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Título original: The Field

Traducido del inglés por Miguel Irribarren Berrade

Composición ePub por Editorial Sirio S.A.

Para Caitlin:

nunca estuviste sola

La física puede estar a punto de afrontar una revolución similar a la que ocurrió hace justo un siglo...

Arthur C. Clarke,

«When Will the Real Space Age Begin?»

Si un ángel nos contara su filosofía... muchas de sus afirmaciones podrían sonar como 2 x 2 = 13.

Georg Christophe Lichtenberg,

Aphorisms

Agradecimientos

Este libro comenzó hace ocho años, cuando, en el curso de mi trabajo, fui topándome con milagros. No milagros en el sentido habitual del término, en los que el mar se abre y las rebanadas de pan se multiplican exponencialmente, sino sucesos milagrosos que violan completamente nuestra forma de pensar sobre el funcionamiento del mundo. Los milagros con los que me encontré ofrecían datos científicos relacionados con métodos de curación que burlan todas las nociones aceptadas respecto a nuestra propia biología.

Descubrí, por ejemplo, algunos buenos estudios sobre homeopatía. Estudios aleatorios, doble-ciego, con el efecto placebo controlado —impecables desde la perspectiva de la moderna medicina científica— que mostraban que podías tomar una sustancia, diluirla tanto que no quedara ni una sola molécula de ella, dar esta solución —que a estas alturas no era nada más que agua— a un paciente, y éste mejoraba.1 Descubrí estudios igualmente sólidos sobre acupuntura: perforar la piel con agujas en ciertos puntos del cuerpo, a lo largo de los denominados meridianos de energía, funciona para ciertas dolencias.

En cuanto a la curación espiritual, aunque algunos de los estudios eran de mala calidad, una serie de ellos eran lo suficientemente serios para indicar que estaba ocurriendo algo interesante, y que la curación a distancia podría ser algo más que el efecto placebo. En muchos de estos estudios, los pacientes ni siquiera sabían que se estaba intentando curarlos. No obstante, los experimentos ofrecían pruebas de que ciertas personas se pueden concentrar en un paciente a distancia y la salud de éste mejora.

Estos descubrimientos me dejaron pasmada, pero también profundamente inquieta. Todas estas prácticas estaban basadas en un paradigma del cuerpo humano completamente diferente al de la ciencia moderna. Se trataba de sistemas médicos que afirman funcionar a «niveles energéticos», pero yo seguía preguntándome de qué energía exactamente estaban hablando.

En la comunidad alternativa, términos como «energía sutil» sonaban mucho, pero mi parte escéptica siempre se sentía insatisfecha. ¿De dónde venía esa energía? ¿Dónde residía? ¿Por qué era tan sutil? ¿Existían los campos energéticos humanos? ¿Y explicaban éstos no sólo estas formas de curación alternativa, sino muchos otros misterios de la vida que no han llegado a recibir una explicación satisfactoria? ¿Había alguna fuente energética que no podíamos entender?

Si algo como la homeopatía funcionaba, ello desbarataba todas nuestras creencias sobre la realidad física y biológica. Una de las dos, o la homeopatía o la medicina convencional, tenía que estar equivocada. Parecían necesarias una nueva biología y una nueva física para contener la verdad de la denominada medicina energética.

Comencé mi búsqueda personal a fin de averiguar si algún científico estaba trabajando bajo una visión alternativa del mundo. Viajé a muchos lugares del globo y conocí a físicos y a otros científicos de primera línea de Rusia, Alemania, Francia, Inglaterra, Sudamérica, Amé­rica Central y Estados Unidos. Mantuve correspondencia y telefoneé a muchos otros científicos de otros países. Asistí a conferencias donde se presentaban descubrimientos radicalmente nuevos. En general, decidí apostar por los científicos de sólidas credenciales que operaban siguiendo criterios científicos rigurosos. Ya se había especulado suficientemente en la comunidad alternativa con la energía y la curación, y yo quería que cualquier nueva teoría estuviera firmemente enraizada en lo que era probable matemática o experimentalmente: ecuaciones precisas, verdadera física que fuera comprensible. Acudía a la ciencia para buscar pruebas de la medicina convencional o alternativa, desean­do que la comunidad científica me proporcionara, en cierto sentido, una nueva ciencia.

Cuando empecé a cavar, descubrí una pequeña pero coherente comunidad de científicos del más alto nivel, con credenciales impresionantes, y todos ellos estaban trabajando en diferentes aspectos de lo mismo. Sus descubrimientos eran increíbles. Sus trabajos parecían echar por la borda las leyes aceptadas de la bioquímica y la física. Su obra no sólo ofrecía una explicación de por qué la homeopatía y la curación espiritual funcionan. Sus teorías y experimentos también conformaban una nueva ciencia, una nueva visión del mundo.

El Campo es el resultado de entrevistas realizadas a los principales científicos mencionados en este libro, además de la lectura de la mayor parte de sus obras publicadas. Entre ellos están: Jacques Benveniste, William Braud, Brenda Dunne, Bernhard Haisch, Basil Haley, Robert Jahn, Ed May, Peter Marcer, Edgar Mitchell, Roger Nelson, Fritz-Albert Popp, Karl Pribram, Hal Puthoff, Dean Radin, Alfonso Rueda, Walter Schempp, Marilyn Schlitz, Helmut Schmidt, Elisabeth Targ, Russell Targ, Charles Tart y Mae Wan-Ho. Recibí una cantidad impresionante de ayuda y apoyo personal de cada uno de ellos, tanto en persona como por teléfono o por correo. Muchos de estos científicos fueron objeto de múltiples entrevistas, a veces diez o más. Me siento en deuda con ellos por consentir tantas consultas y por permitirme comprobar los datos laboriosamente. Han soportado mi intrusión constante y también mi ignorancia; su ayuda ha sido incalculable.

Debo dar las gracias de manera especial a Dean Radin por educarme en estadística, a Hal Puthoff, Fritz Popp y Peter Marcer por sus cursos acelerados de física, a Karl Pribram por educarme en la neurodinámica cerebral y a Edgar Mitchell por compartir los descubrimientos más novedosos.

También estoy agradecida a las personas siguientes con las que he hablado o mantenido correspondencia: Andrei Apostol, Hanz Betz, Dick Bierman, Marco Bischof, Christien Blom-Dahl, Richard Broughton, Toni Bunnell, William Corliss, Deborah Delanoy, Suitbert Ertel, George Farr, Peter Fenwick, Peter Gariaev, Valerie Hunt, Ezio Insinna, David Lorimer, Hugh MacPherson, Robert Morris, Richard Obousy, Marcel Odier, Beverly Rubik, Rupert Sheldrake, Dennis Stillings, William Tiller, Marcel Truzzi, Dieter Vaitl, Harald Walach, Hans Wendt y Tom Williamson.

Aunque ha habido cientos de libros e informes que han contribuido de algún modo a mis pensamientos y conclusiones, me siento particularmente endeudada con The Conscious Universe: The Scientific Truth of Psychic Phenomena (Nueva York: HarperEdge, 1997) de Dean Radin y con Parapsychology: The Controversial Science (Nueva York: Ballentine, 1991) por compilar pruebas de fenómenos psíquicos; con Larry Dossey, cuyos libros fueron muy útiles por las pruebas que aportan de la sanación espiritual, y con Ervin Laszlo, por sus fascinantes teorías del vacío en The Interconnected Universe: Conceptual Foundations of Transdisciplinary Unified Theory (Singapur: World Scientific, 1995).

Debo un agradecimiento especial al equipo de Harper Collins, especialmente a mis editores Larry Ashmead y Krista Stroever, por sus sabios consejos, sus ánimos y su apoyo a este proyecto. Me siento especialmente agradecida a Andrew Coleman por corregir esforzadamente el manuscrito. También estoy agradecida a mi equipo de What Doctors Don’t Tell You por su apoyo. Julie McLean y Sharyn Wong, en particular, me ofrecieron una ayuda vital, y la constante ayuda de Kathy Mingo me permitió combinar las labores domésticas con el trabajo.

También debo un agradecimiento especial a Peter Robinson, mi agente en Inglaterra, y a Daniel Benor, mi agente internacional, por tomarse el proyecto con tanto entusiasmo. Asimismo, me gustaría dar las gracias de manera especial a mi agente en América, Russell Galen, cuya dedicación y fe constante en este proyecto ha sido poco menos que asombrosa.

Merecen una mención especial mis hijos, Caitlin y Anya, a través de quienes experimento el Campo directamente. Y, como siempre, tengo contraída la mayor deuda con mi marido, Bryan Hubbard, por ayudarme a entender el verdadero significado del libro y el verdadero significado de la interconexión.

Notas

1- D. Reilly, «Is evidence for homeopathy reproducible?», The Lancet, 1994; 344: 1.606.

 Prólogo

La revolución en ciernes

Está a punto de ocurrir otra revolución, una revolución tan atrevida y profunda como el descubrimiento de la relatividad por parte de Einstein. En la frontera misma de la ciencia están surgiendo nuevas ideas que cuestionan todas nuestras creencias respecto a cómo funciona nuestro mundo y nuestra manera de definirnos a nosotros mismos. Se están haciendo descubrimientos que prueban fehacientemente lo que siempre ha dicho la religión: que los seres humanos somos mucho más extraordinarios que un simple ensamblaje de carne y huesos. En su aspecto más fundamental, esta nueva ciencia responde las preguntas que han tenido perplejos a los científicos durante cientos de años. En su aspecto más profundo, ésta es una ciencia de lo milagroso.

Durante varias décadas, en todo el mundo, respetados científicos de muy diversas disciplinas han llevado a cabo experimentos bien diseñados cuyos resultados dejan perplejos a los biólogos y a los físicos. En conjunto, estos estudios nos ofrecen abundante información respecto a la fuerza central organizadora que gobierna nuestros cuerpos y el resto del cosmos.

Sus descubrimientos sólo pueden clasificarse como asombrosos. En nuestro aspecto más elemental, no somos una reacción química, sino una carga energética. Los seres humanos y todos los seres vivos son una configuración energética dentro de un campo de energía conectado con todas las demás cosas del mundo. Este campo de energía pulsante es el motor central de nuestro ser y de nuestra conciencia, el alfa y el omega de nuestra existencia.

No existe una relación dual «yo»/«no yo» entre nuestros cuerpos y el resto del universo, sólo hay un campo energético subyacente. Este campo es responsable de las funciones más elevadas de nuestra mente, y es la fuente de información que guía el crecimiento de nuestros cuerpos. Es nuestro cerebro, nuestro corazón, nuestra memoria: es en todo momento un anteproyecto del mundo. Más que los gérmenes o los genes, el Campo es la fuerza que determina finalmente si estamos sanos o enfermos, y es la fuerza con la que debemos contactar para curarnos. Estamos vinculados e involucrados, somos inseparables de nuestro mundo y nuestra única verdad fundamental es nuestra relación con él. «El campo», como dijo Einstein sucintamente en una ocasión, «es la única realidad».1

Hasta el presente, la biología y la física han sido sirvientas de los puntos de vista expuestos por Isaac Newton, el padre de la física moderna. Todo lo que creemos sobre nuestro mundo y el lugar que ocupamos dentro de él se deriva de ideas formuladas en el siglo xvii, que aún siguen formando la columna vertebral de la ciencia moderna; teorías que presentan los elementos del universo como si fueran divisibles, como si estuvieran aislados unos de otros y completamente autocontenidos.

Dichas ideas, en esencia, han creado una visión del mundo basada en la separación. Newton describió un mundo material en el que las partículas individuales de materia seguían ciertas leyes de movimiento a través del espacio y del tiempo: pensó en el universo como si fuera una gran máquina. Antes de que Newton formulara sus leyes del movimiento, el filósofo francés René Descartes enunció la que en su tiempo era una noción revolucionaria, que nosotros —representados por nuestras mentes— estábamos separados de esta materia inerte y sin vida de nuestros cuerpos, que no eran sino otra máquina bien engrasada. El mundo estaba compuesto por una serie de pequeños objetos discretos que se comportaban previsiblemente. El más separado de ellos era el ser humano. Nosotros estábamos fuera del universo y lo observábamos. Hasta nuestros cuerpos estaban separados de algún modo y eran otra cosa que nosotros mismos, las mentes conscientes que realizaban la observación.

El mundo newtoniano podía seguir ciertas leyes, pero en último término era un lugar solitario y desolado. El enorme engranaje del mundo seguiría adelante tanto si nosotros estábamos presentes como si no. Con unos cuantos movimientos hábiles, Newton y Descartes arrancaron a Dios y a la vida del mundo de la materia, y a nosotros y nuestras conciencias del centro de nuestro mundo. Arrancaron el corazón y el alma del universo, dejando tras su paso una colección inerte de piezas interconectadas. Y, sobre todo, como dice Danah Zohar en The Quantum Self: «La visión de Newton nos desgarró del tejido universal».2

Nuestra autoimagen se hizo aún más tétrica con el trabajo de Charles Darwin. Su teoría de la evolución —ligeramente retocada ahora por los neodarwinistas— habla de una vida aleatoria, predadora, solitaria y carente de propósito. Sé el mejor o no sobrevivirás. No eres más que un accidente evolutivo. El vasto legado biológico de tus antepasados, complejo como un tablero de ajedrez, se ve reducido a un único factor central: la supervivencia. Come o sé comido. En esencia, la humanidad es un terrorista genético que se deshace eficazmente de los eslabones más débiles. La vida no tiene que ver con el compartir y la interdependencia, sino con ganar, con llegar el primero. Y si consigues sobrevivir, te encuentras solo en la copa del árbol evolutivo.

Estos paradigmas —el mundo como máquina, el hombre como máquina superviviente— nos han conducido a un dominio tecnológico del universo, pero sabemos muy pocas de las cosas realmente importantes para nosotros. A los niveles espirituales y metafísicos, nos han llevado a una sensación de aislamiento más desesperada y brutal. Y tampoco nos han acercado a la comprensión de los misterios más fundamentales de nuestro propio ser: cómo pensamos, cómo comienza la vida, por qué enfermamos, cómo una única célula acaba dando una persona plenamente formada y qué le pasa a nuestra conciencia humana cuando morimos.

Seguimos siendo apóstoles renuentes de estas visiones de un mundo mecánico y separado, aunque no formen parte de nuestra experiencia cotidiana. Muchos buscamos refugio de lo que consideramos los hechos más implacables y nihilistas de nuestra existencia en la religión, que puede ofrecernos algún auxilio en sus ideales de unidad, comunidad y propósito, pero a través de una visión del mundo que contradice la adoptada por la ciencia. Cualquiera que haya querido adentrarse en la vida espiritual habrá tenido que esforzarse infructuosamente por conciliar estas visiones opuestas del mundo.

Deberíamos habernos deshecho de este mundo de separación de una vez por todas con el descubrimiento de la física cuántica a comienzos del siglo xx. A medida que los pioneros de la física cuántica entraban en el corazón mismo de la materia, lo que veían los dejaba anonadados. Las partículas más pequeñas de la materia ni siquiera eran materia tal como la conocemos, ni siquiera un algo establecido, sino que a veces eran una cosa y otras veces otra completamente diferente. Y lo que es aún más extraño, a menudo eran varias cosas diferentes a la vez. Pero lo más significativo de todo es que estas partículas subatómicas no tienen sentido aisladas unas de otras, tan sólo en relación con todo lo demás. Al nivel más fundamental, la materia no puede ser dividida en pequeñas unidades autocontenidas, sino que es completamente indivisible. Sólo podemos entender el universo como una trama de interconexiones. Las cosas que estuvieron alguna vez en contacto siguen estando en contacto a lo largo del espacio y del tiempo. Evidentemente, el tiempo y el espacio mismo parecen construcciones arbitrarias, inaplicables a este nivel de la realidad. De hecho, el tiempo y espacio no existen tal como los conocemos. Todo lo que aparece —hasta donde el ojo puede ver— es el gran paisaje del aquí y ahora.

Los pioneros de la física cuántica —Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg, Niels Bohr y Wolfgang Pauli— tuvieron algunos atisbos del territorio metafísico en el que se estaban adentrando. Si los electrones están conectados simultáneamente con todo, esto implica algo profundo respecto a la naturaleza del mundo en general. En su intento de entender la verdad profunda del extraño mundo subatómico que estaban observando, se dirigieron a los textos filosóficos clásicos. Pauli estudió el psicoanálisis, los arquetipos y la cábala; Bohr el tao y la filosofía china; Schrödinger la filosofía hindú, y Heisenberg las teorías platónicas de la antigua Grecia.3 No obstante, seguían sin llegar a una teoría coherente sobre las implicaciones espirituales de la física cuántica. Niels Bohr colgó un cartel en su puerta que decía: «Filósofos mantenerse alejados. Estoy trabajando».

Había otro asunto inconcluso de orden muy práctico en torno a la teoría cuántica. Bohr y sus colegas sólo llegaron hasta cierto punto en sus experimentos y comprensión. Habían realizado sus experimentos para demostrar los efectos cuánticos en el laboratorio, con partículas subatómicas no vivientes. A partir de ahí, los científicos que siguieron su estela asumieron de manera natural que este extraño mundo cuántico sólo existía en el mundo de la materia muerta. Las cosas vivas seguían operando según las leyes de Newton y Descartes, una visión que ha informado a toda la medicina moderna y la biología. Hasta la bioquímica depende de las fuerzas y colisiones newtonianas.

¿Y qué pasa con nosotros? De repente, nos habíamos convertido en parte fundamental de todos los procesos físicos, pero nadie lo había reconocido plenamente. Los pioneros cuánticos descubrieron que nuestra relación con la materia era crucial. Las partículas subatómicas existían en un estado potencial abierto a todas las posibilidades hasta que nosotros las alterábamos —al observarlas o medirlas— y en ese momento se convertían, por fin, en algo real. Nuestra observación —nuestra conciencia humana— era fundamental para que este flujo subatómico se convirtiera en una cosa fija, pero nosotros no estábamos incluidos en las fórmulas matemáticas de Heisenberg o Schrödinger. Ellos se dieron cuenta de que, en cierto sentido, nosotros somos la clave, pero no sabían cómo incluirnos. En lo tocante a la ciencia, seguíamos siendo observadores externos.

Todas estas hebras sueltas de la física cuántica nunca llegaron a atarse en una teoría coherente, y la física cuántica quedó reducida a una herramienta tecnológica extraordinariamente importante, vital para fabricar bombas e ingenios electrónicos modernos. Las implicaciones filosóficas se olvidaron, y sólo quedaron sus ventajas prácticas. El grueso de los físicos modernos estaba dispuesto a aceptar la curiosa naturaleza del mundo cuántico tal como había sido expuesta porque sus bases matemáticas, como la ecuación de Schrödinger, funcionan a la perfección, pero se negaban a reconocer los aspectos intuitivos asociados.4 ¿Cómo podían los electrones estar en contacto con todas las cosas simultáneamente? ¿Cómo era posible que un electrón no fuera algo fijo y definido hasta ser examinado o medido? En definitiva, ¿cómo podían las cosas del mundo ser algo concreto si eran una quimera en cuanto empezabas a mirarlas más de cerca?

Su respuesta fue afirmar que había una verdad para las cosas pequeñas y otra verdad para las grandes, una verdad para las cosas vivas y otras para las inertes, y que se debían aceptar estas aparentes contradicciones tal como se aceptan los axiomas básicos de las leyes de Newton. Así son las reglas del mundo y se deben aceptar sin cuestionamiento. Las matemáticas funcionan, y eso es todo lo que cuenta.

Un pequeño grupo de científicos de todos los confines del globo se sentían insatisfechos limitándose a recitar de memoria los axiomas de la física cuántica. Pedían una respuesta mejor a muchas de las grandes preguntas que habían quedado sin respuesta. Retomaron sus investigaciones y experimentos desde el punto al que habían llegado los pioneros de la física cuántica, y empezaron a cavar más hondo.

Algunos de ellos volvieron a interesarse por unas pocas ecuaciones que siempre habían sido sustraídas de la física cuántica. Estas ecuaciones representaban el Campo Punto Cero: un océano de vibraciones microscópicas en el espacio existente entre las cosas. Y se dieron cuenta de que, si se incluía el Campo Punto Cero en nuestra concepción de la naturaleza fundamental de la materia, los cimientos mismos de nuestro universo eran un mar pulsante de energía: un vasto campo cuántico. Si esto era cierto, todo estaba conectado con todo lo demás en una trama invisible.

También descubrieron que estamos hechos del mismo material básico. A nuestro nivel más fundamental, los seres vivos, incluyendo los humanos, somos paquetes de energía cuántica intercambiando información constantemente con este inextinguible mar de energía. Las cosas vivas emitimos una radiación débil, y éste es el aspecto más crucial de los procesos biológicos. La información respecto a todos los aspectos de la vida, desde la comunicación celular hasta la gran variedad de controles del ADN, se transfiere por medio de un intercambio de información a nivel cuántico. Incluso nuestras mentes, eso otro aparentemente tan alejado de las leyes de la materia, opera siguiendo procesos cuánticos. Pensar, sentir —todas las funciones cognitivas superiores— tienen que ver con información cuántica pulsando simultáneamente a través de nuestro cuerpo y nuestros cerebros. La percepción humana se produce por interacciones entre las partículas subatómicas de nuestros cerebros y el mar de energía cuántica. Literalmente resonamos con nuestro mundo.

Sus descubrimientos eran extraordinarios y heréticos. De un solo golpe cuestionaron muchas de las leyes más básicas de la biología y de la física. Lo que podrían haber encontrado era nada menos que la clave de todo el procesamiento e intercambio de información que se produce en nuestro mundo, desde la comunicación entre células hasta la percepción del mundo en general. Habían dado respuestas a algunas de las preguntas más profundas de la biología respecto a la morfología humana y a la conciencia de los seres vivos. Allí, en el denominado espacio «muerto», residía la clave de la vida misma.

Y lo que es más fundamental, nos proporcionaron pruebas de que todos nosotros estamos conectados unos con otros y con el mundo desde el fundamento mismo de nuestro ser. Por medio de experimentos científicos demostraron que puede haber una fuerza de vida fluyendo por el universo, algo que ha sido definido con diversos nombres, como conciencia colectiva o Espíritu Santo, que es como los teólogos la denominan. Ofrecieron una explicación plausible de muchas áreas en las que el ser humano ha tenido fe durante siglos —aunque nunca ha contado con pruebas sólidas o descripciones adecuadas—: desde la efectividad de la medicina alternativa y la oración hasta la vida después de la muerte. Nos ofrecían, por así decirlo, una ciencia de la religión.

A diferencia de la visión del mundo propuesta por Newton o Darwin, la suya es una visión que potencia la vida. Éstas son ideas que pueden fortalecernos, ideas que implican control y orden. No somos simples accidentes de la naturaleza. Hay propósito y unidad con relación a nuestro mundo y a nuestro lugar en él, y nosotros tenemos algo importante que decir. Lo que hacemos y pensamos importa: de hecho, nuestra participación es crucial en la creación de nuestro mundo. Los seres humanos no estamos separados unos de otros. Ya no cabe separación entre «nosotros y ellos». Ya no estamos en la periferia del universo mirando desde fuera. Podemos asumir nuestro justo lugar, volvemos a estar en el centro del mundo.

Estas ideas han sido motivo de deslealtades. En muchos casos, estos científicos han tenido que librar una batalla en la retaguardia contra un mundo convencional que les es hostil. Sus investigaciones han seguido avanzando durante treinta años, en gran medida reprimidas o no reconocidas, aunque el rechazo no se debe a la calidad de los trabajos. Los científicos, todos procedentes de instituciones prestigiosas —la Universidad de Princeton, la Universidad de Stanford y grandes instituciones francesas y alemanas—, han realizado experimentos impecables. No obstante, sus experimentos atacan una serie de principios considerados sagrados que forman el núcleo mismo de la ciencia moderna. No encajan con la visión prevaleciente del mundo: el mundo como una máquina. Reconocer estas nuevas ideas exigiría borrar buena parte de las creencias de la ciencia moderna y, en cierto sentido, volver a empezar desde cero. La vieja guardia no está dispuesta a ello. Como las nuevas ideas no encajan en su visión del mundo, deben de estar equivocadas.

Sin embargo, ya es demasiado tarde. La revolución es imparable. Los científicos mencionados en la presente obra son tan sólo algunos de los pioneros, unos pocos representantes de un gran movimiento.5 Detrás de ellos hay muchos otros, cuestionando, experimentando, modificando sus visiones, involucrados en el trabajo en el que participan todos los verdaderos exploradores. En lugar de descartar esta información porque no encaja en la visión científica del mundo, la ciencia ortodoxa tendrá que empezar a adaptar su visión del mundo. Ya es tiempo de relegar a Newton y Descartes al lugar que les corresponde, al de profetas de una visión histórica que ahora ha sido sobrepasada. La ciencia sólo puede ser un proceso de comprender nuestro mundo y de comprendernos a nosotros mismos, y no un conjunto fijo de reglas eternas. Con la llegada de lo nuevo, a menudo es necesario descartar lo viejo.

El Campo es la historia de esta revolución en ciernes. Como muchas revoluciones, empezó con pequeños brotes de rebelión que han ido acumulando fuerza e impulso individual —una innovación en un área, un descubrimiento en otra— más que ser un gran movimiento unificado de reforma. Aquí hablamos de hombres y mujeres que trabajan en laboratorios y, aunque son conscientes de la labor de los demás, a menudo les disgusta aventurarse más allá de la experimentación para examinar todas las implicaciones de sus descubrimientos, y no siempre disponen del tiempo necesario para comparar sus resultados con los de otros estudios científicos que van saliendo a la luz. Cada científico ha emprendido un viaje de descubrimiento, y cada uno de ellos ha descubierto una parcela de tierra, pero nadie ha tenido el atrevimiento de declararla un continente.

El Campo representa uno de los primeros intentos de sintetizar estas investigaciones separadas en una totalidad coherente. Entre tanto, también proporciona validación científica a algunas áreas que durante mucho tiempo han sido dominio de las religiones, del misticismo, de la medicina alternativa o de la especulación Nueva Era.

Aunque todo el material presentado en este libro se basa en la experimentación científica, a veces, y contando con la ayuda de los científicos implicados, he tenido que ponerme a especular sobre cómo encajar todos estos datos. Consecuentemente, debo hacer hincapié en el hecho de que esta teoría es —como a Robert Jahn, decano emérito de Princeton, le gusta señalar— un trabajo en marcha. En unos pocos casos, algunos de los experimentos científicos presentados en este libro aún no han sido reproducidos por grupos independientes. Como ocurre con todas las ideas nuevas, El Campo tiene que ser visto como un primer intento de incluir los descubrimientos individuales en un modelo coherente, y algunas partes tendrán que ser refinadas en el futuro.

También es conveniente recordar el conocido aforismo de que una idea correcta no puede llegar a ser probada definitivamente. Como máximo, la ciencia puede aspirar a falsear las ideas equivocadas. Científicos con excelentes credenciales y métodos de investigación han realizado muchos intentos de desacreditar las nuevas ideas que aquí se presentan, pero, de momento, nadie lo ha conseguido. Hasta que sean falseados o refinados, estos descubrimientos científicos siguen siendo válidos.

Este libro está dirigido al gran público y, a fin de hacer comprensibles nociones muy complicadas, a menudo he tenido que echar mano de metáforas que sólo representan una cruda aproximación a la verdad. A veces, las ideas radicalmente nuevas que se exponen exigirán paciencia, y no puedo garantizar que esta obra siempre sea fácil de leer. Acostumbrados a pensar que todas las cosas del mundo están separadas, hay una serie de nociones que resultarán muy difíciles a los newtonianos y cartesianos de entre nosotros.

También es importante insistir en que nada de esto es un descubrimiento mío. Yo no soy científica; sólo soy una reportera y ocasionalmente una intérprete. Los aplausos deben dirigirse a los hombres y mujeres desconocidos que, trabajando en sus laboratorios, han desvelado y comprendido lo extraordinario que está inmerso en lo cotidiano. Frecuentemente, sin que ellos mismos se dieran cuenta, su trabajo se transformó en una búsqueda de la física de lo imposible.

Lynne McTaggart

Londres, julio de 2001

Notas

1- M. Capek, The Philosophical Impact of Contemporary Physics, Princeton, Nueva Jersey: Van Nostrand, 1961: 319, citado en The Tao of Physics, F. Capra, Londres: Flamingo, 1992.

2- D. Zohar, The Quantum Self, Londres: Flamingo, 1991: 2; Danah Zohar ofrece un excelente resumen de la historia filosófica de la ciencia antes y después de Newton y Descartes.

3- Estoy en deuda con Brenda Dunne, directora del laboratorio PEAR en Princeton, por aclararme los intereses filosóficos de los teóricos cuánticos. Véase también W. Heisenberg, Physics and Philosophy, Harmonds­worth: Penguin, 2000; N. Bohr, Atomic Physics and Human Knowledge, Nueva York: John Wiley & Sons, 1958, y R. Jahn y B. Dunne, Margins of Reality: The Role of Consciousness in the Physical World, Nueva York: Harvest/Harcourt Brace Jovanovich, 1987: 58-59.

4- Entrevista con Robert Jahn y Brenda Dunne, Amsterdam, 19 de octubre de 2000.

5- Evidentemente, al determinar cuáles de los científicos merecían ser incluidos, he tenido que tomar algunas decisiones arbitrarias. Elegí al anestesiólogo americano Stuart Hameroff y su trabajo sobre la conciencia humana, cuando igualmente podría haber elegido al profesor de Oxford Roger Penrose. Sólo he omitido a algunos pioneros de la comunicación electromagnética entre células, como Cyril Smith, por razones de espacio.

Bibliografía