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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Robyn Donald Kingston

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En las sombras, n.º 2475 - junio 2016

Título original: Stepping out of the Shadows

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8117-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

El corazón le latía casi con la misma fuerza que el motor del pequeño aeroplano. Despacio, Rafe Peveril apartó la vista de las ventanillas bañadas de lluvia, incapaz de seguir viendo los prados de Mariposa. Hacía pocos segundos, justo antes de que el motor hubiera empezado a fallar, había localizado una pequeña cabaña.

Si conseguían salir con vida de aquel vuelo, esa cabaña podía ser su única esperanza de sobrevivir a la noche.

Otro violento soplo de aire sacudió el avión. El motor volvió a fallar. En el tenso silencio, el piloto murmuró una mezcla de plegarias y maldiciones en español, mientras luchaba por mantener el timón firme.

Si tenían suerte, podrían aterrizar más o menos intactos…

Cuando el motor volvió a funcionar, la mujer que había junto a Rafe levantó la vista. Tenía la cara muy pálida y los ojos verdes llenos de miedo.

Al menos, no gritaba. Rafe le dio la mano, se la apretó un momento y se la soltó para empujarle la cabeza hacia abajo.

–La cabeza sobre las piernas –gritó él, mientras los motores se paraban de nuevo–. Protégela con las manos.

Rafe hizo lo mismo y apretó los dientes, preparándose para el impacto.

Entonces, se despertó.

Sobresaltado, se incorporó y, al mirar a su alrededor, se encontró en una habitación que le era familiar. Con alivio, comprobó que, en vez de estar en la cama de un hospital en Sudamérica, estaba en su propio dormitorio en Nueva Zelanda.

¿Qué diablos…?

Habían pasado dos años desde la última vez que había soñado con el accidente. Intentó encontrar la razón por la que había vuelto a hacerlo esa noche, pero le falló la memoria. De nuevo.

Seis años deberían haber bastado para acostumbrarlo a la laguna que tenía desde el accidente. Aunque había hecho todo tipo de esfuerzos para recordar, todavía había cuarenta y ocho horas que permanecían en blanco en su cerebro.

El reloj de la mesilla le informó de que pronto amanecería. No tenía sentido intentar recuperar el sueño. Además, necesitaba aire fresco.

En la terraza, respiró hondo, llenándose los pulmones del aroma a sal y a flores y a césped recién cortado. Acunado por el sonido de las olas, fue calmando los latidos de su corazón acelerado. La luz de la luna pintaba el paisaje de sombras misteriosas.

El piloto del avión había muerto por el impacto pero, milagrosamente, tanto Rafe como la mujer que había viajado a su lado habían sobrevivido con heridas leves.

Con dificultad, trató de recordar la imagen de la mujer. Aunque la había visto el día anterior al viaje en avión, cuando había estado tratando un asunto de negocios con su marido, no se había fijado demasiado en ella. Solo se acordaba de sus grandes ojos verdes. El resto de sus rasgos habían desaparecido por completo de su memoria.

Había sido una mujer normal y corriente, a excepción de sus ojos. Y había tenido un nombre sencillo también, Mary Brown.

No recordaba haberla visto sonreír nunca. Aunque no era de extrañar pues, días antes del accidente, Mary había recibido la noticia repentina de que su madre había sufrido una parálisis repentina. Cuando Rafe se había enterado, le había ofrecido llevarla a la capital de Mariposa y organizar el vuelo para que pudiera reunirse con su madre en Nueva Zelanda.

Rafe frunció el ceño. ¿Cómo se llamaba su marido, el hombre con quien había mantenido una reunión de trabajo los días previos?

Aliviado, lo recordó. David Brown. Él había sido la razón de su viaje a Mariposa. Había querido comprobar por sí mismo si el señor Brown había sido adecuado para su puesto como representante de la compañía en Mariposa.

Cuando Rafe le había ofrecido llevar a su esposa de regreso a Nueva Zelanda para ver a su madre, la respuesta de Brown le había sorprendido.

–No hace falta. Ha estado enferma. No necesita estresarse más cuidando a una inválida.

Sin embargo, a la mañana siguiente, Brown había cambiado de opinión, tal vez, ante la insistencia de su esposa. Y, esa tarde, Mary había acompañado a Rafe en su viaje.

Una hora después de haber despegado, el avión se había visto atrapado por una feroz tormenta. El motor había comenzado a fallar, mientras la nave se había bamboleado por el viento y la lluvia. Si no hubiera sido por la pericia del piloto, todos habrían muerto.

Entonces, Rafe cayó en la cuenta de qué había sido lo que había estimulado el recuerdo del accidente en su sueño.

Justo antes de acostarse la noche anterior, había recibido un extraño correo electrónico de su oficina en Londres. Su eficiente secretaria le había sorprendido al enviarle una foto, sin mensaje ninguno, de un joven que lucía orgulloso una banda de graduación. Sin entender por qué le enviaba aquello su secretaria, él le había respondido con un signo de interrogación.

La noche anterior, no había hecho la conexión, pero el muchacho de la imagen se parecía mucho al piloto.

En su despacho, encendió el ordenador y esperó con impaciencia que se abriera su correo. Al ver el nuevo mensaje, sonrió con ironía.

Su secretaria le había escrito:

 

Siento el error. Se me traspapeló esa imagen del mensaje que acababa de recibir de la viuda del piloto de Mariposa. Al parecer, prometiste a su hijo mayor una entrevista en la compañía cuando terminara sus estudios. Adjunto la foto del muchacho con la banda de graduación. ¿Te parece bien que le dé una cita?

 

Eso explicaba el sueño. El subconsciente de Rafe había captado la similitud entre padre e hijo. Después del accidente, se había sentido en deuda con la familia del piloto y había prometido ayudarlos.

Sin dudarlo, le indicó a su secretaria que preparara la entrevista y se fue a vestir a su cuarto.

 

 

Después de haber visitado varios países africanos, era un placer estar en casa. Aparte del buen sexo y de la adrenalina que le daba su trabajo, había poco que le gustara más que montar a caballo por la playa al amanecer.

Quizá, lo ayudaría a inspirarse un poco para pensar qué regalo hacerle a su hermanastra. Gina era una joven muy especial.

–Ni se te ocurra encargarle a tu secretaria que me compre algo reluciente y brillante. No me gustan los brillos.

Rafe le había contestado que él mismo elegía los regalos que hacía y no su secretaria.

Gina había sonreído, dándole un puñetazo en el brazo.

–¿No me digas? ¿Entonces por qué me pediste que te buscara un regalo de despedida para tu última novia?

–Era un regalo de cumpleaños –había puntualizado él–. Y, si no recuerdo mal, tú insististe en ayudarme.

–Claro –había replicado Gina, arqueando una ceja–. ¿Y quieres que me crea que fue pura coincidencia que rompieras una semana después?

–Fue por mutuo acuerdo –había asegurado él con tono de advertencia.

Su vida privada no era asunto de nadie más, se dijo Rafe. Elegía a sus amantes por su sofisticación y por su atractivo. Aunque casarse no era uno de sus planes a corto plazo.

–Bueno, supongo que los diamantes le permitieron mantener algo de su orgullo intacto –había comentado Gina con cinismo y le había abrazado antes de despedirse para regresar a Auckland–. Si quieres encontrar algo un poco diferente, la tienda de regalos de Tewaka tiene una nueva dueña. Tiene cosas muy bonitas.

Rafe sabía reconocer una indirecta cuando se le presentaba. Así que, horas después, se fue al pequeño pueblo que estaba a veinte kilómetros de distancia de su casa.

Dentro de la tienda de regalos, miró a su alrededor y estuvo de acuerdo con Gina en que tenía cosas con mucho gusto y estilo. Posó los ojos en la sexy ropa interior expuesta con discreción, en unas sandalias perfectas para cualquier niña que soñara con ser princesa y en unas esculturas preciosas de cristal. Además de ropa, había adornos y joyas, incluso algunos libros. Y obras de arte de diversos estilos.

–¿Puedo ayudarte?

Rafe se giró y, al toparse con los ojos de la dependienta, sintió que el suelo se tambaleaba bajo sus pies. Eran verdes como esmeraldas y un poco rasgados, coronados por gruesas pestañas. Y le hicieron retroceder de nuevo al sueño que había tenido.

–¿Mary? –preguntó él, sin pensar.

Pero no podía ser Mary Brown.

Esa mujer no tenía nada de sencilla y tampoco exhibía alianza en la mano. Aunque sus ojos eran de un color idéntico y brillaban con expresión retadora.

Al instante, sin embargo, ella bajó la vista.

–Lo siento. ¿Nos conocemos? –preguntó la mujer con una voz clara y segura que no se parecía en nada al tono tímido de Mary–. No me llamo Mary, sino Marisa. Marisa Somerville –añadió con una sonrisa.

Por supuesto, la preciosa señorita Somerville era un ave del paraíso comparada con la sencilla señora Brown. Aparte de su mismo color de ojos y de que sus nombres de pila comenzaran con las mismas letras, no se parecían en nada.

–Lo siento, pero por un momento te he confundido con otra persona –se disculpó él, tendiéndole la mano–. Soy Rafe Peveril.

Aunque algo en su mirada titubeó, ella le estrechó la mano con firmeza y habló con seguridad.

–Encantada, señor Peveril.

–Puedes llamarme Rafe.

Una emoción indescriptible pintó sus ojos durante un instante fugaz, antes de que sus densas pestañas la ocultaran.

–¿Quieres echar un vistazo o te ayudo en algo?

A Rafe le llamó la atención que ella no le hubiera correspondido, dándole permiso a llamarla por su nombre de pila.

–Va a ser el cumpleaños de mi hermana y, por cómo me habló de tu tienda, creo que quiere algo de aquí. ¿Conoces a Gina Smythe?

–Todo el mundo en Tewaka conoce a Gina –respondió ella con una sonrisa y se volvió hacia una pared–. Y sí, puedo mostrarte algo que le gusta.

Rafe la siguió, apreciando el suave contoneo de sus caderas y su elegancia al andar.

–Esto –indicó Marisa, después de detenerse delante de una pintura abstracta.

Era raro que Gina, tan práctica y realista, se interesara por aquella obra de arte que apelaba a emociones más bien sombrías.

–¿Quién es el artista? –preguntó él tras un momento de silencio.

–Yo –repuso ella con una suave risa.

Por alguna extraña razón, a Rafe le subió la temperatura. ¿Era ella tan apasionada como la pintura que tenía delante? Quizá, podría descubrirlo algún día…

–Me la llevo –afirmó él–. ¿Puedes envolvérmela? Volveré dentro de media hora.

–Sí, claro.

–Gracias.

Fuera de la tienda, lejos de la tentación, se recordó a sí mismo que hacía tiempo que había dejado atrás el deseo adolescente de acostarse con todas las mujeres guapas que veía. Aun así, tenía el pulso acelerado y no podía dejar de pensar en ella.

Pronto, invitaría a Marisa Somerville a cenar, se prometió a sí mismo. Eso, si ella no estaba ya comprometida, lo que parecía muy probable, a pesar de que no llevaba alianza en la mano. Las mujeres de su atractivo solían tener siempre a un hombre detrás de ellas.

Quizá, su reacción ante ella se debía a que llevaba ya unos meses sin tener sexo, se dijo Rafe.

 

 

Detrás del mostrador de la tienda, Marisa lo contempló con el corazón tan acelerado que apenas podía escuchar la sirena de los bomberos que se acercaba. Resistió el impulso de lavarse la mano para quitarse la sensación del contacto de Rafe Peveril.

Cuando él la había tocado, una erótica corriente eléctrica la había atravesado. El contacto de Rafe Peveril había sido tan estimulante como peligroso.

Si con un sencillo saludo podía provocarle esas reacciones, ¿qué pasaría si la besara?

¡Cielos! Furiosa consigo misma, Marisa se ordenó dejar de pensar en eso.

Durante dos meses, se había estado preparando para aquello, desde que había descubierto que Rafe no vivía lejos de Tewaka. Aun así, cuando lo había visto entrar en su tienda, tan imponente y guapo como siempre, había tenido que hacer un esfuerzo para no salir corriendo por la puerta trasera.

Vaya coincidencia tan desafortunada. De todos los lugares del mundo, había tenido que ir a parar a ese.

Podía haber seguido su primer impulso tras la muerte de su madre y haberse refugiado en Australia.

Al menos, tenía la suerte de que Rafe no la había reconocido. Era difícil saber lo que pensaba aquel hombre de aspecto arrogante y autoritario. Aunque, después del primer instante, él parecía haber aceptado por completo su nueva identidad.

Marisa tragó saliva mientras el coche de bomberos pasaba delante de la tienda. Rezó porque no fuera nada grave, porque no hubiera habido un accidente de carretera, ni un incendio en una casa.

Entonces, posó los ojos en el cuadro que acababa de vender. Forzándose a respirar hondo, lo descolgó de la pared y lo colocó sobre el mostrador.

Gina Smythe era la clase de mujer que Marisa admiraba… segura de sí misma, decidida, encantadora. Aunque era obvio que la hermana del rico y poderoso Rafe Peveril tuviera tan devastadora confianza en sí misma.

Sin embargo, a Marisa le había costado años construirse la imagen que exhibía en el presente. Solo ella sabía que, en su interior, era la niña inocente que, llevada por sus fantasías de cuento de hadas, se había casado con David Brown y se había ido con él a Mariposa, soñando con vivir el romance de su vida en un paraíso tropical.

Apretando los labios con amargura ante el recuerdo, cortó un pedazo de papel de regalo.

Qué equivocada había estado.

No obstante, el pasado quedaba atrás. Y, como había firmado un contrato para hacerse cargo de la tienda durante un año, tendría que asegurarse de que todo el mundo la viera como la mujer que poseía la mejor tienda de regalos de Northland. En especial, Rafe Peveril.

Debía tener éxito con su tienda y ahorrar todo el dinero que pudiera. Una vez que terminara su contrato, se iría de Tewaka a un sitio más seguro, un lugar donde su pasado no se entrometiera y donde pudiera vivir sin miedo.

Al llegar a Tewaka, había pensado que ese podía ser el lugar, pero…

Media hora después, Marisa no dejaba de vigilar la puerta, mientras atendía a una clienta que no acababa de decidirse. Todas las sugerencias que le hacía eran rechazadas con algún vago comentario.

Una vez, Marisa había sido así. Quizá, aquella mujer también estuviera atrapada en una situación de la que no podía escapar. Tensa, la acompañó a mirar otros objetos en la tienda, hablando sobre la destinataria del regalo, una niña de catorce años que aterrorizaba a su abuela.

Al oír la puerta, Marisa contuvo la respiración. Rafe Peveril hacía parecer la tienda mucho más pequeña con su imponente presencia.

Tenía el cabello moreno, la piel bronceada y exhibía una belleza arrogante, con anchos hombros, cintura estrecha, largas y musculosas piernas… Era un hombre que llamaba la atención.

Desnudo, era todavía más impresionante, se dijo Marisa, encogida ante el súbito recuerdo de un pasado que había intentado olvidar a toda costa.

–Discúlpeme un momento, tengo que entregarle su paquete al señor Peveril.

–Claro –repuso la clienta y miró hacia la entrada. Al recibir una carismática sonrisa de Rafe, se puso colorada.

Marisa se esforzó en relajarse, mientras se acercaba a él. Sin duda, Rafe Peveril era consciente del efecto que su sonrisa causaba en las mujeres.

Hacía que los corazones se aceleraran… como le estaba sucediendo a Marisa en ese momento.

En Mariposa, ella se había fijado primero en su altura. Después, se había percatado de que sus ojos grises eran del color del acero.

Pero, en Mariposa, la mirada de Rafe no había delatado ningún interés. En el presente, él no intentaba ocultar lo contrario.

A Marisa le subió la temperatura, mientras él la recorría con expresión apreciativa.

–Hola, señor Peveril –saludó ella con una sonrisa forzada–. Aquí está el paquete.

–Gracias. ¿Das clases sobre cómo envolver regalos y decorarlos?

Perpleja, ella levantó la vista y arqueó las cejas.

–No lo había pensado.

–Este te ha quedado precioso –comentó él, tocando el paquete con la punta de los dedos–. Las navidades se acercan y seguro que habría mucha gente interesada en aprender.

La conversación superficial no era el estilo de Rafe, caviló ella. Él había sido amable en Mariposa, pero siempre había mantenido las distancias…

No debía pensar más en Mariposa, se reprendió a sí misma. A toda costa, debía evitar que él la reconociera y zanjar ese encuentro cuanto antes.

–Gracias. Pondré un anuncio en el escaparate y veremos qué pasa –repuso ella con toda la calma que pudo reunir.

–Tengo la extraña sensación de que nos conocemos, pero estoy seguro de que lo recordaría si nos hubiéramos visto antes.

¡Cielos!, se dijo ella, rezando porque él siguiera sin reconocerla del todo.

–Lo mismo digo, señor Peveril.

–Rafe.

Marisa tragó saliva. No tenía por qué resultarle tan difícil usar su nombre de pila. Era una tontería, se dijo a sí misma.

–Rafe. Yo también me acordaría –indicó ella–. Espero que a tu hermana le guste el regalo.

–Seguro que sí. Gracias –dijo él, tomó el paquete y se fue.