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Av. Salaverry 2020

Lima 11, Perú

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LA POLÍTICA VA AL CINE

Manuel Alcántara y Santiago Mariani (editores)

1a edición: diciembre 2014

1ª edición versión e-book: enero 2015
Diseño de la carátula: Icono Comunicadores
ISBN: 978-9972-57-310-1
ISBN
e-book: 978-9972-57-315-6

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2014-17980


BUP

La política va al cine / Manuel Alcántara, Santiago Mariani, editores. -- 1a edición. -- Lima : Universidad del Pacífico, 2014.

300 p.

1.   Cine y política

2.   Cine -- Aspectos sociales

I.   Alcántara Sáez, Manuel, editor.

II.  Mariani, Santiago, editor.

III. Universidad del Pacífico (Lima)

791.43 (SCDD)


Miembro de la Asociación Peruana de Editoriales Universitarias y de Escuelas Superiores (Apesu) y miembro de la Asociación de Editoriales Universitarias de América Latina y el Caribe (Eulac).

La Universidad del Pacífico no se solidariza necesariamente con el contenido de los trabajos que publica. Prohibida la reproducción total o parcial de este texto por cualquier medio sin permiso de la Universidad del Pacífico.

Derechos reservados conforme a Ley.

ePub x Hipertexto / www.hipertexto.com.co

Agradecimientos

En primer lugar, a Cecilia O’Neill, directora de la carrera de Derecho de la Universidad del Pacífico, quien con su libro El derecho va al cine inició el camino que inspiró la presente obra. Su oportuna sugerencia de continuarlo con una publicación que analizara el cine en su interrelación con la ciencia política fue para nosotros imposible de rechazar.

A Felipe Portocarrero, Liuba Kogan y Cynthia Sanborn, quienes a lo largo del proceso de construcción de este libro manifestaron siempre su apoyo y confianza. Los mensajes que nos fueron enviando representaron también un enorme estímulo para que la obra llegara a buen puerto.

Un especial reconocimiento a María Elena Romero, del Fondo Editorial de la Universidad del Pacífico, quien con paciencia, dedicación y profesionalismo contribuyó a que este libro recorriera en forma adecuada las distintas etapas de edición.

Introducción

El cine es el arte por excelencia del siglo XX. Al mismo tiempo, es el arte de las masas, un medio popular de comunicación y de socialización que jamás antes hubo; similar a los otros que existen, pero con mayor poder y, por tanto, único en su capacidad de influir en la sociedad (Pardo 2003){1}. El cine es, también, una forma de expresión de sentimientos al mismo tiempo que de comprensión de la realidad y un medio de entretenimiento social de masas que logra alcanzar el ideal moral de belleza que configura toda expresión artística.

Por otra parte, el siglo XX, que vio al cine nacer, es también el siglo de la política, de la política de masas, del protagonismo de la movilización social —bien sea a través de las urnas o de grandes movimientos populares— y del conflicto de las ideologías que buscaron imponer distintas formas de organizar la sociedad.

Ambas circunstancias componen un dueto que no deja de interrelacionarse. El cine acrecienta paulatinamente su capacidad de llegar a todo el mundo y perfeccionó su plasticidad con la incorporación del lenguaje. Además, poco a poco se adecuó a las prácticas de la recientemente desarrollada sociedad industrial, convirtiéndose en sí mismo en una industria; en un ingenio que bajo el imperio del nuevo desarrollo de los Estados se ve utilizado políticamente. No se trata solo de la expansión de una determinada ideología, ello tiene que ver con algo más importante, como es la construcción de la nación. En efecto, la política pone en manos del mundo del cine generosos recursos de todo tipo para conseguir el fin buscado y con el transcurrir del tiempo el cine encuentra espacios de evolución que permiten la creación independiente, con lo que se convierte también en un mecanismo de crítica y de oposición. El cine y la política, como parte de esta evolución, se van entrelazando en la construcción de renovadas formas de protesta frente al estado de cosas. En esa evolución aparece la búsqueda de un mundo menos injusto y del respeto a la dignidad humana mediante cuestionamientos al poder y demanda de respuestas concretas. La política va al cine y el cine busca hacer política.

La relación entre el cine y la política ha sido tradicionalmente abordada desde ese lugar. Es la crítica especializada la que, al identificar diferentes géneros, ha fijado su mirada en esta relación. Sin embargo, desde la ciencia política el interés en ella ha sido magro. El carácter que domina al cine como medio de entretenimiento junto con el desarrollo más tardío, ¡qué duda cabe!, de la política como disciplina académica explican probablemente ese rezago. En el ámbito iberoamericano{2} esta laguna es aun más procelosa, si cabe. No obstante, en este espacio los últimos años han sido testigos de un indudable desarrollo que aboca a un futuro más promisorio. Dos revistas y también dos libros han visto la luz guiados por una preocupación notable de vincular el análisis cinematográfico a categorías académicas de la ciencia política.

La revista Folios, en su número de la primavera de 2012, fue dedicada monográficamente al tema: «Cine y política: la militancia de la ficción» y en su presentación se puede leer una declaración de intenciones que comparte este libro: «Cine y política convergen lo mismo en una comedia sentimental que en un western, en el género musical que en la animación, en una épica social que en la representación de lo que es cotidiano más no inocente». Esta declaración también parece guiar la selección del film El tercer hombre (Reed; 1949) como propuesta para el análisis de la revista L’Atalante en la sección que propone una discusión entre cine y política en su número del segundo semestre de 2013 (Alcántara et al. 2013). La película de Reed es un alegato al cine negro de la postguerra, un drama de amistades traicionadas y de amores difíciles que podría no ser considerado como estrictamente político desde una mirada excesivamente convencional. Pero el cine es, pues, ese tesoro, un mundo de posibilidades, un bello paisaje rodeado de categorías útiles para el cientista político o para el estudioso de la política. En ese camino fértil que nos posibilita el cine en su interrelación con la política están los nutrientes esenciales para un abordaje más profundo del acontecer humano en torno a lo político.

También en 2013, Pablo Iglesias Turrión edita un volumen en el cual a lo largo de dieciocho breves capítulos se brinda un material pensado para estudiantes cuya cultura audiovisual puede permitir «la exploración de conceptos y categorías fundamentales de las ciencias sociales» (2013a). Si bien la finalidad se sitúa manifiestamente en la innovación educativa y la mejora de la docencia, promoviendo su rejuvenecimiento, no por ello se deja de buscar «una invitación a salir de la parálisis propia de este tiempo». Es decir, el cine posibilita una mirada diferente y fundamentalmente crítica. En otra publicación, el propio Iglesias Turrión es autor de un ensayo de naturaleza diferente, pues huye explícitamente de querer escribir sobre «el cine como recurso pedagógico o docente», para dirigirse «a cualquier interesado en el análisis político» de ciertas películas seleccionadas que le sirven para reflexionar sobre temas muy diferentes, lo que va de la mano de obra de teóricos como Žižek, Malraux, Agamben o Fanon, entre otros (2013b).

Este libro es una contribución a la reflexión que vincula al cine con la política y a la política con el cine. Ambos configuran una relación en la que, a la vez, son cada uno variable dependiente e independiente de la misma. Además, el libro parte de una convicción y de una pasión por parte de sus editores, unidos ambos desde un principio por ese vínculo tan especial que emerge en el ámbito de una clase universitaria donde el ilustre profesor y el alumno deslumbrado forjan posteriormente una noble y cabal amistad. Tal convicción se refiere a la penetración y la influencia por parte de la política en la realidad social y a la imposibilidad de entender esta realidad sin las formas en que el cine la interpreta, la presenta y la (re)significa. En cuanto a la pasión, esta se reparte por igual entre el cine y la política como objetos de estudio y como asuntos que llenan nuestras existencias, desde la charla banal hasta la más conspicua discusión especializada, desde el compromiso por valores universales hasta la convicción de que la humanidad merece un futuro mejor del que los tiempos presentes avizoran.

Como editores, nos hemos limitado a invitar a un grupo heterogéneo de colegas politólogos de diferentes países y generaciones, que comparten la misma convicción y similar pasión, para que escriban sin guión previo sobre algún aspecto de esta compleja relación entre política y cine. El hilo conductor de cada trabajo podía ser una película, un director, un tema. No hay tampoco un acuerdo preestablecido de lo que entendemos por «política». En este sentido, sostenemos una visión más amplia que la de Iglesias Turrión (2013b: 133), ya que él aboga por una concepción de lo político basada en relaciones antagónicas de poder a las que el cine tan bien sirve por el papel crucial desempeñado históricamente en la subrepresentación de los sujetos subalternos, «creando imaginarios y sentidos comunes y convirtiéndose, como el conjunto de la industria audiovisual, en el gran dispositivo de la producción cultural». Entendemos que una visión política del cine excede a ese escenario de subrepresentación, puesto que la política se sigue encontrando incluso en la ausencia de dicho marco o, más aun, cuando ese escenario llega a agotar la total gama de la representación.

Las concepciones que enmarcan el tema de esta obra y que guiaron la convocatoria realizada encontraron como respuesta una diversidad de temáticas tratadas, agrupadas en distintos temas de la ciencia política. Los artículos, a pesar de su clasificación, tienen un punto de confluencia en la importancia de lo político y su transcendencia para la vida en comunidad. Esa mirada compartida es, en última instancia, un interés por comprender, desde el cine en este caso, un fenómeno inherente al ser humano pero también un anhelo por rescatar y poner en valor a lo político.

Este libro agrupa dieciocho artículos realizados por colegas de ocho países unidos por su pasión por el cine y por la convicción de que «el séptimo arte» es un mecanismo fundamental para entender la política. En este sentido, se trata de una obra que va dirigida tanto al cinéfilo como al estudioso de la política que desee tener una mirada de la misma desde una atalaya diferente a los libros de texto o a los ensayos especializados. A efectos formales, hemos agrupado los diferentes textos en tres grandes apartados que refieren a ejes esenciales del análisis político. El primero aborda el poder, que viene a ser con claridad desde la construcción de la modernidad la razón de ser de la política. El segundo plantea distintas perspectivas de la construcción de lo político en torno al papel del Estado, la nación y los partidos políticos como mecanismos articuladores de la participación y la representación política. El tercero se refiere a la instauración de esquemas de poder que niegan a la democracia por la senda del autoritarismo y el totalitarismo.

En todos los casos, quien se acerque a estos artículos encontrará aproximaciones que admiten no solo diferentes lecturas sino distintas maneras de enfocar tanto los temas como los soportes fílmicos abordados. Despertar estos vacíos, quizá algunas inconsistencias y asimismo preguntas no respondidas es también una de las finalidades de este libro.

Manuel Alcántara

Santiago Mariani

Bibliografía

ALCÁNTARA SÁEZ, Manuel; Víctor ALARCÓN OLGUÍN; Iván LLAMAZARES VALDUVIECO; Ana PELLICER VÁZQUEZ y Enrique SÁNCHEZ LUBIÁN

2013  «(Des)encuentros. El tercer hombre: relaciones ambivalentes de poder». En: L’Atalante. Revista de Estudios Cinematográficos, N° 16, pp. 60-69.

FOLIOS

2012   Folios. Publicación de Discusión y Análisis, año V, N° 26. «Cine y política. La militancia de la ficción».

IGLESIAS TURRIÓN, Pablo (ed.)

2013ª   Cuando las películas votan. Lecciones de ciencias sociales a través del cine. Madrid: Los Libros de la Catarata.

2013b   Maquiavelo frente a la pantalla. Cine y política. Madrid: Akal.

PARDO, Alejandro

2003 La grandeza del espíritu humano: el cine de David Puttnam. Madrid: Ediciones Internacionales Universitarias.

El poder

Complejidad, subjetividad y poder en el cine
de Stanley Kubrick

Manuel Alcántara Sáez

Stanley Kubrick (1928-1999) dirigió trece largometrajes entre 1953 y 1999, alcanzando a ser uno de los principales directores de cine de todas las épocas. Su meticulosa artesanía le llevó a convertirse en un director obsesionado por los más mínimos detalles del ciclo de realización de un film, desde los inicios balbucientes del guión hasta la propia fase de distribución e incluso la proyección de la película ya acabada. La selección y dirección de actores, así como la elección de decorados, la ubicación de exteriores, los efectos especiales y la banda sonora eran así mismo aspectos que no se escapaban de su minucioso control gracias a su enorme talento y energía.

Kubrick, prototipo del intelectual judío neoyorquino, cultivó un estilo de vida profundamente particular, aislado y ajeno a muchos convencionalismos, sin dejar de ser por ello en sus inicios un peón fundamental de la gran industria cinematográfica en la que se movió con arrogancia. El culto a la privacidad le llevó a habitar una mansión en la campiña inglesa a partir de 1961, en la que se recluyó pasando cada vez más largos periodos y en cuyas proximidades llegó a rodar algunas de sus películas. Su producción cinematográfica, aunque relativamente corta, abarca una gama temática variada, en la que se combinan diversos tópicos de la época en que vivió, tratados con una mirada muy personal y una recurrente obsesión por preservar y ejercer el control absoluto sobre su trabajo (Aguilera 1999: 10).

Inteligente y vanidoso, es autor de una obra que se extiende a lo largo de medio siglo, lapso que constituye un escenario al que no es en absoluto ajeno y que está definido por las secuelas de las guerras mundiales en clave de (anti)belicismo y la subsiguiente amenaza del holocausto nuclear, la carrera espacial, la inteligencia artificial, la violencia urbana de las pandillas juveniles y el papel de las sectas en la sociedad contemporánea. Ante todo ello posa su mirada crítica que sirve de acicate a los convencionalismos del momento, tanto desde la perspectiva de la moral sexual como de las relaciones humanas en general, con las que está permanentemente fascinado por la capacidad de destrucción del ser humano (Aguilera 1999: 134). En su quehacer, y desde su magisterio en la fotografía, combinó el blanco y negro con el color; abordó una gama muy diferenciada de trabajos que fueron desde el formato intimista, con un elenco muy reducido de actores, hasta otros con amplia presencia de masas; emprendió pequeñas y grandes producciones; se enfrentó con el realismo más crudo y con la ciencia ficción; planteó el peso del pasado sobre el presente; y especuló sobre la evolución del presente a la hora de configurar el futuro.

Jugador de ajedrez empedernido, no dejó de contemplar la vida como un gigantesco tablero en el que distintos demiurgos echan su partida definitiva en un pulso signado por la estrategia, la paciencia y la inteligencia. Pero también hay un rico registro transversal, donde se alzó dominante el imperio de la subjetividad y el papel de la confianza en las relaciones interhumanas, a la vez que se ahondaba en el legado de Sigmund Freud. El vienés había terminado por definir el propio siglo como una moneda de dos caras —Eros y Tánatos—, verdadero eje del malestar de la cultura de una sociedad de consumo que se expandía a un ritmo vertiginoso.

Un estudio sobre el significado de Kubrick, en un momento en el que había producido las dos terceras partes de su filmografía, señalaba que «si hubiera que establecer en él una constante ideológica en su obra, es evidente que, dentro de la variedad temática de sus films, hay presente un afán de estudiar los distintos grados de sometimiento del individuo ante ciertas formas de dominación que escapan al control personal —el poder político, las tácitas fórmulas de convivencia, la tecnología—» (Sivera y Ramos 1972: 4). Ello justifica sobradamente la decisión de incluir a tal autor en este libro, haciendo hincapié precisamente en una lectura política del trabajo del cineasta neoyorquino.

En este ensayo pretendo enfatizar tres aspectos que pueden servir para realizar una (re)visión de la obra de Kubrick, permitiendo una mirada propiamente política tanto desde una perspectiva que se puede considerar teórica como desde otra de alcance metodológico de los problemas vinculados con el estudio de la política. Tales aspectos son el resultado de la rica gama de elementos que ofrece su filmografía y que se hilvanan construyendo una propuesta que no deja de ser compleja. Se trata del poder y de la dificultad del establecimiento de un orden social basado en la violencia medianamente estable y aceptado por la gran mayoría, en primer término. Seguidamente, el mismo tema relativo al poder y el orden social, pero en base a la confianza. Ambos aspectos son recurrentes en numerosas situaciones de su obra donde la especie humana se sitúa como elemento principal de su análisis, por encima del marco o de la época en que se ubica (Aguilera 1999: 33). En tercer y último lugar, abordo el peso de lo subjetivo a la hora de alcanzar el conocimiento, tanto en clave psicoanalítica como de introspección intangible, algo que se subraya mediante el énfasis en la casualidad y a través de propuestas recurrentes en las que nada es lo que parece.

Poder y violencia

Las relaciones de poder están presentes en toda relación humana adquiriendo diferentes formas expresivas así como propósitos distintos. Sea en el ámbito del grupo más íntimo que rodea a los seres humanos y en el que se desarrolla la convivencia diaria, en el círculo más amplio del trabajo o del ocio o en el marco de arenas que según el paso del tiempo se han ido configurando bajo distintas denominaciones, el poder se ejerce la mayoría de las veces de forma manifiesta y otras de manera más sutil. El carácter relacional del poder requiere de un cierto tipo de aceptación, sin el cual aquel no se ejerce. En un primer momento, la fuerza fue el argumento convincente por excelencia para lograr la obediencia, más tarde algún recurso mágico, en otro momento la propia razón. En medio de estos escenarios se alzaban pasiones, pequeñas historias que podían desviarse por otros vericuetos y cuestiones que tenían que ver con la supervivencia, pero también con la vanidad, la expansión del ego, la satisfacción de una pasión nunca complacida. La política tiene que ver con todo ello, el poder es su objeto de estudio por excelencia y, como bien manifiesta el senador Graco (Charles Laughton) en Espartaco (Kubrick; 1960), finalmente «la política es una profesión práctica».

Si el poder lo invade todo, no puede dejar de estar presente en el cine, tomado en su expresión más general posible como el medio de entretenimiento popular por excelencia en el siglo XX y siendo además de ello una industria y un arte. Como ya se ha señalado, Kubrick es un hombre de su tiempo, una época especialmente convulsa por sanguinaria pero, a la vez, espectacular por los avances científicos registrados. De ello el cineasta neoyorquino es un notario. La sangre con que termina la larga secuencia de los homínidos bajo el epígrafe de «Amanecer del hombre» al inicio de 2001. Una odisea del espacio (Kubrick; 1968) se enlaza con el omnipresente y enigmático monolito. En la misma película, la muerte del homínido frente a su semejante por el descubrimiento por parte de este del uso (tecnológico) de un hueso como arma de poder, en lo que supone un salto cualitativo enorme en la evolución, se emparienta con la posibilidad de una inteligencia externa depositada desde otras civilizaciones, que se hace «presente como un centinela bajo la forma del referido monolito, uno de entre los millones que deben de existir esparcidos por todo el universo, vigilando los mundos en los cuales vibra la promesa de la vida»{1}.

Miles de años después de las escenas que reflejan la violenta interacción grupal en relación con la imprescindible posesión del agua en una zona desértica por parte de los homínidos, Kubrick brinda una sinfonía de brutal violencia coral en las calles de una ciudad inglesa que llena los primeros tres cuartos de hora de La naranja mecánica (1971). El poder se ejerce por el cuarteto de jóvenes «drugos»{2} en un microcosmos definido por una estética propia y un idioma diferenciado contra otros, de cuya confianza abusan, que son asesinados, violados, golpeados, robados; pero también se da en el seno del propio cuarteto, en pro de alcanzar un liderazgo incuestionable, que finalmente es traicionado. Sin embargo, en esta ocasión existe otro poder, configurado a lo largo de siglos, que requiere para sí el monopolio de toda violencia. El poder articulado bajo el Estado se contrapone a cualquier desviación que contraviniera el orden basado en la propiedad privada y en la libertad de los individuos.

Del peso abrumador de la burocracia se derivaban no solo los panópticos como fórmula punitiva por excelencia, sino la voluntad de la reeducación a costa de cualquier precio y, en este caso concreto, siguiendo las técnicas en boga entonces fundadas sobre los reflejos condicionados. Pero el individuo supuestamente reeducado mediante un proceso pionero basado en técnicas neurocientíficas que combinan drogas y electroshocks con la visualización de imágenes atroces, como le sucede a Alex (Malcolm McDowell), no es aceptado por las víctimas que reclaman venganza. La violencia se yergue como un firme hilo conductor del que no parece haber salida. Ni siquiera el fallido intento de suicidio de Alex detiene el ciclo que se reconduce hacia los canales del poder oficial —la política—. El tratamiento «inadecuado» de Alex se convierte en un asunto de máxima relevancia en la liza partidaria de cara a la opinión pública y ante las inmediatas elecciones. Alex ya no es el poder, sino un instrumento del poder ejemplificado por el ministro del Interior y su propuesta de un sistema totalitario —del que forman parte el guardián de la cárcel y sus antiguos compañeros drugos, ahora reclutados por la policía— que corrige los desajustes de la sociedad.

Stanley Kubrick y Anthony Burguess, autor de la novela en que se basa este film, tienen claramente una concepción antirousseauniana o, en términos de la época, contraria a los postulados del sociólogo conductista de moda por entonces, Skinner, quien abogaba por la bondad del ser humano opuesta a la maldad social. En contraposición, y siguiendo la visión de Maquiavelo o de Hobbes, La naranja mecánica postula que la maldad es consustancial al individuo, pero, a diferencia de lo que propone Hobbes, no es tampoco claro que el Estado fuera la solución al problema.

El poder configura también un atroz sinsentido en el medio bélico, un marco en el que se escenifica por excelencia; sin embargo, la habilidad de Kubrick consiste en realizar una propuesta por partida doble, separada por tres décadas, que lo analiza en el seno de uno de los bandos en contienda. Senderos de gloria (1957), en relación con lo que sucede en las filas del ejército francés en la Primera Guerra Mundial, y Nacido para matar (1987), para relatar la vida en el ejército norteamericano en la época de la guerra de Vietnam, configuran sendas diatribas sobre la irracionalidad psicótica del mando. La conducción del ejército se basa en medidas que campean sin ningún control, la coartada brutal de la imposición de la disciplina a cualquier precio —«las tropas son como niños, necesitan disciplina...», imponer un ejemplo, «fusilar un hombre de vez en cuando», le dice el cínico, astuto y completamente corrompido general Broulard (Adolphe Menjou) al honesto abogado y ahora coronel Dax (Kirk Douglas) en Senderos de gloria—.

Tal poder, además, está basado en buena medida en su carácter de clase —mientras la soldadesca se hacina en las trincheras, los oficiales bailan un vals en el lujoso castillo requisado por el ejército—. Así, el ansia de lograr un ascenso del militarista ambicioso que es el general Mireau (George Macready) se traduce en su orden fríamente calculada de llevar a un grupo de soldados franceses a un matadero inevitable. Senderos de gloria fue prohibida en Bélgica, Francia —donde no se estrenaría sino hasta 1975— y Suiza, siendo «un ejercicio de crítica a las instituciones militares y a la negación del individuo ante un estamento que se erige en la máxima representación de una nación en tiempos de guerra» (Aguilera 1999: 75).

Ello se repite en Nacido para matar al proferir el instructor Hartman (Lee Ermey) en su discurso-arenga que «a los marines no se les permite morir sin permiso... Cada marine es tu hermano..., algunos de vosotros moriréis, pero la institución seguirá viva». La sucesión constante de humillaciones al recluta Patoso (Vincent D’Onofrio) conlleva el asesinato por parte de este del sádico instructor y su subsiguiente suicidio, con lo que se cierra el círculo del poder irracional en el seno del propio ejército, para dar paso, en la segunda parte del film, a la propia confrontación bélica en la que la violencia vuelve a ser el motor de la supervivencia.

Por otra parte, este asunto de la rebelión del individuo contra el sistema que produce su despersonalización o su más desgarradora sumisión, bien sea ejemplificado en una institución, como es el ejército o el senado, o en una máquina (como enseguida se verá con relación al ordenador HAL-9000) conlleva resultados poco claros. En la mayoría de los casos el enfrentamiento conduce a la auto-destrucción, alzándose posiblemente como una de las constantes más negativas de Kubrick en relación con el componente político de los seres humanos. Las instituciones políticas tienen el monopolio de la violencia.

Poder y confianza

El ejercicio del poder requiere de la construcción de confianza para que sea aceptado en una relación mínima de iguales. Aunque una llamada telefónica puede ser un gesto amable de dos personas que tienen además algo que contarse, ella puede ser algo muy diferente en un escenario dominado por la polarización de la Guerra Fría, donde la amenaza de la guerra atómica alcanzó niveles próximos al paroxismo en octubre de 1962, en lo que el mundo conoció como «la crisis de los misiles» que confrontó a Estados Unidos con la Unión Soviética por la posibilidad de que esta desplegara en Cuba misiles atómicos, en reciprocidad a lo que habían hecho los Estados Unidos en Turquía. Este conflicto es parodiado por Kubrick en Dr. Insólito o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba (1964), una sátira en la que el presidente de una de las dos potencias nucleares se ve obligado a llamar por teléfono a su antagonista desplegando un ejercicio de sinceridad obligada para avisarle de la inminencia de la catástrofe. La conversación entre el presidente norteamericano, interpretado por Peter Sellers, y el presidente soviético riza el esperpento, como sucede también con la que aquel tiene con el embajador soviético en una war room en la que los protagonistas llegan a las manos y que supone una farsa de la realidad, por cuanto el escenario de reunión galante apenas si tiene que ver con el drama que está a punto de acontecer.

Por el contrario, Espartaco fue una fábula que se basaba en la construcción de la confianza entre los gladiadores esclavos para conformar finalmente un ejército que luchase por su libertad y ello se logró contraviniendo la afirmación inicial de bienvenida al campo de adiestramiento respecto a que «los gladiadores no tenemos amigos». Construir confianza es un proceso laborioso en el que se introducen aspectos vinculados al liderazgo de un personaje ejemplar e íntegro y a una estructura de oportunidades determinada que va evolucionando a lo largo de la historia, proceso que resulta imprescindible en la propuesta realizada en clave de lucha de clases. Una liza en la que se magnifican elementos positivos de los esclavos —como la solidaridad, la abnegación y la generosidad— y se denuncian la corrupción del senado —fácilmente comprable—, el permanente clima de conspiración en él reinante y el egoísmo de los patricios.

Espartaco es la única película de Kubrick rodada en España y en ella el director tuvo que lidiar con el empuje y la personalidad de Kirk Douglas como productor y actor principal y con el guión inicial de Howard Fast —uno de los guionistas más relevantes de la época, cuya vinculación al Partido Comunista de los Estados Unidos le había puesto en la mira del senador McCarthy—, a quien se unió la poderosa pluma de otro proscrito en la lista negra norteamericana, Dalton Trumbo, que fue la definitiva. Estas circunstancias hacen de Espartaco una película en la cual la autoría de Kubrick se diluye, haciéndose apenas notar en detalles como la minuciosidad de las escenas o la manera de describir la mala vida de los esclavos (Gutiérrez-Álvarez 2013: 69). La propia opción, no obstante, en pro de dirigir una película de estas características, cuyo componente libertario estaba por encima de toda duda, evidencia una posición inequívoca con relación a las preocupaciones de Kubrick. A pesar de ser una gran producción con miles de figurantes (se calcula la cifra de 8.500 soldados del ejército español), los variopintos condicionantes de la industria le dejaron muy poco margen para imprimir su sello personal. Kubrick aceptó la dirección de Espartaco porque hasta entonces no había obtenido ningún éxito de taquilla y esta era una oportunidad dorada, pero, como queda dicho, su responsabilidad en la hechura de la misma fue marginal (Aguilera 1999: 80, 95).

En Lolita (Kubrick; 1962), el poder posee una naturaleza muy diferente, ya que el poder es ella y lo ejerce con respecto a Humbert (James Mason), epítome de la masculinidad torturada, a quien da sentido y finalmente destruye en un juego que supera la propuesta del novelista de origen ruso, Vladimir Nabokov, de quien procede la novela original sobre la que se basará el guión, escrito también por Nabokov. Lo que hace Kubrick es agudizar el carácter de biomercancía que tiene Lolita (Sue Lyon) para dominar a su padrastro y del que ella misma es conscientemente poseedora. Él es un patriarca encandilado por la bella rubia quinceañera que despliega el contrapoder de la feminidad que para ella supone su única liberación posible (Iglesias Turrión 2013: 122, 126). La gestación de confianza se elimina aquí y, en su lugar, se produce una suerte de construcción del encantamiento, una especie de coartada para la masculinidad soltera de Humbert, que se encuentra huérfana y que si bien no halla atractivo en la casera del alojamiento —Charlotte (Shelley Winters)— que busca donde pasar una temporada, sí queda deslumbrado ante el descubrimiento de su hijastra Lo.

El encantamiento que supone la seducción es otra forma de construir confianza, algo claramente enunciado en Lolita, pero que adquiere una dimensión distinta de carácter sociológico en Barry Lyndon (Kubrick; 1975). Si la nínfula de Vladimir Nabokov, Lo, seduce a Humbert Humbert, el personaje creado por Thakeray, interpretado por Ryan O’Neal, es el retrato de un oportunista por excelencia, un tipo altanero y aventurero que levanta confianza en su entorno social mediante sus habilidades amorosas y su destreza en el juego. Valor, honor y coraje (Aguilera 1999: 243) es la triada de la que se sirve Kubrick para empoderar a su personaje, que vive un proceso de ascenso social y pasa de ser víctima a convertirse en represor, de manera que Barry Lyndon se alza como el emblema de una época pasada, balbuciente ante su final en 1789.

La confianza que se establece entre HAL-9000{3}, el ordenador que está a cargo del sistema operativo de la nave transbordadora y la tripulación de la misma en 2001. Una odisea del espacio es una relación de dependencia funcional que, no obstante, es puesta en evidencia y eventualmente retada por aquel. Fuera como consecuencia de un fallo mecánico o de una revuelta «inteligente» de la máquina, la disputa entre HAL-9000 y Bowman (Keir Dullea), el único astronauta sobreviviente, es una clásica relación de poder en la que alguien saldrá finalmente triunfador. 2001. Una odisea del espacio configura así una partida de ajedrez en la que el poder es disputado a los hombres por las máquinas en un proceso imaginado por el designio del monolito, aunque en esa circunstancia el ordenador, HAL-9000, epítome de la (superior) inteligencia artificial, pudiera ser desconectado por el ser humano.

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Pero la ausencia de confianza es también una forma de hacer explícito un escenario de poder psicótico. Situar a un pequeño grupo de personas en un hotel aislado por la nieve, donde están sometidas a un individuo que sufre un proceso de desequilibrio psicológico, es otra manera de acercarse al poder. La adaptación por parte de Kubrick de la novela El resplandor de Stephen King puso en evidencia que podía darse un combate contra un enemigo invisible, que ocupaba la mente de Jack Torrance (Jack Nicholson), en un film donde el debate sobre el poder no se daba realmente en las salas del hotel Overlook entre diferentes sujetos. El resplandor (Kubrick; 1980) propone de nuevo una partida de ajedrez en el cerebro humano, donde el resto es puro decorado, incluyendo los espíritus que pueblan el hotel y que presumiblemente están poseídos por él.

Este tipo de poder de carácter difuso se refleja en la repetida ausencia de la figura del padre y en la necesidad de encontrar un sustituto. Esto se da de forma definitiva en Lolita, La naranja mecánica y Barry Lyndon, mientras que en Nacido para matar el recluta Patoso actúa bajo la protección paternal del recluta Bufón (Matthew Modine) (Aguilera 1999: 50) y la madre suple permanentemente al padre en Ojos bien cerrados (Kubrick; 1999).

Tal poder difuso tiene su reflejo en la omnipresencia del sexo y la propuesta que Kubrick realiza de unas relaciones sexuales que rara vez son entre personas iguales, escondiendo así un trato de poder. Específicamente, Ojos bien cerrados adopta «un carácter de fábula sobre el sexo omnipresente en nuestra sociedad» (Aguilera 1999: 333). Pero la iconografía sexual alcanza a imágenes como los dos aviones que bailan al son de la banda sonora mientras figuran una cópula en la tarea de avituallamiento de combustible en Dr. Insólito o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba; las dos naves espaciales confrontadas en 2001. Una odisea del espacio; la marcha en el dormitorio del cuartel en Nacido para matar, donde los soldados se agarran los genitales mientras cantan sobre su valentía y el amor al fusil; sin olvidar el decorado recurrente en La naranja mecánica, donde resalta el falo enorme de cerámica en la casa de la señora de los gatos o las máscaras de las narices con forma de pene que portan los drugos.

Poder y subjetividad

Toda estructura de poder lleva incorporado un entramado de valores que terminan adquiriendo con el tiempo un tono de supuesta objetividad que contribuye a asentar sólidamente el conjunto en la comunidad donde se establece. Esta suerte de imparcial corrección es cuestionada por Kubrick, quien se alza como un avanzado representante de una época nueva. Lolita turba el orden establecido de los adultos quebrando cierta jerarquía de autoridad y valores en la medida que antes Senderos de gloria supuso un aldabonazo con relación a las consecuencias de la evolución psicológica de las personas. Al final de su carrera, Ojos bien cerrados cerrará el círculo sobre el reconocimiento de que «el engaño es una necesidad para ambos (en el matrimonio)» o de que por «una mirada, solo una mirada» se puede hacer que alguien esté «dispuesta a dejarlo todo», algo que sin haber llegado a pasar —el affaire entre el personaje que interpreta Nicole Kidman y el oficial marine—, sin embargo enciende todo tipo de ensoñaciones que terminan alzándose como un componente duro de la realidad. Cuando la subjetividad entra en escena, las estructuras convencionales del poder se resquebrajan y, cuando menos, deben ser repensadas de nuevo.

La presencia de la subjetividad es también dejar jugar a la inestabilidad mental del ser humano, no solo acogida bajo el formato de la presencia de las pasiones, sino igualmente de la propia posibilidad de que el cerebro juegue pequeñas pasadas que evadan a los individuos del control racional permanente del mismo. En una declaración firmada por Kubrick, saliendo al paso de las críticas recibidas por La naranja mecánica, mantuvo que «cuando uno sostiene, a modo de ensayo, la hipótesis de que un estado de paranoia transitoria es inherente a la condición humana, inmediatamente eres acusado de tomar partido, un punto de vista morboso de la historia» (Aguilera 1999: 218). El componente mental juega un papel estelar en toda la obra del autor neoyorquino, que recoge supuestos muy variados tanto en el origen del trastorno como en el resultado, los cuales, en todo caso, sirven para llamar la atención de algo que será objeto central de preocupación en Foucault en relación con el poder. Kubrick, en ese sentido, es profundamente consciente de que, al ser relacional, el poder —es decir, algo que existe entre actores más que algo poseído por alguien—, los procesos mentales, sea cual fuere la forma en que se inician y se desarrollan, tienen efectos que no son banales.

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El desmantelamiento de la objetividad se realiza también bajo la perspectiva de dejar entrar en escena diferentes perspectivas: desde un mismo hecho, narrado desde distintos ángulos, desde visiones aparentemente objetivas todas ellas, que construyen en su interacción un relato distinto. En Atraco perfecto (Kubrick; 1956), la historia, centrada en un robo en un hipódromo, se cuenta desde diferentes puntos de vista en una narración concebida prácticamente en tiempo real, convirtiéndose en un «preciso mecanismo de relojería que certifica su condición de pieza maestra revolucionaria para su tiempo» (Aguilera 1999: 41), que preludiará el trabajo de Akira Kurosawa en Rashomon (Kurosawa; 1950). Esto es algo que también conocemos los cientistas sociales y que tantos problemas metodológicos nos acarrea.

Pero la subjetividad no es un escenario de caos absoluto en el que el desorden y el desconcierto llevan la aguja de marear en un mar proceloso. Como se señala en una de las primeras críticas tras su estreno, en Ojos bien cerrados «cada signo de desorden nos remite a la existencia del sistema que lo suscita. Y el desorden del mundo de Bill Harford (Tom Cruise) revela al personaje la amplitud de la tarea a cumplir, el peso de un sistema de pensamiento moral (y estético) que recae sobre él o los suyos»{4}. Una visión coincidente, como se ha visto más arriba, con la permanente preocupación de Kubrick a la hora de analizar las acciones de los individuos enmarcadas en un contexto determinado conformado por un sistema complejo en el que «el error de Bill es pensar que el impulso no es más que irracional e instintivo». Se trata de algo que no deja de perseguir al conocimiento humano en el ámbito de las ciencias sociales y ante lo que el realizador Kubrick se convierte en un maestro consumado. Como enseña en Nacido para matar, la experiencia transforma a las personas y eso es una muestra del peso de una subjetividad que lleva a la necesidad de estar agradecidos «por sobrevivir a lo real o a los sueños», como dice Alice (Nicole Kidman) a su marido Bill en las últimas escenas de Ojos bien cerrados, porque «un sueño nunca es solo un sueño».

La idea de que las cosas no son como parecen enmarca prácticamente toda la filmografía de Kubrick. Quilty (Peter Sellers) en Lolita es el epítome de la ambigüedad en un ambiente inconmensurable de patetismo; la sala de guerra en Dr. Insólito o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba es una farsa en medio de un drama descomunal protagonizado por personajes demenciales donde no se sabe separar claramente el humor del terror. Asimismo, cuando en Ojos bien cerrados la hija de Milich (Rade Sherbedgia), el vendedor de disfraces, juega con la pareja de asiáticos, no se sabe si lo hace con la furiosa oposición o el interesado permiso de su padre, quien expresamente apenas transcurridas unas horas dice a Bill: «las cosas cambian» y, más adelante, el propio Víctor (Sydney Pollack) manifiesta a Bill que todo lo que había visto era «una representación, un montaje, una farsa», de manera que, si hay una persona realmente muerta, «son cosas que pasan».

Pero no es solo una interpretación fácil de la representación de la obvia hipocresía de la alta burguesía que realiza sus juegos en el marco oculto de sectas que creen tener una superioridad moral por encima de cualquier otro grupo, como lo subrayan las palabras del encapuchado patriarca dirigidas a Bill: «Cuando se hace una promesa aquí no hay posibilidad de arrepentimiento», algo que se contrapone al constante carácter trasgresor de las restantes situaciones recogidas en el film. Se trata de unas cofradías secretas que no son de acceso sencillo y a las que Bill entra como un intruso, puesto que ni siquiera su condición de médico de prestigio le brinda acceso, aunque sí el fácil contacto con Víctor, al que sirve de médico-para-todo. Es, en definitiva, el imperio de la subjetividad: efectivamente, las cosas no son lo que parecen.

Epílogo

La madurez de Kubrick coincide con la plena aceptación de las ideas de Heisenberg y la asunción de que cada proceso de observación modifica la cosa observada. Ese principio invade por doquier las relaciones entre los personajes de sus films{5} y, como no podría ser de otra manera, afecta igualmente a quienes los visionan. Pero Kubrick sabe que existe una aproximación dialéctica y que en los numerosos errores que cometen los seres humanos, que él recoge puntualmente, pueden fundarse nuevos órdenes tras la destrucción de los sistemas periclitados. Se trata de un proceso sin descanso, mecánico, al que no son ajenos ni el azar ni la locura y en el que se da perfecto juego a la música como compañía necesaria: la presencia de «La marsellesa», de un canto al optimismo de Vera Lynn («We’ll meet again») sobre planos de una explosión atómica, de la danza de la astronave junto con la estación espacial rotatoria al son de «El Danubio azul», de la banda sonora de Cantando bajo la lluvia (Donen y Kelly; 1952) para acompañar una violación que terminará en asesinato, de la obertura de La urraca ladrona de Rossini acompañando las andanzas sádico-delictivas de Alex y sus compinches, de la obsesiva presencia de la novena sinfonía de Beethoven, en fin, del «Paint it Black» de los Rolling Stones que cierra Nacido para matar y de «Baby did a Bad Bad Thing» de Chris Isaak, componen un elenco que se convierte en indispensable.

De la nadería que supuso que el equipo nacional holandés de fútbol en su época gloriosa de la década de 1970 fuera denominado como «la naranja mecánica» a la elevación a la condición de director de culto, todo cabe. No obstante, Kubrick contemporiza con la incertidumbre, la cubre de ironía, mira de reojo a un poder poliédrico que finalmente queda enmascarado para contemplar con lascivia una orgía ordenada; y pasa del escepticismo más agudo a la convicción de que posiblemente y como individuos dramáticamente aislados solo quede «algo que hacer urgentemente», como susurra en la escena final Alice a Bill, en la que es su película póstuma y, seguramente, su testamento.

Bibliografía

AGUILERA, Christian

1999   Stanley Kubrick. Una odisea creativa. Barcelona: Libros Dirigido.

FOLIOS

2012    «Cine y política. La militancia de la ficción». En: Folios. Publicación de Discusión y Análisis, año V, N° 26.

GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ, Pepe

2013    «Por siempre Espartaco, ¿qué es la revolución?». En: IGLESIAS TURRIÓN, Pablo (ed.). Cuando las películas votan. Lecciones de ciencias sociales a través del cine. Madrid: Los Libros de la Catarata, pp. 54-80.

IGLESIAS TURRIÓN, Pablo

2013    Maquiavelo frente a la pantalla. Cine y política. Madrid: Akal.

SIVERA, Antonio y Tomás RAMOS

1972  «Stanley Kubrick: la voluntad de la técnica». En: Dirigido por, N° 1, pp. 4-7.

Los políticos y sus entornos desde el cine

Rolando Ames Cobián{1}

El lente cinematográfico ejerce una especial fascinación por la posibilidad que otorga al espectador de adentrarse en lo más íntimo de la vida de ciertos personajes. En el caso de una trama política, esta fascinación se potencia, pues nos permite sobrepasar las barreras que protegen los aspectos secretos y distantes de la vida del político y del juego del poder.

Nuestro primer objetivo en este ensayo fue analizar películas que mostraran cómo viven y trabajan —o trabajaron— grandes jefes de gobierno, a fin de registrar escenas relevantes relativas al accionar del poder político en la cúpula de los Estados contemporáneos. Hemos mantenido ese norte y trabajado sobre tres películas: El ejercicio del poder (Schoeller; 2011), El divo: la espectacular vida de Giulio Andreotti (Sorrentino; 2008) y El paseante del Campo de Marte (Guédiguian; 2005). Nuestros personajes centrales son, en la primera, uno que proviene solo de la creación cinematográfica, Bertrand St. Jean (Olivier Gourmet), ministro de transportes francés, mientras que en las otras dos se trata de políticos reales de gran importancia, parte de cuyas historias dieron lugar a las películas mencionadas: Giulio Andreotti (Toni Servillo), primer ministro de Italia, y Francis Mitterrand (Michel Bouquet), presidente de Francia.

Nuestro tema se sitúa al interior de una problemática clásica de la ciencia política: las historias de los gobernantes y del poder. El tema de fondo en los tres casos es el ejercicio del poder político y, tal como lo señala el título de esta nota, los políticos y sus entornos desde el cine.

Nos hemos centrado en tres aspectos del ejercicio del poder: el primero se refiere a la personalidad y la acción directa de su principal detentador, debido a la relevancia que tiene la subjetividad del jefe para comprender la lógica de la acción política. El segundo analiza la relación entre este jefe gobernante y los círculos de personas que actúan alrededor, empezando por los más cercanos, los asesores, pasando por los aliados y hasta llegar a los rivales. El tercer aspecto comenta, vía la película más reciente, la relación actual entre los políticos y los medios, destacando la manera en que esta ha redefinido el vínculo entre los políticos y la gente, generando con ello cercanías y lejanías complejas.

El estilo de la redacción está marcado por el magnetismo que se produce al comentar una realidad que el cine nos permite percibir como si fuera real y próxima. Queremos decir con esto que el tono es el del comentario «a la salida del cine». De esta manera, quisiéramos provocar el diálogo entre los lectores, y el nuestro con ellos. Este fin se cumplirá si los animamos a ver las películas. Es así como el circuito comunicativo estaría casi completo. Para culminar esta introducción vamos ahora a esbozar brevemente el tema de las películas, empezando por la más reciente.

El ejercicio del poder, del director y guionista Pierre Schoeller, comienza con un sueño en el que una mujer desnuda se introduce, solícita, en la boca de un enorme caimán ante la mirada de un grupo de hombres situado en un entorno palaciego de aliento ministerial. Este entorno, con ciertas variaciones, lo vemos a continuación, ya en la realidad, donde unos jóvenes celebran una fiesta con la música a todo volumen, mientras beben y se ofrecen sexualmente entre sí. Una llamada interrumpe la celebración: ha habido un accidente de autobús con varios muertos. El operativo ministerial se activa. Llamadas, coches que recogen a los políticos de turno y desplazamientos hacia el lugar de los hechos. Así comienza la odisea de un hombre de Estado en un mundo cada vez más complejo y hostil. Velocidad, luchas por el poder, caos, crisis económica. Todo se encadena y entrechoca. Una emergencia sigue a otra. ¿Qué sacrificios están dispuestos a aceptar los hombres? ¿Cuánto durarán en un Estado que devora a aquellos que le sirven?{2}

La siguiente película es El divo: la espectacular vida de Giulio Andreotti,El divo.