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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Leona Karr.

Todos los derechos reservados.

NOCHE DE TORMENTA, Nº 52 - marzo 2017

Título original: Lost Identity

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9811-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

1

 

Un fuerte viento y una inclemente lluvia azotaban la costa de Nueva Jersey. Aquella tarde Andrew Davis contemplaba el espectáculo de la tormenta de verano, de pie ante la ventana de su casa, en la playa. Varios carteles advirtiendo del peligro habían sido colocados todo a lo largo del litoral.

Ya se disponía a cerrar las cortinas cuando de pronto descubrió algo inusual en la playa. A pesar de lo oscuro del cielo y de las gotas de lluvia que resbalaban por el cristal, podía distinguir, sin temor a equivocarse, la forma de un cuerpo humano yaciendo en la arena.

Alarmado, recogió su impermeable y salió a toda velocidad. Después de bajar de dos en dos los escalones de la entrada, atravesó a la carrera el tramo de césped y arena que separaba su casa de la playa. Cuando llegó ante el cuerpo, tendido de espaldas, pudo ver que se trataba de una hermosa joven. Estaba terriblemente pálida, con su rostro lívido enmarcado por una melena enredada y empapada de agua de mar, como si las olas la hubieran arrastrado hasta allí. Ante su contacto, soltó un leve gemido: afortunadamente, no tenía los pulmones inundados de agua. Cuando consiguió abrir los ojos, lo miró con una expresión de auténtico terror.

—Tranquila, tranquila… vamos a sacarte de esta tormenta —la alzó en brazos y la llevó rápidamente a su casa. Después de tumbarla en la alfombra delante del fuego de la chimenea, fue a buscar una manta para arroparla.

Tenía la blusa y los pantalones empapados. Temblaba de frío y le castañeteaban los dientes, pero por lo demás no presentaba ninguna lesión seria.

—Voy a traerte algo caliente —le dijo antes de desaparecer en la pequeña cocina.

La joven se sentó, cubriéndose el rostro con las manos y ahogando un sollozo. Un remolino de preguntas acribillaba su mente mientras se esforzaba en vano por hacer memoria, aterrada. ¿Quién era aquel hombre? No podía recordar nada, ni siquiera su propia identidad, su nombre… ¿Acaso porque tenía miedo a recordar?

Andrew regresó con una taza de café con brandy.

—Toma. Con esto entrarás en calor.

—Gracias —murmuró con voz débil.

No sabía muy bien qué hacer con aquella inesperada huésped. ¿Debería sugerirle que tomara una buena ducha caliente y se pusiera ropa seca? Evidentemente estaba traumatizada por algo que le había sucedido. ¿Cómo habría llegado hasta su playa? Había estado pegado a la ventana todo el día, y en ningún momento había visto barco alguno.

—Me llamo Andrew Davis —optó por presentarse. Como ella no respondió de inmediato, esperó durante algunos segundos antes de preguntarle—: ¿Y tú eres…?

La joven bajó la taza, se la quedó mirando y pronunció al fin, con voz ahogada:

—Trish —incluso mientras lo pronunció, aquel diminutivo no le resultó en absoluto familiar. No le sonaba de nada. Se le encogió el estómago. Entonces… ¿de dónde había surgido aquel nombre, aquel recuerdo?

—¿Quieres que llame a alguien, Trish… para asegurarle que estás a salvo?

¿Llamar a quién? En medio de su absoluta desorientación, sintió miedo. No sabía por qué, pero tenía un miedo atroz a que alguien pudiera ir a buscarla.

—No, no hace falta —respondió con el tono más firme de que fue capaz.

Andrew arqueó una ceja pero no insistió. Evidentemente, aquella mujer se encontraba en estado de shock. Cualquiera que hubiese sido el motivo de su llegada a la playa en aquellas condiciones, tenía que haber sido traumático, un terrible accidente quizá. De hecho, cada vez que resonaba un trueno, la veía encogerse de miedo, como temiendo que la casa fuera a desmoronársele encima.

—Esta casa está construida a prueba de tormentas —la tranquilizó—. Y ha aguantado muchas peores que esta.

—¿Puedo quedarme aquí… hasta que haya pasado?

—Por supuesto. Esta casa siempre está abierta a las visitas inesperadas —era mentira. Andrew era un maniático de la intimidad, y solo una emergencia como aquella lo habría impulsado a compartir su techo con un desconocido—. ¿Sabes? Siento curiosidad por saber cómo lograste llegar a mi playa. Bueno, no es exactamente mía… pero como si lo fuera.

La joven no respondió, aunque había empezado a relajarse un tanto con el calor del fuego y de la bebida. Había algo reconfortante en la delicadeza de aquel desconocido, en su aspecto fresco y limpio, en su cabello rubio decolorado por el sol, en su hermoso rostro bronceado…«Aquí me siento segura», pensó con una punzada de sorpresa.

—Quizá… —balbuceó—… quizá me he perdido.

—¿Perdido? —Andrew esperó a que completara su explicación… en vano. ¿Qué querría decir con que se había perdido?—. Entonces… ¿no eres de aquí?

Apretando la taza con las dos manos, lo miró fijamente, sin contestar. Andrew renunció a hacerle más preguntas por el momento. Resultaba evidente que se estaba esforzando por mantener el control, y que aún seguía en estado de shock. No podía saber durante cuánto tiempo tendría que quedarse en su casa antes de que amainara la tormenta, y pudiera entonces llevarla a alguna parte. Hasta que llegara ese momento, no tendría más remedio que hacerse cargo de ella.

—¿Quieres tomar una buena ducha caliente, Trish, y cambiarte de ropa? Mientras se lava y se seca la tuya, podrás arreglarte con una sudadera y una bata mías.

Vaciló durante unos segundos, indecisa. Finalmente, alzó la cabeza y asintió. Como una chiquilla agradecida, lo siguió al dormitorio. Andrew le entregó allí la ropa y la guió luego hasta el cuarto de baño, que comunicaba con la habitación y con otro pequeño cuarto que utilizaba como despacho.

—Aquí tienes toallas, jabón y champú. Si necesitas cualquier otra cosa, dame una voz.

Una vez que se hubo marchado, la joven permaneció de pie durante un buen rato, delante del espejo. «Trish… Trish», susurró. ¿Era ese realmente el nombre de la desconocida que la estaba mirando en aquel instante con aquellos asustados ojos azules?«¿Qué es lo que me ha pasado para que tenga miedo incluso de recordar quién soy?» Se estremeció, intentando sobreponerse a la debilidad que la abrumaba.

Se desnudó, buscando en su cuerpo algún indicio de reconocimiento… Tenía la cicatriz de una operación de apendicitis, así que debió haberse operado en alguna ocasión. Tenía las uñas de los pies pintadas del mismo tono rosa que las de las manos. Se le estaba formando un moretón en el antebrazo derecho, y en la nuca tenía una ligera contusión. ¿Se habría caído? ¿O la habría golpeado alguien? ¿Habría recibido un golpe en la cabeza que le había ocasionado una pérdida momentánea de memoria? «Momentánea», se repitió, aferrándose a esa palabra como si su vida dependiera de ello. Sí. De repente, cuando menos se lo esperara, terminaría por recuperar la memoria. Entonces sabría por fin quién era, y por qué tenía aquel nudo de miedo instalado en la boca del estómago.

 

 

Aquella súbita intrusión había despertado contradictorios sentimientos en Andrew. Por supuesto, se alegraba de haber podido rescatar a aquella mujer, y lo habría vuelto a hacer sin dudarlo, pero al mismo tiempo tenía una extraña sensación: como si lo estuvieran arrastrando hacia algo que, estaba seguro de ello, no era en absoluto de su gusto.

Como programador para una conocida empresa informática, trabajaba en su casa de la playa y solamente pisaba su oficina de Manhattan un par de veces por semana. La intimidad era su valor más sagrado. Era consciente de que el hecho de haberse criado en varias casas de acogida, cambiando constantemente de familia, le había creado una imperiosa necesidad de distanciarse de las demandas y exigencias del resto de la gente. Un par de breves relaciones amorosas no habían conseguido rellenar aquel vacío. De hecho, habían terminado derivando en sendas decepciones y en la firme promesa de no volver jamás a abrirse a nadie, para evitarse más sufrimientos. Le encantaba vivir solo, no depender de nadie y controlar todos los aspectos de su vida. Por eso mismo, el simple sonido del agua corriendo en el cuarto de baño le producía una cierta sensación de incomodidad, de intromisión. Le habría gustado que la tormenta amainara de una vez para poder llevar a aquella joven dama a su casa.

Su vaga respuesta acerca de que se había perdido era, obviamente, una mentira. ¿Estaría huyendo de alguien? No llevaba alianza de matrimonio. Su reloj de pulsera era muy caro, así como su ropa. ¿Quién diablos sería aquella mujer? ¿Y qué diablos habría estado haciendo en aquella solitaria playa, en plena tormenta?

Cuando minutos después la joven regresó al salón, se quedó impresionado ante su súbito cambio de apariencia. Con la ducha, su rostro había ganado un delicioso color sonrosado. Tenía el cabello de un tono castaño oscuro, al igual que sus largas pestañas y sus cejas finas y bien delineadas.

—Me temo que te he gastado toda el agua caliente —se disculpó, esbozando una leve sonrisa.

—No hay problema. El calentador trabaja rápido. Tienes mucho mejor aspecto.

—Y me siento mucho mejor.

—Me alegro. Iba a preparar una sopa de pescado. ¿Te apetece?

—Desde luego. Gracias —y lo acompañó a la cocina, tomando asiento frente a una pequeña mesa redonda.

—¿A ti te gusta cocinar? —le preguntó Andrew mientras abría la nevera.

La joven miró a su alrededor y, con una certidumbre que no pudo resultarle más extraña, respondió con tono firme:

—No. No soy buena cocinera.

Su expresión lo sorprendió. ¿Por qué, durante una fracción de segundo, había parecido tan satisfecha y complacida consigo misma? Su sospecha de que era una mujer rica se confirmaba. Alguien acostumbrado a contratar a gente para que le hicieran las cosas. Como cocinar, por ejemplo.

—¿Qué es lo que te gusta hacer? —inquirió. No le habían pasado desapercibidas sus uñas bien cuidadas.

—Oh, muchas cosas —contestó vagamente, con tono tenso. Era absurdo, pero como no tenía respuesta alguna para aquella pregunta, la eludió—. ¿Y tú?

Andrew no se dejó engañar. ¿Por qué se mantenía tan reservada? ¿Estaría huyendo de la ley? ¿Sería una fugitiva? Sintió una nueva punzada de incomodidad. Desde que adquirió aquella casa, cinco años atrás, se había esforzado por proteger celosamente su intimidad. Incluso en la oficina de Manhattan tenía fama de solitario, y aunque se llevaba bien con todo el mundo, evitaba comprometerse con nadie.

Mientras preparaba la cena, renunció a entablar toda conversación normal con ella. Trish fue consciente de aquel retraimiento. Por un instante, se planteó decirle la verdad. ¿Cómo reaccionaría? ¿La creería? Pero… ¿cómo podría describirle el terror que la asaltaba siempre que intentaba recordar algo? ¿Cómo podría describirle el omnipresente peligro que parecía acecharla desde un remoto rincón de su mente? No. Antes de abrirse a alguien, necesitaba desesperadamente descubrir quién era y lo que le había sucedido. Andrew pareció percibir su confusión interior mientras le servía el plato de sopa, acompañado de panecillos de maíz.

—Te sentirás mejor cuando tengas algo caliente en el estómago —le dijo, sonriendo.

—Huele maravillosamente bien —repuso, aunque lo cierto era que no tenía apetito alguno.

En lugar de sentarse a la mesa frente a ella, tomó asiento en una banqueta de la barra, donde solía comer leyendo.

—Lo siento —pronunció Trish varios minutos después. Apenas había probado la comida, cuando él ya había acabado la suya—. Parece que no estoy muy hambrienta…

—No te preocupes. Es normal. Probablemente lo que necesitas ahora mismo es dormir y recuperar las fuerzas. Voy a montar una cama plegable en el despacho, para que puedas dormir en el dormitorio…

—Oh, no quiero causarte tantas molestias… —protestó.

—No es molestia. Para mañana ya estarás plenamente recuperada, y lo verás todo con otros ojos.

—Sí, tienes razón —se obligó a confiar en aquellas palabras. Quizá para el día siguiente, cuando hubiera descansado bien, recuperaría la memoria. Quizá entonces supiera quién era y por qué había estado tan cerca de perder la vida…

 

 

En vano intentó Andrew ignorar la presencia de la mujer que estaba durmiendo en su cama. Tal y como tenía por costumbre, estuvo trabajando en su ordenador hasta después de medianoche… pero sin poder concentrarse. Demasiadas preguntas asaltaban su mente. ¿Por qué tenía la desagradable sospecha de que alguien lo estaba manipulando sutilmente? Aunque se alegraba de haberla rescatado, ¿era posible que aquella joven lo hubiera simulado todo con algún perverso propósito?

Se dejó caer en el sofá del salón. Allí sentado, contemplando el mortecino fuego de la chimenea, se concentró en analizar sus sentimientos y en reflexionar sobre lo que haría al respecto. Su experiencia a la hora de convivir con mujeres lo había dejado receloso y algo amargado. Mucho tiempo atrás había tomado la decisión de no comprometerse emocionalmente con nadie. Sus escasas incursiones en el campo de las relaciones amorosas le habían demostrado lo que desde el principio ya había sabido: que abrirse a los demás siempre terminaba causándole un profundo dolor.

Acababa de cerrar los ojos cuando un grito desgarrador resonó en la casa. Incorporándose de inmediato, abrió la puerta de la habitación y vio a Trish retorciéndose en la cama, llorando y sollozando.

—Tranquila, tranquila, no pasa nada —la consoló, estrechando su tembloroso cuerpo entre sus brazos.

Las lágrimas resbalaban por su rostro mientras se aferraba a Andrew como una chiquilla aterrorizada. Cualquier duda que hubiera podido tener sobre la sinceridad de su angustia quedó totalmente disipada. Era imposible fingir un sufrimiento tan inmenso. Poco a poco se fue tranquilizando, reconfortada por su abrazo.

—Solo ha sido una pesadilla —murmuró con tono suave.

Una pesadilla. Trish intentó agarrarse desesperadamente al consuelo que representaba aquella palabra. «Solo ha sido una pesadilla», se repitió. Fragmentos sueltos de imágenes se obstinaban en permanecer en su conciencia, pero cuando intentaba capturarlos, se desvanecían como sombras en la niebla. Era inútil. Aquello que había desatado su terror durante el sueño se había evaporado, dejándola vacía, débil, estremecida.

—Lo… lo siento —balbuceó, disculpándose.

—No te preocupes —le acarició tiernamente el cabello, consciente de la deliciosa forma de su rostro y de su cuerpo exquisitamente femenino apretado contra el suyo—. Mañana será otro día —le prometió una vez más. Siguió abrazándola hasta que su respiración recobró un ritmo normal. Solo entonces la acostó y salió con sigilo de la habitación.

No pudo dormir. Ahora estaba seguro de que estaba verdaderamente aterrada por algo o por alguien. Sospechaba que tenía que haber un amante por alguna parte. Era una mujer atractiva, mucho más de lo que le habría gustado admitir. El hecho de haberla tenido entre sus brazos había despertado algo, una suerte de ternura, que había creído enterrado hace mucho tiempo en su interior.

 

 

Cuando a la mañana siguiente Trish se despertó temprano, no pudo sentirse más desorientada. Poco a poco, sin embargo, respiró con cierto alivio. Recordaba todo lo que le había sucedido desde que llegó a aquella casa. Un hombre llamado Andrew la había rescatado. ¿Y antes de eso? Nada. Antes de eso no recordaba nada.

Vestida con la bata de Andrew, se acercó a la ventana. La tormenta de verano había pasado, dejando solamente un leve rastro de niebla. Posó la mirada en la playa, intentando en vano recordar cómo había podido llegar hasta allí.

«Un nuevo día», pensó. Tragó saliva. Un nuevo día… ¿para qué? «¿Para correr y esconderme? ¿Correr de qué? ¿Esconderme de quién?» Se volvió hacia la cama, dispuesta a acostarse de nuevo, pero vaciló al oír un ruido procedente de la otra habitación. Andrew estaba levantado. Sabía que le pediría algunas respuestas, pero… ¿qué podía decirle? Si admitía no saber quién era, o cómo había llegado hasta aquella playa, probablemente insistiría en llevarla a alguna parte. Y una especie de sexto sentido la advertía en contra de abandonar aquel refugio hasta que pudiera recordar por qué se sentía tan amenazada. Decidió escoger la vía más fácil, así que volvió a la cama y simuló seguir dormida.

Andrew preparó su habitual desayuno de cereal y tostadas, más dos tazas de café. Aquel día tenía que ir a su oficina de Manhattan, pero confiaba en poder charlar un rato con su huésped antes de marcharse. Miró su reloj. Lamentablemente no iba a tener oportunidad de hacerlo, a no ser que se levantara ya.

No apareció. Estaba a punto de marcharse, y la puerta del dormitorio seguía aún cerrada. No se oía nada. Sigilosamente, abrió la puerta y se asomó. Seguía en la cama. Ya se disponía a cerrarla de nuevo cuando Trish alzó repentinamente la cabeza, mirándolo sobresaltada.

—Perdona, no quería despertarte… Me voy a la oficina —frunció el ceño. No se quedaba del todo tranquilo dejándola allí sola, después de la pesadilla que había tenido—. ¿Te encuentras bien?

—Sí —mintió—. Solo un poco cansada.

—Duerme todo lo que quieras. Te he dejado preparado el desayuno —vaciló, deseoso de preguntarle por lo que pensaba hacer, pero consciente de que no era el momento más adecuado. No le gustaba tener que dejarla sola; sin embargo, no tenía otra opción—. Ah, también te he dejado apuntado en una nota mi número de móvil, por si quieres llamarme.

Al ver que asentía con la cabeza, sin decir nada, cerró la puerta y se marchó. Todo aquello se le antojaba irreal. Apenas veinticuatro horas antes jamás habría imaginado que tendría a una desconocida durmiendo en casa, saboteando su perfectamente estructurada vida y salpicando su cerebro de irritantes preguntas. Y, por mucho que le disgustara admitirlo, era incapaz de olvidar la manera en que se había abrazado a él la noche anterior.

Su taciturno humor debió de resultar evidente, porque lo notaron sus propios compañeros de oficina.

—¿Qué te pasa, Andrew? No pareces el mismo —le comentaron algunos.

Evitó responderles, soltando alguna vaguedad. ¿Cómo habrían reaccionado si les hubiera contado lo que realmente le había sucedido?¿Que tenía durmiendo en casa a una bella desconocida, a la que había rescatado de una tormenta?

Como tenía por costumbre, comió solo en su cafetería favorita y retornó al trabajo. A los pocos minutos, sin embargo, harto de no poder concentrarse, cedió a la tentación y marcó el número de su casa. No respondió nadie. Dejó sonar el teléfono seis veces antes de colgar. Pensó que tal vez Trish se había marchado, o seguiría durmiendo. No sabía si sentirse aliviado o irritado.

Algo más tarde, volvió a llamar. Seguía sin responder.

 

 

Trish se había quedado en la cama hasta media mañana, hasta que al fin se decidió a levantarse. Su ropa se había secado. Ya vestida, fue a la cocina y se sirvió un café. Vio que Andrew le había dejado el desayuno preparado, para que simplemente se lo calentara en el horno, pero seguía sin tener apetito.

¿Qué debía hacer? ¿A dónde debería dirigirse? No dejaba de hacerse esas preguntas. Si abandonaba el refugio que suponía aquella casa, ¿acaso no se arriesgaba a un grave peligro? Tenía la certeza de que le había sucedido algo terrible, pero no sabía más. ¿Cómo podría protegerse cuando ni siquiera sabía quién era o quién la amenazaba?

Se llevó el café al salón, pensando en el hombre que la había rescatado. ¿Quién sería Andrew Davis? Su sello personal impregnaba aquella casa. Las estanterías que flanqueaban la chimenea estaban repletas de libros, y en una esquina de la habitación había colgada una guitarra. En las paredes había fotografías enmarcadas, suyas probablemente. El mobiliario sencillo y funcional hablaba de un hombre que se sentía cómodo consigo mismo, que inspiraba confianza. Recordaba bien la delicadeza con que la había abrazado la noche anterior. Hasta el momento no la había agobiado a preguntas, aunque Trish sabía que aquello no podía continuar así. Tenía que tomar una decisión.

O le mentía o le decía la verdad.

Quizá una mentira fuera preferible. ¿Pero qué tipo de historia podría inventarse para convencerlo de que la permitiera quedarse allí, en su casa, hasta que recuperase la memoria? El súbito timbrazo del teléfono le provocó una punzada de pánico. Tenía miedo de contestar. Contuvo el aliento hasta que dejó de sonar. Demasiado tarde cayó en la cuenta de que muy bien podría tratarse del propio Andrew, curioso por saber si seguía aún allí. Tal vez había querido decirle que confiaba en que se hubiera marchado para cuando estuviera de regreso en casa…

Si al menos pudiera recordar algo, aunque simplemente fuera el destello de un recuerdo, quizá entones sabría a dónde ir. Odiaba la idea de regresar a la playa donde él la había encontrado, pero quizá hubiera allí algo que le devolviera la memoria. Nada podía ser más aterrador que ignorar absolutamente lo que le había ocurrido.

Abrió con sigilo la puerta principal y se asomó a la terraza de madera que se abría al mar. Había una pequeña mesa de caoba, bancos y dos sillas a juego. El panorama no podía ser más invitador, pero se quedó en el umbral, temerosa, negándose a salir. El miedo se impuso a su voluntad.

Cerró la puerta y se apoyó en ella, con los ojos llenos de lágrimas y los puños apretados. Una pregunta parecía grabada a fuego en su cerebro: ¿había estado huyendo… para salvar la vida cuando Andrew la encontró en la playa?

2

 

Andrew regresó a casa aquella tarde justo después de la puesta de sol. Cuando no vio luz alguna en las ventanas, sintió una fugaz punzada de decepción. Aunque estaba acostumbrado a volver a una casa vacía, alejado del bullicio de la ciudad, su misteriosa huésped parecía haber trastornado aquella rutina. Previendo que aún pudiera seguir allí, había hecho una parada en el camino para comprar un pollo con ensalada.

Bueno, al diablo con sus planes de cena para dos. Aunque era consciente de la dura prueba que había pasado, podía haber tenido la cortesía de quedarse para despedirse personalmente. O podía haberlo telefoneado. No importaba. Aunque tal vez era mejor que hubiera desaparecido así, de repente, tal y como se había presentado en su vida. Al menos había cerrado la puerta antes de marcharse, pensó en el momento en que entraba.

Cuando vio abrirse la puerta, Trish se levantó como un resorte del sofá en el que había estado acostada. Su grito de terror cortó el aire como un afilado cuchillo.

—Soy yo, Andrew —dijo con tono apresurado, encendiendo la luz.

—Oh. Creía que…

—Lamento haberte asustado. Como la casa estaba a oscuras, pensé que te habías ido. ¿Te he despertado?

Ansiaba echarse a sus brazos, dejar que la abrazara como lo había hecho la noche anterior, y olvidarse de la larga tortura de esforzarse por recordar, en vano, lo que le había sucedido. Su preocupada y amable expresión le infundía seguridad. De alguna manera, sabía que estaría a salvo en aquella casa.

—¿Llevas todo el día durmiendo? —volvió a preguntarle Andrew, extrañado de que el teléfono no la hubiera despertado.

Trish asintió, reacia a admitir que había estado horas y horas mirando al techo, luchando por recordar. Varias veces había tenido la impresión de que el telón del olvido de su cerebro comenzaba a levantarse… para, al momento, volver a caer.

—He traído algo de cena —le mostró la bolsa que llevaba—. ¿Has comido algo?

—Me preparé un té y piqué un poco de queso y galletas. No tenía mucha hambre.

—Bueno, si te parece, podemos cenar en la terraza. Va a hacer una noche fantástica. ¿No has salido de aquí en todo el día?

—No —respondió, tensa.

—Llamé un par de veces, pero no contestó nadie.

—Oh. Supongo que estaba tan dormida que no lo oí.

No la creía. La manera que tenía de evitar mirarlo a los ojos era suficientemente elocuente. ¿Por qué le estaba mintiendo? ¿Por qué se comportaba como si estuviera intentando inventarse una historia increíble? Quería preguntarle si había telefoneado a alguien, o hecho algún arreglo para volver al lugar donde vivía. Estaba conmovido por su situación, pero también inquieto. Su continuada presencia allí podía trastornar completamente su vida. De hecho, aquel día había pasado demasiado tiempo, más de lo que habría sido prudente, pensando en ella.

—Si quieres puedes lavarte un poco, mientras yo sirvo la cena en la terraza —después de comer, durante la sobremesa, insistiría en que se sincerase con ella. Al menos se merecía saber en qué se estaba metiendo.

Su creciente impaciencia no le había pasado desapercibida a Trish. En el cuarto de baño, mirándose al espejo, no pudo menos que avergonzarse del aspecto que ofrecía. Estaba despeinada, soñolienta, tensa. No le extrañaba que le hubiera sugerido que se lavara. La mortificaba que alguien la hubiera visto en aquel estado. De alguna forma, sabía que siempre se había esforzado por lucir una buena apariencia. Más que un recuerdo, era una especie de certeza interior.

«Sí, tengo orgullo», pensó con un profundo sentimiento de satisfacción mientras se lavaba la cara con agua fría. Aquel pequeño descubrimiento fue como hallar una brillante gema en medio de la más negra oscuridad. La amnesia no había destruido por completo su memoria. Pronto lo recordaría todo.

Se cepilló el cabello. Acababa de dejar el cepillo en el estante cuando automáticamente fue a recoger algo… que no estaba. Por un instante el telón del olvido que cubría su cerebro volvió a alzarse, y pudo ver, con los ojos de la mente, una bolsa de cosméticos color azul marino, decorada con dibujos de mariposas de colores. Era un recuerdo claro e inequívoco.

Sintió una punzada de gozo. Había empezado a recordar; no era gran cosa, pero era un comienzo. Ya más tranquila y confiada, salió al salón para reunirse con Andrew, pero no estaba allí. Lo vio por el gran ventanal de la habitación: la estaba esperando en la terraza iluminada. Le hizo una seña para que se acercara.

—Adelante. La cena está servida.

Allí, de pie en el umbral, reapareció su anterior inquietud. Tenía verdadero miedo de salir de aquella casa. Fija la mirada en la reconfortante imagen de Andrew, empujó la puerta de rejilla y se obligó a dar un paso en la terraza.

Escrutó frenéticamente la playa que se extendía debajo de la casa, sin saber qué era lo que esperaba o temía ver. Pero, a la débil luz crepuscular, aquel paisaje transmitía una maravillosa sensación de serenidad. Vio que la casa de Andrew estaba enclavada en una pequeña cala, aislada de los edificios más próximos, cuyos tejados apenas se distinguían a lo lejos.

A Andrew le extrañó su actitud. Se había quedado paralizada, mirándolo todo con una mezcla de asombro y temor. ¿Acaso había esperado ver a alguien? ¿Un amante despechado, quizá? ¿Habría estado huyendo de una discusión conyugal cuando la encontró en mitad de la tormenta? De repente sintió un amargo sabor en la boca: no era propio de su carácter hacer ese tipo de especulaciones.

—Anda, siéntate —la invitó.

Trish tomó asiento en el banco, frente a él. No se sentía cómoda. Era consciente de lo mucho que estaba prolongando su estancia allí, abusando de su hospitalidad. Si aquel hombre pudiera concederle algo más de tiempo para recordar por qué tenía tanto miedo de que alguien supiera dónde estaba… A esas alturas, era incapaz de inventarse una historia convincente que justificara la prolongación de su estancia. Si le decía que estaba pasando las vacaciones allí, sola… sus pertenencias tendrían que estar en alguna parte. Y cuando él se ofreciera a acompañarla para buscarlas… ¿qué haría entonces?

Andrew la observaba picar el pollo y la ensalada, distraída, casi sin probar bocado. ¿Estaría actuando? Años atrás, nada más llegar a la ciudad, se había dejado engañar por alguna mujer de gran talento para la manipulación, pero esa lección la tenía bien aprendida.

—Bueno, Trish —pronunció de pronto, apartando su plato—. Creo que ya va siendo hora de que me cuentes lo que ha pasado, ¿no te parece?

Trish bebió un sorbo de agua, retrasando deliberadamente el momento de la verdad. En ese momento se arrepentía de no habérselo contado todo desde el principio, pero entonces se había sentido demasiado asustada. Como un animal herido, un arraigado instinto de autoprotección la había impulsado a guardar silencio.

—De acuerdo. Déjame adivinarlo —se adelantó Andrew al ver que tardaba tanto en contestar—. Estás huyendo de una desagradable situación a la que no quieres enfrentarte.

—Quizá.