Portada.jpg




Os Guinness

El llamamiento

Cómo hallar y cumplir el propósito esencial de tu vida

Publicaciones Andamio

Alts Forns nº 68, sót. 1º

08038 Barcelona. España

Tel. (+34) 93 432 25 23

editorial@publicacionesandamio.com

www.publicacionesandamio.com

Publicaciones Andamio es la editorial de los Grupos Bíblicos Unidos en España, que a su vez es miembro del movimiento estudiantil evangélico a nivel internacional (IFES), cuya misión es hacer discípulos y

promover el testimonio de Jesús en los institutos, facultades y centro de trabajo.

El llamamiento

© Publicaciones Andamio, 2017

1ª edición abril 2017

The call

© Os Guinness, 1998

Esta traducción de The call es publicada con el permiso de Thomas Nelson, una división de HarperCollins Christian Publishing, Inc.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización de los editores.

Traducción: Daniel Menezo

Diseño de arte de la colección: Sr y Sra Wilson

Maquetación ebook: Sonia Martínez

Depósito Legal: B. 9827-2017

ISBN: 978-84-947215-0-2

Impreso en Ulzama

Impreso en España

“Hace casi siete años, en una conversación personal con Os Guinness acerca de cuál de sus libros entendía él que era más valioso traducir al español, recuerdo que no dudó ni un momento: El llamamiento. Hoy, después de haber leído y revisado a fondo este libro, entiendo la clarividencia y la rotundidad de su respuesta.

Estamos delante de un libro que aborda uno de los temas esenciales para todos nosotros. Es un tema que tiene que ver con nuestra identidad, con nuestra razón de ser, con el significado y misión de nuestra vida. El autor lo hace desde una profunda cosmovisión bíblica, con un amplio conocimiento de la personalidad humana y con una perspectiva de la historia biográfica, ilustrándolo con ejemplos de personas que han sido claves”.

Francisco Mira, Secretario General de Grupos Bíblicos Unidos.

“Descubrir el propósito central de la vida y la vocación personal es una de las mayores necesidades del ser humano. Constituye uno de los pilares de nuestra identidad y viene a ser como el plan de ruta de la existencia. Nos permitirá una vida con sentido y, por tanto, en paz con uno mismo. En El llamamiento, Os Guinness aborda estos temas de forma profunda y práctica a la vez. ¡Recomiendo su lectura a todo aquel que quiera descubrir –o redescubrir– el sentido de la vida y de su propia vida!”.

Pablo Martínez Vila, médico psiquiatra y escritor.










Deo Optimo Maximo, y a C. J.

con amor y gratitud

ÍNDICE

Prólogo a la serie

Agradecimientos

CAPÍTULO 1 – El porqué último

CAPÍTULO 2 –Se buscan buscadores

CAPÍTULO 3 – La pregunta inquietante

CAPÍTULO 4 – Todo el mundo, en todas partes, todo

CAPÍTULO 5 – Por él, a él, para él

CAPÍTULO 6 – Haz lo que eres

CAPÍTULO 7 – Tiempo para estar firmes

CAPÍTULO 8 – Deja que Dios sea Dios

CAPÍTULO 9 – Una audiencia de un solo Espectador

CAPÍTULO 10 – Lo mejor para él... todavía

CAPÍTULO 11 – ¿Se buscan responsables? ¡Yo!

CAPÍTULO 12 – El pueblo del llamamiento

CAPÍTULO 13 – Los seguidores del Camino

CAPÍTULO 14 – “Por la gracia de Dios, ahí va Dios”

CAPÍTULO 15 – ¿Y a ti qué te importa?

CAPÍTULO 16 – Más, más, más rápido, más rápido

CAPÍTULO 17 – La lucha contra el demonio del mediodía

CAPÍTULO 18 – Un mundo con ventanas

CAPÍTULO 19 – Estoy fuera, y ahí me quedo

CAPITULO 20 – Una vida enfocada

CAPÍTULO 21 – Los soñadores del día

CAPÍTULO 22 – Retazos de luz divina

CAPÍTULO 23 – Piensa con gratitud

CAPÍTULO 24 – La locura del creyente

CAPÍTULO 25 – Ha llegado la hora

CAPÍTULO 26 – Última llamada

Iglesias y entidades colaboradoras de esta serie

Prólogo a la serie

Un sermón hay que prepararlo con la Biblia
en una mano y el periódico en la otra.

Esta frase, atribuida al teólogo suizo Karl Barth, describe muy gráficamente una condición importante para la proclamación del mensaje cristiano: nuestra comunicación ha de ser relevante. Ya sea desde el púlpito o en la conversación personal hemos de buscar llegar al auditorio, conectar con la persona que tenemos delante. Sin duda, la Palabra de Dios tiene poder en sí misma (Hebreos 4:12) y el Espíritu Santo es el que produce convicción de pecado (Juan 16:8), pero ello no nos exime de nuestra responsabilidad que es transmitir el mensaje de Cristo de la forma más adecuada según el momento, el lugar y las circunstancias.

John Stott, predicador y teólogo inglés, describe esta misma necesidad con el concepto de la doble escucha. En su libro El Cristiano contemporáneo dice: Somos llamados a la difícil e incluso dolorosa tarea de la doble escucha. Es decir, hemos de escuchar con cuidado (aunque por supuesto con grados distintos de respeto) tanto a la antigua Palabra como al mundo moderno. (...). Es mi convicción firme que sólo en la medida en que sepamos desarrollar esta doble escucha podremos evitar los errores contrapuestos de la falta de fidelidad a la Palabra o la irrelevancia.

La necesidad de la “doble escucha” no es, por tanto, un asunto menor. De hecho tiene una clara base bíblica. Podríamos citar numerosos ejemplos, desde el relevante mensaje de los profetas en el Antiguo Testamento -siempre encarnado en la vida real- hasta nuestro gran modelo el Señor Jesús, maestro supremo en llegar al fondo del corazón humano. Jesús podía responder a los problemas, las preguntas y las necesidades de la gente porque antes sabía lo que había en su interior. Por supuesto, nosotros no poseemos este grado divino de discernimiento, pero somos llamados a imitarle en el principio de fondo: cuanto más conozcamos a nuestro interlocutor, más relevante será la comunicación de nuestro mensaje.

La predicación del apóstol Pablo en el Areópago (Hechos 17) constituye en este sentido un ejemplo formidable de relevancia cultural y de interacción con “la plaza pública”. Su discurso no es solo una obra maestra de evangelización a un auditorio culto, sino que refleja esta preocupación por llegar a los oyentes de la forma más adecuada posible. Esta es precisamente la razón por la que esta serie lleva por nombre Ágora, en alusión a la plaza pública de Atenas donde Pablo nos legó un modelo y un reto a la vez.

¿Cómo podemos ser relevantes hoy? El modelo de Pablo en el ágora revela dos actitudes que fueron una constante en su ministerio: la disposición a conocer y a escuchar. Desde un punto de vista humano (aparte del papel indispensable del E.S.), estas dos cualidades jugaron un papel clave en los éxitos misioneros del apóstol. ¿Por qué? Hay una forma de identificación con el mundo que es buena y necesaria por cuanto nos permite tender puentes. El mismo Pablo lo expresa de forma inequívoca precisamente en un contexto de testimonio y predicación: A todos me he hecho todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del Evangelio (1 Corintios 9:22-23). Es una identificación que busca ahondar en el mundo del otro, conocer qué piensa y por qué, cómo ha llegado hasta aquí tanto en lo personal (su biografía) como en lo cultural (su cosmovisión). Pablo era un profundo conocedor de los valores, las creencias, los ídolos, la historia, la literatura, en una palabra, la cultura de los atenienses. Sabía cómo pensaban y sentían, entendía su forma de ser (Romanos 12:2). Tal conocimiento le permitía evitar la dimensión negativa de la identificación como es el conformarse (amoldarse), el hacerse como ellos (en palabras de Jesús, Mateo 6:8); pero a la vez tender puentes de contacto con aquel auditorio tan intelectual como pagano.

Un análisis cuidadoso del discurso en el Areópago nos muestra cómo Pablo practica la “doble escucha” de forma admirable en cuatro aspectos. Son pasos progresivos e interdependientes: habla su lenguaje, vence sus prejuicios, atrae su atención y tiende puentes de diálogo. Luego, una vez ha logrado encontrar un terreno común, les confronta con la luz del Evangelio con tanta claridad como antes se ha referido a sus poetas y a sus creencias.

Finalmente provoca una reacción, ya sea positiva o de rechazo, reacción que es respuesta natural a una predicación relevante.

Pablo era, además, un buen escuchador como se desprende de su intensa actividad apologética en Corinto (Hechos 18:4) o en Éfeso (Hechos 19: 8-9). Para “discutir” y “persuadir” se requiere saber escuchar. La escucha es una capacidad profundamente humana. De hecho es el rasgo distintivo que diferencia al ser humano de los animales en la comunicación. Un animal puede oír, pero no escuchar; puede comunicarse a través de sonidos más o menos elaborados, pero no tiene la reflexión que requiere la escucha. El escuchar nos hace humanos, genuinamente humanos, porque potencia lo más singular en la comunicación entre las personas. Por ello hablamos de la “doble escucha” como una actitud imprescindible en una presentación relevante del Evangelio

Así pues, la lectura de la Palabra de Dios debe ir acompañada de una lectura atenta de la realidad en el mundo con los ojos de Dios. Esta doble lectura (escucha) no es un lujo ni un pasatiempo reservado a unos pocos intelectuales. Es el deber de todo creyente que se toma en serio la exhortación de ser sal y luz en este mundo corrompido y que anda a tientas en medio de mucha oscuridad. La lectura de la realidad, sin embargo, no se logra solo por la simple observación, sino también con la reflexión de textos elaborados por autores expertos. Por ello y para ello se ha ideado esta serie. Los diferentes volúmenes de Ágora van destinados a toda la iglesia, empezando por sus líderes. Con esta serie de libros queremos conocer nuestra cultura, escucharla y entenderla, reconocer, celebrar y potenciar los puntos que tenemos en común a fin de que el Evangelio ilumine las zonas oscuras, alejadas de la luz de Cristo.

Es mi deseo y mi oración que el esfuerzo de Editorial Andamio con este proyecto se vea correspondido por una amplia acogida y, sobre todo, un profundo provecho de parte del pueblo evangélico de habla hispana. Estamos convencidos de que la Palabra antigua sigue siendo vigente para el mundo moderno. Ágora es una excelente ayuda para testificar con la Biblia en una mano y “el periódico” en la otra.

Pablo Martínez Vila

Agradecimientos

Después de haber reflexionado sobre la idea y los problemas del llamamiento durante más de treinta años, estoy en deuda con más personas de las que pueda mencionar. Pero estoy especialmente agradecido a las siguientes:

William Perkins, cuyo Treatise of the Vocations or Callings of Men (1603) me introdujo en este tema.

Francis y Edith Schaeffer, cuyo ejemplo, amor y guía fueron esenciales en el periodo en que yo descubrí mi llamamiento.

Gary Wilburn, que en aquel momento pertenecía a la Bel Air Presbyterian Church, y que fue el primero en invitarme a hablar sobre este tema.

Al MacDonald y la junta de Trinity Forum, quien me animó a apartar el tiempo necesario para plasmar sobre el papel estas ideas.

Dick Ohman, Peter Edman, Margaret Gardner, Kyle Loveless, Amy Pye y Debi Siler, mis colegas de Trinity Forum, cuyo ánimo y apoyo en la redacción fueron tan prácticos como incansables.

Debi Siler, cuya ayuda para transcribir el manuscrito fue optimista, impecable e infatigable.

Robert Wolgemuth, Kip Jordon, Joey Paul, Lela Gilbert, Laura Kendall y Janet Reed, cuyos soberbios dones y profesionalidad hicieron que la edición y la publicación de este libro fueran tan agradables e indoloras como podía desear.

Margaret Gardner, David Melvin, David Powlison y David Wells, cuya respuesta crítica y exhaustiva al primer borrador de este libro fue valiosísima para librarme de errores y para mejorar la versión final.

Doug y Ann Holladay, Bob y Diane Kramer, Skip y Barbara Ryan, Bud y Jane Smith y Ralph y Lynne Veerman, cuya amistad, sobre todo durante los días más difíciles de mi viaje, ha sido indescriptible e impagable.

Jenny y C. J., mi familia y mis socios más cercanos en el viaje.

Y a aquel ante quien simplemente estoy, Seulement, toujours, partout, malgré tous et malgré tout, et pour toujours. Soli Deo Gloria.

CAPÍTULO 1

El porqué último

“Como saben, he tenido mucha suerte en mi carrera profesional y he ganado mucho dinero, mucho más de lo que había soñado jamás, mucho más de lo que podré gastarme en la vida, mucho más de lo que necesita mi familia”. Quien decía estas palabras era un destacado empresario durante una conferencia celebrada cerca de la Universidad de Oxford. En su rostro se leía la firmeza de su determinación y de su carácter, pero una vacilación momentánea le traicionó con algunas emociones más profundas ocultas tras la firmeza externa. Por su mejilla bronceada se deslizó lentamente una lágrima.

“Para serles sincero, una de mis motivaciones para ganar tanto dinero era sencilla: disponer de dinero para contratar a personas y pedirles que hicieran lo que yo no quiero hacer. Pero hay una cosa para la que jamás he podido contratar a nadie para que la haga en mi lugar: encontrar mi propósito y realizarme como persona. Daría lo que fuera por averiguarlo”.

Durante más de treinta años como conferenciante y en incontables conversaciones que he mantenido por todo el mundo, he comprobado que este tema surge con más frecuencia que cualquier otro. En determinados momentos cada uno de nosotros se plantea esta pregunta: ¿cómo puedo encontrar el propósito central de mi vida? Hay otras preguntas que, por lógica, anteceden a esta e incluso son más profundas, como por ejemplo “¿quién soy?”, “¿cuál es el sentido de la propia vida?”. Pero hoy en día hay pocas preguntas que se formulen con mayor volumen e insistencia que la primera. Como somos modernos, andamos a la búsqueda del éxito. Deseamos marcar la diferencia; anhelamos dejar un legado. Tal como lo expresó Ralph Waldo Emerson, deseamos “dejar un mundo un poco mejor”. Nuestra pasión se centra en saber que cumplimos el propósito por el que estamos en este mundo.

Todos los otros baremos que miden el éxito (la riqueza, el poder, la posición social, el conocimiento, las amistades) se vuelven huecos y superficiales si no satisfacemos ese anhelo más profundo. En algunos casos, esa vaciedad lleva a lo que Henry Thoreau describió como “vidas de silencioso desespero”; para otras personas, la vaciedad y la falta de sentido se profundizan convirtiéndose en una desesperación más aguda. En un borrador temprano de Los hermanos Karamazov, de Fiodor Dostoievski, el Inquisidor hace una descripción espantosa de lo que le sucede al alma humana cuando duda de su propósito: “Pues el secreto del ser del hombre no es solo vivir... sino vivir por un motivo definido. Si no cuenta con un concepto firme de su propósito en la vida, el ser humano no la aceptará y preferirá destruirse antes que permanecer en la Tierra...”.

Llámalo El bien mayor (summum bonum), el fin último, el sentido de la vida o como te apetezca. Pero para descubrir y cumplir el propósito de nuestras vidas disponemos de incontables vías en todos los momentos de la vida:

Los adolescentes lo sienten cuando el mundo de la libertad fuera del hogar y el instituto de secundaria les presentan una vertiginosa batería de opciones.

Los licenciados se enfrentan a él cuando la emoción del paradigma “el mundo es mi territorio” se enfría al pensar que decantarse por algo supone renunciar a otras cosas.

Los treintañeros lo descubren cuando su trabajo cotidiano adopta su propia realidad bruta sin tener en cuenta las consideraciones previas sobre los deseos de sus padres, las modas de sus compañeros, y el atractivo del sueldo y la posibilidad de un ascenso.

Las personas de mediana edad lo ven cuando la diferencia entre sus dones y su trabajo les recuerda diariamente que no encajan donde están. ¿Pueden imaginarse “haciendo lo mismo durante el resto de sus vidas”?

Las madres lo sienten cuando sus hijos crecen, y se preguntan qué propósito superior llenará el vacío en la siguiente etapa de sus vidas.

Las personas de cuarenta y cincuenta años que han tenido un éxito resonante se topan de repente con el problema cuando sus progresos suscitan preguntas sobre la responsabilidad social de su éxito y, aún más profundamente, sobre el propósito de sus vidas.

La gente se encuentra este obstáculo en todas las diversas transiciones de la vida, desde el cambio de vivienda hasta la búsqueda de un trabajo nuevo, desde los problemas matrimoniales hasta las crisis de salud. Nos da la sensación de que el proceso para asimilar esos cambios es peor y dura más tiempo que los propios cambios, porque la transición desafía nuestro sentido del significado personal.

Las personas de más edad a menudo vuelven a experimentar esto. ¿En qué consiste de verdad la vida? Sus éxitos ¿fueron reales?

¿Valió la pena la inversión? Después de ganar todo un mundo, por grande o pequeño que sea, ¿hemos vendido baratas nuestras almas y hemos perdido el verdadero objetivo? Como escribió Walker Percy, “puedes sacar sobresaliente en todo y suspender en la vida”.

Este tema, la cuestión del propósito de su vida, es lo que motivó al pensador danés Soren Kierkegaard en el siglo XIX. Era muy consciente de que el propósito personal no es una cuestión filosófica ni una teoría. No es algo puramente objetivo y no se hereda. Muchos científicos poseen un conocimiento enciclopédico del mundo, muchos filósofos pueden escudriñar vastos sistemas de pensamiento, muchos teólogos pueden sondear las profundidades de la religión y muchos periodistas pueden hablar, aparentemente, de cualquier tema. Pero todo esto es teoría y, si no media un sentido del propósito personal, es vanidad.

En lo profundo de nuestros corazones, todos queremos encontrar y satisfacer un propósito más grande que nosotros mismos. Solo ese propósito mayor nos puede inspirar para que lleguemos a alturas que nunca podríamos alcanzar por nuestra cuenta. Para cada uno, el propósito real es personal y apasionado: descubrir para qué estamos aquí, y por qué. Kierkegaard escribió en sus Diarios: “La cuestión es comprenderme a mí mismo, descubrir qué quiere Dios que yo haga; la cuestión es encontrar una verdad que sea cierta para mí, encontrar la idea por la que pueda vivir y morir”.

En nuestros tiempos esta pregunta es urgente en las zonas más modernizadas del mundo, y hay una sencilla razón para que lo sea. Han convergido tres factores que inducen la búsqueda de sentido sin precedentes en la historia humana. Primero, la búsqueda del propósito de la vida es una de las cuestiones más profundas de nuestra experiencia como seres humanos. Segundo, la expectativa de que todos podemos tener vidas con propósito se ha visto más que impulsada por la oferta que hace la sociedad moderna de las máximas alternativas de decisión y de cambio en todo lo que hacemos. Tercero, la consecución de la búsqueda de propósito se ve obstaculizada por un hecho sorprendente: de entre más de una veintena de grandes civilizaciones a lo largo de la historia, la civilización occidental contemporánea es la primera que no tiene una respuesta consensuada a la pregunta de cuál es el sentido de la vida. En consecuencia, este tema se ve sumido en una ignorancia, una confusión y un anhelo superiores a los de casi cualquier otro momento de la historia. El problema es que, en nuestra calidad de personas modernas, tenemos demasiado que vivir y demasiado poco por lo que hacerlo. Algunos sienten que tienen el tiempo, pero no el dinero suficiente; otros sienten que disponen de dinero, pero les falta tiempo. Pero la mayoría de nosotros, en medio de la abundancia de bienes materiales, padece la pobreza espiritual.

Este libro es para todos aquellos que anhelan encontrar y cumplir el propósito de sus vidas. Sostiene que este propósito se puede hallar solamente cuando descubrimos el propósito concreto por el que fuimos creados y al que somos llamados. Responder el llamado de nuestro Creador es “el porqué último” de la existencia, el origen más elevado del propósito en la existencia humana. Aparte de ese llamado, toda esperanza de encontrar un propósito (como la teoría que sostienen algunos sobre pasar “del éxito a la trascendencia”) acabará en nada. Sin duda, este llamamiento no es lo que normalmente pensamos que es. Hay que sacarlo de entre los escombros de la ignorancia y de la confusión. Y, por mucho que nos moleste, a menudo contradice directamente nuestras inclinaciones humanas. Pero no hay nada que no sea el llamado de Dios que pueda fundamentar y satisfacer el deseo humano más sincero de encontrar un propósito.

Cada día que pasa es más evidente la insuficiencia de otras respuestas. El capitalismo, a pesar de toda su creatividad y su productividad, se queda corto cuando se enfrenta a responder a la pregunta “¿por qué?”. Por sí solo carece literalmente de sentido, porque no es más que un mecanismo, no una fuente de significado. Lo mismo pasa con la política, la ciencia, la psicología, la administración, las técnicas de autoayuda y todo un arsenal de teorías modernas. Se les puede aplicar lo que Tolstói escribió sobre ellas: “La ciencia no tiene sentido porque no da respuesta a nuestra pregunta, la única pregunta que es importante para nosotros: ¿qué haremos y cómo viviremos?”. Sin búsqueda de propósito no hay respuesta, y ninguna respuesta es más profunda y satisfactoria que la que demos a esa pregunta.

¿Qué quiero decir con “llamamiento”? Por ahora, baste decir que, sencillamente, el llamamiento es la verdad de que Dios nos llama para sí de una forma tan decisiva que todo lo que somos, todo lo que hacemos y todo lo que tenemos lo invertimos, con una devoción y un dinamismo especiales, en una vida que es una respuesta a su convocatoria y en el servicio.

Esta verdad (el llamamiento) ha sido una fuerza propulsora en muchos de los grandes “saltos adelante” de la historia mundial: la constitución de la nación judía en el monte Sinaí, el nacimiento del movimiento cristiano en Galilea y la Reforma del siglo XVI, con el impulso incalculable que esta prestó a la inauguración del mundo moderno, por mencionar solo unos pocos. No es de extrañar que el redescubrimiento del llamado tenga hoy una importancia crítica, sobre todo para satisfacer la pasión que sienten por el propósito de la vida los millones de personas modernas que se embarcan en su búsqueda.

¿Para quién está escrito este libro? Para todos los que busquen semejante propósito. Para todos, creyentes o buscadores, que estén abiertos al llamado de la persona más influyente de toda la historia, Jesús de Nazaret. En concreto, este libro va destinado a aquellos que saben que el origen de su propósito debe trascender las esperanzas más elevadas de autoayuda del humanismo, y que anhelan que su fe tenga integridad y eficacia frente a todos los retos que le plantea el mundo moderno.

Permíteme que te hable personalmente. Durante los últimos 25 años he escrito algunos libros, pero ninguno de ellos me ha quemado con un fuego tan intenso o tan duradero como lo ha hecho este. La verdad del llamamiento ha sido tan importante para mi viaje de fe como cualquier verdad contenida en el evangelio de Jesús. Cuando empecé a seguir a Jesús hubo otros que estuvieron a punto de desviarme hacia esferas laborales que, según creían, eran más dignas para todo el mundo e idóneas para mí. Me dijeron que, si me comprometía de verdad, tendría que formarme para ser ministro de culto o misionero. (En el capítulo 4 analizaremos esta falacia del “servicio religioso a tiempo completo”). Cuando entendí en qué consiste el llamado, me liberé de la enseñanza bienintencionada pero errónea de esas personas, poniendo mis pies en el camino que Dios ha trazado para mí.

Entonces no lo sabía, pero el principio de mi búsqueda (y la génesis de este libro) se localizó en una conversación casual que mantuve en la década de 1960, en una época en que aún no había gasolineras de autoservicio. Acababa de llenar el depósito de gasolina y disfruté de una estupenda conversación con el empleado que me atendió. Cuando giré la llave y el Austin Seven (de cuarenta años) se puso en marcha con un rugido, de repente me vino a la mente un pensamiento que tuvo la fuerza de un terremoto: aquella era la primera persona que no era miembro de mi iglesia con la que había hablado esa semana. Corría el peligro de enclaustrarme en un gueto religioso.

Como recibía presiones de todas partes que decían que, dado que me había convertido, mi futuro debía encontrarse en el ministerio, me había presentado voluntario para trabajar durante nueve meses en una iglesia muy conocida... y fue una época espantosa. Para ser justo, diré que admiraba al pastor y a los miembros de la congregación, y que disfruté de buena parte de mi ministerio. Pero no era yo. Sentía pasión por vincular mi fe con el emocionante mundo secular y en vías de expansión de la Europa de los años 60, pero el ministerio no dejaba apenas opciones para seguir esa vía. Bastaron diez minutos de conversación con el agradable empleado de una gasolinera en Southampton, Inglaterra, una hermosa tarde de primavera, para saber de una vez por todas que yo no estaba hecho para ser ministro de culto.

No hace falta que diga que admitir quiénes no somos no es más que el primer paso para saber quiénes somos. Huir de un falso sentido de propósito supone una liberación si conduce a uno verdadero. El periodista Ambrose Bierce se quedó a medio camino: “Un día, cuando tenía veintitantos años”, escribió, “llegué a la conclusión de que no era poeta. Fue el momento más amargo de mi vida”.

Al echar la vista atrás, a aquellos años desde mi conversación en la gasolinera, entiendo que aquel llamamiento fue algo positivo para mi vida, no negativo. Al liberarme de lo que “no era yo”, el descubrimiento de mi llamado me permitió descubrir lo que era. Después de luchar con la estimulante saga de los llamamientos a lo largo de la historia, y de haber aceptado el reto del llamado individual que me hizo Dios, esta verdad me domina por completo. El llamamiento de Dios se ha convertido en un faro confiable en mi horizonte, y en una hoguera rugiente en mi interior, a medida que procuraba encontrar mi camino y superar los retos de los momentos extraordinarios en los que vivimos. Los capítulos siguientes no son académicos ni teóricos: los he forjado en el yunque de mi propia experiencia.

¿Anhelas descubrir tu propio sentido de propósito y de plenitud? Permíteme ser franco: en este libro no encontrarás “un resumen ejecutivo de una página”, un manual “hágalo usted mismo”, “un programa de doce pasos” o “un plan de juego” prefabricado para gestionar el resto de tu vida. Lo que encontrarás quizá te encamine hacia una de las verdades más poderosas y realmente impresionantes que jamás ha cautivado el corazón humano.

Alexis de Tocqueville subrayó: “En épocas de fe, el objetivo último de la vida se sitúa más allá de ella”. Esto es lo que hace el llamamiento. Jesús dijo: “Sígueme”, hace dos mil años, y alteró el curso de la historia. Por eso el llamamiento proporciona esa palanca de Arquímedes con la que la fe mueve el mundo. Por eso el llamamiento es la motivación más profunda de la experiencia humana, el Porqué último para vivir en la historia. El llamamiento empieza y remata esas eras y esas vidas de fe al poner el objetivo último de la vida más allá del mundo, donde siempre debió estar. Responder al llamamiento es la manera de descubrir el propósito central de tu vida y alcanzarlo.

¿En tu vida tienes una razón para existir, un sentido de propósito centrado? ¿O quizá tu vida es el producto de resoluciones volubles y del efecto de una hueste de fuerzas externas? ¿Quieres trascender el éxito para llegar al significado último? ¿Te has dado cuenta que la confianza en uno mismo siempre se queda corta, y que las soluciones que niegan el mundo al final no proporcionan ninguna respuesta? Escucha a Jesús de Nazaret; responde a su llamado.

CAPÍTULO 2

Se buscan buscadores

Solo tenía 64 años, pero, magullado por las vicisitudes de la vida, aparentaba más de setenta. Cerca ya del final de su vida, lejos de su Italia iluminada por el sol, llevando la carga de la desintegración irreparable de su mejor obra maestra, y meditando sobre los grandes fracasos de su vida, fue presa de la melancolía. Tomó una hoja de papel y, quizá garabateando sin propósito alguno, dibujó una serie de pequeños rectángulos. Cada uno representaba una de las grandes empresas de su vida, los sueños y las aspiraciones que habían inspirado su edad adulta como el mayor artista de su generación y, probablemente, el inventor más versátil y creativo de todos los tiempos.

Primero dibujó los pequeños rectángulos en vertical. Pero entonces, como si los hubiera empujado, los dibujó volcándose unos sobre otros, como una fila de fichas de dominó. Debajo escribió: “Uno empuja al otro. Estos pequeños bloques representan la vida y los esfuerzos de los hombres”.

Conociendo su historia, ¿quién podría culpar a Leonardo da Vinci? Fuerte, atractivo, con talento, con gran confianza en sí mismo y ambicioso, había empezado su vida dotado de una seguridad extraordinaria unida a una modestia refrescante. Cuando era joven y vivía en Florencia, incluso copió en su diario estos versos:

Que aquel que no puede hacer lo que anhela
Anhele hacer lo que pueda. Desear es necedad
Cuando no hay fuerza para ello. Es sabio el hombre
Que, cuando no puede, no desea poder.

Pero da Vinci pronto dejó atrás esa modestia precavida. Durante toda su vida adulta, ya fuese en Florencia, Milán, Roma o Francia, se volcó en ampliar los límites de sus capacidades. Algunos dirían que simplemente ejemplificó la vida dura de los artistas entre las rivalidades, envidias y favoritismos del mundo del Renacimiento y sus mecenas. Tal como escribió Giorgio Vasari, artista e historiador renacentista: “Florencia trata a sus artistas como el tiempo a sus criaturas: los crea y luego, lentamente, los destruye y los consume”.

Otros, antes y después, dijeron que da Vinci hubiera sido más inteligente si se hubiese concentrado en algunos talentos en lugar de en todos los que quiso abarcar. Dijeron que esa falta de concentración fue el motivo de que “pospusiera cosas”, mientras otros, como Miguel Ángel, “creaban”. El papa León X hizo un comentario despectivo de da Vinci: “este hombre no hará nada en la vida, porque piensa en el final antes de empezar”. El propio Vasari lamentó que da Vinci no se hubiera limitado a la pintura en lugar de dedicarse a sus numerosos inventos que se avanzaron a su tiempo años, y a veces incluso siglos.

Pero el verdadero problema estribaba en otra parte. El creador de obras maestras tan maravillosas como La última cena y La Gioconda era un buscador apasionado, que tenía una sed insaciable de conocimientos, y era consciente en todo momento de la naturaleza evanescente del tiempo. Pero los talentos creativos de da Vinci, su ardiente búsqueda del conocimiento y su consciencia de la brevedad de la vida, convergieron para dar pie a la sensación aplastante de que la búsqueda de la perfección era una imposibilidad trágica. Siempre abocaba a “muy poco tiempo, muchas cosas pendientes”. Nunca lograba realizar más que una pequeña parte de todo lo que había vislumbrado su mente extraordinaria.

Unos meses antes de que da Vinci falleciese, en 1519, regresó a la Iglesia de Santa Maria delle Grazie en Milán, donde descubrió que la humedad ya estaba malogrando su fresco de La última cena. Las mejores obras maestras del genio quedaron inacabadas, destruidas o en proceso de destrucción ya en vida de Leonardo. No pudo por menos que llegar a la triste conclusión de que nadie aprovechaba su vastísimo conocimiento y sus inventos extraordinarios, y que sus voluminosos escritos permanecían inéditos e inaccesibles. Un día, poco antes de morir en el palacio real de Cloux, en el valle del Loira, escribió en su diario, con una caligrafía inusitadamente pequeña (como si un escritor comentara algo que le avergonzaba): “No debemos desear lo imposible”.

Una parte significativa de la grandeza del espíritu humano puede apreciarse en nuestra búsqueda apasionada del conocimiento, la verdad, la justicia, la belleza, la perfección y el amor. Al mismo tiempo, pocas cosas hay tan angustiosas como las historias de los máximos buscadores que se quedaron cortos. Los magníficos fracasos de Leonardo da Vinci señalan a un punto de entrada muy personal que lleva a la maravilla del llamamiento: cuando para satisfacer una búsqueda es necesario algo más que la búsqueda humana, el llamamiento sugiere que lo que se buscan son buscadores.

Historia de dos amores

Hoy día está de moda el término buscador. Esta tendencia es lamentable, porque el uso superficial que le damos oculta su verdadera importancia. Con demasiada frecuencia se usa buscador para describir a las personas que, en el plano espiritual, intentan despegarse del mundo occidental. En este sentido tan amplio, los buscadores son quienes no se identifican como cristianos, judíos, musulmanes, ateos, etc., y que no asisten ni pertenecen a ninguna iglesia, sinagoga, mezquita o lugar de culto.

Tales buscadores no suelen buscar nada en concreto. A menudo son vagabundos, no buscadores, y apenas se diferencian de los consumidores que navegan por los medios de comunicación y transitan por los centros comerciales del mundo posmoderno. Sin comprometerse con nadie, inquietos y siempre abiertos, se los ha descrito adecuadamente como “predispuestos a la conversión”, y por consiguiente dispuestos por naturaleza a que los conviertan y reconviertan ad nauseam, sin la convicción que detendría ese remolino incontrolado de sus vidas y les permitiría asentarse en un lugar. A Simone Weil, filósofa judía y seguidora de Cristo, no le gustaba la arrogancia informal del término buscador. Con una reacción comprensible, escribió: “Puedo decir que en ningún momento de mi vida ‘he buscado a Dios’. Por este motivo, que probablemente sea demasiado subjetivo, no me gusta esa expresión, que me suena a falsedad”.

Los verdaderos buscadores son distintos. Al conocerlos uno percibe su propósito, su energía, su integridad, su idealismo y su deseo de encontrar una respuesta. En su vida hay algo que les ha despertado algunas preguntas, que les ha hecho ser conscientes de su sensación de necesidad, que les ha obligado a plantearse en qué punto de la vida se encuentran. Se han convertido en buscadores porque algo ha acicateado su búsqueda de sentido, y tienen que encontrar una respuesta.

Los buscadores auténticos buscan algo. Son personas para quienes de repente la vida, o una parte de ella, se ha convertido en un interrogante, una pregunta, un problema o una crisis. Es una sensación tan intensa que les motiva a buscar una respuesta más allá de sus respuestas presentes, y a clarificar su posición en la vida. Sea cual fuere la necesidad que surge, y les pida lo que les pida, a los buscadores los consume la sensación de necesidad, que les impulsa en su búsqueda.

Tengamos en cuenta que “la sensación de necesidad” no justifica la creencia de las personas. La gente no llega a creer en las respuestas que buscan debido a su necesidad; esto sería irracional, y expondría al creyente a la acusación de que la fe es una muleta. Por el contrario, los buscadores dejan de creer en lo que antes aceptaban debido a nuevas preguntas que sus antiguas creencias no podían responder. En un momento posterior se responde a la pregunta de qué llegan a creer y por qué lo hacen. Tal como escribió el biógrafo de Malcolm Muggeridge hablando sobre la conversión de este gran periodista británico: “Mucho antes de saber lo que creía supo lo que no creía”.

Fijémonos también en que la propia búsqueda se puede abordar desde puntos de vista bastante distintos, y que estas diferencias afectan de manera crucial al resultado de la búsqueda. Con el paso de los años he hablado con numerosos buscadores y he observado cuatro paradigmas principales que estructuran su búsqueda. Para la mayoría, dos de ellas no son tan satisfactorias, y las otras dos merecen que se las estudie mejor, pero solo una de ellas resulta plenamente satisfactoria.

Una perspectiva poco convincente es la actitud que presentan personas con estudios, más liberales, que sostienen que la búsqueda lo es todo y que el descubrimiento importa menos. Estas actitudes, que a menudo se expresan en frases como “la búsqueda ofrece su propia recompensa” o “mejor viajar con esperanza que llegar a destino”, encajan bien con el escepticismo moderno sobre las respuestas definitivas y con el gusto moderno por la tolerancia, la mente abierta, la ambigüedad y la ambivalencia.

Para un buscador serio, este punto de vista pronto demuestra su inutilidad. Una “mente abierta” puede ser una “cabeza hueca”, y la “tolerancia” puede confundirse totalmente con no creer en nada. Estos paradigmas no ayudan en absoluto a encontrar respuestas honestas a preguntas sinceras e importantes. Pensar que “es mejor viajar con esperanza que llegar a destino” supone olvidar que el viaje con esperanza es aquel que tiene la expectativa de llegar a una meta o a un destino. Vivir condenado por uno mismo a viajar sin tener la esperanza de llegar a ninguna parte es el equivalente para el pensador moderno del “holandés errante”, condenado a navegar para siempre de un lado para otro.

El otro punto de vista poco satisfactorio es el antiguo paradigma del sur de Asia, que dice que el problema es el propio deseo. Este paradigma considera que el deseo no es algo positivo que puede torcerse, sino que es intrínsecamente nocivo. El deseo nos mantiene ligados al mundo del sufrimiento y del espejismo. Por consiguiente, la solución pasa no por satisfacer el deseo, sino apagarlo, trascendiéndolo por fin en el estadio de “extinción total” que se llama nirvana. Aunque este constructo oriental parece sofisticado, coherente y práctico dentro de su propio círculo de hipótesis, supone una negación radical del mundo. Como tal, tiene un atractivo inevitablemente limitado para una cultura que afirma el mundo tanto como lo hace la nuestra.

Así, tanto si son conscientes de ello como si no, los buscadores sinceros se alejan de estos enfoques insatisfactorios y prosiguen con su búsqueda siguiendo uno de los dos paradigmas opuestos del amor que han conformado el peregrinaje occidental durante los últimos tres mil años.

Un aspecto del amor es el camino del eros. Presenta la búsqueda como “el gran ascenso” de la humanidad hacia su meta deseada. Para los griegos en concreto, y para el mundo antiguo en general, el eros era el amor como deseo, anhelo o apetito, suscitado por las cualidades atractivas del objeto de su deseo, ya fuera el honor, el reconocimiento, la verdad, la justicia, la belleza, el amor o Dios. Por consiguiente, buscar es anhelar amar, y por tanto dirigir el deseo y el amor de la persona hacia un objeto que, cuando se posee, se espera que otorgue la felicidad. Desde este punto de vista, buscar es amar lo que resulta deseable, que lleva a poseerlo y por tanto a ser feliz. Y es que la experiencia demuestra que “todos queremos ser felices”, como dijo Cicerón en Hortensio, y el razonamiento normal señala que la mayor felicidad radica en poseer el mayor bien.

La visión rival de este amor es el agape, que entiende que el secreto de la búsqueda es “el gran descenso”. El amor busca al buscador, no porque este sea digno de amor sino, simplemente, porque la naturaleza del amor es amar independientemente de la dignidad o del mérito del amado. Este punto de vista encaja con los paradigmas oriental y griego, que sostienen que el deseo constituye la esencia de la existencia humana. Pero sigue la visión griega y difiere de la oriental al creer que el propio deseo es (o puede ser) bueno, no malo. La legitimidad del deseo depende de la legitimidad del objeto que se desea. Todos los seres humanos se parecen en el sentido de que todos buscan la felicidad. Discrepan en función de los objetos que buscan y respecto a la intensidad que deben aplicar para alcanzar lo que desean.

El camino del agape es el que expuso Jesús. Se diferencia de la vía del eros en dos sentidos: los objetivos y los medios empleados en la búsqueda. Primero, el camino del agape dice: “Sin duda, ama, y desea también, pero piensa cuidadosamente en qué es lo que amas y qué es lo que deseas”. Quienes siguen el eros no andan errados al desear la felicidad, pero sí al pensar que la felicidad se encuentra donde la buscan. El mero hecho de que los humanos sientan deseos es prueba de que somos criaturas. Incompletos por nosotros mismos, deseamos lo que creemos que nos falta para completarnos.

Dios es el único que no necesita nada fuera de sí mismo, porque constituye el máximo y el único bien permanente. De modo que todos los objetos que deseemos fuera de Dios son tan finitos e incompletos como lo somos nosotros y, por consiguiente, si los convertimos en objetos de deseo últimos, nos decepcionarán.

Nuestro deseo humano puede desvirtuarse de dos maneras: cuando dejamos de desear cosas fuera de nosotros mismos y nos creemos el patético espejismo de que nos bastamos a nosotros mismos, o cuando deseamos cosas como la fama, la riqueza, la belleza, la sabiduría y el amor humano, que son tan finitas como nosotros y, por lo tanto, indignas de nuestra devoción absoluta.

La vía del agape insiste en que, dado que la satisfacción y el verdadero reposo solo pueden hallarse en el bien máximo y más duradero, toda búsqueda inferior a la búsqueda de Dios solo aporta inquietud. Esto es lo que quería decir san Agustín con su famoso dicho en el libro primero de sus Confesiones: “Tú nos has creado para ti, y nuestros corazones no encuentran reposo hasta que lo hallan en ti”.

Segundo, el camino del agape se diferencia de la vía del eros en lo relativo al medio de la búsqueda. Si se plantea la distancia entre la criatura y el Creador, ¿puede algún buscador al estilo de da Vinci (por muy dedicado, brillante, virtuoso, incansable, por mucha genialidad que posea según los estándares humanos) tener la esperanza de salvar ese abismo? Si somos realistas, la respuesta es que no. Sin Dios no podemos hallar a Dios. Sin Dios no podemos alcanzar a Dios. Sin Dios no podemos satisfacer a Dios, que es otra forma de decir que nuestra búsqueda siempre se quedará corta a menos que la gracia de Dios la inicie y que el llamamiento de Dios nos atraiga hacia él y complete la búsqueda.

Si hay que salvar el abismo, es Dios quien debe hacerlo. Si queremos desear el máximo bien, este debe descender y conducirnos a él, para convertirse en una realidad que deseamos. Desde este punto de vista, ni buscar ni encontrar tiene ningún mérito. Todo es gracia. El secreto de buscar no radica en nuestro ascenso humano hacia Dios, sino en el descenso divino hasta nosotros. Empezamos buscando y acabamos siendo hallados. Creemos que buscamos algo, y descubrimos que Alguien nos encuentra. Usando la imagen famosa de Francis Thompson, “el sabueso celestial” nos ha seguido el rastro. Lo que nos lleva a casa no es descubrir el camino que lleva a ella, sino el llamado del Padre, que lleva todo el tiempo esperándonos en el umbral, y cuya presencia convierte ese lugar en un hogar.

¿El ratón buscando al gato?

La vieja historia del “buscador buscado” se ilustra claramente en el viaje hacia la fe de C. S. Lewis, el filósofo y profesor de literatura de Oxford que se convirtió en el escritor religioso más respetado y leído del siglo XX. Lewis, quien más tarde se definiría como “un ateo no practicante”, describió las circunstancias que le llevaron del ateísmo a la fe en Cristo.

Una fase crítica del primer movimiento se centró en las experiencias de Lewis de ser “sorprendido por la alegría”, descritas en su autobiografía del mismo título. De repente, sin previo aviso, las experiencias cotidianas y ordinarias activaron en él lo que se esfuerza por llamar “recuerdo”, “sensación”, “deseo”, “anhelo” por algo inexpresable e indefinible. Como dijo él, tales experiencias se centraban en “un deseo insatisfecho que es en sí mismo más deseable que cualquier otra satisfacción”, hasta el punto de que no puede llamarlo felicidad o placer, que dependen demasiado de las circunstancias o de los cinco sentidos; debe llamarlo “alegría”.

Más adelante, en su famoso ensayo “El peso de la gloria”, Lewis describió estos atisbos como “el deseo de nuestro propio país distante... el aroma de una flor que no hemos encontrado, el eco de una melodía que no hemos escuchado, las noticias de un país que aún no hemos visitado”.

El impacto de estas experiencias indujo a Lewis a abandonar el ateísmo y le convirtió en buscador. Cada episodio de verse “sorprendido por la alegría” fue, al mismo tiempo, una contradicción y un anhelo. Las experiencias contradecían lo que había creído antes, su ateísmo, porque socavaban su paradigma secular, naturalista, y señalaban más allá de este. También eran un anhelo por algo nuevo, porque apuntaban a algo trascendente sin lo cual no podía encontrar sentido a esos anhelos que, de todos modos, no podía negar.

Fue más adelante, en el verano de 1929, cuando la búsqueda de C. S. Lewis llegó a su punto culminante. Lo chocante es que, aunque se había lanzado a su búsqueda con un compromiso intenso, seguía hablando de esa fase como “el momento en que Dios me abordó”. Para su sorpresa e incluso terror, dijo él, de repente las cosas perdieron su carácter abstracto, teórico, individualista:

Al igual que los huesos secos retemblaron y se recompusieron en el terrible valle de Ezequiel, un teorema filosófico, respaldado por mi inteligencia, empezó a sacudirse y a despojarse de su sudario, se puso de pie y se convirtió en una presencia viviente. Ya no se me permitió seguir jugando a la filosofía. Es posible que, como digo, aún fuera cierto que mi “espíritu” difería en cierto sentido del Dios de la religión popular. Mi adversario ni siquiera tomó en cuenta esta objeción, que se perdió en la banalidad más absoluta. No quiso discutir sobre ello. Se limitó a decir “Yo soy el Señor ; Soy el que soy ; Yo soy .

Las personas que son religiosas por naturaleza tienen dificultad en comprender el horror de semejante revelación. Los agnósticos afables hablan alegremente de “la búsqueda de Dios por parte del hombre”. Para mí, tal como era entonces, era como si hablasen de un ratón que anda buscando un gato.

Mirando atrás, recordando cómo su búsqueda culminó repentinamente con la conmoción de su propia derrota, Lewis comentó burlonamente: “En realidad, por mucho que un joven ateo proteja su fe, nunca es suficiente”.

Hoy día el término buscador a menudo se usa de cualquier manera. Afortunadamente, las experiencias que demandan su uso auténtico también van en aumento. Hoy, cuando la incredulidad se ataca tanto como la creencia, y cuando las ortodoxias modernas recientes están tan sometidas al fuego enemigo como las tradicionales, ha amanecido un día extraordinariamente nuevo para los verdaderos buscadores y las búsquedas auténticas. Pero para aquellos que han sido atraídos a vidas como las de da Vinci, aunque contando con la revelación de las imposibilidades trágicas de la búsqueda humana finita y carente de ayuda, la verdad del llamamiento ofrece consuelo y promesa. No solo contamos con la promesa explícita de Jesús de que los buscadores encontrarán algo (“buscad y hallaréis”), sino también con su ejemplo directo que demuestra que alguien busca a los propios buscadores. De hecho, desde los hombres sabios que le buscaron en adelante, Jesús es el gran imán para los buscadores de toda la historia. Las palabras que dijeron en el Evangelio de Marcos a Bartimeo, el mendigo ciego que buscaba desesperado que Jesús lo sanara, son un mensaje de ánimo de parte de Dios a todos los que buscan de verdad: “Ten confianza. Levántate, ven, te llama”.

¿Deseas conocer a Aquel a quien has buscado, sabiéndolo o no, como el verdadero hogar de tu corazón y tu único deseo auténtico? Escucha a Jesús de Nazaret; responde a su llamado.