Índice
Cubierta
De lo que se trata
Balzac y los acreedores
Baudelaire, la ortografía
Blixen, tan delgada
Las Brontë, el mundo imaginado
Byron, verduras y gaseosa
Camus, el billete de tren
Capote, todos los excesos
El bueno de Chéjov
Chesterton, mapa del disparate
Colette, la reina de la casa
Conrad, lobo de mar
Guillaume Apollinaire / Samuel Beckett / Gustave Flaubert / André Gide
Dickens, los potes de betún
Dostoievski, el hombre que hizo llorar al zar
Dumas, la buena letra
Duras, besos y chistes malos
Faulkner, fumando en pipa
Fitzgerald, los felices veinte
Hemingway, el centenar de gatos
Hermann Hesse, el hilo de sangre
Victor Hugo, el Rey Sol
Joyce, las gafas de gato
Kafka, el oficinista
Máximo Gorki / Henry James / Rudyard Kipling / Herman Melville
Lampedusa, pastelitos y Shakespeare
Clarice Lispector, la exótica mirada
Jack London, armado en la cubierta
Thomas Mann, las cosas pequeñas
Nabokov, el cazamariposas
Pessoa, sociedad limitada
Poe, pobre
A la busca de Proust
Rilke y los japoneses
Rimbaud, la quemadura de la gloria
Salgari, la mala suerte
Borís Pasternak / Georges Perec / Ezra Pound / Iván Turguéniev
Jean-Paul Sartre (y Beauvoir también un poco)
Simenon, los cuatrocientos libros
Stendhal, las doce en punto
Stevenson, el que contaba historias
Tolstói, el campesino
Twain, el bigote de morsa
Verne, el tiro en la pierna
Walser el paseante
La importancia de llamarse Wilde
Woolf, la bella nunca guapa
Yourcenar, cuarenta bufandas
Biografías
Créditos
Siempre me ha gustado conocer la vida de los escritores. Sus hábitos, sus manías, sus avatares familiares, sus problemas y cómo los resolvieron. O complicaron. Creo que, más allá de la curiosidad, que ya sería motivo suficiente, saber cómo vivieron los grandes creadores ayuda a entender mejor su obra. A explicarla, justificarla, razonarla…
44 escritores de la literatura universal propone un recorrido por la literatura europea y norteamericana de los siglos XIX y XX a través de muchos de sus nombres imprescindibles, y de las claves, sucesos e historias que ayudan a conocerlos. La lista de autores incluye los nombres más representativos de la literatura francesa, inglesa, italiana, alemana, estadounidense, rusa… Y alguno, también, de nuestros autores predilectos.
Estoy convencido de que cada persona tiene un rasgo que, por encima del resto, la define. A veces algo obvio y, en ocasiones, inexpresado, recóndito. Esa búsqueda de la singularidad, del destello que ilumina el personaje, ha sido el objetivo a la hora de escribir este libro.
Por lo demás, creo que merece la pena señalar el hilo trágico que recorre muchas de estas semblanzas: infancias desgraciadas, pobreza, deudas, enfermedad, miseria, alcohol, muerte prematura… La vida de los escritores no siempre ha sido cómoda o complaciente; y la genialidad, el compromiso con la propia obra, con la literatura, suele pasar una factura muchas veces fatal. La quemadura de la gloria.
Falta hablar de los dibujos de Damián Flores, sus magníficas caricaturas, que revelan esa parte secreta del escritor, al que retratan desde una inesperada perspectiva, una mirada nueva y original.
Termino refiriéndome a 39 escritores y medio (Siruela, 2006), dedicado a escritores españoles y latinoamericanos, del que este libro es una lógica continuación. En la introducción a aquel, afirmaba que conocer a los autores, interesarse por ellos, acaba muchas veces conduciendo a sus libros.
No sé si sucedió entonces, pero no se me ocurre mejor deseo para este 44… Que sea una puerta, una ventana, una rendija a través de la cual asomarse a la literatura. Que es de lo que se trata.
Jesús Marchamalo
octubre de 2009
A Miguel Delibes, entrañable amigo.
Y a la pequeña Cloe.
i se trata de Balzac hay que hablar de tres cosas: su pelo, sus sortijas y su bastón. Ningún otro rasgo ha despertado tanto interés entre sus biógrafos, nada, en su vida, ha hecho correr tanta tinta como su melena impermeable a los peines —asilvestrada, arrebolada, airosa, un poco de mañana de resaca—; la variedad de sus anillos, de papa o de monarca, y las empuñaduras de sus cachavas. Suficiente para una caricatura.
Vivía en Les Jardies. Una pequeña propiedad cerca de París salpicada de árboles diminutos y empinadas terrazas, donde él mismo dirigió la construcción de la casa en la que, hélas!, se olvidó de la escalera. Por más que los albañiles preguntaran por ella —su localización en planta, la calidad de los materiales, el diseño de la barandilla—, el ocupado Honoré, pendiente de otros aspectos más urgentes de la obra, fue postergando la decisión hasta que se retiraron los andamios y la imposibilidad de acceder a los pisos superiores se hizo evidente. Así que hubo que improvisar: ponerla por fuera, en la parte trasera, como pertinaz homenaje a su impericia.
En esa casa, poco más que un pabellón umbrío y destartalado, vivió gran parte de su vida rodeado de un mobiliario inexistente que fue garabateando en las paredes, con un trozo de tiza, y que nunca llegó a comprar: aquí una cómoda —se leía—, aquí un zócalo de mármol, aquí una chimenea… Allí trabajaba, siempre de madrugada, corrigiendo una y otra vez, y de allí salía a pasear, a menudo, con sus andares torpes, sinuosos, como los de un paquidermo. Le gustaba caminar de noche, para pensar, por los bosques de Ville d’Auray y de Versalles. Y había veces en que aparecía en la plaza, ya amanecido, con pantuflas y bata, despeinado, sin reloj ni dinero, como un sonámbulo, y que tenía que volver a casa en el tranvía, contando con la complicidad del conductor que hacía la vista gorda cuando subía sin pagar.
Sus deudas fueron legendarias. Los acreedores llamaban a su puerta haciendo sonar una campanilla (se decía que de plata), y se enfrentaban a su silencio indiferente, un muro, cuando no a los ladridos amenazantes, intimidatorios, de un enorme perrazo, El Turco, todo dientes y fauces espumosas y ojos inyectados, temible y homicida. Y fue la comidilla nacional aquella señora, no se supo quién era, que cierta noche, en el transcurso de un baile de disfraces, se acercó hasta él y le deslizó un grueso fajo de billetes para a continuación desaparecer apresuradamente, enmascarada, entre los pierrots, los arlequines y los napoleones.
Un día lo visitó Victor Hugo. Desarrapados ambos, algo andrajosos. Uno, el pantalón sin tirantes; otro, la corbata raída. Uno, los zapatos sucios; otro, el chaleco falto de botones. Hugo fue parco en sus cumplidos, a juzgar por lo que contaron los testigos. Solo, casi al final, elogió la belleza de los alhelíes. «Son bonitos», dijo señalando difuso con el dedo.
au-de-laire, decía espaciando las sílabas con enfermiza parsimonia mientras comprobaba, a hurtadillas, que su interlocutor había escrito bien el apellido. Con las aes y las es en su sitio, y el número preciso de consonantes: cuatro. Siempre dio una importancia extrema, pueril, casi supersticiosa a la ortografía de su nombre, y alguna vez hizo retirar un pliego al impresor Malassis, su editor, solo porque estaba mal escrito: una letra de más, Beaudelaire, o una de menos, Badelaire, o las mismas en diferente orden, Buadelaire, por ejemplo.
Vivió una infancia de internado. Un huérfano de padre en su más tierna infancia, para quien su padrastro, un general marcial y dominante, al que siempre profesó una singular antipatía, eligió el camino de la estricta disciplina: agua fría, puntualidad escrupulosa, orden, hipocresía, pañuelitos de encaje, y el meñique estirado sujetando la taza en días de fiesta. Así que acabó en aquel París de la bohemia, el de la orilla izquierda, el hachís y la sífilis, como caído en los brazos de una amante cálida y engañosa. Abrazadora.
Hubo un tiempo en que, excéntrico, dibujaba sus propios trajes —los colores exactos, los fruncidos, las sisas—, peleaba después con los sastres, y, elegante, pelín estrafalario, salía a la calle vestido de muselina negra, como el tallo de un tulipán; un sombrero de copa, un cinturón ceñido, de terciopelo, y una boa de plumas en el cuello y sobre ella una mano: dedos largos, huesudos, uñas cuidadas, delicadas como las de una virgen. Empapeló su habitación de rojo, las paredes y el techo, y la llenó de sapos, lagartijas, galápagos, un cuervo, una paloma, un gato… Y tenía una ventana en la que, detalle conmovedor, los cristales de arriba estaban sin esmerilar, para poder ver el cielo.
El rey del desorden, el edecán de la vida disipada, de la tos, los ojos cristalinos, las deudas impagadas. Sin dormir. Sin lavarse. Sin comer más que unos pastelitos que, decía, eran de carne humana. Hasta que leyó a Poe, pobre. Como un deslumbramiento. Almas gemelas, ambos. Y se puso a escribir, casi alienado. Tanto, que dejaba la llave en la puerta para no tener que levantarse a abrir si alguien llamaba.
Corregía incansable, todo el tiempo. Incluso ya en la imprenta: erratas, márgenes, tipos de letra… Después de publicar Las flores del mal, llegaban a su casa cartas en las que, debajo de su nombre, aparecía el título del libro que le daría la gloria, como otros ponen su profesión: médico o arquitecto. Y escuchaba a su paso, como un susurro vago, cómo lo señalaban y, bajito, decían su apellido. Y ocurrió, viejo o avejentado, que él mismo olvidó la ortografía. Le daban, entonces, alguno de sus libros, y copiaba de la cubierta el nombre. La letra temblorosa, errática, afilada, con las aes, y las es, y las cuatro, precisas, consonantes.
uvo, ya de mayor, un novio, o un amante, o lo que fuera. Un joven poeta pálido y torturado a quien contaba historias seductoras y al que un día obligó a grabar, como muestra de amor, un corazón con sus iniciales en la corteza de un árbol. Y años más tarde, cuando la abandonó, o lo que fuera, llegó en coche al lugar, distinguida como una de las princesas de los cuentos, con su chófer y un hacha. Señaló el árbol de lejos y, fumando indolente, vio cómo lo talaba.
Era alta, elegante, caprichosa, y delgada, delgadísima con sus brazos de alambre. Tanto que al final de su vida, tras una operación grave de estómago, comía apenas ostras, siempre con infinita, aristocrática desgana, y un par de espárragos servidos con champán. Así que hay fotos suyas en las que tiene un aspecto ligeramente cadavérico, una elegante y enigmática decrepitud: la piel pegada, el pelo recogido, la mirada llorosa, alucinada, y los ojos hundidos en las cuencas. Unos ojos volcánicos, de cierta malignidad provocadora, de esos negros intensos en los que se confunde, negra, la niña. Y la pupila, negra.
Tuvo, como se sabe, una granja en África, a los pies del altiplano de Ngong, en la que vivió diecisiete años plantando café, matando leones o viendo cómo los mataban, y organizando picnics en la sabana a los que llevaba cubiertos de plata, vasos de cristal bueno, sus mejores sombreros y un gramófono en el que escuchaba a Schubert sobre un coro persistente, inaudible, de rugidos, gañidos, trinos, aullidos, truenos… Allí aprendió a contar historias que inventaba. Los indígenas, alrededor del fuego, escuchaban al ama blanca, fascinados, con la voz impostada, susurrando, decir con los ojos exageradamente abiertos: «Hubo una vez un hombre que tenía un elefante con dos trompas…».
Volvió a Europa arruinada, divorciada y enferma, arrastrando los restos del naufragio: algún mueble, unos pocos libros, un revólver de cachas nacaradas, y una elegante sífilis prêt-à-porter de la que se curó con el tiempo, pero de la que siguió presumiendo hasta su muerte.
Se buscó un seudónimo, Isak Dinesen, y se dedicó a escribir. Tan bien, que cuando a Hemingway le concedieron el Nobel, lo primero que dijo es que debía de haber sido para ella. Una noche estuvo con Marilyn Monroe en Nueva York, cenando ostras y espárragos, excéntrica y difícil, con uno de sus turbantes y un bolso en el que habría entrado ella misma plegada.
Pasó el resto de su vida montando en bicicleta, con el pantalón sujeto con horquillas, bañándose en agua caliente —las criadas debían subir los baldes por una estrecha escalera— y escuchando a Schubert.
Fumó hasta el final, de forma compulsiva, más de cuarenta cigarrillos diarios. Y murió en su casa, arriba, con un jarroncito rojo en la mesilla donde ponía la rosa fresca que un admirador, cada mañana, le enviaba.
na de las sirvientas que trabajó en la rectoría de su padre, una mujer mayor, de pelo recogido —gris plomizo— en un moño, y manos blancas, delgadas, dijo una vez: Charlotte era la más inteligente; Emily, la más guapa; y Anne, la pequeña siempre. Vivieron gran parte de su vida en una casa rodeada de páramos de un verde inapelable, por los que correteaban, ruidosas, inocentes, con sus faldas de vuelo y sus zapatos bajos, negros, casi invisibles. Había un palomar en el que todas las palomas que anidaban tenían nombre: Arcoiris, Diamante, Copo de Nieve… Y a veces, les bastaba verlas brillar al sol, aleteando —la mano sobre la cara, haciendo sombra—, para reconocerlas. Allí, una tía soltera o solterona, gobernanta severa, se encargó de inculcar a las niñas el sentido del orden, el deber, la modestia: puntualidad, limpieza y el listado completo y exhaustivo de las buenas maneras.
La vocación de las institutrices —dibujo, idiomas, lengua, normas de cortesía—, pensionados en los que escaseaba la comida, donde las clases eran interminables, los dormitorios fríos, los horarios estrictos y la única religión, el «Temario Mangnall» (el mapa del conocimiento obligatorio para señoritas), y el paseo de los domingos, por la ciudad, en fila, modosas, de la mano con el fondo acerado, persistente y locuaz de las campanas.
Hubo un perro, también, que se llamaba Keeper, un enorme mastín que las seguía a todas partes, gruñón y amenazante con el mundo; un gato, Negro Tom; dos ocas, Adelaida y Victoria, y un halcón recogido de un nido abandonado. Las criaturas mudas, las llamaban. Charlotte no demasiado alta, pulcra, disciplinada, cauta; Emily, desgarbada, arrogante y resuelta. Y Anne, la pequeña siempre.
Dijeron no al amor, ofensivo, imposible, que les llegó por carta, de usted, protocolario, solo nombres y adverbios; y sufrieron, las tres, el tacto de la calamidad: la muerte de su tía, la de otras dos hermanas, la ceguera del padre, la locura, feroz e irremediable —el opio y el alcohol—, de su hermano Branwell, que las retrató a todas, en el margen de todos sus fracasos.
Tuvieron de pequeñas un reino imaginario, Anglia, que era su propiedad. Allí se encontraban las tres, escribiendo por la noche, en su cuarto, en la extraña vigilia de los cabos de vela. Crónicas y sucesos, cuadernos y papeles, largos versos, historias…
Cuando publicaron su primer libro, Poemas, del que vendieron dos ejemplares, decidieron buscarse seudónimos masculinos, Currer, Ellis y Acton Bell, en los que mantuvieron sus propias iniciales. Después ya fueron Jane Eyre, Cumbres Borrascosas, Agnes Grey, el éxito y la gloria. Un crítico, algo apergaminado, mirando por encima de sus gafas dijo de ellas: «Lástima que no sean hombres, habrían sido buenos navegantes». Lo mismo era un piropo. Charlotte, Emily y Anne. La más pequeña.
e llamaba George Gordon Byron porque una cláusula testamentaria exigía que el heredero de los Gordon llevara en primer lugar el apellido, lo que constituía, casi de hecho, la única herencia. Tampoco los Byron aportaron mucho más, aparte de blasones y de sellos heráldicos. Un par de títulos con tratamiento, un puñado de deudas y una pequeña renta que le permitió vestir siempre levita, además de una aristocrática imposibilidad para las erres. Así, decía «Byrn» cuando se presentaba, como si tuviera en la boca un trozo de pescado con espinas. Fue un joven apuesto, elegante, de rasgos varoniles y armoniosos, dueño de una noble y decimonónica belleza únicamente empañada por una ostensible y notoria, desgraciada cojera. Tenía un pie deforme, algo zambo, que al apoyarse en el suelo hallaba bajo el talón un abismo, una sima, un barranco de riscos escarpados por los que resbalaba en caída libre cada vez que daba un paso.
Se odió siempre por eso. Y arrastró de por vida no solamente el pie, sino el eco punzante, doloroso, de su primer amor. Una prima lejana, Mary-Anne, jugosa y deseable a quien oyó decir, desatinada, torpe, a una de sus doncellas: «¿No pensarás acaso que me puedo enamorar de un pobre cojo?».
Hubo siempre algo en él de esa doble mirada. Algo del joven tímido y silencioso, sometido a frecuentes abstinencias por mantenerse esbelto: hambre, esgrima, verduras y gaseosa; un ateo piadoso —curiosa conjunción, cómo él decía—, elegante y gallardo. Y el tullido amargado, libertino y rijoso, que acudía a frecuentes bacanales: alcohol, juegos perversos y muchachas turgentes a quienes sometía a burlas y ultrajes con los que se vengaba de la naturaleza y de su prodigalidad con ellas.
El resto fueron relaciones tormentosas. Amor y desamor. Y la espera, impaciente, fundada certidumbre, de la muerte.