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YO PAGUÉ A HITLER

Fritz Thyssen

YO PAGUÉ
A HITLER

SEGUIDO DE THYSSEN-HITLER.
DOCUMENTOS INÉDITOS RELATIVOS A ESTE PROCESO

Edición de Emery Reves

Prólogo de Juan Bonilla

Traducción de L. Rivaud

© Prólogo: Juan Bonilla

© 2017. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

POLÍGONO NAVE EXPO, 17 41907 VALENCINA DE LA CONCEPCIÓN (SEVILLA)

tel.: (+34) 955998232 editorial@editorialrenacimiento.com

Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez,
sobre una ilustración de John Heartfield para la revista
AIZ, 1933

Texto revisado por Antonio Duque Amusco

ISBN: 978-84-17266-01-1

PRÓLOGO

La redacción de este libro corrió a cargo de un fascinante «ghost writer» que se sobrepasó lo suficiente en sus atributos como para conseguir que quien lo firmaba acabara denunciándolo. El «ghost writer» se llamaba Emery Reves y entre sus méritos destaca la fundación de una editorial, en 1933, que tenía como única finalidad acoger obras que denunciaran las corrupciones nazis. En 1937 se ganó la confianza del mismísimo Churchill a quien acabó representando en calidad de agente literario. Como pensador político fue de los que, después del desastre de la guerra, abogó por la necesidad de un orden mundial, de una ley superior que se impusiera, desde un organismo mundial, a las leyes nacionales: pensaba que esa era la única manera de evitar una nueva conflagración que destruyera el planeta. Era un optimista irredento: estaba convencido de que esa ley superior no iba a chocar con la idiotez nacionalista en cualquiera de sus muchas máscaras.

Emery Reves, húngaro de nacimiento, había recorrido Europa, el sueño de Europa, con dos misiones: una, conocer a grandes hombres, hacerse amigo de grandes líderes, y dos, avisar del peligro nacionalsocialista para las democracias occidentales. No entendía que a Hitler se le concediera el beneficio de la duda cuando en las calles de Berlín él había visto ya claramente la deriva totalitaria y sanguinaria a la que estaba abocado un régimen así.

Emery Reves compendió sus ideas sobre el nuevo orden mundial en un libro del que lo más llamativo es la cubierta: el libro se titulaba Anatomía de la Paz y el autor consiguió para la cubierta una auténtica cabalgata de grandes nombres de la política mundial que firmaban una carta abierta: era como si todos ratificasen con aquella carta, escrita por el propio Reves, todo lo que se decía en el libro. En esa carta abierta se celebraba que caminase por fin hacia la realidad el sueño de una Liga de Naciones: Reves apostaba por una Liga de Naciones fuerte que pudiera imponerse a cualesquiera de los regímenes totalitarios que pretendiesen saltarse su ley universal. Hiroshima, decía, nos ha enseñado que podemos destruir el planeta, es hora de tomar medidas para preservar el futuro. Los nazis nos habían enseñado que, mientras la decencia parece tener un techo, la indecencia y el horror no tienen un suelo, y siempre se puede llegar más abajo de lo que han llegado quienes nos precedieron. Había que escudarse contra esa posibilidad. La alianza de los países civilizados tenía un cometido y si se lograba habría que dar por buena la II Guerra Mundial: habría servido para algo. El libro fue un gran éxito editorial, pero Reves hacía una trampa propia de los narcisistas: hacía pasar por suyas ideas que ya circulaban en las conversaciones diplomáticas. Era como si él, en vez de estar oyendo y apuntando todo lo que decía Churchill, le susurrase a Churchill todo lo que éste acabaría soltando en los encuentros diplomáticos con los demás líderes mundiales.

A finales de los años treinta, cuando ya todo el mundo sabía lo que él había avisado en sus artículos y en las publicaciones de su pequeña editorial, contactó con Fritz Thyssen, miembro del parlamento alemán que había sido desposeído de su condición y de cuantas ­propiedades se dejó en Alemania, por protestar, mediante un telegrama enviado a Göering, por la invasión de Polonia que supondría el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. El telegrama lo mandó poco antes de partir a Suiza, para ponerse a salvo seguramente de la inevitable respuesta que recibiría una rebeldía que no era el primer capítulo de la historia de los desacuerdos entre Thyssen y los nazis: a pesar de que aceptó echar a cuanto judío trabajara en sus fábricas, como católico no aprobaba la persecución de los suyos. Protestó contra la sangrienta Kristallnacht, aunque no se le ocurrió abandonar su asiento en el Consejo de Estado ni seguir financiando al Führer, a pesar de que no aprobaba que en vez de potenciar la economía alemana aquellos óbolos millonarios e inevitables solo parecieran servir a la idea de expansión y militarización que manejaban los jerarcas nazis. La admiración de Thyssen por Hitler fue temprana: ya en 1923 asistió, avisado por el general Ludendorff, a uno de sus mítines y salió verdaderamente conmocionado como tantos otros: oía lo que quería oír, la reacción al Tratado de Versalles era la columna vertebral de un discurso que no se cortaba un pelo a la hora de incurrir en xenofobia y pureza racial. Empezó a colaborar con el nuevo partido en calidad de potentado: donó cien mil marcos a Ludendorff (el equivalente a unos 30.000 dólares) para animar el crecimiento de los nacionalsocialistas. El hecho de que, a la par que los nacionalsocialistas, creciera en Alemania el Partido Comunista sirvió a Thyssen para multiplicar sus ayudas, pues si algo temía el magnate es que los comunistas se hicieran con la República y lo desalojaran del trono de los negocios. Se calcula que en total, además de otros óbolos ingresados en las cuentas del Partido Conservador al que pertenecía antes de la irrupción de Hitler, Thyssen llegó a ingresar más de un millón de marcos en las arcas nazis antes de abandonar el partido al que estaba abonado para ingresar oficialmente en el partido nazi en 1933. Las tareas de Thyssen no se quedaron en ofrecer soporte económico a Hitler: también actuó de representante suyo ante los empresarios alemanes. Thyssen logró reunir seis millones de marcos en la Asociación de Industriales Alemanes para seguir alimentando al monstruo (y dirigió una carta al presidente Hidenburg instándole a que nombrara Canciller a Hitler). Hitler se lo recompensó en el año 33 cediéndole un puesto en el Reichstag. Desde ese puesto empezaron las controversias: en primer lugar porque Thyssen no aprobaba la represión contra la Iglesia Católica, a quien consideraba una aliada imprescindible. La política económica de Hitler también le parecía un disparate pues iba encaminada en exclusiva, no a un saneamiento de las cuentas y a un crecimiento paulatino, sino solo y exclusivamente a la composición de un inmenso ejército imperial. Al fin, cuando Alemania invade Polonia, Thyssen se da cuenta de que el monstruo no tiene vuelta atrás y huye a sabiendas de que nada suyo que quede en Alemania logrará salvarse. Pero a pesar de que durante algún tiempo consigue ponerse fuera del alcance de los nazis, e idea exiliarse en América, no cuenta con que, mientras está haciendo una visita de despedida a su madre en Bélgica, la expansión nazi acabe alcanzándolo: Alemania invade Francia y los Países Bajos. Thyssen es detenido y enviado de vuelta a Alemania donde será encerrado, primero en un sanatorio berlinés y más tarde en el campo de concentración de Sachsenhausen. Todas sus fábricas fueron nacionalizadas.

Antes de que los nazis capturasen a Thyssen, Reves se había logrado cruzar en su camino. Lo convenció de que tenía que contar su experiencia como potentado que en los años veinte abandonó el conservadurismo para apoyar económicamente a un movimiento revolucionario como el nacionalsocialista. Quería comprender qué vio en ellos, en esas alegres masas de jóvenes uniformados que ­querían vengarse de la humillación padecida por Alemania en el Tratado de Versalles e iban dando porrazos a todos los que no comulgaran con sus enfáticos cantos de pureza aria: dignidad, dijo Thyssen. Le parecía que los revolucionarios liderados por Hitler proponían para Alemania un futuro de dignidad. Cabe recordar que fueron muchos los intelectuales que cayeron en la trampa, desde un Heidegger que nunca se desdijo de su apoyo a los nazis, a un Gottfried Benn que sí que se desdijo y sufrió los reveses rencorosos de los nazis, pasando por Wyndham Lewis que escribió un libro sobre Hitler en el que lo llamaba «hombre de paz» (luego se desdijo en otro libro en el que analizaba «el culto a Hitler», y aunque supo corregirse antes de que Hitler invadiese Polonia, cuando todavía era reconocido diplomáticamente por todas las potencias mundiales, de nada le valió: ya no podría quitarse el sambenito de simpatizante hitleriano).

La primera edición del libro salió en 1941, es decir, cuando Thyssen había sido encerrado por los nazis. Parece evidente que Reves vio oportuno que las confesiones que le había arrancado al magnate alemán poco antes, cuando lo conoció, no esperasen al visto bueno del cautivo –cuya suerte por otra parte era imposible conocer dada la arbitrariedad de la legalidad nazi– y utilizó todo el arsenal de datos que había obtenido de Thyssen, más otros que agregó por su cuenta, para componer el libro y adjudicarle la autoría a Thyssen. Que este protestara cuando alcanzó a leerlo era lo de menos: Europa había entrado en sus años más negros y las protestas de alguien que había financiado a Hitler no podían ser tomadas en consideración, por mucho que pudiese argumentar que se había apeado de la siniestra empresa nazi antes de que esta empezara a desbarrar como lo hizo (el propio Thyssen parece que no veía del todo mal el movimiento imperialista siempre que se hiciera con las cuentas adecuadas: es decir, debía ­conseguir más beneficios que deudas, y está probado que si el pésimo militar que era Hitler no se hubiese obsesionado con los campos de concentración y la aniquilación de los judíos, y hubiera destinado ese presupuesto a potenciar sus tropas en su asalto a Rusia y a Inglaterra, estos hubieran sufrido aún más de lo que sufrieron para derrotar a los nazis). Reves por lo tanto, jugador de ventaja como pocos, hombre enamorado de la actualidad y de los grandes nombres, hizo pasar por obra de Thyssen el libro, y aunque muchas de las cosas que cuenta están pintadas con colores exacerbados y tratan de salvaguardar la dignidad del propio Thyssen –perteneciente a ese imposible grupo de los alemanes de buena fe que pensaban de veras que los nazis eran la salvación de Alemania en una época en la que Europa quiso darles una lección mediante la humillación y la ruina–, lo cierto es que a lo largo de todo el libro desliza información preciosa de las altas esferas nazis, de la manera de hacer negocios en un régimen corrompido en el que abundaban los botarates y, ni que decir tiene, los lameculos. Por supuesto que Reves se cargó la ley fundamental del periodismo y engañó sin asomo de pudor a Thyssen: se acercó a él, le convenció de la necesidad de que enhebrara sus memorias como uno de los industriales que prestó apoyo económico al nazismo, aprovechó el rencor que el magnate sentía por sus antiguos correligionarios que lo habían convertido en enemigo público de Alemania solo por tratar de elevar una voz sensata que parase, mediante la legalidad vigente, el error que se iba a cometer con la invasión de Polonia. Y Thyssen, vuelto al conservadurismo del que procedía, aceptó primero el envite y se dispuso a dar el visto bueno al proyecto de sacar un libro de memorias que escribiría Reves después de mantener con él unas cuantas conversaciones. El resultado no tuvo más remedio que disgustarle, no solo por lo que contaba, sino por el hecho de que su salida al mercado lo sorprendía en manos de los nazis, que podían utilizar el libro en su contra, añadir la alta traición a las penas a las que habían de condenarlo. Para su suerte, todavía tenía muchos amigos entre los nazis que le hicieron la vida fácil en los campos de concentración (fue trasladado a Dachau) y la cárcel –lo enviaron al Tirol– donde pasaría sus días hasta la liberación de Alemania.

La idea que preside el libro de memorias de Thyssen afectaba a muchos colegas de éste: defiende que los nazis fueron una creación de los industriales alemanes como único remedio para escapar de la ruina que suponía Versalles. Es decir, los empresarios no solo financiaron a los jóvenes revoltosos nacionalsocialistas, sino que los utilizaron como una manera de expansión empresarial: el nazismo fue un negocio de unos cuantos. Para Thyssen esa idea resultaba inaceptable, pero que además se pensara que la idea era suya alcanzaba el rango de ignominia. Como empresario que financió a los nazis, Thyssen fue juzgado. Tuvo que enfrentarse a las cifras detalladas en el libro escrito por Reves y se vio en la tesitura de contradecir aquello que para los lectores no avisados él mismo había dicho en su libro sobre Hitler. Aceptó apenas que había estado financiando las actividades de los nazis hasta el año 38 y aunque no pudo negar que despidió a cuanto empleado judío trabajase para él, demostró que no pudo estar detrás de la utilización de mano de obra esclava pues para entonces ya el Régimen lo había declarado enemigo. Fue condenado a pagar una cifra cuantiosa –medio millón de marcos– como compensación a las víctimas, pero fue liberado de los demás cargos por los que se le juzgaba. No vivió mucho más, apenas un lustro. En 1950 se fue a vivir a la Argentina y al año siguiente murió. Para entonces su libro –o el de Reves– había sido traducido al español­ –en la Argentina– y al italiano –con el título de Il dittadore, y una cubierta en la que en vez de Hitler aparecía Charles Chaplin– y al danés –Jeg betalte Hitler–. En cuanto a Reves, se había hecho un nombre como politólogo, había escrito un manifiesto por la democracia que fue publicado en el año 43, luego sacó su famoso libro titulado La anatomía de la paz, y por fin se dedicó a disfrutar de la posguerra en una casa situada en los Alpes que había sido mansión de Coco Chanel. Reves, casado con una modelo, pudo comprar la mansión gracias a las cuantiosas ganancias que le depararon los derechos de autor de su representado Winston Churchill, cuyo libro sobre la Segunda Guerra Mundial había vendido millones de ejemplares. Allí, a La Pausa, nombre de la mansión, acudían a verlo personalidades principales como Noel Coward o Somerset Maugham, Grace Kelly y el Príncipe Rainiero o Greta Garbo, Errol Flynn o los Duques de Windsor. Pero quien más frecuentaba la mansión era el propio Churchill, cada vez que necesitaba paz y sosiego. Los biógrafos de Churchill han sido escrupulosos en la contabilidad del tiempo que el Premio Nobel de Literatura pasó allí en sus once visitas: 54 semanas, es decir, algo más de un año. Solía ocupar una planta entera –su mujer encontraba el lugar claustrofóbico y no lo acompañaba siempre–. Allí, en La Pausa, escribió Churchill su History of the English Speaking People. En 1960, Emery Reves, después de un desaire de Churchill y de que los problemas mentales de su propia esposa se agravasen, decidió poner punto final a la amistad con el autor que lo hizo millonario. Curiosamente en algo se parecían Thyssen y Reves: ambos coleccionaban arte. La colección de Reves, ubicada en el Museo de Arte de Dallas, tiene algunas impresionantes muestras del arte francés, obras de Manet, Renoir, Rodin, Gauguin, Monet, Pisarro, Degas, Cezanne, Courbet, y dos piezas de Van Gogh.

JUAN BONILLA

PREFACIO DEL AUTOR

Este libro se propone ser algo más que la historia de un error, cuyas trágicas consecuencias puedo apreciar tan bien como cualquier otra persona. No basta con lamentarse del pasado. Es preciso saber sacar provecho de las lecciones aprendidas. La guerra en que Hitler ha precipitado al mundo exige de todos los hombres dignos de llamarse así que se unan y se apresten a la lucha.

Durante diez años, antes que llegara al poder, yo sostuve a Hitler y a su partido. Yo era entonces nacionalsocialista; luego explicaré por qué. Hoy, exiliado y fugitivo, quiero contribuir a la caída de Adolf Hitler ilustrando a la opinión pública de Alemania y del mundo en general sobre el Führer y los llamados líderes menores de la Alemania contemporánea.

Hitler me engañó a mí, lo mismo que ha engañado al pueblo alemán y a todos los hombres de buena voluntad. Tal vez se nos impute –a mí y a todos los alemanes– que no debimos habernos dejado engañar. Por mi parte, acepto la validez de este cargo y confieso mi culpa. Estaba completamente equivocado en cuanto a Hitler y a su partido se refería. Creí en sus promesas, en su lealtad, en su genio político. Varios políticos profesionales han cometido el mismo error. Los católicos, e incluso los judíos, confiaron en Hitler. De esto puedo dar numerosos ejemplos.

Hitler nos defraudó a todos. Pero después de su ascensión al poder consiguió engañar también a los estadistas extranjeros del mismo modo que había engañado a los alemanes antes de 1933.

Si quisiera intentar justificarme, podría aducir que fuera de Alemania se estaba mejor informado sobre el crimen inicial del régimen que lo estábamos en Alemania misma: me refiero al incendio del Reichstag. Sin embargo, las grandes naciones de Europa continuaron manteniendo relaciones normales con los incendiarios y asesinos nazis. Sus embajadores y ministros partían con ellos su pan y estrechaban sus manos como si se tratase de hombres honrados. Al menos nosotros en Alemania podíamos pretextar que no conocíamos la verdad.

Hitler rearmó a Alemania hasta un grado y con una rapidez inauditos. Las grandes potencias cerraron los ojos ante este hecho. ¿Era porque realmente no conocieron el peligro o porque quisieron ignorarlo? Sea cual fuere la causa, el hecho es que no tomaron medida alguna para impedir el rearme ilegal de Alemania. Ni siquiera se armaron a tiempo para hacer frente al peligro. Desde el primer momento, el esfuerzo militar desplegado por el régimen nazi parecía enteramente desproporcionado a los recursos del país. Desde la primera etapa yo tuve el presentimiento de que aquello había de conducir inevitablemente a la catástrofe.

Pero Hitler fue obteniendo, una tras otra, grandes victorias diplomáticas. Ni la República de Weimar ni la Alemania Imperial habrían soñado jamás con victorias semejantes. Consiguió establecer de nuevo el servicio militar obligatorio; llevó a cabo la recuperación militar y la fortificación de Renania, el «Anschluss» con Austria, la anexión de la región Sudete de Checoslovaquia, la entrada en Praga…, ¡tres años de victoria sin disparar un solo tiro! Precisamente en los momentos en los que el descontento y las dudas ganaban terreno en el país, el jefe de la Nueva Alemania se hallaba en situación de derrotar a la oposición dentro de Alemania, mostrándole –cosa que nunca dejó de hacer– la grandeza histórica de los resultados obtenidos. Además, se hizo proclamar el alemán más grande de todos los tiempos.

El pacto de Munich fue el principal responsable de la aureola que rodeó al régimen nacionalsocialista. A los ojos de las masas confirmó la reputación de invencibilidad de que gozaba Hitler y permitió a los nuevos jefes de Alemania proseguir durante el año siguiente una política que ha hundido al pueblo alemán en una guerra que ni preveía ni deseaba.

Podrá preguntárseme por qué en la Alemania de la posguerra, un país desorganizado, amenazado por incesantes crisis económicas y sociales y cargado con una pesada deuda externa, un industrial como yo tuvo el capricho de contribuir a un restablecimiento que, consolidando el Estado, habría permitido a su país mantener su posición entre las Grandes Potencias en la comunidad pacífica de la civilización humana. Las páginas que siguen a este prefacio darán respuesta a esta pregunta.

Hitler –al menos así lo creímos tanto yo como otros muchos alemanes– contribuyó al restablecimiento de Alemania, al renacimiento de una voluntad nacional y de un programa social moderno. Es innegable, igualmente, que su esfuerzo se vio apoyado por las masas que le seguían. Y, al mismo tiempo, en un país en que había siete millones de cesantes, era necesario distraer a estas masas de las vanas promesas de los socialistas extremistas. Esta ala izquierda de los socialistas había logrado imponerse durante la depresión ­económica, de igual manera que casi llegó a triunfar durante el período revolucionario que siguió al desastre de 1918. Pero mi esperanza de salvar a Alemania de este segundo peligro se vio bien pronto defraudada. Mi decepción data casi de los comienzos del régimen nazi. Durante los siete años que siguieron a esa fecha intervine en varias ocasiones, intentando detener ciertos excesos que eran un desafío a la conciencia de la humanidad. El primero de septiembre de 1939 protesté con toda energía contra la guerra inminente e informé a los dirigentes de mi propósito de apelar a la opinión pública en contra de sus actos.

Pero este libro no tiene un fin puramente negativo. Todo hombre de negocios debe ser optimista, de lo contrario nunca será capaz de emprender cosa alguna. Europa ha sido arrastrada a la guerra dos veces en el transcurso de 25 años. El actual régimen alemán es el responsable inmediato de la catástrofe que fue provocada por una política a la vez frívola y criminal. Sin embargo, es absolutamente cierto que las causas más remotas y profundas deberían buscarse en el conflicto de 1914-1918 y en una conferencia de paz que se mostró incapaz de resolverlo, pues, a pesar de ciertos esfuerzos meritorios, Versalles no logró establecer un orden político y económico que hubiera asegurado al mundo contra un nuevo desastre.

Si se quiere evitar que la civilización humana desaparezca, hay que hacer todo lo que esté en nuestras manos para hacer imposible la guerra en Europa. Pero la solución violenta soñada por Hitler –ser primitivo, obsesionado por recuerdos históricos mal digeridos– es a la vez una locura romántica y un anacronismo bárbaro y sangriento.

Hay que lograr definitivamente para Europa una seguridad política como la que, por ejemplo, existe en América. Lo contrario significará el fin de nuestro viejo continente y de la civilización ­europea. Estoy convencido de que los acontecimientos actuales, si es que tienen algún sentido, desembocarán en la constitución, bajo una u otra forma, de los Estados Unidos de Europa.

El resurgimiento del imperialismo en el corazón de Europa, resurgimiento cuya responsabilidad recae sobre la Alemania de Hitler, debe llamar a la reflexión a todo patriota alemán. En 1923 fui capaz de salvar el Rin y el Ruhr y conservar la unidad alemana. Fui encarcelado y condenado por el tribunal militar del enemigo. Tal vez esto me dé derecho a hablar hoy.

Por un acto de locura criminal, Hitler ha puesto en peligro la existencia de un Imperio Alemán cuyo carácter precario fue reconocido por Bismarck, su creador. Durante cerca de veinte años, después de la victoriosa campaña contra Francia, Bismarck siguió desde la cancillería una política prudente, destinada a tranquilizar a las demás potencias. Pronto fue olvidada la sabiduría del fundador del Imperio Alemán. Las experiencias de 1914, 1938 y 1939 han demostrado que la existencia en Europa de un Estado, de 60 a 80 millones de habitantes, gobernado por políticos imperialistas que tienen en sus manos el formidable potencial de guerra de la industria moderna, es un peligro permanente para la seguridad del continente.

En 1871 el genio de un gran estadista puso la cultura y la técnica occidentales al servicio del espíritu prusiano. Yo veo en esta combinación la causa fundamental de la inestabilidad política de Europa. La Alemania oriental, prusianizada, nunca ha podido deshacerse de su mentalidad colonizadora, como conquistadora de los eslavos. En sus manos, la técnica occidental se convierte en un instrumento de guerra y deja de ser un arma de civilización.

Por otra parte, siete años de tiranía nazi me han impresionado dolorosamente con la absoluta incompatibilidad de las dos ­Alemanias: la Alemania colonial, servil, del Este, originariamente poblada de eslavos que se convirtieron en siervos de los prusianos, y la Alemania occidental, donde la principal fuerza civilizadora fue el humanismo cristiano y romano. La persecución a la religión cristiana, el sádico antisemitismo de los prusianos, tan extraño a la población de nuestra Renania, los intentos de resucitar un paganismo bárbaro que es inhumano en sus concepciones morales, me han convencido –a mí y a otros muchos– de que la salvación de Alemania y de Europa exige el restablecimiento de la antigua barrera que separaba a estos dos pueblos de mentalidades tan profundamente divergentes. Hay que poner a salvo la libertad, la cultura y el espíritu cristianos de la Alemania occidental y católica, que pertenece plenamente a la Europa occidental.

El espíritu de la Alemania occidental y del Sur está orientado hacia el Oeste. Su desarrollo industrial y técnico la empuja hacia las grandes rutas oceánicas. La concepción nazi del «espacio vital», consistente en la conquista de territorios, no tiene sentido alguno para un gran país industrial que puede ejercer sobre el universo entero un pacífico dominio.

Una tal reorganización política no es, naturalmente, un fin en sí misma. El mundo de la posguerra deberá ser capaz de vivir y reanudar su interrumpido desarrollo. El caos económico y la ruina que ya existen aumentarán indudablemente como resultado de la guerra actual. Una vez más se planteará la cuestión de la colaboración entre todos los pueblos de buena voluntad para reconstruir el mundo. ¿Se dan cuenta los gobiernos democráticos de la gravedad de estos problemas? De América han recibido un valioso estímulo. Sería una locura caer de nuevo en los errores económicos que siguieron a la guerra pasada. Lo que hay que hacer es combinar los recursos y la buena voluntad de las naciones de Europa y de los Estados Unidos de América, para reparar las ruinas y comenzar de nuevo. Después de esta guerra no habrá que plantear, como en 1918, la condena de Alemania por los daños causados. Yo espero que será el propio pueblo alemán quien castigue a los asesinos, los criminales y los falsarios. Pero la paz debe ser constructiva. ¡Hay que desterrar los odios para siempre! ¡Hay que trabajar para el futuro y olvidar lo pasado!

En este libro trato de exponer ciertas ideas que me son particularmente caras. No son fruto de la improvisación. Como jefe de una de las más grandes empresas industriales de Alemania, he tenido que luchar durante veinte años con las consecuencias de una paz malograda. La ociosidad del exilio me ha permitido reflexionar sobre una experiencia que fue a veces simplemente dolorosa y a veces trágica. En estas páginas se refleja el resultado de mis meditaciones. ¡Qué ellas sean la contribución de un hombre de buena voluntad a la paz venidera!

PRIMERA PARTE

MI RUPTURA CON LA ALEMANIA DE HITLER

CAPÍTULO I

MI HUIDA DE ALEMANIA

El 15 de agosto de 1939 llegué con mi esposa a Bad Gastein, en los Alpes Austríacos. Necesitábamos descansar. Había sido aquél para nosotros un año particularmente lleno de preocupaciones y de trabajo.

Se ha dicho que yo fui a Gastein a preparar mi huida de Alemania. No es cierto. Yo salí de Alemania a principios de aquel mismo mes de agosto para visitar la exposición de Zúrich. Si en efecto hubiera querido escapar, me hubiera quedado entonces en Suiza. Pero no creí que la guerra llegaría. Los generales alemanes estaban contra ella. Además, yo estaba enterado de ciertas declaraciones hechas por uno de los amigos íntimos de Hermann Goering, el Gauleiter Terboven, de Essen, de las que se desprendía que todo aquello era pura y simplemente un juego diplomático, y que nadie soñaba con embarcarse en una aventura armada. Las observaciones de Terboven reflejaban con seguridad la propia opinión de Goering. A primeros de agosto, Goering se oponía a la guerra; sólo a última hora cambió de idea. Por tanto, cuando salí para Gastein, yo iba bien tranquilo en este respecto.

El 23 de agosto recibí la noticia sorprendente del pacto de Hitler con Stalin. Desde hacía tiempo se venían haciendo negociaciones, pero nunca pensé que llegaran tan lejos. Sin este pacto con Rusia, Hitler no hubiera emprendido nunca la campaña de Polonia. Ya había sido advertido definitivamente por los embajadores de Francia e Inglaterra que sus respectivos países no tolerarían una agresión contra Polonia. Nuestro embajador en París, el conde Welczek, había informado solemnemente a su Gobierno, en varias ocasiones, que un ataque alemán sobre Polonia sería la señal para el estallido general de la guerra.

Además, la situación era perfectamente clara. Ni Francia ni Gran Bretaña podían aceptar un segundo Munich. ¿Cómo es que Hitler y Ribbentrop no se daban cuenta de este hecho? Un año antes, el Premier británico, un hombre de 70 años, tomaba el avión por primera vez en su vida para dirigirse a Alemania y negociar con Hitler. El Premier francés había ido a Munich con el mismo fin. Se había llegado a una solución que daba a Alemania todo lo que ésta quería. Fue aquél un éxito sin precedentes. Ningún emperador alemán había logrado jamás nada comparable. Un gran hombre de Estado, como Bismarck, habría visto que Munich era un excepcional regalo de los dioses. Habría hecho cuanto hubiera estado en su poder para impedir que los dos grandes países occidentales se sintieran humillados. Por encima de todo, se habría dedicado a consolidar pacíficamente los resultados obtenidos con tanta facilidad. Pero, ¿cuál fue la conducta que siguió Hitler? El 13 de marzo de 1939 invadió Checoslovaquia, cuyo territorio restante después de Munich había prometido respetar. Esto me pareció monstruoso. Romper su solemne juramente en tales condiciones, insultando a dos grandes países, podría quizá parecer a los nazis una jugada genial del político más grande que el mundo haya conocido, ya que es esta la imagen que Hitler tiene de sí mismo, pero a mí y a otros muchos alemanes nos pareció una verdadera locura; un salto hacia la catástrofe. Por tanto, siempre fui escéptico sobre la posibilidad de resolver el conflicto con Polonia por un segundo Munich. Dos grandes potencias, unidas por una alianza y que disponen de recursos inmensos, no se dejan engañar dos veces de la misma manera.

La noticia de la firma del pacto con Stalin me intranquilizó. Sin embargo, confiando, quizá demasiado, en mi conocimiento de la situación, todavía creí que esto era simplemente otro de aquellos episodios espectaculares característicos del régimen. A mi juicio, el pacto no causó casi ninguna impresión en París, ni en Londres, pues el pacto germano-ruso no hizo variar la decisión de las dos democracias de oponerse por la fuerza de las armas a todo nuevo acto de violencia. Esto no me sorprendió. Cualquier otra política habría llevado a las potencias occidentales a su abdicación, a un verdadero suicidio. Pero, a pesar de todo, yo no creía que la guerra llegara.

El 25 de agosto me avisaron de que debía marchar a Berlín para asistir a una reunión del Reichstag. La precipitación de estas convocatorias es una muestra del papel a que ha quedado reducida esta Asamblea. En sus primeros tiempos, el Reichstag examinaba seriamente los asuntos, las comisiones hacían sus informes y después se decidía la celebración de una sesión de trabajo. Hoy las cosas han cambiado. Los diputados del Reichstag son convocados la víspera para escuchar una declaración de Hitler. Esto es lo que se llama «buen teatro», cuyo único fin es la propaganda. Los diputados del Reichstag hacen el papel de comparsas en un drama ramplón. Por mi parte, siempre he creído que mi calidad de miembro del Reichstag implicaba una cierta responsabilidad y el deber de expresar mi opinión. La reunión para la que se nos había citado el 25 de agosto fue suspendida. Una vez más, procuré tranquilizarme.

Entretanto, mi yerno, Conde de Zichy, vino a Gastein a visitarnos con mi hija Anita y mi nieto de dos años y medio. Pensaban pasar una semana con nosotros. Su visita fue completamente imprevista: Straubing, en la Bavaria del Sur, donde ellos residían, está sólo a pocas horas de distancia de Gastein, por carretera. Yo seguía creyendo que no había motivo especial de inquietud.

Pero en la tarde del 31 de agosto recibí un telegrama del Gauleiter de Essen, dándome instrucciones para que marchara a Berlín y asistiera a una reunión del Reichstang convocada para la mañana siguiente en la Ópera Krol. De pronto, me di cuenta de la gravedad de la situación: me era materialmente imposible llegar a Berlín a tiempo. Hubiera tenido que viajar toda la noche en automóvil para poder tomar el primer avión que salía de Munich por la mañana, lo que tal vez me hubiera permitido llegar justamente a tiempo para asistir al final de la reunión. En todo caso, mi estado de salud no me permitía tales excesos. De haber llegado a Berlín a tiempo, con toda seguridad habría protestado públicamente contra cualquier decisión de ir a la guerra. Decidí, por tanto, enviar mis excusas por mi inasistencia y, al mismo tiempo, expresar mi opinión de una manera explícita. A eso de las 9 de la noche dirigí a Goering, como Presidente del Reichstag, el siguiente telegrama urgente:

Recibí de la Administración provincial de Essen (Gauleitung) la orden de dirigirme por avión a Berlín. Imposible seguir estas instrucciones por mal estado de salud.

A mi juicio debiera hacerse lo posible para llegar a un acuerdo sobre una especie de tregua, con objeto de ganar tiempo para negociar. Estoy contra la guerra. Una guerra colocaría a Alemania en situación de dependencia de Rusia para las materias primas, y Alemania renunciaría así a su posición de potencia mundial. (Firmado): Thyssen.

De esta manera, a pesar del obstáculo material, sentí que había cumplido con mi deber como hombre libre y como miembro responsable del Reichstag. Había informado al Gobierno de mi absoluta oposición a la guerra. Debo añadir que, en aquel momento, no tenía intención de abandonar Alemania. Estaba a la vez aterrado y disgustado ante la perspectiva de un acto de locura por parte de Hitler, que ni los generales ni nadie habían sido capaces de prever.

A la mañana siguiente mi yerno propuso que escucháramos por radio la llamada «reunión histórica» del Reichstag, a la que yo debí asistir. Yo me negué rotundamente a oír los argumentos con que Hitler pretendería justificar su locura.

La tarde anterior yo había recibido un telegrama de mi hermana, comunicándome que su cuñado, mi sobrino von Remnitz, acababa de morir en el campo de concentración de Dachau. Yo desconocía en qué circunstancias había sucedido esto. Antes del Anschluss, Remnitz había sido el jefe de los legitimistas austríacos (es decir, de los monárquicos de la Casa de Habsburgo) en la provincia de Salzburgo. Después de la anexión de Austria, los nazis de Salzburgo intentaron arrancarle dinero bajo amenaza de promover un escándalo: «Pague una contribución al Partido, le dijeron, y no tendrá que sufrir las consecuencias de sus actividades legitimistas». Mi sobrino se había negado a ello, diciendo que mientras Austria fue independiente, su actividad política había sido considerada perfectamente legal. Al día siguiente fue detenido y trasladado a Dachau. Yo intenté intervenir en Viena para obtener su libertad, cerca del Gauleiter Bürkel, comisionado del Reich para Austria. Bürkel no se molestó siquiera en contestar a mi solicitud. La noticia de la muerte de mi sobrino me afectó profundamente. Era otra prueba tangible de la criminal ilegalidad que prevalecía en ­Alemania, y contra la que yo había protestado repetidas veces ante los líderes responsables.

Mientras mi yerno escuchaba el discurso de Hitler por la radio, yo reflexionaba sobre todas estas cosas. Unos minutos más tarde, mi yerno entraba fuera de sí. «Hitler –me dijo– anuncia que el ejército alemán ha entrado en Polonia. Esto significa la guerra». Hitler ha añadido: «El que no esté conmigo es un traidor, y como tal será tratado».

Esta frase ominosa era la respuesta a mi telegrama. Su significado quedaba claramente expresado en el miserable fin de mi sobrino en Dachau. No había posibilidad de permanecer en Alemania sin exponer mi vida y la de mis seres más queridos. De acuerdo con mi esposa y mi yerno, decidí que debíamos abandonar el país. La Providencia quiso que en aquel momento crítico estuviéramos todos reunidos, pues nunca me hubiera marchado dejando a mis hijos como rehenes en manos de la Gestapo.

Salimos el 2 de septiembre a las 2 en punto de la mañana. Yo tenía mi coche y mis hijos habían venido a verme en el suyo. Salimos sin equipaje, como si fuéramos a hacer una excursión. Uno de los paseos más frecuentes por los alrededores de Gastein consiste en tomar la nueva carretera alpina, construida por el anterior Gobierno austríaco, entrar en Italia cruzando el Paso de Glockner, y regresar por el Paso del Brenner. Al salir de Gastein, nos vimos detenidos por un corrimiento de tierras que interrumpía la carretera. La noche anterior había habido una violenta tormenta en la región; masas de barro y de piedra hacían infranqueable el camino; un equipo de hombres trabajaba para despejarlo. El jefe del equipo nos dijo que pronto quedaría restablecido el tránsito. Esperamos tres horas fingiendo la más completa indiferencia. Por fin, abrieron el espacio ­justo para pasar. En la frontera, mi chófer, que no estaba al corriente de nuestros planes, presentó mis papeles, incluso carnet de diputado del Reichstag, explicando que estábamos haciendo la acostumbrada excursión. Yo no salí del coche. El policía de frontera nos dejó pasar, diciéndonos que debíamos regresar a territorio alemán antes de tres horas. Al llegar a la bifurcación que conduce al Brenner, tomamos la izquierda en vez de la derecha, y seguimos hacia Italia y Suiza. No quería permanecer en territorio italiano mucho tiempo, porque todo el mundo esperaba que Italia entrase también en la guerra. Nos detuvimos en el primer pueblo suizo: Le Prese. Estábamos salvados.

Apenas llegué, redacté el siguiente memorándum, con intención de enviárselo a Goering en la primera oportunidad:

MEMORÁNDUM

1. El 31 de agosto envié el siguiente telegrama urgente a Goering, a las 9 de la mañana. (El telegrama ha sido citado más arriba).

2. En la reunión del Reichstag del 19 de septiembre Hitler dijo: «El que no esté conmigo es un traidor, y como tal será tratado».

3. Considero esta advertencia no sólo una amenaza, sino, además, como un atentado contra los derechos que la Constitución me confiere como diputado del Reichstag.

4. No sólo tengo derecho a expresar mi opinión, sino que es mi deber hacerlo, ya que tengo la convicción de que Alemania está siendo cruelmente arrastrada a un grave peligro. Hitler no tiene derecho a amenazarme porque exprese mi opinión.

5. Hoy, como ayer estoy contra la guerra. Puesto que ya ha estallado, Alemania deberá hacer cuanto esté a su alcance por que termine lo antes posible, pues cuanto más se prolongue más duras serán las condiciones de paz para Alemania.

6. Polonia no ha roto su pacto con Alemania, ese pacto que Hitler mismo ha calificado repetidas veces como una garantía de paz. (Con relación a esto se hará referencia al discurso de Hitler del 26 de septiembre de 1938).

7. Para conseguir la paz, será necesario que Alemania respete su Constitución en todos los aspectos. La inobservancia de la Constitución conduce, más tarde o más temprano, a la anarquía. La fidelidad jurada por cada ciudadano sólo puede ser exigida si los líderes actúan de acuerdo con sus obligaciones.

8. En la reunión del Reichstag del 19 de septiembre hubo 100 miembros ausentes. Sus puestos fueron ocupados por funcionarios del Partido Nazi. Considero esto completamente anticonstitucional, y protesto.

9. Exijo que la opinión alemana sea informada del hecho de que yo, como diputado del Reichstag, voté contra la guerra. Si otros diputados han obrado en este sentido, la opinión pública deberá ser informada también sobre ello.

10. El 31 de agosto, poco antes de enviar el telegrama antes citado al Mariscal Goering, me comunicaron por telegrama que un llamado Herr von Remnitz acababa de morir repentinamente en Dachau. Herr von Remnitz es el cuñado de mi hermana, Baronesa Berg, que vive en Munich. Fue internado inmediatamente después del Anschluss, y al parecer porque había tomado parte en la actividad de los legitimistas antes del Anschluss. Inmediatamente después de su detención intervine cerca del Gauleiter Bürkel, en Viena, pero no recibí respuesta alguna. Esto es característico de los métodos que rigen hoy en ­Alemania. Exijo que se me informe sobre si Herr von Remnitz falleció o no de muerte natural. En este último caso, me reservo el derecho de realizar otras gestiones.

Intenté enviar este memorándum por un mensajero, para tener la seguridad de que realmente llegaría a manos del Mariscal Goering. La oportunidad no se presentó hasta veinte días más tarde, que llegó a Le Prese uno de mis empleados para verme por asuntos de negocios. Completé mi memorándum, y se lo confié, pidiéndole que lo llevara a Berlín y se lo entregara personalmente al Mariscal Goering, pero no se atrevió a hacerlo. Sólo consintió en llevar una carta lacrada para Herr Terboyen, Gauleiter de Essen. Este último la haría llegar al Mariscal Goering.

A la semana siguiente, el 26 de septiembre, el doctor Albert Vögler, vicepresidente del Consejo de «Fábricas de Acero Unidas» que yo presidía, vino a verme a Zúrich. En Alemania se había extendido la noticia de mi partida. Las radios francesas fueron las primeras en anunciarlo alrededor del 12 de septiembre. Goebbels lanzó un desmentido: «¿Qué cosa más natural –dijo a los que le preguntaron sobre ello– que un industrial que padece desde los últimos años un intenso «surmenage», quiera tomarse unas semanas de descanso?». Durante algún tiempo, las esferas oficiales de Berlín intentaron ocultar el hecho de mi partida y las razones que me habían impulsado a ella.

El doctor Vögler vino a verme para que le informara, pues nadie, ni en Düsseldorf ni en toda la región industrial, sabía exactamente a qué atenerse. Al mismo tiempo, me traía un curioso mensaje verbal de Terboven. El Gauleiter de Essen, que había recibido mi carta, decía que no había podido encargarse de entregar mi memorándum al Mariscal, porque consideraba su lenguaje demasiado violento. Al mismo tiempo, me aseguraba que Goering no había recibido nunca mi telegrama de agos­to, y que, por consiguiente, el Führer no se refería a mí al pronunciar la frase en que amenazaba con castigar como traidor a todo el que no fuera de su opinión.

Terboven añadía que el Mariscal Goering garantizaba que si yo regresaba a Alemania inmediatamente, no se tomarían represalias ni contra mi persona ni contra mis bienes. Pero al mismo tiempo se me indicaba que llevara a Alemania todas las copias auténticas de mi memorándum del 20 de septiembre, que serían destruidas junto con el original.

De esta manera se me ofrecía una oportunidad de hacer una retractación política, a cambio de la cual podría gozar en Alemania de la inmunidad personal de que disfrutaba ya en el extranjero, inmunidad que, por otra parte, me garantizaba en Alemania mi condición de diputado del Reichstag. Se me daba a entender, además, que si no regresaba se tomarían represalias contra mi fortuna.

Era esta una comunicación singular. Por un lado, Terboven me aseguraba que Goering no había recibido ni carta ni telegrama míos. Por otra parte, me transmitía la respuesta del Mariscal a un memorándum que éste decía no conocer.

Vögler adujo toda clase de argumentos de tipo personal. Nuestra conversación duró tres horas. Le hablé de la muerte de mi sobrino en Dachau. «Después de todo –le dije–, comprenderá usted que no tengo prisa por regresar. Primero, que publiquen mi memorándum y me den las explicaciones pedidas con respecto a Herr von Remnitz. Luego, si quieren, prepararé una segunda carta a Goering exponiéndole mi punto de vista. Infórmese de lo que piensan en Berlín sobre esto». Vögler telefoneó y me informó de que no deseaban recibir ninguna nueva carta mía. Yo la escribí a pesar de todo. Más adelante reproduzco la carta1.

Por un momento pensé sugerir a los jefes nazis la conveniencia de entrar en contacto con Londres y París, con vistas a unas negociaciones de paz. Dada mi radical oposición a la guerra, podría justificar mi deseo de servir de intermediario. Pero deseché esta idea temiendo ser engañado por los nazis. Por tanto, dije a Vögler que mi regreso a Alemania dependía de la publicación de mi memorándum. Le pedí, además, que hiciera todo lo posible por averiguar cómo había muerto mi sobrino.

Más tarde me enteré de que, a fines de septiembre, después de ser presentado mi memorándum a Goering, la Gestapo había hecho un registro en mi casa de Mülheim. Por supuesto, no encontró nada, salvo quizás unas cartas de Goering en las que éste me aseguraba su eterna amistad y gratitud. En Alemania, todo el mundo sabe que guardar muchos papeles no es nada conveniente para la salud. Mientras tanto, un buen día llegó a Zúrich un alemán que venía en un estado de ánimo particularmente sobresaltado. «La Gestapo –me dijo– da a entender que ha encontrado en su casa papeles que comprometen a otros industriales. Le ruego que me diga lo que hay de cierto en esto». Le tranquilicé, diciéndole que no podía ser cierto, y que yo había tomado toda clase de precauciones por lo que pudiera ocurrir. El pobre muchacho pareció aliviado. No doy su nombre, porque regresó a Alemania.


1. Véase la pág. 37.