Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Melanie Hilton. Todos los derechos reservados.

ENAMORADA DE UN RUFIÁN, Nº 513 - octubre 2012

Título original: Seduced by the Scoundrel

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-1090-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Uno

16 de marzo de 1809

Islas de Scilly

Todo era un sueño; uno de esos que se tienen cuando casi estás despierta. Tenía frío, estaba mojada… el ojo de buey de su camarote debía haberse abierto durante la noche… se sentía muy incómoda.

—¡Mira, Jack! ¡Una sirena!

—¡Pero si no tiene cola, idiota! Tiene piernas, ¿no lo ves? ¿Cómo vas a tirarte a una sirena si no tiene piernas?

«No es un sueño… es una pesadilla. ¡Despiértate! No se me abren los ojos. Qué frío. Me duele. Tengo miedo. Mucho miedo».

—¿Crees que está muerta?

Un miedo cerval le corría por las venas en aquel sueño. «¿Estoy muerta? ¿Es el infierno? Desde luego hablan como demonios. ¡No te muevas!».

—A mí me vale aunque no esté muy fresca. Hace cinco semanas que no cato una mujer.

—Ni tú ni los demás, imbécil.

La voz se le acercó.

¡No! ¿Habría gritado en voz alta? Averil recuperó la consciencia, y con ella llegaron los recuerdos y el verdadero terror: el naufragio, una ola descomunal y el agua gélida y furiosa y la certeza de que iba a morir.

Pero no. Bajo su cuerpo había arena fría y mojada, el viento le helaba la piel y las olas de la orilla le mojaban las piernas. Tenía los párpados pegados por la sal, gracias a Dios, porque así no se vería obligada a contemplar aquella pesadilla. Todo le dolía, como si hubiese rodado metida en un barril. Viento… piel… estaba desnuda, y aquellas voces pertenecían al mundo real: eran hombres que se acercaban a ella y que pretendían… «No te muevas».

Algo le golpeó con fuerza en las costillas y se encogió, atenazada por el miedo. Su cuerpo había reaccionado involuntariamente mientras la cabeza le pedía a gritos que no se moviera.

—¡Está viva! Vaya, ha habido suerte —era el primer hombre y su voz rezumaba lujuria. Se hizo una bola, como un erizo al que hubieran arrancado las púas—. ¿No podríamos llevárnosla detrás de esas rocas antes de que los otros la vean? No quiero tener que compartir, por lo menos al principio.

—¡No!

Se incorporó de golpe y quedó sentada en la arena. Rápidamente cruzó los brazos intentando tapar su desnudez, pero todo era peor porque seguía sin poder ver. Sus párpados se negaban a despegarse.

Por fin consiguió abrirlos. Eran dos hombres que permanecían a un par de metros de ella, mirándola con la misma expresión libidinosa. El estómago se le dio la vuelta cuando su instinto reconoció la mirada. Uno de ellos era enorme, con una tremenda panza de beber demasiada cerveza y con unos músculos que hacían de sus brazos troncos de árbol. El que le había dado la patada debía ser el más flaco, una rata que estaba más cerca de ella.

—Tú te vienes con nosotros, preciosa —le dijo el más pequeño, y el tono de su voz le puso los pelos de punta—. Nosotros te calentaremos, ¿verdad, ‘tú?

—Antes muerta —dijo ella, e intentó llenarse las manos con dos puñados de arena, pero se le escaparon entre los dedos. No había nada que pudiera utilizar como arma; ni siquiera una piedra. Y tenía las manos rígidas de frío.

—Lo que tú quieras no nos importa, guapa.

Ese debía ser Jack. ¿Serviría de algo que los llamara por sus nombres? A lo mejor conseguía que la vieran como un ser humano, y no como un pedazo de carne del que servirse. Tenía que pensar. ¿Podría echar a correr? Imposible. Tenía las piernas paralizadas. Ni siquiera conseguiría levantarse.

—Me… me llamo Averil. Jack, Harry… ¿es que no tenéis hermanas?

El más corpulento murmuró un juramento al oír otras voces.

—¡Mierda! Ya vienen. Ahora vamos a tener que compartirla con ellos.

Averil intentó enfocar la mirada y ver qué había al final de la playa. Estaba en la orilla del agua, y excepto por una estrecha lengua de arena, el resto de la playa era de piedras. Acababa en un saliente rocoso que daba paso a una colina de hierba verde. Las voces pertenecían a un grupo de media docena de hombres, marineros a juzgar por su aspecto, todos vestidos con ropas oscuras iguales a las que llevaban el par de tipos que la habían encontrado.

Al verla echaron a correr y se encontró rodeada por un semicírculo de hombres que la contemplaban con la lujuria saliéndoseles por los ojos. Sus risas, las palabras con que se referían a ella y que a duras penas intentaba comprender, las preguntas que les hacían a Jack y Harry, todo le rebotaba en los oídos y sintió que se iba a desmayar, y cuando eso ocurriera…

—¿Pero qué demonios tenéis aquí?

Había hecho la pregunta una voz autoritaria y dura. Averil sintió que la atención de los hombres se apartaba de ella y quedaba subyugada a un imán. La esperanza nació en su interior y le hizo suspirar.

—Una sirena, capitán —se burló Harry—. Pero ha perdido la cola.

—Aun así resulta muy bonita —dijo la voz, más cerca ya—. Y habíais pensado llevármela a mí, ¿verdad?

—¿Y por qué íbamos a entregársela, capitán?

—Porque es mi derecho.

No había piedad en su tono, sino la valoración clínica sobre algo que había escupido el mar. La esperanza la abandonó como una ola que vuelve al agua.

—¡No es justo!

—Qué pena. Pero esto no es una democracia, Tubbs. Es mía y punto.

La suela de las botas hizo crujir las piedras y un rumor de voces furiosas se alzó a su alrededor.

Aquella pesadilla no iba a desaparecer. Averil abrió de nuevo los ojos y miró hacia arriba. Y más arriba. Era un hombre grande, de pelo oscuro y nariz recta. Sus ojos eran grises como un día de invierno en el mar, y la miraba como un hombre estudia a una mujer y no como un rescatador mira a una víctima. Había un deseo inconfundible en su mirada, pero curiosamente también un destello de ira.

—No —susurró.

—¿No, que no te deje morir congelada, o no, que no te separe de tus nuevos amigos? —preguntó.

Era como el lado oscuro de los hombres que había conocido durante los tres meses que había pasado navegando. Hombres duros e inteligentes que no necesitaban amenazar porque irradiaban confianza y autoridad. Alistair Lyndon, los hermanos Callum y Daniel Chatterton. ¿Estarían todos muertos?

Su voz era dura, en su rostro no había compasión, pero todo ello era mejor que la chusma que tenía rodeándola. El hombre corpulento de antes había echado mano a su cuchillo mientras aquel al que se dirigían como capitán estaba de espaldas a él.

—A tu espalda —dijo ella.

—Dawkins, deja eso a menos que quieras acabar como Nye —le advirtió sin volverse, y vio que tenía la mano puesta en la empuñadura de una pistola que cargaba al cinto—. No te llevarás tu parte si te meto una bala en esa barriga que tienes. Más para los demás —miró a Averil y ella asintió cómplice. Nadie había echado mano a las armas. El capitán se quitó el gabán y se lo puso sobre los hombros—. ¿Puedes caminar?

—No. Te…tengo las piernas con…geladas.

Los dientes le castañeteaban e intentó apretar la mandíbula.

Él se agachó para tirar de sus muñecas y ponerla de pie, pero ella intentaba soltarse para sujetarse con unas manos que apenas le funcionaban los delanteros de la chaqueta, que le llegaba apenas por debajo de las nalgas.

—Yo te llevo —dijo él tras dedicar una mirada de advertencia a sus hombres.

—¡No!

Fue a echar a andar pero tuvo que agarrarse a su brazo. Si la levantaba le chaqueta se le subiría y quedaría expuesta.

—Ya han visto todo lo que hay que ver —dijo—. Tubbs, dame tu abrigo.

—Me lo va a mojar todo —protestó mientras se lo quitaba y daba de mala gana unos pasos para acercárselo con la mirada clavada en las piernas de ella.

—Y cuando te lo devuelva olerá a mujer. ¿No te das cuenta de la suerte que tienes?

El capitán le envolvió las piernas con él y se la cargó al hombro.

Averil dejó escapar un grito. Se sentía ultrajada. Pero enseguida cayó en la cuenta de que así el hombre que la había rescatado tenía una mano disponible para sacar la pistola.

Aun con aquellos abrigos y la cabeza colgando boca abajo no podía dejar de tiritar. Incluso sentía que iba a perder el conocimiento, pero se resistió. Tenía que permanecer consciente. El hombre que confiaba en que la rescatase no era un caballero. En el mejor de los casos acabaría violándola, y en el peor aquel rebaño de rufianes le atacaría y pasaría por las manos de cada uno de ellos.

La noche pasada… porque tenía que haber sido la noche anterior o habría muerto de hipotermia, tuvo la certeza de que iba a morir. Y en aquel instante deseó que hubiera sido así.

El sonido de las piedras bajo las botas cesó, y vio que estaban sobre la hierba. Entonces su captor se detuvo, se agachó, y entraron en una construcción.

—Ya estamos —dijo, dejándola caer como si fuera un saco de patatas en una superficie desigual—. No te duermas. Tu temperatura es aún demasiado baja.

La puerta se cerró de un golpe y Averil se incorporó. Estaba sobre un jergón en una cabaña de piedra en la que había otros cinco más pegados a las paredes. La paja con la que habían rellenado el saco que hacía las veces de colchón crujía al moverse. En una esquina había un hogar con restos de cenizas, una silla, una mesa con algunos platos y un baúl. La cabaña tenía una única ventana cubierta por una tela de arpillera, unas cuantas baldas, una puerta de madera basta y un suelo de piedra del terreno sin una sola alfombra.

«Mejor estaría muerta». La idea le llenó de lágrimas los ojos. La habitación dejó de darle vueltas, lo mismo que la cabeza. «No, no lo estaría», se respondió, secándose las lágrimas e hizo una mueca por lo que le escocía la piel. El dolor la ayudó a despejarse. No era una cobarde, y la vida, al menos hasta hacía unas horas, había sido dulce y digna de ser vivida.

Una crianza como la niña mimada de una familia acomodada no la había preparado para una situación como aquella, pero había superado todas las enfermedades que la vida en la India había puesto en su camino durante veinte de sus veintidós años, había soportado tres meses de navegación y había sobrevivido a un naufragio. «Así que ahora no voy a morir. Así, no. No voy a rendirme sin pelear».

Tenía que levantarse y encontrar el modo de salir de allí, o al menos un arma con que defenderse antes de que volviera. Como pudo, se levantó a rastras de la cama. Oía un zumbido desconocido y la habitación parecía haber empezado a moverse. Las paredes y también el suelo. ¿O era ella? ¿Y por qué todo se estaba volviendo tan oscuro…?

—Por todos los diablos…

Luc cerró de un portazo, pero la figura tirada en el suelo desnuda no se movió. Sobre la mesa había una jarra con agua y agachándose a su lado, le mojó la cara. Con aquello sí consiguió una mínima reacción: se lamió los labios.

—A la cama —le dijo, y tomándola en brazos volvió a dejarla en aquel colchón lleno de bultos donde la cubrió con una manta. Había resultado agradable tenerla en los brazos. Demasiado agradable, la verdad. Bastaba con la imagen de aquella mujer sentada sobre la arena como una sirena, con la espuma de las olas lamiéndole las piernas para que un hombre no pudiese dormir en toda la noche acuciado por el deseo.

Echó agua en una taza y volvió a la cama.

—Vamos, despierta. Tienes que beber.

De rodillas, le pasó un brazo por detrás de los hombros para incorporarla lo suficiente para que pudiera llevarle la taza a los labios. Fue un alivio verla beber con tanta ansia, con los ojos cerrados. Su cabello rubio enmarañado se le pegaba al abrigo, y los golpes recibidos se le marcaban en la piel ligeramente bronceada. Tenía los párpados rematados por unas largas pestañas y, cuando abrió los ojos, dejó al descubierto un iris verde como una esmeralda, lo que apenas duró unos segundos, ya que los párpados volvieron a caer como si fueran de plomo. Entonces, la cabeza se le ladeó y apoyada en su hombro suspiró y volvió a perder la consciencia.

Demonios…qué bien: una mujer inconsciente que necesitaba cuidados. Lo mejor que podía ocurrirle en aquel momento. Si la subía a un esquife, la llevaba hasta St. Mary y allí la dejaba aduciendo que se la había encontrado en la playa como a otros supervivientes del naufragio de la noche anterior, estaría a salvo, pero ¿y si recordaba? Que le hubiera visto no importaba: tenía una buena coartada aceptada por el gobernador. Pero le había visto con sus hombres y cualquiera se daría cuenta de que era su líder.

Luc contempló la maraña mojada de sus cabellos, que era lo único que podía ver desde su posición, y al oírla suspirar la acurrucó mejor sobre su pecho mientras pensaba qué hacer. Era joven, pero no una niña. Debía rondar la veintena. No había perdido la razón por la traumática experiencia que había vivido. De hecho, su reacción al avisarle de Dawkins le confirmaba que era valiente e inteligente, y que además había mantenido la cordura. ¿Qué posibilidades había de que olvidase todo aquello o que lo considerara una pesadilla?

Muy pocas, se dijo un instante después. Podía contarle todo lo que había visto a cualquiera y no había modo de prever a quién, lo que significaba que tendría que estar permanentemente en guardia, incluso en la propia mansión del gobernador. Incluso con él en persona.

Lo más prudente sería dejarla allí con un poco de agua y de comida, cerrar bien la puerta y marcharse… lo cual sería lo más parecido al asesinato que se le ocurría, o bien cuidarla hasta que recuperara las fuerzas suficientes para cuidarse sola.

Pero ¿qué sabía él de cuidar mujeres? Nada. Aunque, por otro lado, ¿qué diferencia podía haber entre cuidar a un hombre y a una mujer? Contempló la frágil figura acurrucada bajo aquellas ásperas mantas y se confesó que era una gran tentación. Y cuando se despertase, si es que lo hacía, no iba a hacerle mucha gracia saber quién había estado cuidando de ella.

Por lo menos había bebido un poco de agua. Le diría a Potts que preparase un buen caldo para la cena e intentaría hacerle tragar un poco. Y seguramente debía lavarla para quitarle la sal y ver si tenía heridas. Algún hueso roto no sería de extrañar.

Podía ponerle una camisa suya, mullir un poco el colchón y dejarla descansar. Eso sería lo mejor. Descubrió que había empezado a sudar al plantearse la idea de tocarla. Diablos… tenía que salir de allí.

Se detuvo en el umbral de la puerta y respiró hondo. Muy mal andaba si una mujer medio ahogada despertaba semejante reacción en él. La fuerza y la inteligencia que había percibido en aquellos ojos verdes seguía acuciándole, y precisamente por eso se sentía aún peor deseándola. Aun así, lo mejor que podía hacer era reflexionar sobre el problema que iba a suponer para él viva, consciente y conocedora de su presencia allí.

Para distraerse observó los barcos de la ensenada, un refugio natural flanqueado por St Helen, que era donde estaban ellos, la aldea deshabitada de Teän, St Martin al este y Tresco al sur.

Aquel condenado naufragio en los arrecifes de poniente había alterado a la marina como cuando se mete un palo en la boca de un hormiguero. Incluso el humo de la interminable cadena de hogueras en las que se quemaban algas para obtener carbonato de sodio con el que fabricar cristal y que recorrían las costas de todas las islas habitadas parecía menos denso aquella mañana. Todo el mundo debía andar de un lado para otro en busca de cadáveres y supervivientes. De hecho, se veía una barca de remos avanzando hacia ellos. Si la hubiese encontrado muerta, incluso inconsciente, podría habérsela largado a ellos. Pero bien pensado, de haber sido su día de suerte, no habría estado allí.

Miró a su alrededor para asegurarse de que sus hombres no estaban por allí y echó a andar hacia la playa para acudir al encuentro de la barca, ocultando la pistola a la espalda, bajo la chaqueta. Un poeta excéntrico que buscaba la soledad para escribir trabajos épicos era poco probable que fuera armado, ¿no?

Un guardiamarina se levantó y lo miró muy serio. Tenía el rostro cubierto de pecas. ¿Qué edad tendría aquel muchacho? ¿Diecisiete, quizás?

—¿Sois vos el señor Dornay, señor? —le gritó desde el bote.

—Sí. Imagino que vendréis buscando supervivientes del naufragio, ¿no? Oí los gritos y vi las luces anoche, y me imaginé de qué se trataba. Esta mañana, en cuanto amaneció, recorrí toda la isla y no encontré a nadie, ni vivo ni muerto.

Lo cual no era mentira, ya que él no la había encontrado.

—Gracias, señor. Era un barco de las indias orientales el que se hundió, con un montón de almas a bordo. Nos ahorrará tiempo no tener que buscar en esta isla —el guardiamarina parecía dudar y lo miraba frunciendo el ceño, manteniendo el equilibrio en la barca—. En St Martin nos han dicho que ayer vieron a un grupo de hombres aquí, y como el gobernador solo nos había hablado de usted, hemos venido a ver. Nos dijo que os dedicáis a escribir poesía.

Semejante comportamiento le parecía extraño al joven.

—Así es —contestó, maldiciendo por dentro a sus hombres. Esos descerebrados no debían dejarse ver—. Ayer llegó un bote con una tripulación que no inspiraba mucha confianza y que dijo andar buscando nuevos quemaderos de algas. Me dio la impresión de que eran contrabandistas, de modo que no dije nada. Ya no están por aquí.

—Hicisteis bien, señor. Seguramente estabais en lo cierto. Gracias. Volveremos a pasar mañana.

—No os molestéis, que ya tenéis bastante que hacer. Tengo un esquife, y si encuentro algo iré en vuestra busca.

El guardiamarina saludó y los marineros empezaron a remar hacia Teän. Luc se quedó en la playa hasta que los perdió de vista y luego remontó hacia la izquierda, detrás del viejo hospital para contagiosos que ahora utilizaba como refugio y donde estaba la mujer.

Hizo un rápido recuento. Todos estaban allí. Aquellos doce rufianes que le habían encasquetado. En un principio eran trece, pero había tenido que pegarle un tiro a Nye cuando le pareció que clavarle un cuchillo a su capitán entre las costillas era más fácil que llevar a cabo la misión que tenían entre manos. La fría reacción de Luc había espabilado al resto.

—Era la marina —dijo, y todos apartaron la mirada del fuego en torno al que se habían reunido para mirarle—. Alguien os vio ayer en St Martin. No salgáis de este lado. Solo podéis llegar hasta Didley’s Point.

—O los muchachitos del uniforme azul nos echarán el guante, ¿eh? —se burló Tubbs—. ¿Y quién tendría problemas entonces, capitán?

—Yo estaría metido hasta las cachas en un estercolero, pero desde allí podría ver cómo os cuelgan a todos —les advirtió—. Pensadlo.

—Ya. Pensaremos en ello mientras os beneficiáis a la sirenita que os encontramos. ¿O acaso habéis venido hasta aquí para recibir consejo… señor? —preguntó un pelirrojo flaco y larguirucho, y tras hacer la pregunta se pasó una bola de tabaco de mascar de una mejilla a la otra.

—Eres muy generoso al ofrecerte, Harris, pero la he dejado dormir. Me gustan las mujeres bien despiertas —apoyó el hombro contra una roca. Sabía por instinto que era mejor no revelar lo enferma que parecía estar—. Podríamos tardar cuatro o cinco días más en tener noticias, y no quiero que os oxidéis. Echadle un vistazo al esquife nuevo. Mañana lo probaremos.

—Está bien —contestó el pelirrojo, lanzando un escupitajo marrón al fuego—. Ayer lo vi, y no es más que un bote estrecho, eso es todo.

—Tu opinión de experto será un consuelo cuando nos ahoguemos en mitad del puñetero océano —espetó Luc—. ¿Y la cena va a prepararse sola, Potts? Mi invitada quiere un buen estofado. ¿Podrás hacerlo? Tuerto, tráeme un cubo de agua fría y otro de agua caliente. No quiero que sepa a sal.

No se molestó en esperar a la respuesta, como tampoco miró hacia atrás cuando echó a andar hacia el viejo hospital, a pesar de que sintió un escalofrío por la espalda. Por el momento les parecía que obedecerle servía a sus intereses; por otro lado, estaban asustados tras lo que había pasado con Nye, pero eso podía cambiar si la presencia de la mujer resultaba ser el catalizador que rompiera aquel frágil equilibrio.

Era necesario que creyeran que estaba consciente y que era de su propiedad, y no una criatura vulnerable y que no significaba nada para él. No quería tener que matar a ninguno más, aunque todos sin excepción fuesen carne de horca. Necesitaba doce hombres para llevar a cabo su misión y aunque fuesen escoria, también eran buenos marineros.

Dos

La Luz entraba en un ángulo extraño. Averil parpadeó varias veces, se frotó los ojos y de pronto se sintió completamente despierta. No estaba en su camarote del Bengal Queen, sino en una especie de cabaña que ya había visto antes… o que formaba parte de la pesadilla, de ese mal sueño que se negaba a abandonarla y que se repetía una y otra vez en su cabeza. A veces se transformaba en una agradable sensación de estar acurrucada en los brazos de alguien, de que aplicaban algo suave y húmedo en sus miembros ateridos y que tanto le dolían, de unas manos fuertes que la sostenían, de un estofado caliente y sabroso, o de un poco de agua fresca que se deslizaba entre sus labios.

Pero entonces había vuelto la pesadilla: la ola, una ola monstruosa que se transformaba en un gigantón que la miraba destilando lujuria por los ojos. Una docena de ojos hambrientos la devoraban. A veces el sueño le resultaba vergonzoso. Tenía que hacer sus necesidades y alguien la ayudaba: la levantaba de la cama y la ponía sobre un incómodo cubo que le daba ganas de llorar, pero aun así era incapaz de despertarse.

Permaneció inmóvil como un cervato en su cama de hierba; solo se atrevía a mover los ojos, a explorar con ellos aquel lugar desconocido. Palpando, notó unas sábanas ásperas tanto debajo como encima de su cuerpo, sintió la picazón de la paja que hacía de relleno del colchón, sintió el tacto más fino de la prenda de lino que llevaba puesta.

No había nadie más allí. La habitación estaba vacía, y lo único que podía oír era el mar más allá de sus paredes de piedra. Se incorporó y de sus labios escapó un involuntario gemido de dolor. Todo, absolutamente todo le dolía. Sentía escozor en las piernas y la espalda, y cuando apartó la ropa y se subió las mangas de aquello que llevaba puesto se encontró con un montón de magulladuras, arañazos y descarnaduras.

Llevaba la camisa de un hombre. Comenzó a recordar como quien pasa al azar las páginas de un libro de ilustraciones o quien percibe sonidos a través de una puerta medio abierta. La voz de un hombre que le decía que bebiese, que comiese. Sus manos grandes tocándola, sosteniéndola, moviéndola, lavándola, ayudándola a sentarse en el dichoso cubo.

¿Qué más habría hecho? ¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente e indefensa? ¿Lo notaría si él hubiera usado su cuerpo? Sentía tanto dolor que ¿notaría un dolor más?

Miró de nuevo a su alrededor y vio ropa de hombre por todas partes. Un par de botas junto a la ventana, un montón de sábanas arrugadas en una esquina, un pesado abrigo colgado de un clavo. Aquel era su espacio y lo llenaba aun estando ausente. Se volvió para mirar su almohada y vio un cabello oscuro y rizado en ella. Aquella era su cama. Respiró hondo y su cuerpo tembló. ¿Cuánto tiempo haría que la tenía allí?

Beber. Beber un poco de agua le aclararía las ideas. Y tenía que hacerse con un arma. Tenía un plan, y eso le hizo sentirse un poco más fuerte. Aún sentía las manos entumecidas y le costaba hacerlas funcionar. La camisa del hombre le llegaba hasta la mitad del muslo, pero estaba sentada sobre una sábana. Se puso en pie, se la ató a la cintura y caminó como pudo hasta la mesa. Solo consiguió llegar hasta la silla y dejarse caer en ella.

Había una jarra junto a un plato y una taza, y se lo acercó con ambas manos. Derramó más de la que fue capaz de echar en la taza, pero estaba clara y fresca y la alivió un poco. Se bebió dos tazas, luego apoyó los codos en la mesa y la cabeza en las manos.

«¡Piensa!» No estaba solo. Había unos cuantos hombres más, reales, no una pesadilla. ¿Habrían entrado también ellos allí? ¿Les habría dejado que…? No. Solo recordaba al hombre de cabello oscuro al que habían llamado capitán. «¡Piensa, por Dios!» El tosco tablero de madera de la mesa no le servía de inspiración, pero el cuchillo que había junto al plato sí. Lo tomó en la mano y calibró su peso. El hombre volvería y solo dispondría de una oportunidad para matarlo cuando estuviera descuidado. Cuando estuviera en la cama. ¿Matarlo? ¿Sería capaz? Sí. Era matarlo o… miró su cama. Debajo de la almohada. Tenía que escapar como fuera.

Las piernas apenas la sostenían pero consiguió llegar de nuevo dando traspiés justo cuando la puerta se abrió.

El hombre miró a su alrededor como si hiciera recuento de todo. Averil agarró con todas sus fuerzas el cuchillo, que había conseguido esconder bajo la sábana en el último instante. En la mesa estaba al otro lado del plato. No se daría cuenta de su falta.

—Estás despierta —se acercó a ella y la miró con el ceño fruncido. Estaba sentada en el borde de la cama—. ¿Encontraste el agua?

—Sí.

«Acércate. Acércate y date la vuelta. Lo haré ahora mismo. Solo necesito un segundo para clavártelo». ¿Dónde acuchillas a alguien más grande y más fuerte que tú? ¿Cómo impides que se dé la vuelta y te pille? Arriba, sí, por encima del corazón. Le clavaría el cuchillo agarrándolo con las dos manos.

—¿Dónde está el cuchillo? —le preguntó, mirándola como lo haría al cañón de una pistola.

—¿El cuchillo?

—El que piensas usar para cortarme el cuello. El que estaba en la mesa.

—No pensaba cortarte el cuello —lo dejó caer al suelo. No quería que intentase buscarlo—. Iba a clavártelo en la espalda.

Él lo recogió y lo colocó junto al plato.

—Me siento como si me amenazara un gatito medio ahogado —bromeó—. Estaba empezando a pensar que no ibas a despertarte nunca.

Averil lo miró fijamente con la esperanza de que su rostro no revelase nada. Aquel era el hombre que había dormido con ella, que la había lavado, que le había dado de comer y que probablemente la había violado. Antes del naufragio lo habría observado con los ojos entornados atraída por la fuerza de su rostro, por su modo de moverse, por su elegancia tan masculina. Pero esa hombría le aceleraba el pulso por otras razones completamente distintas: miedo, ansiedad, confusión.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Un día? ¿Una noche?

—Han pasado cuatro días desde que te encontramos.

—¿Cuatro días? —tres noches. Sintió un dolor en el vientre—. ¿Y quién ha cuidado de mí? Sentía que me lavaban… —la sangre se le agolpó en las mejillas—. Un cubo. Y sopa.

—Yo.

—¿Has dormido en esta cama? ¡No te atrevas a negarlo!

—Es que no tengo intención de hacerlo. Es mi cama. Ah, ya. Crees que me aprovecharía de una mujer inconsciente, ¿no?

El rostro de aquel hombre resultaba áspero aun cuando no fruncía el ceño, y en aquel instante parecía tan duro como el granito e igual de abrasivo.

—¿Y qué esperas que piense?

—¿Acaso eres una monja y preferirías que te hubiera dejado indefensa e inconsciente, debatiéndote entre la vida y la muerte para acabar muriendo, eso sí, sin contaminar por las manos de un hombre?

—No.

—¿Te parezco un hombre que necesite abusar de una mujer inconsciente?

Le había tocado el orgullo. La mayoría de hombres presumían de sus logros sexuales y ella había lo había insultado. Estaba a su merced, de modo que lo mejor sería mostrarse conciliadora.

—No. Es que me he asustado y yo… gracias por haber cuidado de mí —avergonzada, quiso pasarse la mano por el pelo pero los dedos se le atascaron—. ¡Ay!

—Te lo lavé, pero no conseguí quitar los nudos —de un cajón sacó un peine y se lo dejó sobre la cama, al alcance de su mano—. Puedes intentarlo, pero no llores si no consigues deshacerlos.

—Yo no lloro —le desafió, aunque en realidad se sentía al borde de las lágrimas, pero era cierto que no solía llorar. En realidad, ¿qué necesidad había tenido de hacerlo hasta entonces? Y mucho menos iba a llorar delante de él. Era una pequeña humillación que podía ahorrarse.

—No, no lloras. Ya lo sé.

Parecía sorprendido.

—Voy a cerrar, de modo que no pierdas tiempo intentando salir —dijo, con la mano en la cerradura.

—¿Cómo te llamas?

Su anonimato era un arma que estaba usando contra ella, un ladrillo más en el muro de la ignorancia y la indefensión que la mantenía atrapada allí y bajo su control.

Por primera vez le vio dudar.

—Luke.

—Los hombres te llamaron capitán.

—Es que lo soy —sonrió, y cuando Averil sintió que se rozaba la espalda con la pared de piedra fue cuando se dio cuenta de que inconscientemente había retrocedido empujada por su mirada. «No preguntes más», le dijo su instinto—. ¿Y tú?

—Averil Heydon.

Inmediatamente se arrepintió de haberle dado su apellido. Su padre era un hombre rico, que estaría dispuesto a pagar el rescate que pudieran pedirle por ella, y le había dado la clave para averiguar quién era su familia.

—¿Por qué estoy prisionera?

Pero Luke no contestó, sino que salió y echó la llave.

Cerca de las dos de la tarde, Luc abrió la puerta con cierta cautela. La sirena medio ahogada había demostrado tener más valor del que se imaginaba que le quedaría después de lo que había tenido que soportar, aparte de que fuera una dama de buena cuna a juzgar por su acento. Debía estar desesperada, y aunque el cuchillo se lo había guardado él en el bolsillo, la cuchilla de afeitar estaba en una estantería. Un descuido por su parte.

Estaba avergonzada y asustada, pero se sentiría mejor después de comer decentemente. Necesitaba que recuperara la cordura, y desde luego iba a compartir la cama con él aquella noche.

—A cenar —dijo, y dispuso dos platos de estofado sobre la mesa.

Averil había permanecido sentada en un taburete frente a la ventana todo el tiempo que él había estado fuera. Había estado pensando en él, el hombre cuya cama había compartido. El que hablaba como un caballero pero era tan malo como el resto de la tripulación a la que había conocido en la playa. ¿Qué sería? ¿Un pirata, un contrabandista, un filibustero? Sus hombres eran pura escoria, de modo que su líder no podía ser mucho mejor; solo más poderoso. Había soñado con él, y en ese sueño la había protegido y cuidado, una fantasía cruel y engañosa.

—Ya está —dijo, al tiempo que dejaba las cosas sobre la mesa—. La cena. Potts es un buen cocinero.

El olor le llegó a la nariz y el estómago se le encogió. Parecía estofado y el aroma era francamente delicioso. Luke había dejado el plato sobre la mesa, de modo que tendría que acercarse hasta él cubierta solo por su camisa y la sábana que hacía las veces de falda. La estaba atormentando deliberadamente, o puede que se tratara de una especie de adiestramiento como se hacía con un animal. Incluso podían ser ambas cosas.

—Quiero comer aquí, y no en la mesa.

—Y yo quiero que uses las piernas o se te quedarán tan tiesas como las patas de la mesa —apoyó un hombro contra la pared del hogar—. ¿Tienes frío? Puedo encender un fuego.

—Cuánta consideración. No es necesario que te tomes tantas molestias.

El pedazo de saco que colgaba en la ventana dejaba pasar la suficiente luz para verle con claridad y Averil le examinó sin contemplaciones. Si tuviera el más pálido reflejo de conciencia se habría sentido incómodo con semejante examen, pero se limitó a enarcar una ceja y mirarla a ella a su vez.

Era alto, con el cabello castaño oscuro, casi negro. Tenía la piel tostada, pero parecía de todos modos más morena que rubia. Había visto a muchos europeos en la India tostados por el sol, y sabía distinguir con exactitud cuál era el color original de la piel bajo el bronceado. Sus ojos eran de un gris oscuro, y la forma de las cejas le confería una expresión burlona.

Tenía la nariz recta y algo larga, arrogante sin duda, y habría resultado demasiado grande de no contar su rostro con el equilibrio de una mandíbula fuerte. Bueno, no. Era, en cualquier caso, demasiado grande, y por lo tanto llegó a la conclusión de que no era guapo. De ser otra clase de hombre, habría encontrado su rostro peculiar, interesante incluso. Parecía inteligente. Pero dadas las circunstancias, se trataba de un hombre peligroso al que no podía ignorar. Fue bajando la mirada. Estaba delgado, tenía las caderas estrechas…

—¿Y bien? ¿Es mi persona más interesante que tu cena, que por cierto se está quedando fría?

—En absoluto, pero eres tú el que me impide comérmela.

No solía ser desagradable, ni fría, ni caprichosa. Quien la conocía decía de ella que era una joven abierta, encantadora y agradable en el trato. Dulce. Pero ya no se sentía así… quizás nunca volviera a ser como antes.

—Mi querida niña, si lo que te da vergüenza es que te vea las piernas, permíteme recordarte que ya te he visto de cuerpo entero. Muy bonito, por cierto.

Hablaba como si recordase todos los detalles del asunto, pero no parecía impresionado.

—Entonces, no quiero obligarte a volver a verlo —espetó.

No tenía ni idea de dónde estaba sacando el valor para enfrentarse a él. Se la conocía como una modesta y agradable joven incapaz de matar una mosca, y por lo tanto incapaz de intercambiar una sola palabra con un pirata o lo que fuera aquel hombre. Pero estaba entre la espada y la pared, literalmente, y nadie iba a acudir en su ayuda porque nadie sabía que estaba viva. Dependía solo de sí misma y curiosamente eso le había dado fuerzas a pesar del miedo.

Él se encogió de hombros y colocó una silla.

—Quiero verte comer. Vamos, acércate a la mesa. ¿O prefieres que vaya yo a buscarte?

Tenía la extraña certeza de que si se negaba él se limitaría a transportarla como un saco de patatas hasta la otra silla. Se colocó la sábana lo mejor que pudo y se levantó con la tela sobrante arrastrando tras de sí, y a pesar del dolor que le producía cualquier movimiento y de la situación en sí, un recuerdo que le sobrevino inesperadamente le hizo reír.

—¿Qué te resulta tan divertido? —preguntó él cuando se sentó al otro lado de la mesa—. Espero que no sea histeria.

Valdría la pena que lo fuera solo por ver cómo reaccionaba él, pero seguro que se limitaba a darle una bofetada o a vaciarle un cubo de agua fría en la cabeza.

—Estuve practicando para saber manejar la cola de un vestido de presentación —le explicó mientras clavaba el tenedor en la carne imaginándose que era su negro corazón—, y este lugar no es precisamente donde pensaba poner esas enseñanzas en práctica.

El estofado consistía en enormes pedazos de carne, trozos de hortalizas y una salsa que sabía mucho a alcohol, pero se lo zampó en un abrir y cerrar de ojos después de mojar todo el pan en la salsa, olvidándose de los modales. Luke le acercó una taza.

—Agua. Viene de pozo pero es buena.

—¿Cómo es que estáis tan bien aprovisionados? —le preguntó mientras cortaba otro pedazo de carne—. ¿Cuántos sois? ¿Diez? Imagino que no estáis aquí de modo, digamos, legítimo, ¿no?

—Yo sí —respondió, y volvió a ocupar su lugar junto al hogar—. El señor Dornay, en lo que al gobernador respecta, es un poeta en busca de soledad e inspiración para un gran trabajo. Le dije que me preocupaba quedarme aislado por las tormentas o la niebla, y que por eso conservo muchas provisiones, aunque en realidad haya hecho acopio de mucho más de lo que un hombre solo puede necesitar. En total somos trece, y desde luego estamos aquí en secreto.

Averil guardó en su memoria el nombre que utilizaba como tapadera. Cuando llegase el momento ante el tribunal que los juzgaría por retención ilegal y asalto, recordaría cada nombre, cada rostro. Si es que la dejaban con vida. Se tragó el miedo hasta sentirlo como una piedra fría dentro del estómago.

—¿Un poeta? ¿Tú?

Él sonrió con esa mueca suya tan fría, pero no contestó.

—¿Cuándo vais a dejarme ir?

—Cuando hayamos terminado aquí —se separó de la pared y fue hasta la puerta—. Me voy antes de que los hombres se coman mi cena.

Tenía la mano en el picaporte cuando Averil se dio cuenta de que no podía seguir soportando la incertidumbre.

—¿Vas a matarme?

—Si hubiera querido que murieses me habría bastado con devolverte al sitio en el que te encontré o haberte dejado allí. Yo no mato mujeres.

—Pero abusas de ellas. Esta noche me vas a obligar a compartir la cama contigo, ¿no?

Casi se arrepintió de lo que le había dicho al ver la ira brotar de todos los rasgos de su rostro, además de los puños apretados contra la jamba de la puerta.

«Me va a pegar».

—Llevas tres noches compartiendo mi cama. Descansa —añadió, aunque su expresión no era ni mucho menos cordial—. Y no tengas miedo.

Y cerró de un portazo.

Luc volvió junto al fuego. No estaría en aquella maldita isla con aquella tripulación de delincuentes de no ser porque habían intentado violar a una mujer. Averil Heydon estaba asustada y daba muestras de sentido común con ello. Tenía todas las razones del mundo para estar aterrada. No podía sino admirar el valiente modo en que se había enfrentado a él, y por ello era más una molestia que una peligrosa responsabilidad. Gracias a Dios que ya no tenía que ocuparse de ella. La intimidad con su cuerpo le resultaba inquietante y tenía que admitir que le había interesado más de lo que era cómodo o seguro para él. Ya no estaba tan enferma ni necesitaba constantemente de sus cuidados, y la debilidad que se había apoderado de ella terminaría desvaneciéndose. No quería tener que volver a cuidar de nadie nunca más.

La tripulación levantó la cabeza de los platos al verle acercarse. Luc se sentó en la piedra plana que todos habían aceptado como silla del capitán y aceptó el plato que le tendió el cocinero.

—Buen estofado, Potts. ¿Os aburrís?

Se diría que sí. Parecían aburridos y peligrosos. Estando en un barco les obligaría a trabajar tanto que ni siquiera tendrían tiempo de pensar en meterse en líos: instrucción en el manejo de armas de fuego, de arma blanca, reparaciones, navegación… cualquier cosa para cansarlos. Pero allí no podían dedicarse a nada que pudiera hacer ruido y nada que pudiera verse desde el sur o el este.

Luc puso la cara contra la brisa.

—Sigue soplando del noroeste. Era un barco de los grandes… vale la pena peinar la playa.

Los hombres le observaban de soslayo, desconfiando de su tono de voz como perros que esperasen una patada y en lugar de eso el amo les rascara las orejas.

—Podréis quedaros cuanto encontréis siempre y cuando no provoque peleas entre vosotros y me traigáis todas las sirenas que encontréis.

La codicia y el humor… herramientas simples pero eficaces. La predisposición cambió y los hombres comenzaron a presumir de hallazgos anteriores y a especular sobre lo que podían hallar.

—Ferret, ¿te quedan algunos pantalones de más?

Ferris, a quien todos llamaban Ferret, es decir hurón, por su parecido con el animal, estaba tumbado pero se levantó.

—Sí, capitán. Son los de los domingos. Los compré por si íbamos a la iglesia.

—Para robar la recaudación del cepillo, ¿eh? ¿Están limpios?

—¡Claro! —respondió ofendido arrugando la nariz. Y podía ser cierto. Entre los hombres circulaba el rumor de que Ferret tomaba baños… de tarde en tarde.

—Entonces se los vas a prestar a la señorita Heydon.

Eso provocó un coro de silbidos y burlas.

—¡La señorita Heydon! ¡Caramba! ¡Una sirena con nombre!

—¿Para qué quiere los pantalones, capitán? No se necesitan estando en la cama.

—Cuando no la quiera en la cama, tendrá que levantarse y hacer algo útil —no les había dicho nada que pudiera hacerles suponer que Averil estaba inconsciente y vulnerable. De hecho creían que era él quien estaba con ella en la cama, y no que la estaba cuidando. Sus frecuentes ausencias parecían haber incrementado la admiración que sentían por él, o al menos por su resistencia física—. Ya que nos ponemos, déjame también esa chaqueta de cuero que tienes.

Ferret se levantó y fue a buscar lo que le había pedido entre la variada colección de lonas que habían tendido bajo la protección de la colina que se elevaba en el centro de la isla. St Helen’s medía menos de kilómetro y medio de ancho y ásperos afloramientos de roca salpicaban su vertiente noroeste. Luc imaginaba que debía haber estado poblada en algún momento, pero se alegraba de que pudiera ofrecer refugio en la única vertiente que no podía verse desde Tresco o St Martin’s.

Una vez hubo terminado el estofado se levantó, sacó del bolsillo un pequeño catalejo y subió a lo alto de la colina, que a pesar de no ser muy alta, ofrecía una buena panorámica de las aguas de las Scilly, y podía observar a los hombres sin que se dieran cuenta. Peinar las playas los mantendría entretenidos, pero no quería que pudieran liarse a navajazos por algún tesoro en disputa.

Dejó su cuaderno sobre la piedra para anotar los patrones de movimiento entre las islas, particularmente el emplazamiento de los bergantines y traineras, los botes de remo de treinta y dos pies que cortaban las olas a una velocidad que dejaba a los remeros de la armada sin aliento. De ese modo conseguía también quitarse de la cabeza a la mujer encerrada en la cabaña de piedra.

Con seis hombres a los remos, se decía que eran embarcaciones capaces de aventurarse hasta Roscoff, aunque los cúter hacían todo lo posible por detenerlos. Se los llamaba así por su función legítima, que era la de llevar al práctico hasta los barcos más grandes para que pudieran dar los consejos al capitán sobre cómo navegar por aquella pesadilla de piedras y acantilados.

La embarcación que le habían proporcionado para aquella misión estaba sobre la arena de la playa más abajo, dispuesta para hacerse a la mar con seis hombres a los remos y los siete restantes embutidos lo mejor que pudieran en el espacio restante. A su lado había un pequeño esquife para su uso personal que servía para dar verosimilitud a la historia de su existencia solitaria en aquella isla.