AGRADECIMIENTOS

Este libro solo pudo ser escrito gracias a las conversaciones que mantuve con cientos de personas de todo el mundo. Muchas otras hicieron de intérpretes (algunas remuneradas; otras, no) o de contactos. Algunas simplemente me ayudaron a comprar billetes de tren (lo que en Rusia es un acto de clemencia). Quiero agradecer a las personas con las que me encontré y que cito en el libro, y también:

Quiero agradecer también a Peter Gordon y a Nick Lord de la televisión de Yorkshire que produjeron en 1990 una maravillosa serie sobre el fútbol alrededor del mundo titulada The Greatest Game y me dejaron utilizar toda la información y entrevistas que quise de su ingente archivo. De ahí saqué mucho.

Estoy especialmente en deuda con Bill Massey y Caroline Oakley, mis editores de Orion.

BIBLIOGRAFÍA

Obras de carácter general:

Rusia:

Paul Gascoigne:

Bobby Robson:

Holanda-Alemania:

Rangers-Celtic:

Sudáfrica:

Argentina:

Brasil:

También he obtenido mucha información de las siguientes revistas: France Football, Follow, Follow, Not the View, Shedzine, Voetbal International, Vrij Nederland, When Saturday Comes y World Soccer.

CAPÍTULO 1 PERSIGUIENDO EL
FÚTBOL ALREDEDOR
DEL MUNDO

Nadie sabe la cifra exacta de aficionados al fútbol que hay en el mundo. Según un folleto publicado por la organización del Mundial de Estados Unidos de 1994, la audiencia televisiva del Mundial de Italia había sido de 25.600 millones de espectadores (cinco veces la población mundial) y se esperaba que 31.000 millones viesen el Mundial de Estados Unidos.

Quizá estas cifras sean absurdas. Para cualquier final reciente de la Copa del Mundo hay estadísticas de audiencias con diferencias de miles de millones de espectadores y en el citado folleto se sostiene que a Striker (el perro que fue mascota del Mundial de Estados Unidos) lo habían visto un billón de veces a finales de 1994. ¿Un billón exactamente? ¿Cómo pueden estar tan seguros?

Lo innegable, como se afirma en el citado folleto, es que «el fútbol es el deporte más popular del mundo». En Nápoles se dice que cuando un hombre tiene dinero, primero come, luego va al fútbol y, si le sobra algo, busca un lugar para vivir. Los brasileños afirman que hasta en el pueblo más pequeño hay una iglesia y un campo de fútbol… aunque luego puntualizan que «iglesia no siempre, pero campo de fútbol sí». Y es que, si bien hay más gente que va a misa que al fútbol, no hay acontecimiento público que pueda equipararse a este deporte. Del lugar que ocupa el fútbol en el mundo trata precisamente este libro.

Cuando un juego moviliza a miles de millones de personas deja de ser un mero juego. El fútbol no es solo fútbol: fascina a dictadores y mafiosos, y contribuye a desencadenar guerras y revoluciones. Cuando me puse a escribir este libro, tenía solo una vaga idea de cómo lo hace. Sabía que cuando en Glasgow se enfrentan Celtic y Rangers, aumenta la tensión en el Úlster y que la mitad de la población de Holanda se lanzó a la calle para celebrar la victoria sobre Alemania en la Eurocopa de 1988. También había leído que el triunfo de la selección brasileña en el Mundial de 1970 contribuyó a que el Gobierno militar se mantuviera unos años más en el poder —lo que resultó ser falso— y que la guerra que enfrentaba a Nigeria con Biafra se detuvo durante un día para que Pelé, que estaba de visita en el país, jugase un partido. Y todos hemos oído hablar de la Guerra del Fútbol entre El Salvador y Honduras.

La primera pregunta que me formulé fue el modo como el fútbol influye en la vida de un país y, la segunda, de qué manera la vida de un país influye en su fútbol. En otras palabras, ¿por qué Brasil juega como Brasil, Inglaterra como Inglaterra y Holanda como Holanda? En cierta ocasión, Michel Platini comentó en L’Équipe que un equipo de fútbol «representa una forma de ser, una cultura». ¿Es realmente así?

Cuando empecé este libro yo no pertenecía al mundo del fútbol profesional. Había vivido y había jugado y visto fútbol en Holanda, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos, y también había escrito algunos artículos al respecto en revistas, pero jamás me había sentado en una tribuna de prensa ni había entrevistado a un futbolista profesional. Para escribir el libro, viajé por todo el mundo, asistí a partidos y hablé con entrenadores, políticos, mafiosos, periodistas, aficionados y también con algún que otro jugador. Los grandes nombres me asustaban. Cuando entrevisté a Roger Milla, por ejemplo, apenas pude levantar la mirada del cuestionario que había preparado. Pero poco a poco las estrellas dejaron de intimidarme y ahora, diez meses después de visitar el famoso estadio de Maracaná, casi echo de menos, sentado en mi casa de Londres, la vida que rodea al fútbol.

Viajé durante nueve meses y visité veintidós países, de Ucrania a Camerún y de Argentina a Escocia. Fueron unos meses desconcertantes. Hoy en día puedo decir «soy un periodista inglés» en varios idiomas, aunque en estonio y lituano eso fue todo lo que aprendí. Fueron muchos los amigos que me ayudaron y también conté, cuando pude permitírmelo, con el apoyo de algún que otro intérprete.

Y a esto hay que añadir los desplazamientos. En una ocasión volé de Los Ángeles a Londres, donde pasé un par de días. Luego fui a Buenos Aires y, desde allí, a Río. Un mes después volví a Londres, donde estuve solo 48 horas. Luego volé a Dublín, tomé un autocar al Úlster y luego un ferry hasta Glasgow. Llegué a Escocia a la semana de haber salido de Río y, cinco días después, estaba de nuevo en casa. Debo añadir que mi limitado presupuesto, 5.000 libras para todo el año, complicó el viaje bastante más de lo que sugiere el itinerario.

Viajar por el mundo, perderme el invierno inglés y ver fútbol no era un mal plan, pero jamás viví en la opulencia, excepto en la antigua Unión Soviética, donde cualquier persona con dinero occidental es un millonario que puede moverse en taxi. Sin embargo, en cuanto regresaba a Occidente, volvía a los albergues juveniles. A mí no me preocupaba en absoluto, claro, pero sí que me importaba lo que pudiese pensar la gente del fútbol. Los directivos, los entrenadores y los jugadores son ricos y respetan la riqueza ajena. Siempre se interesaban por el hotel en que me hospedaba y en sus ojos podía advertir que se preguntaban si mi chaqueta raída sería una decisión estética. Una vez Josef Chovanec, del Sparta de Praga, me pidió 300 libras por una entrevista. Todos van a las peluquerías más caras —razón que sin duda explica su necesidad de ganar tanto dinero— y, a su lado, solía sentirme sucio.

En todas partes me decían: «¡Fútbol y política! Has venido al lugar adecuado». Resultó que el fútbol importa bastante más de lo que había imaginado. Di con un club de fútbol que exporta oro y materiales nucleares, y otro que está creando su propia universidad. Mussolini y Franco se dieron cuenta de la importancia del juego, y también la entienden Silvio Berlusconi, Nelson Mandela y el presidente de Camerún Paul Biya. Por culpa del fútbol, Nikolai Starostin fue deportado a un gulag soviético, pero también fue el fútbol lo que, una vez allí, le salvó la vida. Le sorprendió, según escribe en sus memorias, que aquellos «jefes de campo de concentración, dueños de la vida y la muerte de miles y miles de seres humanos, fuesen tan indulgentes con cualquier cosa relacionada con el fútbol. Su desenfrenado poder sobre la vida humana no era nada comparado con el poder que el fútbol ejercía sobre ellos». Y por más cosas que se hayan escrito sobre los hooligans, debo decir que hay aficionados mucho más peligrosos.

CAPÍTULO 2 EL FÚTBOL
ES LA GUERRA

Puede que las cosas cambien cuando Serbia juegue contra Croacia por primera vez, pero el partido de mayor rivalidad del fútbol europeo es, de momento, el que enfrenta a Holanda y Alemania.

Todo empezó en Hamburgo una noche de verano de 1988, cuando los holandeses ganaron a los alemanes por 2 goles a 1 en la semifinal de la Eurocopa. En la aburrida Holanda, nadie salía de su asombro: nueve millones de holandeses, más del 60% de la población, se había lanzado a la calle para festejar la victoria. Aunque era un martes por la noche, supuso la manifestación pública más numerosa desde el día de la Liberación. «Parece que al final hemos ganado la guerra», declaró por televisión un antiguo combatiente de la resistencia.

En Tegucigalpa, Ger Blok, un holandés de 58 años que entrenaba a la selección de Honduras, lo celebró corriendo por las calles de la ciudad y enarbolando una bandera holandesa. «Histérico e intensamente feliz», dijo, aunque luego agregó: «pero al día siguiente me avergonzé de un comportamiento tan ridículo.»

En la plaza Leidseplein, los habitantes de Ámsterdam lanzaban bicicletas (¿las suyas?) al aire al grito de «¡Hurra! ¡Nos han devuelto las bicicletas!». Y es que los alemanes, durante la ocupación, habían confiscado —en el mayor robo de bicicletas de la historia— todas las bicicletas de Holanda.

—Cuando marca Holanda, bailo por toda la habitación —me dijo el profesor L. De Jong, un hombre menudo y canoso que ha pasado los últimos cuarenta y cinco años de su vida escribiendo la historia oficial de Holanda durante la Segunda Guerra Mundial en tropecientos volúmenes.

—El fútbol me vuelve loco —reconoce—. ¡Es obvio que lo que han hecho esos chicos tiene que ver con la guerra! Me extraña que haya gente que lo ponga en duda.

Willem van Hanegem, que jugó con Holanda en la final del Mundial de 1974 contra Alemania, declaró a la revista Wrij Nederland:

—En general no puedo decir que los alemanes sean mis mejores amigos, aunque Beckenbauer tenía un pase. Parecía arrogante, pero era solo por la manera de jugar. Para él todo resultaba sencillo.

—Pero, entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó el periodista.

—Sus antepasados, obviamente —replicó Van Hanegem, usando la palabra holandesa fout, que significa «equivocado» aunque también tiene una acepción que significa «colaboracionista».

—Pero eso no es culpa suya —apostilló el periodista, ejerciendo de abogado del diablo.

—Quizá no —concluyó Van Hanegem—. Pero eso no cambia las cosas.

Hay que decir que Van Hanegem había perdido a su padre y a dos hermanos por culpa de una bomba durante la Segunda Guerra Mundial, en la época en que Vrij Nederland («Holanda Libre») empezaba su singladura como periódico clandestino. «¡Qué pena que los japos no jueguen al fútbol!», se lamentó irónicamente el periódico.

Parece que Hamburgo alivió las frustraciones de gente de todo el mundo. En la rueda de prensa celebrada después del partido, ciento cincuenta periodistas extranjeros se pusieron en pie para ovacionar a Rinus Michels, el seleccionador holandés. Un corresponsal del periódico holandés De Telegraaf (colaboracionista durante la guerra) escribió que un periodista israelí le había confesado en la tribuna de prensa que iba con Holanda, para añadir luego: «Usted ya sabe por qué».

Los futbolistas profesionales se muestran siempre educados al hablar de sus rivales porque saben que volverán a encontrarse con ellos en algún otro momento. Pero los holandeses no fueron demasiado cordiales con los alemanes. Ronald Koeman estaba furioso porque no les habían felicitado después del partido. En su opinión, el único jugador alemán que se comportó de manera correcta fue Olaf Thon, con quien intercambió la camiseta. El entrenador holandés Rinus Michels, la persona que acuñó la expresión «el fútbol es la guerra», admitió experimentar «un plus de satisfacción por razones en las que ahora no voy a entrar». Al salir del túnel de vestuarios tras el descanso, Michels alzó el brazo e hizo una imponente peineta ante los abucheos de la afición alemana y Arnold Mühren afirmó que ganar a Alemania era como que Irlanda ganara a Inglaterra, pero se quedó corto.


Pocos meses después, se publicó en Holanda un libro con el título Poesía en el fútbol: Holanda contra Alemania. Algunos de los poemas fueron escritos por poetas de verdad, pero otros los escribieron futbolistas profesionales.

A.J. Heerma van Voss escribió:

Los alemanes querían ser campeones del mundo. Desde que tengo uso de razón y antes de eso los alemanes han querido ser campeones del mundo.

Por su parte, el poeta de Róterdam Jules Deelder finalizaba un poema titulado «21-6-88» aludiendo al gol de Van Basten con los siguientes versos:

Se alzaron aplaudiendo de sus tumbas. Los que cayeron se alzaron aplaudiendo de sus tumbas.

Hans Boskamp, por su parte, escribió:

Y entonces, aquella noche increíblemente hermosa. Estúpidas generalizaciones sobre un pueblo o una nación, las desprecio. El sentido de la proporción es para mí muy querido. Dulce revancha, pensé, no existe o dura solo un instante. Y entonces, aquella increíblemente hermosa noche de martes en Hamburgo.

Los poemas de los jugadores son de una calidad desigual. Los peores son los de Arnold Mühren, Johan Neeskens y Wim Suurbier. El poema de Jan Wouters es el más complejo de todos, verso libre con encabalgamientos en un lenguaje despojado de clichés. El poema de Ruud Gullit, de solo dos líneas e intraducible, es el mejor de todos los escritos por los jugadores y también uno de los mejores de toda la antología. El poema de Johnny Rep acaba así:

Esa camiseta nueva solo vale P.D. Esa camiseta nueva solo vale para limpiarse con ella el culo.

Aunque el poeta se refiere a las horrorosas camisetas holandesas con rayas atigradas, también alude a las declaraciones hechas por Ronald Koeman después del partido en las que afirmó haber empleado como papel higiénico la camiseta alemana que le dio su amigo Thon. Casi todos los poemas hacen referencia a la guerra.

Es tentador pensar que Van Basten —que se niega a hablar alemán en las entrevistas— liberó los traumas enterrados durante cuarenta y tres años de posguerra con el gol que marcó en Hamburgo, pero no fue así. En esta gran rivalidad que mantienen Holanda y Alemania, la mayor de Europa, lo que pasó en la guerra no tiene tanta importancia como uno podría pensar. De hecho, eran pocos los holandeses que antes de la final de Hamburgo pensaran mucho en los alemanes.

Ciertamente existía antipatía. Yo había vivido en Holanda diez años, en la ciudad de Leiden, cerca del mar del Norte, y pude observar las pocas simpatías que despertaban los turistas alemanes. Como decía un chiste de esa época: «¿Cómo celebran los alemanes la invasión de Europa? Invadiéndola de nuevo cada verano». Pero también recuerdo que, cuando Inglaterra jugó contra Alemania Occidental en 1982, la mayoría de mis compañeros de clase querían que ganase Alemania. El poema de Jaap de Groot, «Holanda contra Alemania», recuerda que no solo él, sino todo el mundo, lloró la derrota alemana en la final del Mundial del 66. Incluso la final del Mundial de 1974 discurrió tranquilamente a pesar de que, por aquel entonces, la guerra era una tragedia relativamente reciente. Aunque Van Hanegem abandonó el campo entre lágrimas —aquel partido era más importante para él que cualquier final anterior— no se respiraba el ambiente de 1988. En 1974 los jugadores de ambos equipos eran muy parecidos. Beckenbauer y Johan Cruyff, los dos capitanes, eran amigos, y Rep y Paul Breitner sortearon la norma de la FIFA que prohibía el intercambio de camisetas en el campo intercambiándose las chaquetas y las corbatas durante el banquete posterior al partido. El veterano guardameta holandés Jan Jongbloed escribió luego en su diario: «Experimenté una breve decepción que no tardó en transformarse en satisfacción por haber logrado la plata».

Los primeros sorprendidos por la euforia desatada tras el triunfo de Hamburgo fueron los propios holandeses. La transformación nacional que tuvo lugar ese día (21 de junio para ser exactos) se aprecia de maravilla en la actitud de Jongbloed, quien a pesar de haber manifestado el día anterior al partido que no existía hostilidad alguna entre holandeses y alemanes, envió un día después al equipo de 1988 un telegrama en nombre del equipo de 1974 que decía así: «Nos habéis liberado de nuestro sufrimiento». Después de Hamburgo, cada vez que Holanda se enfrentaba a Alemania, los holandeses se emocionaban.

Por lo visto, durante esa noche en Hamburgo la opinión que los holandeses tenían de los alemanes cambió a peor. Y los hechos lo confirman. En 1993, el Instituto Holandés «Clindengael» de Relaciones Internacionales elaboró un informe sobre la actitud de los adolescentes holandeses hacia los alemanes. Cuando les pidieron que elaboraran una lista de los países europeos que mejor les caían, los adolescentes colocaron a Alemania en último lugar (la República de Irlanda quedo penúltima, probablemente porque los holandeses creen que es ahí donde son más frecuentes los asesinatos entre facciones históricamente enfrentadas. Gran Bretaña quedó antepenúltima. España era, después de Holanda, la nación más popular, seguida de Luxemburgo). El informe mostraba que los adolescentes holandeses odian a los alemanes mucho más que la mayoría de adultos. Solo los que vivieron la ocupación muestran semejante hostilidad. La conclusión del informe era que había razones para preocuparse. Se había producido un cambio y la causa no era otra que el fútbol.


En su poema «Lo profundo que me llega», Erik van Muiswinkel se pregunta por el mejor modo de explicarle el bien y el mal a su hija.

Mira, cielo, mira la tele: ¿Adán, Eva, la manzana? ¿Hitler, Florence Nightingale? No lo sé, soy agnóstico. O mejor dicho, amoral.

El Bien y el Mal. Mira, cielo, mira la tele: Naranja, Gullit, Blanco. Blanco, Matthäus, Negro.

Dicho de otro modo, los jugadores alemanes eran malos y los holandeses eran buenos. O los alemanes eran alemanes y los holandeses, holandeses.

Esto ya era evidente mucho antes del pitido inicial. El periódico sensacionalista alemán Bild envió a un reportero al hotel holandés para enterarse de cotilleos que pudiesen afectar a la moral. En 1974, antes de que Holanda y Alemania se enfrentasen en la final del Mundial, Bild había hecho circular una noticia sobre las presuntas andanzas de la concentración holandesa con el titular «Cruyff, champagne y chicas desnudas», lo que descentró por completo a Cruyff. Alemania ganó la final y el capitán holandés decidió no participar en el Mundial del 78. En 1988, en un intento de evitar a los periodistas del Bild, los holandeses apenas salieron de las habitaciones del hotel. Aun así, no lograron la tranquilidad deseada porque la Federación Holandesa aceptó alegremente la invitación alemana de intercambiar hoteles y los holandeses acabaron en el ruidoso Hotel Intercontinental, en pleno centro de la ciudad.

A la una de la madrugada de la noche anterior al partido, un periodista alemán llamó por teléfono a la habitación de Gullit, el capitán holandés, para preguntarle en qué club había jugado antes de fichar por el AC Milan. Poco después, el teléfono volvió a sonar y, según Gullit, «alguien hizo un comentario ridículo». Por si fuera poco, un periodista alemán llamó después a su puerta.

Cuando al día siguiente los dos equipos inspeccionaban el terreno de juego antes del partido, los jugadores holandeses se percataron de que los alemanes, disimuladamente, miraban a Gullit intimidados. Cuando el defensa alemán Andy Brehme, que conocía un poco a Gullit, fue a hablar con él, el resto de alemanes se quedaron boquiabiertos. «Son, sin la menor duda, peores que nosotros», dijo Ronald Koeman, y luego añadió en tono pesimista: «Pero la cosa se complica cuando tienes que jugar contra ellos». Nosotros (mis simpatías no estaban con los alemanes) compartíamos esta desconfianza.

Durante la primera parte, Holanda jugó el mejor fútbol que se vio en Europa en la década de los 80. Dominada por Holanda, Alemania parecía Luxemburgo, pero los holandeses no consiguieron marcar ningún gol. En la segunda mitad, los alemanes cambiaron de táctica y empezaron a repartir patadas a diestro y siniestro. Los holandeses respondieron y el partido se volvió más tenso todavía. Entonces Jürgen Klinsmann tropezó con las piernas de Frank Rijkaard —decir que se tiró a la piscina sería un elogio para un jugador tan torpe— y el árbitro rumano, Ion Igna, pitó penalti. «¿Los rumanos estuvieron en el bando alemán en la guerra?», se preguntó un periodista del Het Parool. (Pues sí.) El teatrero y gris Matthäus, con su cara de malas pulgas, anotó el tanto. Alemania se adelantaba 1-0 gracias a un dudoso penalti transformado por el más alemán de sus jugadores. La historia volvía a repetirse.

Sin embargo, minutos más tarde Marco van Basten cayó en el área alemana e Igna señaló otra vez penalti. La UEFA debería haberse dado cuenta antes de la deficiente capacidad de observación del árbitro porque cuando a él y a sus jueces de línea les dieron, por error, billetes de avión para Stuttgart en lugar de Hamburgo, el trío voló a la ciudad equivocada sin rechistar. Suerte tuvieron de llegar a tiempo a Hamburgo para desvirtuar el partido.

Entonces, en el minuto 87, en esa fase del partido en que Alemania suele marcar el gol de la victoria, Van Basten marcó para Holanda. Inesperadamente se hizo «justicia», como dijo Gullit. Don Howe sufrió un ataque al corazón viendo el partido, aunque ignoro en qué momento.

Holanda contra Alemania, el bien contra el mal. Nuestras camisetas eran alegres, aunque por desgracia las rayas eran feas; los alemanes, en cambio, iban de blanco y negro. Nosotros teníamos a varios jugadores de color, entre ellos al capitán, y nuestros aficionados llevaban gorras de Gullit con melenas rasta. En cambio, todos sus jugadores eran blancos y sus aficionados emitían sonidos simiescos. Nuestros jugadores eran divertidos y naturales y, como todo el mundo sabe, Mil años de humor alemán es el libro más corto del mundo… por no hablar de la ridícula permanente de Rudi Völler. Nuestros jugadores eran individuos y a los alemanes solo los podías distinguir por el número de la camiseta. Además, eran unos piscineros. Un par de días después del partido, un periodista alemán se enfrentó a Ronald Koeman por unas declaraciones en las que supuestamente confesaba su odio al pueblo alemán. «Yo nunca he dicho eso», respondió Koeman. «Lo único que dije es que los alemanes se tiraban al suelo por nada, nos provocaban y no dejaron de pedir tarjetas amarillas, y eso nos irrita», añadió. En cierto modo, el periodista tenía razón, porque lo que Koeman estaba haciendo era criticar viejas costumbres alemanas.

Los dos equipos resumían el modo como los holandeses querían verse a sí mismos y el modo como veían a los alemanes. Los holandeses éramos como Ruud Gullit y ellos eran como Lothar Matthäus. Pero esta visión también tenía errores evidentes, pues solo funcionaba si los holandeses pasaban por alto el hecho de que ellos eran igual de disciplinados, serios e intolerantes con los turcos, marroquíes y surinameses como Gullit. «Deberíamos explicar a los alemanes que no solo los odiamos a ellos, sino a todos los extranjeros», sugirió Vrij Nederland, aunque nadie, por cierto, lo hizo. Los alemanes eran los malos y nosotros los buenos.

En 1988 el contraste era perfecto. Nunca antes habían sido nuestros jugadores más nobles que los suyos, razón por la cual Holanda contra Alemania nunca había sido un partido de máxima rivalidad. Es cierto que la selección holandesa de 1974 era la mejor del mundo. (El príncipe holandés Bernardo —un alemán que había luchado en la Resistencia holandesa— comentó a Cruyff después de la final: «Me gustó mucho lo que dijo mi chófer: ‘No ha ganado el mejor equipo’».) Tenía razón, los jugadores holandeses ya tenían entonces un estilo individual muy marcado. Pero en 1974 los alemanes también tenían encanto. Hamburgo, por el contrario, acabó convirtiéndose en una nueva versión de la Segunda Guerra Mundial.

Alemania ocupó Holanda cinco años durante la guerra mientras, como dicen los holandeses, todos ellos estaban en la Resistencia. No es de extrañar que esa noche en Hamburgo pareciésemos haber retrocedido en el tiempo. Los alemanes todavía lucían águilas en el pecho. Era como si los jugadores holandeses fuesen la Resistencia y los alemanes la Wehrmacht, una comparación que pese a ser absurda se le ocurrió a la mayoría de holandeses. Gullit observó que, aunque ellos habían jugado tan sucio como los alemanes, la prensa holandesa, siempre tan rigurosa, por una vez no se había quejado. (Nunca antes se había visto a los periodistas holandeses abrazar a futbolistas y darles las gracias entre sollozos.) Los periodistas aprobaban las faltas y hasta las ensalzaban, porque las consideraban actos de la Resistencia. Así lo hizo por ejemplo el Vrij Nederland cuando entrevistó al defensa Berry van Aerle:

—En el partido contra Alemania tiraste del pelo a Völler mientras estaba en el suelo.

—¿Le tiré del pelo? No lo recuerdo. Solo le di una palmadita en la cabeza. No le tiré del pelo.

—¿No?

—No. Solo le di una palmadita en la cabeza y se enfadó. No sé muy bien por qué. Reaccionó de un modo bastante extraño. De repente se puso en pie y empezó a perseguirme, pero cuando Ronald lo detuvo, se cayó otra vez y empezó a revolcarse por el suelo. Me pareció un comportamiento extraño.

Aunque tanto el periodista como Van Aerle sabían perfectamente lo que había sucedido, un luchador de la Resistencia jamás habla de sus hazañas. Como mucho insinúa con ironía, y esto es algo que los alemanes no entienden. Como dijo Van Basten sobre el penalti a favor de Holanda: «Kohler me desequilibró y el árbitro señaló el punto de penalti. Yo me limité a acatar su decisión», una ocurrencia que desató las risas de todos los periodistas holandeses.

Pero la Wehrmacht contra la Resistencia no fue la única metáfora del partido. Hamburgo fue también la invasión alemana vuelta del revés: un ejército holandés vestido de naranja entró con sus coches en territorio alemán y derrotó a sus habitantes. (En la época en que Inglaterra se enfrentaba a Escocia regularmente, los escoceses solían dirigirse al sur y conquistar Londres por un día.) Los alemanes, en un gesto muy suyo, solo habían reservado 6.000 entradas para los seguidores holandeses, pero aun así el Volkspark Stadium se llenó de holandeses. «Habría sido mejor jugar en Alemania», comentó Frank Mill, el delantero alemán, haciendo un chiste bastante bueno para ser alemán. Mientras tanto, la gente en Holanda cantaba:

En 1940, llegaron ellos En 1940, llegaron ellos En 1988, fuimos nosotros Holadiay Holadio.

Hamburgo no solo fue la Resistencia que nunca ofrecimos del todo, sino también la batalla que nunca acabamos de ganar. Y nos recordó la guerra aún de otra manera porque, después de Hamburgo, todos los holandeses fuimos iguales por unos momentos, desde el capitán de la selección hasta el más humilde aficionado pasando por el primer ministro. Los jugadores marcaron la pauta. Después del partido bailaron la conga y cantaron «Nos vamos a Múnich», una canción de aficionados, y «Aún no nos vamos a casa», una canción típica de borrachera. En el Hotel Intercontinental, el Príncipe Johan-Friso, segundo hijo de la reina, se sumó a la fiesta cantando O wat zijn die Duitsers stil, la versión holandesa de «¿No oyes cantar a los alemanes?». A Gullit le habría gustado mezclarse con la gente en la plaza Leidseplein de Ámsterdam: «No es nada fácil», dijo en ese sentido, «correrse una juerga decente en Alemania». Gullit acuñó el término bobo para referirse a un funcionario encorbatado e incompetente, una palabra que ha acabado incorporándose al idioma. Hoy en día es muy común en Holanda.

Como nosotros éramos igualitarios, los alemanes tenían que ser arrogantes. Hans van Breukelen, el portero holandés, se quejó del siguiente modo: «El comportamiento de estos tíos con unos colegas de profesión es inaceptable. Se cruzan contigo en un pasillo de un metro de ancho y ni te saludan».

Como no podía ser de otra manera, los alemanes no entendieron nada, pero nada, de la moraleja del partido. Hasta Beckenbauer, el alemán bueno, el mismo que después del partido se subió al autocar holandés para felicitar a sus adversarios, dijo que la derrota era «inmerecida» (aunque después matizó sus palabras agregando: «Pero Holanda ha jugado tan bien que no debemos quitar mérito a su victoria»). Según Matthäus, el árbitro debería haber añadido más tiempo de descuento. Völler hizo unas declaraciones un tanto surrealistas: «Todo el mundo pone a los holandeses por las nubes, como si vinieran de otro planeta». (¡No vienen de otro planeta! ¡Vienen de otro país!) Solo el Bild reaccionó con deportividad: «Holanda Super» fue su titular.


Cuando los dos países volvieron a enfrentarse en Múnich en octubre de 1988, los jugadores alemanes se confabularon para no intercambiar camisetas después del partido. En Róterdam, en abril de 1989, una pancarta en el estadio comparaba a Matthäus con Adolf Hitler.

Tanto Holanda como Alemania se clasificaron para el Mundial de Italia, donde se enfrentaron en la segunda ronda. Alemania y Holanda se suelen enfrentar en todos los Mundiales o Eurocopas; al menos cuando Holanda consigue clasificarse. En Milán los alemanes ganaron 2 a 1, pero eso fue lo de menos. En un lance del juego, Rijkaard le hizo falta a Völler, pero este exageró la caída. El árbitro le mostró a Rijkaard una tarjeta amarilla que significaba que se perdía el siguiente partido. Rijkaard reaccionó escupiendo a Völler y volvió a escupirle después de correr tras de él, en una reacción que todo el mundo, exceptuando los holandeses, encontró repugnante. Los dos jugadores fueron expulsados; Rijkaard por escupir y Völler no se sabe muy bien por qué. Una serie de violentos disturbios sacudió a renglón seguido la frontera germano-holandesa.

El escupitajo ha sido malinterpretado. Fuera de Holanda la gente tiene la impresión de que Rijkaard es un jugador conflictivo, una versión holandesa de Paul Ince o de Diego Armando Maradona, pero lo cierto es que Rijkaard es uno de los futbolistas más sensatos que existen. Entonces, ¿por qué escupió?

Algunos jugadores holandeses afirman que Völler le hizo un comentario racista, algo que las imágenes de televisión parecen confirmar, porque en ellas se observa a Völler gritándole algo a Rijkaard después de la falta. Pero Völler afirma que simplemente le preguntó «¿Por qué me has hecho falta?», lo que también puede ser cierto. Pero el punto flaco de la teoría de que los alemanes son unos nazis estriba en el propio Rijkaard, que la desautoriza insistiendo en que Völler no hizo ningún comentario racista. Puede que Rijkaard esté defendiendo a Völler para no echar más leña al fuego (el lector debe saber que Rijkaard, a diferencia de muchos jugadores holandeses, odia las polémicas). Pero a lo mejor dice la verdad, y los jugadores holandeses que acusan a Völler son unos histéricos. La prensa holandesa estuvo analizando durante años el episodio del escupitajo hasta que Rijkaard zanjó el tema diciendo: «Pensándolo bien, la cosa tuvo su gracia, ¿no?».

Rudi Völler y Frank Rijkaard en el partido disputado en el estadio Giuseppe Meazza en 1990.

© Getty Images

Estas declaraciones supusieron un auténtico sacrilegio para los holandeses. Todo el país tratando de demostrar que los holandeses son nobles y los alemanes racistas ¡y va Rijkaard y lo convierte todo en un chiste! Resultó que, cuando el jugador dijo que no odiaba a los alemanes, lo decía bien en serio. Y lo mismo podría decirse de la mayoría de los antillanos holandeses.

Gullit, sin duda alguna, odia a los alemanes. Pero Gullit, a diferencia de Rijkaard, tiene madre holandesa y padre antillano, no descubrió que era negro hasta los diez años y en su día escandalizó a los antillanos declarando que se sentía holandés. El caso de Rijkaard es diferente. Su padre y el padre de Gullit emigraron juntos a Holanda como jugadores profesionales de fútbol, pero Herman Rijkaard se casó con una mujer antillana y Frank Rijkaard siempre supo que era negro. Al igual que Rijkaard, Stanley Menzo, el tercer portero de Holanda en 1990, nacido en Paramaribo (Surinam), declaró que una derrota contra Alemania no significaba el fin del mundo. «Lo que más me molestó —añadió Menzo— fue que los aficionados holandeses también silbaran a Aron Winter, a Rijkaard y a Gullit en un par de ocasiones cuando tenían el balón. Además, les gritaban de todo a los alemanes. Es todo muy absurdo, pero yo no puedo hacer nada para pararlo.» Esta es una polémica en la que los antillanos holandeses no entran. A fin de cuentas, durante la Segunda Guerra Mundial ellos estaban en las Antillas Holandesas y el patriotismo holandés es más un motivo de preocupación que de entusiasmo. Posiblemente Rijkaard escupió a Völler porque se vio arrastrado por la histeria general, pero no tardó en arrepentirse de lo que hizo. Para él escupir no era tanto un acto de la Resistencia como un gesto de mala educación, simplemente.

Sea como fuere, el incidente tensó todavía más el siguiente partido en que Holanda y Alemania se enfrentaron. El encuentro tuvo lugar el 18 de junio de 1992 en Goteborg durante la Eurocopa y Ronald Koeman llegó a decir que era cosa del diablo que volviesen a enfrentarse.

Esta vez, el archialemán Matthäus no jugó debido a una lesión. De Telegraaf se quejó de que su suplente, Andy Moller, no daba la talla como chivo expiatorio: «¿Cómo puede un holandés de verdad —comentaba— odiar a un alemán al que ni sus propios compatriotas quieren?». Pero lo cierto es que los aficionados holandeses acabaron consiguiéndolo. Poco importaba, como Van Aerle insinuó antes del partido, quién jugaba en el equipo alemán: «¿Riedle, Doll, Klinsmann, qué más da? Todos son peligrosos. Todos los alemanes son peligrosos». En realidad quería decir que todos los alemanes son iguales. Diez millones de holandeses, todo un récord de audiencia, siguieron el partido por televisión y el estadio Ullevi se llenó de holandeses.

Los aficionados alemanes no estaban tan motivados. Holanda contra Alemania era desde luego un partido especial, pero tampoco tanto. Pensándolo bien, Holanda no fue el único país invadido por Hitler. El histerismo holandés más bien desconcierta a los alemanes. Les parece simplemente otra variedad de racismo, y es posible que así sea. «¿Qué culpa tiene mi hija pequeña de que hace muchos años algunos atacaran a los judíos?», le preguntó Udo Lattek, exentrenador de fútbol y colaborador de Bild, a Vrij Nederland. Völler culpó a la «gente de fuera» de la rivalidad entre alemanes y holandeses. «No tengo nada contra los holandeses —insistió sin profundizar en el tema de nuevo—. De hecho, de niño visité Ámsterdam con la escuela.» Beckenbauer, por su parte, declaró: «Aunque los partidos contra Holanda hayan pasado factura a mi carrera como futbolista, por nada del mundo me los habría perdido. En ellos se respiraba fútbol de mucha clase, emoción y una tensión incomparable. Era fútbol en estado puro». Para Beckenbauer, Alemania contra Holanda es un gran derbi, algo así como la esencia misma del fútbol. Para los holandeses, sin embargo, es un asunto más oscuro.

En Goteborg, cuando el equipo holandés salía del vestuario, Michels los detuvo y les dijo: «Señores, nunca he dicho lo que les diré ahora. Hoy ustedes marcarán tres goles y dos de ellos los meterán los centrocampistas. Los alemanes marcarán un gol o dos. Que tengan un buen partido».

Rijkaard, uno de los centrocampistas holandeses, marcó a los dos minutos de empezar el encuentro y en una discoteca holandesa dos alemanes hicieron estallar una pequeña bomba casera que hirió a a tres personas que, por algún motivo, no estaban viendo el partido. La discoteca está en el pueblo holandés de Kerkrade, en una calle llamada Nieuwstraat que empieza en Holanda y acaba en Alemania.

Poco después Rob Witschge, otro centrocampista, marcó de libre directo; el balón pasó por debajo de Riedle, uno de los jugadores de la barrera alemana que saltó hacia arriba y hacia un lado en el momento del disparo. «Siempre prevés cómo se lanzarán las faltas —explicó Michels después—, pero nunca sabes si los jugadores se ceñirán a lo planeado. Por suerte, los alemanes se han ceñido.» Luego Klinsmann marcó para Alemania, y a continuación Dennis Bergkamp anotó el 3-1. A falta de dos minutos, Michels y su ayudante Dick Advocaat sustituyeron a Wouters por Peter Bosz. Pero Wouters se negó a abandonar el terreno y también lo hicieron el resto de jugadores holandeses. Al final fue el joven y sumiso Bergkamp el que tuvo que marcharse del campo. «Dennis, lo hacemos para que la afición pueda aplaudirte», le dijo Advocaat. Bosz le había prometido a su hermano que no intercambiaría su camiseta con ningún jugador alemán. Tal y como Michels había dicho, el resultado final fue 3 a 1. Por lo visto, los enfrentamientos entre Holanda y Alemania activan los poderes sobrenaturales.

Finalizado el partido, seguidores holandeses y alemanes se lanzaron vasos de cerveza y piedras en la ciudad fronteriza de Enschede y en la calle Nieuwstraat de Kerkrade. Quinientos habitantes de Enschede cruzaron la frontera y causaron graves destrozos en Gronau, un pueblo alemán. Fue lo más parecido a una guerra que puede verse en la Comunidad Europea. El NRC Handelsblad, uno de los periódicos más sesudos de toda Holanda, se quejó de que los jóvenes aficionados «exteriorizaron contra los alemanes una indignación a la que no tenían derecho, y ese momento de indignación prestada tiene que justificar un momento de conductas intolerables y de mal gusto». Pero la cuestión no giraba en torno a la Segunda Guerra Mundial. Palabras como «guerra», «resistencia» y «Wehrmacht» no se habían empleado más que para insinuar que nuestros jugadores eran genuinamente holandeses y los suyos típicamente alemanes.

Una victoria de Escocia por 3 a 0 frente la Unión Soviética posibilitó que los dos primeros de grupo, Alemania y Holanda, jugasen las semifinales. Holanda tenía que jugar contra Dinamarca y Alemania contra Suecia, pero ambos esperaban enfrentarse en la final. «Siempre he pensado —declaró Michels a la prensa— que en esta Eurocopa nos enfrentaríamos dos veces a Alemania. La próxima vez volverá a ser difícil.»

A Michels se le conoce con apodos como la Esfinge, el General y el Toro, que no sugieren precisamente que sea una especie de Ally Mac-Leod al que le pierda la arrogancia. Sin embargo, Michels olvidó que todavía tenían que ganar a Dinamarca. Y lo mismo hicieron los aficionados holandeses. Así fue como, con el objetivo de ahorrar dinero y reservarlo para la final contra Alemania, se cancelaron varios vuelos para la semifinal. Durante el partido contra Dinamarca, zonas enteras del campo estaban vacías. Naturalmente, los holandeses perdieron. Habían sido demasiado arrogantes. Peter Schmeichel, el portero danés, observó con rabia que el público holandés apenas se molestó en aplaudir a Bergkamp cuando marcó el primer gol de Holanda. Al finalizar el partido, los holandeses estaban desolados: Alemania había derrotado a Suecia e iba a disputar la final. «Les hemos hecho un favor. Ya son campeones del mundo y ahora se llevarán nuestro título. Esto me impedirá dormir una larga temporada», se lamentó Van Breukelen.

Pero los alemanes perdieron la final y, de regreso a Copenhague, jugadores y aficionados daneses cantaron Auf Wiedersehen, Deutschland. A ellos también los habían ocupado.

Los enfrentamientos entre Holanda y Alemania no tardarán en perder la emoción. A partir de 1988, Holanda ha tenido a los mejores jugadores de Europa y Alemania a algunos de los peores. Pero cuando Gullit, Rijkaard, Van Basten, Wouters y Ronald Koeman cuelguen las botas, Alemania volverá a derrotar fácilmente a Holanda. Y hasta es posible que nuestros jugadores dejen de ser mejores personas que los suyos. Cuando eso suceda, a los holandeses dejarán de interesarles los duelos contra Alemania y el Instituto Clingendael ya no tendrá razones para preocuparse.