda la eternidad…

–¿Estás intentando provocarme remordimientos de conciencia, J. W.? –le espetó, irritada–. No funcionará. Ese canalla ha matado a centenares de congéneres nuestros. No tengo el menor problema en liquidarlo antes de que acabe con todos nosotros. Ningún problema en absoluto.

Alguien se aclaró la garganta, y Brigit miró de nuevo hacia la tumba abierta. Trece supervivientes de la última aniquilación habían recogido el polvo y cenizas que habían quedado de sus seres queridos para llevarlos allí, a aquel olvidado cementerio de los bosques de Maine.

Eran diez los vampiros del grupo: Eric y Tamara, Rhiannon y Roland, Jameson y Angélica, Edge y Amber Lily, Sarafina y la humana recién convertida en vampira, Lucy. Los acompañaban la pareja mortal de Sarafina, Willem Stone, y los gemelos mestizos, la propia Brigit y su hermano J. W, en parte vampiros y en parte humanos.

Su tía Rhiannon, ataviada con un largo vestido cuya cola arrastraba por el barro, vertió las cenizas de la última urna en la tumba abierta, arrojó después una urna tras otra y alzó los brazos al cielo. La lluvia resbalaba por la cremosa piel de sus senos, casi completamente al aire por el pronunciado escote de su vestido color rojo sangre. Su larga melena negra colgaba en húmedas guedejas. La pintura de ojos se le había corrido por las mejillas, mezclada con las lágrimas y la lluvia. No parecía ella misma.

–Sé que podéis oírme, amigos míos. Mi familia –le falló la voz, pero Roland se adelantó de inmediato para plantar sus fuertes manos sobre sus hombros desnudos.

Luego, lentamente, bajó los brazos para recoger los pliegues de su negra capa y la envolvió en ella, protegiéndola de la lluvia. Al mismo tiempo alzó también las manos al cielo y entrelazó los dedos con los suyos.

Fue una imagen bella. Y desgarradora al mismo tiempo.

–Sé que podéis escucharme –continuó Rhiannon–. Y confío en que hayáis descubierto que nosotros también entraremos en el paraíso cuando abandonemos esta vida. Nosotros también somos merecedores del cielo. Tenemos almas: almas que sienten, que aman, que viven… mil veces más intensamente que aquellos mortales que nos tachan de monstruos insensibles –cerró los ojos y aspiró profundamente–. Descansad en paz, allí en la luz, mis seres queridos. Descansad en paz, y no temáis nada. Porque aquellos que habéis dejado atrás sobrevivirán –abrió los ojos. Su mirada era oscura y fría, más aterradora que nunca–. Y os juro por la propia Isis que seréis vengados.

Bajó lentamente los brazos. Roland la abrazó entonces por la cintura, envolviéndola todavía en su capa.

–Ya está, amor mío. Vamos, necesitamos instruir a nuestra pequeña guerrera antes de mandarla a la batalla.

Rhiannon se volvió para encontrarse con la mirada de Brigit. Eran tantas las cosas que podía leer en sus ojos, pensó Brigit mientras contemplaba a su mentora, la mujer a la que más admiraba en el mundo y cuya aprobación siempre había anhelado. Y conseguido. Había amor en aquellos ojos. Amor, dolor y miedo. Mucho miedo.

El miedo en la mirada de Rhiannon era algo tan extraordinario que Brigit no pudo evitar estremecerse hasta los huesos. J. W. le apretó cariñosamente un hombro.

–Todo saldrá bien, hermanita.

–Para ti es fácil decirlo. Tu trabajo era resucitar a nuestro ancestro. Soy yo la que tiene que enfrentarse con él, ahora que está vivo y coleando.

–Vamos –le dijo Eric–. Volvamos a la mansión. Estar fuera durante tanto tiempo no es seguro, ni siquiera aquí.

Uno a uno, o pareja a pareja, fueron abandonando el cementerio, siguiendo el estrecho y enlodazado sendero que partía de la vieja tumba para serpentear hacia el edificio que se alzaba en lo alto del acantilado. El mar se agitaba tan inquieto como los cielos mientras los vampiros y sus parientes proseguían su ascensión. El viento los azotaba, aullando y gimiendo como si los elementos se dolieran también de la pérdida de tantos seres queridos.

Brigit caminaba sola. Habitualmente J. W. y ella también habrían formado pareja y caminado lado a lado, los únicos de su especie y, sin embargo, opuestos en todos los aspectos. Pero en ese momento, él tenía a su compañera, la bella y radiante Lucy, ahora también una vampira. De modo que Brigit estaba… sola, y enfrentada además al mayor desafío de toda su existencia. Un desafío que no deseaba y que tampoco estaba segura de que pudiera superar.

Y, sin embargo, estaba preparada. Tenía el equipaje hecho y esperando en la mansión. Solo había estado esperando a que terminaran de una vez los ritos funerarios.

Delante de ellos, Rhiannon, al frente como siempre, llegó a la puerta de la mansión y se quedó en el umbral, mientras los demás iban entrando. Brigit fue la última y, cuando pasó a su lado, la reina le puso una mano en el brazo.

–Hablaremos antes de que te marches –le dijo en voz baja–. Espérame en la biblioteca.

«Estupendo», pensó Brigit, irónica. Un retraso más, y tan inevitable como potencialmente desagradable. Los mayores desearían instruirla, antes de que se marchara, en lo que tenía todo el aspecto de una misión suicida.

Justo lo que necesitaba. Un buen sermón antes de morir.

Centro de Bangor, Maine

El ser más antiguo del planeta, el primer inmortal, el Noé original, temblaba en la acera del pueblo bajo la lluvia. Llevaba por toda vestimenta una empapada sábana, como si fuera una túnica, dejando un hombro al descubierto. Había rechazado con arrogancia la ropa que le habían ofrecido nada más resucitarlo. Justamente el tipo de ropa, solo ahora se daba cuenta de ello, que necesitaría si esperaba pasar desapercibido entre los humanos de aquel extraño y novedoso tiempo. La gente lo miraba con recelo: humanos normales y corrientes, mortales, que pasaban rápidamente a su lado a bordo de sus ingenios mecánicos hacia los pequeños y pobremente diseñados edificios que se alineaban a lo largo de las calles. Corriendo sin cesar, como si temieran derretirse con la lluvia. Automóviles.Coches, había oído que los llamaban.

Quería conocer su funcionamiento. Pero eso sería después. Primero deseaba hacerse invisible. Habría preferido morirse de una vez, pero la muerte no constituía una opción en aquel momento.

En aquel momento eran muy pocas las opciones que se le presentaban, de hecho. Sin embargo, tenía sus necesidades, y una de ellas era resolver el problema de no llamar demasiado la atención. Pero antes necesitaba satisfacer las más primarias. Necesitaba calor, un lugar donde refugiarse de aquella implacable lluvia helada. Demasiada lluvia.

Aquella lluvia habría sido una bendición en su época… a no ser que se hubiera prolongado demasiado. Por un instante se preguntó si esa lluvia sería normal en la civilización actual, o si los dioses, los Anunaki, habrían decidido nuevamente doblegarlos enviándoles un diluvio.

Intentó concentrarse una vez más en sus necesidades más inmediatas. Necesitaba comida. Mucha. Su estómago se quejaba sin cesar, retorciéndose y aguijoneándolo, demandando alimento. Y agua: necesitaba agua dulce que beber. Eso era lo primero; el resto podía esperar. La ropa que lo ayudaría a mezclarse con los demás mortales que se apelotonaban en aquella tierra como pulgas en un perro del desierto; los conocimientos que anhelaba adquirir para abrirse paso en aquel mundo; la misión que debía cumplir para poder ser perdonado por los dioses… todo eso vendría después.

Comida. Agua. Refugio. Eso era lo primero.

Se dedicó a contemplar los edificios que le iban saliendo al paso, de ladrillo rojo, sin belleza o adorno alguno, con aquellas amplias aberturas en los muros que parecían engañosamente vacías. Con aquella lluvia resultaba fácil distinguir las gotas de agua que resbalaban por aquellas paredes duras y transparentes. Ventanas, las llamaban, construidas con una sustancia conocida como cristal, y que las hacía prácticamente invisibles.

Se acercó a una de las ventanas, atraído por un olor a comida, para detenerse ante la imagen que vio allí. La imagen de un hombre que vestía y se movía exactamente igual que él. Era un reflejo, pensó mientras levantaba una mano, advirtiendo que la imagen hacía lo mismo. Muy parecido a lo que ocurría cuando se miraba en el agua remansada.

Ladeó ligeramente la cabeza y estudió su reflejo en el cristal. No era de extrañar, reflexionó, que los mortales recelaran de él. Tenía un aspecto amenazador. Salvaje. De pie bajo la lluvia, se dejaba empapar indiferente mientras los demás corrían a refugiarse. Dejaba que la lluvia le chorreara por el pelo, la ropa, la piel. Y también era más grande que la mayoría de ellos. Más alto, más ancho. Lucía una barba de varios días, oscura y espesa, mientras que la mayoría de los hombres con los que se había tropezado se afeitaban la cara. Unos pocos se la habían dejado crecer, pero la llevaban cuidadosamente recortada y limpia.

Se pasó una mano por su melena negra como el ónice, echándose los rizos empapados hacia atrás. Acto seguido volvió a concentrarse en la ventana, así como en la gente que podía distinguir detrás. Estaban sentados en torno a varias meses, disfrutando de apetecibles manjares y atendidos por sonrientes esclavos que parecían contentos con su papel.

Finalmente algo que tenía sentido.

Continuó observándolos durante un rato antes de dirigirse hacia la puerta por donde veía a los demás entrar y salir. Cuando se disponía a empujarla, un hombre apareció ante él para impedírselo. Flacucho pero alto, y sonriente pese al temor que se reflejaba en sus ojos.

–Lo siento, señor, pero estamos completos esta noche. ¿Tiene reserva?

Utana miró al hombre de arriba abajo.

–Yo no sé qué es… «reserva» –dijo, poco familiarizado todavía con aquella lengua–. Quiero comida.

–Er, bueno… Como le he dicho, estamos completos –alzó una mano en un gesto de impotencia–. Lo siento, pero no puede entrar.

–Tráeme entonces la comida. Esperaré –Utana cruzó los brazos sobre el pecho.

–Ah, ya. No es usted de aquí, ¿verdad?

Utana se limitó a gruñir al hombre, perdido todo interés por conversar con él. Esperó que su silencio fuera lo suficientemente explícito.

–Entiendo. Bueno, el caso es que aquí las cosas no funcionan así. Tengo una sugerencia que hacerle, sin embargo.

–No sé qué es… «sugerencia». Trae comida. Yo espero.

–¿Por qué no prueba en el comedor social? Es la iglesia metodista que hay al final de la calle. ¿La ve? Desde aquí se ve el campanario.

Le estaba señalando algo mientras parloteaba; Utana no comprendió más que alguna palabra suelta. Estaba aprendiendo la lengua aceleradamente, pero interpretar las palabras pronunciadas a semejante velocidad seguía resultándole difícil.

Siguió con la mirada la dirección que señalaba su dedo y distinguió una torre.

–Ah, sí, iglesia. Iglesia sí conozco. Casa de vuestro dios solitario.

–Sí. Sí, eso es. Vaya usted a la iglesia. Allí le darán comida, y también un lugar para dormir, si es que lo necesita.

Utana asintió, pero estaba más pendiente de los olores que llegaban hasta él. E impaciente con aquel hombre, que evidentemente pretendía despacharlo sin darle de comer. Se alegraba de saber que una cama le estaría esperando en la casa del peculiar dios de los mortales, ciertamente. Pero en el lugar que tenía justo delante había comida, y no pensaba marcharse sin probarla.

De modo que simplemente hizo a un lado al flacucho y abrió la puerta. Cuando se disponía a entrar, otro hombre apareció corriendo al otro lado con la intención de cerrarla y dejarlo fuera. Pero Utana empujó con más fuerza y el hombre salió proyectado hacia atrás, directamente contra la pared.

Entró por fin en la casa con comida.

Al principio había ruido: gente hablando, ruido de platos, entrechocar de aquellos ridículos utensilios de comer. Pero cuando lo descubrieron, las conversaciones cesaron de pronto y se hizo un tenso silencio.

Utana miró las mesas, la comida, las expresiones asombradas de los comensales. Indudablemente se habían quedado sorprendidos por la aparición de aquel coloso empapado, vestido con lo que ellos solían utilizar de ropa de cama, según le había informado James de los Vampiros. Pero eso a él no le importaba: estaba únicamente concentrado en la comida, el alimento. Se le dilataron las aletas de la nariz cuando reconoció el olor a carne, y se apresuró a buscar con la mirada su origen.

Un hombre con un extraño sombrero blanco entró procedente del fondo de la sala, por una curiosa puerta giratoria, cargando con una pesada bandeja de manjares. Cada plato estaba cubierto por una tapa de plata brillante. Y sin embargo los aromas escapaban de cada uno, haciendo que el estómago de Utana protestara de hambre.

No lo dudó. Se dirigió hacia el hombrecillo, que se quedó paralizado al verlo. Sus asustados ojos volaron a derecha e izquierda mientras se debatía entre quedarse donde estaba o retirarse. En tres zancadas, Utana se plantó ante él y le quitó la bandeja. Varias personas se levantaron de sus mesas, prestas a apartarse de su camino cuando ya empezaba a retirarse con su botín. Dos se adelantaron para impedirle el paso, pero él los apartó con un simple movimiento de su poderoso brazo, mandándolos contra una mesa cercana. La mesa se rompió, con lo que su contenido fue a parar al regazo de los comensales que allí estaban sentados. Una mujer chilló.

Utana continuó dirigiéndose hacia la puerta. Los esclavos se pusieron a gritarle, preguntándole por lo que estaba haciendo. Pero él los ignoró a todos y salió a la noche lluviosa con su bandeja de manjares, en busca de un lugar a cubierto donde comer tranquilamente.

Al momento vio uno de aquellos ingenios con ruedas de los mortales, uno muy grande, con una parte trasera en forma de gigantesca caja, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Se dirigió directamente hacia allí y se metió en la caja de un salto. Después de dejar la bandeja en el suelo, cerró las puertas. Poniéndose cómodo, o al menos lo más que podía teniendo en cuenta que estaba empapado y aterido, fue levantando las tapas de plata una a una y oliendo su contenido. Ignoraba lo que contenían la mayoría de aquellos platos, excepto el del gran pedazo de carne cuyo aroma había llamado primero su atención. Tierna y jugosa, rosada por el centro, era la carne más sabrosa que había probado desde que lo resucitaron. Apoyado en la pared metálica de la caja, masticó, tragó y suspiró de alivio.

Una primera necesidad, al menos, había quedado satisfecha.

Washington D. C.

–Enhorabuena, senadora MacBride –le dijo el líder de la mayoría del Senado.

Acababa de entrar en la habitación donde Marlene lo había estado esperando durante cerca de una hora, dirigiéndose hacia ella con la mano tendida.

Levantándose, se la estrechó. El hombre lucía una enorme sonrisa: una de aquellas falsas sonrisas de cocodrilo que Marlene había aprendido a identificar durante su primera semana en el cargo de senadora. Así que se preparó para soportar la sarta de estupideces que estaba segura seguiría a continuación.

–Gracias, senador Polenski. ¿Puedo preguntar por qué me felicita?

El veterano senador hizo un gesto con la mano, como quitando importancia a la pregunta por lo obvia.

–Por su nuevo nombramiento. Pero, por favor, siéntese. Relájese. Llamaré para que nos traigan algo de beber mientras se lo cuento todo –acercándose al escritorio, descolgó el teléfono–. ¿Qué le apetece? ¿Café? ¿O quizá algo más fuerte, para celebrarlo?

–En realidad preferiría saber antes lo que voy a celebrar, senador.

El político colgó el teléfono y se sentó en el borde del escritorio. Ella continuaba de pie entre las dos cómodas sillas que había frente a la mesa. La moqueta era tan mullida que los tacones de sus zapatos se hundían casi por entero.

–Ha sido usted nombrada presidenta del comité para las relaciones del gobierno de Estados Unidos con los vampiros.

–Ah –bajó la cabeza, riendo por lo bajo–. Está bien, tomaré ese café. Mientras tanto podrá explicármelo todo.

El senador permaneció en silencio hasta que ella cesó de reírse. Cuando la tensión del ambiente resultó palpable, comprendió Marlene que no se había tratado de una broma. Alzando lentamente la cabeza, se encontró con su mirada: la de unos ojos diminutos, como canicas azules, en un rostro rematado por un espeso cabello blanco que parecía como continuamente azotado por el viento.

–Vamos, senador Polenski, no puede estar hablando en serio…

–Estoy hablando completamente en serio. Es de conocimiento público que los vampiros existen, gracias a ese maldito ex agente de la CIA y a su sensacionalista libro. La mayor parte de ellos, y parece también que un buen número de seres humanos normales y corrientes también, han sido exterminados por los grupos de vigilantes, pero nuestras agencias de inteligencia sospechan que aún quedan algunos. Seguro que habrá estado usted al tanto de todos estos acontecimientos por las noticias.

–Yo… yo no creía que fuera algo… real –se dejó caer en una de las sillas, sin aliento–. Yo creía que la postura oficial con respecto al difunto Lester Folsom era que estaba trastornado y padecía alucinaciones.

–Así es. Por desgracia, nadie se lo creyó. Así que ahora no nos queda más remedio que admitirlo. Existen. Son reales. La opinión pública está asustada, y los ciudadanos asustados son peligrosos, MacBride. Necesitamos que alguien controle esto, que tranquilice al público. Que se ocupe de tratar con esos… con esas criaturas. De vigilarlas y contenerlas.

Marlene debió de haber dejado traslucir algún tipo de reacción visceral a sus palabras, porque el senador desvió la mirada y añadió:

–De la manera más justa y humanitaria posible, claro está.

–Por supuesto –dijo ella.

El senador asintió con la cabeza.

–Hará usted de mediadora entre la CIA y el Senado. Reunirá la mayor cantidad de información disponible y supervisará al hombre encargado de manejar todo este desastre, Nash Gravenham-Bail. Ya lo sé: es un apellido horrible de pronunciar. Tenga por seguro que no se lo pondrá fácil. Tendrá que ponerse dura con él, hacer sus propias investigaciones. Y adivinar hasta qué punto le dice la verdad y hasta qué punto se la esconde, para tratar de sonsacársela.

–¿Sonsacársela? ¿Es que no pueden ordenarle ustedes que me informe de todo?

Rafe Polenski negó con la cabeza.

–Gravenham-Bail nunca se lo dirá todo. Tendrá que sacarle lo que pueda. Reúna luego a los miembros de su comité y, con su colaboración, preséntenos un plan de acción para que decidamos al respecto.

Marlene parpadeó tres veces seguidas, sacudió la cabeza y desvió la mirada.

–¿Y bien? ¿Qué me dice?

Aspiró profundamente, abrió la boca y volvió a cerrarla. No encontraba las palabras, atascado como tenía el cerebro por cientos de preguntas. Evidentemente, nadie en su sano juicio habría aceptado hacerse cargo de aquello. Era como el equivalente, en los tiempos actuales, de la antigua Oficina de Asuntos Indios, que todo el mundo sabía que no había funcionado nada bien. Para los indios, al menos.

«¡Vampiros, Dios mío!», exclamó para sus adentros.

Vampiros.

Pretendían endosarle aquella misión a una novata senadora del Medio Oeste. Alguien a quien consideraban demasiado ingenua. Alguien fácilmente controlable y manipulable. Marlene no era ninguna de aquellas cosas: el problema era que llevaba tan poco tiempo en el cargo que nadie parecía haberse dado cuenta de ello. Tenía una perfecta idea de la situación. Aquel asunto estaba destinado a fracasar, y alguien tendría que cargar con las culpas cuando encendieran el ventilador de la porquería, como solía decirse. Por eso la habían nombrado a ella.

Marlene sabía todo eso.

Pero sabía también que no podía negarse. Nadie daba un no por respuesta al senador Rafe Polenski. Aquel hombre era una leyenda viviente.

–¿Y bien? –insistió él, expectante, seguro ya de la inevitable respuesta.

Se encontró con su mirada calculadora, y supo que estaba atrapada sin remedio. Pero quizá el hecho de ser tan consciente de la situación le proporcionara una ventaja. Quizá pudiera superar en astucia a aquel viejo zorro blanco y sobrevivir luego para contarlo. Quizá fuera algo más lista de lo que aquel viejo político de la vieja escuela se imaginaba.

–¿Cuál es su decisión, senadora MacBride?

–Olvídese del café. Tomaré un vodka.

Mount Bliss, Virginia

Jane Hubbard bajó del taxi y dedicó unos segundos a admirar el enorme y hermoso edificio. Ángeles de piedra flanqueaban el alto portón de hierro forjado, que se había abierto para dejar pasar el vehículo. Habían entrado por un sendero circular con una gigantesca fuente en el centro, donde se alzaba una preciosa estatua de St. Dymphna, sosteniendo en una mano un candil de aceite… con una llama de verdad, ni más ni menos, y una espada en la otra. La punta de la espada se clavaba en un dragón que se retorcía a sus pies, mientras que el agua brotaba precisamente de la herida del monstruo, cuya cola de serpiente se hundía en el estanque.

El edificio había sido antiguamente conocido como el asilo de St. Dymphna, como atestiguaba la inscripción grabada en el frontón de la puerta. La denominación actual era, sin embargo, Hospital Psiquiátrico, según podía leerse en el cartel mucho más moderno de la verja de entrada. No era en absoluto moderno: parecía tener un siglo, o dos incluso, de antigüedad. Jane experimentó un escalofrío de aprehensión cuando descubrió la valla de alambre que encerraba los jardines bien cuidados.

Melinda, a su lado, le apretó la mano.

–Será como unas vacaciones, ¿verdad, mami?

–Claro que sí, cariño.

Jane no tenía razón alguna para desconfiar de su gobierno. La agente federal que se había presentado en su casa se había mostrado muy amable con ella. Había estado al tanto de la condición de Melinda: el extraño antígeno Belladonna que llevaba en la sangre. Jane también, por supuesto. Sabía que aquel antígeno era el responsable de que su niña sangrara como si fuera hemofílica. Sabía también que aquella particularidad dificultaba enormemente que pudiera encontrar donantes compatibles. Y lo más importante: que eso significaba que su hija, que actualmente contaba siete años, probablemente no llegaría nunca a cumplir los cuarenta.

Lo que no había sabido hasta que se lo contó la agente federal, era que ese antígeno la convertía asimismo en presa favorita de criaturas que ni siquiera había imaginado que existían. Los vampiros, según le había asegurado la mujer a Jane, existían. Todo aquel bombardeo informativo de los últimos días había sido verdad. Y aunque la mayoría de los monstruos habían muerto a manos del movimiento de los vigilantes que se había extendido por todo el país, todavía quedaban algunos. Cualquier humano que portara el antígeno Belladonna corría grave riesgo de ser atacado por ellos.

Sobre todo ahora que humanos y vampiros estaban virtualmente en guerra.

Era por eso por lo que el gobierno había montado un refugio para aquellos humanos tan peculiares como escasos, un lugar al que podían acudir en busca de protección y permanecer sanos y salvos, hasta que el problema de los vampiros estuviera bajo control.

Jane estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de proteger a su pequeña. Estaban solas: siempre lo habían estado. Melinda era especial. Más especial todavía de lo que los propios médicos o el gobierno pensaban. Jane siempre la había protegido.

Y eso era lo que estaba haciendo en aquel momento. Proteger a Melinda.

Con la diminuta mano de su pequeña dentro de la suya, traspasó la doble puerta de madera en forma de arco, semejante a la de una iglesia… anhelando poder sacudirse la sensación de que estaba cometiendo un terrible error.

Capítulo 2

Costa de Maine

Brigit se hallaba sentada en la biblioteca de la hermosamente restaurada mansión que había sido hogar de la pareja de vampiros que, actualmente, se encontraban entre los desaparecidos: Morgan y Dante. Pensó, sin embargo, que el hecho de que su casa permaneciera intacta era en sí una buena señal. Que no hubiera sido quemada significaba que los vecinos no la habían marcado con la intención de asesinar a sus ocupantes mientras dormían. Ninguna banda de vigilantes los había por tanto descubierto.

La hermana mortal de Morgan, Max, y su marido Lou habían vivido también allí. Tener una hermana gemela idéntica que era mortal representaba una enorme ventaja, reflexionó Brigit. Con todo, habían optado por dirigirse a un terreno más seguro, nada deseosas de morir asesinadas por equivocación, como les había sucedido a tantos mortales inocentes.

Supuestamente aquellos asesinatos eran tildados de daños colaterales. Si de un cuerpo quedaba algún resto tras arder, entonces la víctima había sido inocente. Si no quedaba rastro alguno, más que cenizas, entonces se había tratado de un vampiro. «El antiguo argumento del ahogamiento de las brujas», pensó Brigit. «Si te ahogas, eres inocente». No pudo evitar un estremecimiento.

La mansión De Silva estaba pues vacía pero intacta. Contaba con calefacción, teléfono y conexión de internet. Todo perfecto. A Brigit le habría gustado poder quedarse allí.

Pero tenía una misión, que por cierto no era nada agradable.

Mientras veía entrar a los mayores en la biblioteca, ya secos y mudados de ropa, repuestas ya las fuerzas, Brigit se preguntó por lo que querrían decirle. Rhiannon entró la primera, luciendo uno de sus característicos vestidos, largo hasta el suelo, con una abertura lateral que le llegaba hasta la cadera, de pronunciado escote. Aquel era de color verde azulado, uno con el que Brigit nunca la había visto antes: iba bien con su pelo negro como la noche. Era algo más que la decana de los vampiros. Era Rianikki, sacerdotisa de Isis, hija de un faraón. Conocía las artes mágicas y podía hacer cosas que ningún otro vampiro podía o sabía hacer.

La seguía su amado Roland de Courtemanche, con su anticuado esmoquin y su capa de negro satén. Probablemente era una imprudencia portar una vestimenta tan llamativa, pero asumía la decisión con todas sus consecuencias. Había sido caballero medieval, era seguramente el más sabio de todos y su carácter escondía una ferocidad que procuraba mantener bien controlada.

Eric Marquand, el mejor amigo de Roland, fue el siguiente en entrar. Aristócrata, médico y hombre de ciencia, había estado a punto de ser guillotinado durante la Revolución Francesa. Roland lo había visitado en su celda la víspera de su ejecución para ayudarlo a escapar.

Sarafina, la bella y vehemente gitana, fue la última en entrar, ataviada con sus largas faldas y chales, con un tintineo de pulseras y brazaletes. Era tía del desaparecido Dante, aunque siempre había sido como una hermana para él. Una expresión de preocupación nublaba su frente.

Los cuatro se sentaron a la mesa, acumulando entre todos más de cuatro mil años de vida, de sabiduría, de conocimientos. Y sin embargo las ausencias eran notorias. Damien, el primer vampiro, antiguamente conocido como Gilgamesh. El Príncipe, conocido durante siglos como Drácula. Ambos habían seguido caminos distintos acompañados de sus respectivas parejas, con el objetivo de localizar y salvar a posibles supervivientes. Aunque tampoco ellos estaban seguros; fuera estaban corriendo un gran riesgo.

Pese a que prácticamente todos aquellos poderosos seres la habían criado desde que era niña, en aquel momento no podía dejar de mirarlos bajo una luz distinta. Se sintió de pronto como intimidada ante su presencia y majestad, hasta el punto de que se descubrió a sí misma inclinando ligeramente la cabeza antes de tomar asiento frente a la larga mesa.

Fue Rhiannon quien empezó a hablar, para relatar una historia que Brigit casi se sabía de memoria.

–Utanapishtim, Ziasudra, antiguo rey sacerdote de la tierra de Sumer, era amado de los dioses: por eso, cuando quisieron exterminar a la raza de los humanos con un diluvio universal, decidieron salvarlo únicamente a él. En premio a su lealtad, los dioses le concedieron el don de la inmortalidad. Solo había una condición: que no pretendiera nunca compartir ese don con humano alguno.

Rhiannon se quedó callada mientras miraba con expresión adoradora pero solemne a Roland, que asintió con la cabeza antes de tomar el testigo del relato.

–El gran rey Gilgamesh, el hombre que actualmente todos conocemos como Damien, se hallaba sumido en un profundo dolor por la pérdida de su mejor amigo Enkidu, que había sido más que un hermano para él. Enkidu era como la propia sombra del rey: como un gemelo que es opuesto a otro y sin embargo el mismo –al pronunciar aquellas palabras, lanzó una elocuente mirada a Brigit–. El rey Gilgamesh se culpaba de la muerte de Enkidu. Se desesperaba por encontrar una manera de devolverle la vida a su amigo, de modo que se internó en el desierto en busca del único inmortal, el superviviente del Diluvio. Y lo halló. El rey ordenó a Utana que compartiera el don de la inmortalidad con él, para que a su vez pudiera compartirlo con Enkidu.

Roland se interrumpió en ese momento para volverse hacia Sarafina, que prosiguió con la narración:

–Utana no pudo negarse, y entregó el don al rey. Pero aunque se convirtió él mismo en inmortal, Gilgamesh no pudo rescatar a su amigo de la Morada de los Muertos. Y como Utana desobedeció a los dioses, fue maldito por ellos. Le fue arrebatada la vida eterna, que no la inmortalidad. Utana fue asesinado: murió, pero no murió. Sabemos ahora que su espíritu permaneció encerrado en sus cenizas durante los últimos cinco mil años.

Fue Eric quien tomó esa vez el testigo, a una discreta señal de Sarafina:

–Apareció entonces una profecía, en una tablilla de barro de los tiempos de Utana, que vaticinaba la destrucción de la raza de los vampiros y sugería que únicamente podía evitarse resucitando a Utanapishtim del mundo de los muertos. Aquella profecía hablaba de los gemelos que no eran vampiros ni humanos, sino una mezcla de ambas razas: los gemelos que eran iguales a la vez que opuestos, y que estaban destinados a salvar a los nuestros. Pero faltaban fragmentos de la tablilla, de manera que su significado no estaba del todo claro.

Eric miró entonces fijamente a Brigit, haciéndole comprender lo que se esperaba de ella. Se aclaró la garganta, asintiendo.

–Y el gemelo bueno, el único de los dos que nació con el don de curar a los demás, encontró las cenizas de Utana y le devolvió a la vida. Pero la mente de Utana había quedado trastornada por siglos de encierro, y se volvió contra su propia gente, diezmando la raza de los vampiros que nunca, en primera instancia, había tenido intención de crear. Como resultado de todo ello, los actuales supervivientes creen ahora que solamente el gemelo malo, el que nació con el poder de la destrucción, podrá devolverlo a su tumba, a su prisión… y salvar a los pocos vampiros que aún quedan.

Todo el mundo en la sala asintió solemnemente con la cabeza. Rhiannon volvió a hablar:

–Utana piensa que la única forma que tiene de liberarse de la maldición es deshaciendo el error que cometió hace tanto tiempo. Cree que debe exterminarnos, para que cuando muera de nuevo, pueda descansar en paz en ultratumba, en lugar de volver al horror de la muerte en vida que sufrió durante más de cinco mil años.

–Entiendo –pronunció Brigit.

–Sabemos muy poco de sus poderes, de su fortaleza –continuó Rhiannon–. Excepto que sus ojos proyectan un rayo destructor muy parecido al tuyo.

–Y que es capaz de robar los poderes a los demás –añadió mientras desviaba la mirada hacia la puerta cerrada, detrás de la cual, en alguna parte, se hallaba su hermano con sus padres, Edge y Amber Lily, y los demás–. Si ahora sabemos eso, es porque arrebató a J. W. el don de la curación.

Todo el mundo asintió con expresión contrita.

–Ignoramos cómo podemos matarlo de manera que su muerte libere su espíritu –dijo Roland–. Solo sabemos que la primera vez que murió, fue decapitado y quemado, según las tablillas. Y aunque nos apena tener que condenar a un antepasado a volver a aquel estado de pesadilla, el de la muerte en vida, me temo que no nos ha dejado otra elección.

Brigit asintió solemne.

–Es cierto.

–También sabemos –terció Eric– que puede percibirnos, sentirnos, al igual que nosotros podemos sentir la presencia de un congénere nuestro, o de un Elegido. Existe un vínculo, una conexión. Pensamos que está sirviéndose de esa conexión para seguirnos. Puede que lo esté haciendo en este preciso momento, mientras hablamos…

Brigit frunció el ceño. Aquello era algo que ella ignoraba.

–¿Qué te hace pensar eso?

Eric se levantó y atravesó la sala para recoger un mando a distancia que había en un estante, y que apuntó hacia un antiguo armario labrado de madera de cerezo. Las puertas del armario se abrieron, revelando una gran pantalla plana de televisión, último modelo. Pulsó otro botón para encenderla, y otro más para activar el video y elegir un fragmento del programa de noticias local, grabado hacía escasas horas.

Con el rótulo Bangor, Maine, las imágenes recogían el interior de un restaurante destrozado. Apareció luego un equipo especial del SWAT, rodeando un camión de carga aparcado en una calle que había sido acordonada, mientras la voz de un periodista explicaba:

–Un hombre aparentemente trastornado ha destruido el restaurante de cuatro estrellas Succulence, en Bangor, esta misma tarde. El asaltante solamente se llevó comida, pero hirió a varias personas y causó cuantiosos daños en el local. La policía cree haber acorralado a este hombre, obviamente peligroso, en la caja de un camión de reparto aparcado cerca del restaurante. Vemos ahora mismo cómo la unidad especial del SWAT se aproxima lentamente al camión y…

–¡No! –exclamó Brigit, levantándose de golpe y hablando con el televisor como si eso sirviera de algo–. ¡No, no, sacadlos de allí!

Roland le puso una mano en el hombro.

–Es una grabación, niña. Ya ha sucedido.

Los policías se pusieron a cubierto y apuntaron con sus armas, mientras alguien, provisto de un altavoz, ordenaba al hombre que saliera con las manos en alto.

Brigit observó como se abrían las puertas del camión y aparecía Utana. Lo había visto antes, pero no en aquel estado. Su improvisada vestimenta, una sábana enrollada a modo de toga, estaba desgarrada, sucia y empapada. Su rostro estaba oscurecido por una barba espesa, que le daba un aspecto salvaje. Sus ojos tenían una mirada peligrosa.

Pero de repente no pudo ver otra cosa que el rayo de luz que brotó de sus ojos, justo antes de que la imagen de la pantalla se volviera negra. Quien apareció acto seguido fue un locutor, sentado ante su mesa con expresión entristecida:

–Nuestro equipo de grabación sobrevivió, y aunque consiguieron más imágenes, nos es imposible mostrárselas, por respeto a las familias de los diecisiete agentes que fueron aniquilados por el arma desconocida, fuera cual fuera, que manejaba aquel loco. Francamente, es una escena demasiado truculenta para ser retransmitida. El trastornado continúa suelto y se ha llamado a la Guardia Nacional para que colabore en su captura.

Brigit seguía mirando la pantalla largo rato después de que Eric hubiera apagado el televisor.

–Tienes que detenerlo, Brigit.

Asintió con la cabeza.

–Sí, pero… ¿qué vais a hacer vosotros? No podéis quedaros aquí. Está demasiado cerca. No cejará hasta encontraros.

–Nos iremos –dijo Roland–. La plantación de Virginia está lo suficientemente aislada en las montañas Blue Ridge como para resultar segura… al menos durante un tiempo. No queremos alejarnos demasiado mientras no hayamos desactivado la amenaza y reunido al mayor número posible de los nuestros. Después probablemente nos veremos obligados a abandonar el país, en busca de una localización más remota y aislada que la que hoy día nos puede ofrecer cualquier territorio estadounidense. Ahora mismo estamos explorando varias opciones. Pero tú no necesitas preocuparte de eso.

–Tú solo tienes que concentrarte en una tarea –le recordó Rhiannon–. Encontrar al primer inmortal. Encontrarlo… y matarlo.

Centro de Bangor, Maine

Utana había sentido a los soldados rodeando su refugio temporal. Lo único que había querido era comida, y un lugar seco donde comer tranquilo. Había encontrado ambas cosas, aunque le había sorprendido la resistencia presentada por los vendedores a la hora de compartir sus manjares. Tomarlos por la fuerza, de hecho, le había parecido ridículo. ¿Acaso no se habían dado cuenta de que era un rey? Había dejado el establecimiento hecho un desastre, pero no tardarían en repararlo. Había roto una mesa, y quizá varios de aquellos extraños recipientes cerámicos de comida, también. Había tenido que usar la fuerza contra algunos humanos. Los mortales. Así era como James de los Vampiros había denominado a aquellos seres normales y corrientes. Mortales. Utana no había tenido intención de hacerles daño. Había usado contra ellos la fuerza estrictamente necesaria.

Bueno, quizá algo más que la estrictamente necesaria. Se había puesto nervioso. Y estaba medio muerto de hambre.

Pero luego había encontrado un refugio y se había llenado la tripa de comida. Jamás había probado nada igual. Unos manjares espléndidos, dignos de dioses. Había localizado un cómodo lugar en la esquina de una caja, y allí se había echado a dormir después, pese a que seguía teniendo la ropa empapada y temblaba de frío.

Pero de repente, justo cuando el sueño había estado a punto de vencerlo, los había sentido a su alrededor. Había sentido el miedo que les inspiraba, su odio, sus malas intenciones. Tal parecía que el castigo reservado por haberse apropiado de un poco de comida sin dar nada a cambio era la muerte. Se habían presentado con armas: había podido sentirlas también. Y sabía asimismo por las vibraciones que sentía en el aire que estaban dispuestos a usarlas contra él sin la menor vacilación.

Sí. No había duda. Podía sentirlo. La violencia. Apenas contenida, agazapada como un tigre a punto de saltar.

De modo que no le quedaba otra elección. No deseaba tener nada que ver con aquellos humanos. No pretendía hacerles daño alguno. Era su propia raza la que pretendía exterminar, no la de ellos. Lo único que quería era comer, dormir y seguir su camino. Él no era responsable de la destrucción que estaba a punto de causar.

Suspirando, incluso algo arrepentido, abrió las puertas de su refugio y se encaró con ellos. Concentró el rayo de sus ojos únicamente en los mortales que lo estaban apuntando con sus armas. La luz salió disparada en un chorro azulado que se fue ampliando, abriéndose como las alas de un pájaro letal para envolverlos a todos. Los soldados se quedaron inmóviles en cuanto recibieron el impacto del rayo. Desorbitaron sus ojos mientras sus cuerpos empezaban a vibrar, paralizados por su poder e incapaces de liberarse. Y luego, uno a uno, fueron explotando.

Cuando todo hubo terminado, se hizo un silencio fantasmal. El silencio de la muerte, distinto de cualquier otro. Cuando las almas abandonaban los cuerpos de los vivos, sobre todo cuando se trataba de tantos y en un lapso tan corto, dejaban un clamoroso vacío detrás. Un vacío de sentido, de sonido, casi de aire.

Utana saltó de la caja con ruedas y caminó entre los restos. Una verdadera carnicería. Miembros despedazados cubrían el suelo o colgaban de los vehículos motorizados y de los altos postes que emitían luz, así como de los cables que parecían inundar por doquier aquel extraño mundo. Un terrible desperdicio de vidas, y todo para nada, de la manera más gratuita del mundo.

Mientras contemplaba aquel espectáculo de muerte y mutilación, pensó en el don de la curación que había conseguido arrebatar a James de los Vampiros. Todavía no lo había ensayado, pero no se hacía ilusiones de que funcionara con aquellos cuerpos destrozados. Si no hubieran estado destinados a morir, no se habrían interpuesto en su camino. Su destino había estado sellado desde el principio: no había manera alguna de deshacerlo.

Siguió caminando entre los cadáveres, en medio del humo que se alzaba por doquier. Vio más humanos que contemplaban la escena a conveniente distancia, y en ellos solamente percibió miedo y terror, que no violencia. Deteniéndose, se agachó para recoger el arma de un muerto. Mientras la sostenía, cerró brevemente los ojos y absorbió su vibración a través de las palmas. Tardó solo unos segundos en entender cómo funcionaba y cómo debía usarla. Recogió luego unas cuantas más antes de seguir su camino.

Más soldados acudirían en su busca. Ningún gobierno que se preciara podía dejar tantas muertes sin vengar. Él no había querido hacer la guerra a los humanos, pero en ese momento la perspectiva parecía inevitable.

Sentía los pies fríos mientras caminaba por la húmeda superficie parecida a la piedra con la que los humanos modernos parecían haber pavimentado el mundo. La lluvia era ahora más ligera. Encontraría ropa y techado: una base de operaciones desde la cual trabajar. Los vampiros se habían desplazado a un lugar no lejos de allí. Pero en ese momento estarían al tanto de su cercanía: no dudaba de que la noticia de sus hazañas correría con rapidez. Si esperaba atraparlos, borrarlos de la faz de la tierra, tendría que encontrarlos antes de que ellos lo encontraran a él.

Washington, D. C.

–Ya puede entrar, senadora –le dijo la recepcionista de cabello rizado.

Marlene MacBride se levantó de la silla de vinilo que llevaba calentando durante veinte minutos, se alisó la falda de tubo y se dirigió hacia la puerta. Había estado mirando la placa que la adornaba: Agente Especial Nash Gravenham-Bail. Acababa de alzar una mano para llamar cuando la puerta se abrió de golpe… y se encontró ante un ancho torso y una gran caja de archivador avanzando hacia ella.

La caja impactó contra su pecho antes de que tuviera oportunidad de apartarse. Automáticamente la agarró, y el hombre que la portaba le dijo con tono perentorio:

–Senadora MacBride, disculpe la espera, pero creo que aquí encontrará todo lo que necesita. Suficiente para empezar, al menos.

Marlene alzó sus sorprendidos ojos de la caja para posarlos en el rostro del hombre que se la entregaba. Fue la cicatriz lo que primeramente llamó su atención, como imaginaba que solía suceder con la mayoría de los que lo veían por primera vez. Era una delgada línea rosada, que comenzaba en la comisura de su ojo izquierdo y terminaba en el centro del mentón, cruzando toda la mejilla.

–Recibida en cumplimiento del deber –le explicó él–. Además, resulta intimidante. Toda una ventaja, dada la naturaleza de mi trabajo.

Marlene desvió la mirada de su cicatriz para concentrarla en sus ojos. Grises, del color del cemento húmedo.

–¿Señor Gravenham-Bail?

–Un apellido casi impronunciable, lo sé –dijo él–. Todavía hoy maldigo a mis padres todos los días por ello. Será mejor que me llame Nash.

–Mmm… –seguía en el umbral, sosteniendo aquella caja que pesaba más y más por momentos–. Mire, Nash, esperaba entrevistarme con usted. Para que pudiera ponerme al tanto de todo esto…

–Ah, ¿de veras? Imaginaba que querría documentos. Informes.

–Bueno, eso también, pero…

–Si quiere una entrevista, la concertaremos. ¿De aquí a dos semanas?

–Me temo que…