Portada: Cada noche, cada noche. Lola López Mondéjar
Portadilla: Cada noche, cada noche. Lola López Mondéjar

 

Edición en formato digital: febrero de 2016

 

En cubierta: fotografía de © Marija Anicic/Stocksy United

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Lola López Mondéjar, 2016

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16638-58-1

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

A mis lectores

 

... y sus sollozos en la noche —cada noche, cada noche— no bien me fingía dormido.

Lolita, VLADIMIR NABOKOV

 

 

—Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?

—Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión.

Pedro Páramo, JUAN RULFO

 

 

—¡Anímate un poco! —exclamaba mi tía—. ¡Mira los arlequines!

—¿Qué arlequines? ¿Dónde están?

—Oh, en todas partes. A tu alrededor. Los árboles son arlequines. Las palabras son arlequines, como las situaciones y las sumas. Junta dos cosas (bromas, imágenes) y tendrás un triple arlequín. ¡Vamos! ¡Juega! ¡Inventa la realidad!

¡Mira los arlequines!, VLADIMIR NABOKOV

CADA NOCHE, CADA NOCHE

Nueva York, enero de 2009

La pareja baila «At Last» con una cadencia cómplice. Ella luce un vestido de noche blanco con flores sobrepuestas del mismo color, uno de sus hombros está descubierto. El hombre viste de esmoquin, con camisa y pajarita también blancas. Se mueven acompasadamente al ritmo de la música. Sensuales, giran en un escenario redondo e iluminado; a veces cierran los ojos, se rozan sus narices chatas. El mentón de la dama es prognato. Son altos, esbeltos, se sonríen. ¿Se desean?, ¿consigue la proximidad física estimular sus pituitarias y desencadenar en público la excitación?, ¿o solo fingen? Los asistentes a la gala gritan de entusiasmo cuando la mujer, sugerida por un movimiento de la mano del hombre, gira sobre sí misma dando una vuelta lenta y torpe.

Parece una escena íntima que, sin embargo, es observada por doscientos millones de espectadores durante los casi cuatro minutos que dura la canción. Cuando la música termina, vueltos hacia el público, ambos aplauden a la bella Beyoncé, la de clásicos muslos griegos.

El mundo es un cuento de hadas donde por fin triunfan los príncipes buenos. La realidad se parece a un sueño. Vestida de gala, la multitud que asiste a la ceremonia de investidura del primer presidente negro de la historia de Estados Unidos, llora de emoción. Por fin se hará justicia, se impondrá el bien, no habrá más guerras, «and life is like a song».

Papá adoraba esa canción de Etta James. Cuando sonaba por la radio subía el volumen y la tarareaba con su voz desafinada y seca.

Cumplí cincuenta y siete años hace un mes, y esta mañana he mantenido una entrevista con un inexpresivo médico judío que me ha confirmado lo que ya sospechábamos: tengo un cáncer de páncreas inoperable. Lo ha dicho sin parpadear. Y también sin parpadear he decidido que no me someteré al tratamiento paliativo que me encadenaría al hospital. Los últimos meses de mi vida voy a vivirlos sola, tal y como me apetezca hacerlo. Aunque todavía no sepa cómo.

Michelle y Obama se abrazan, satisfechos. Termina la función. El mundo es una representación incesante e insensata en la que interpreto el papel del condenado a muerte. ¿Están ustedes dispuestos a hacerle un sitio en la escena a la carne y al hueso?

El mundo se aleja de mí y es enorme. Y la soledad que experimento ante la muerte no es soledad común. En las horas finales nadie nos ahorrará nada, nadie dará consuelo a nuestra agonía ni a nuestro dolor. Nunca jamás; nunca, jamás —¿me oyen?— el cuerpo ha significado un límite como cuando la enfermedad hace acto de presencia. La piel es ahora espinosa alambrada, frontera inexpugnable. Afuera, lejos, están los otros. Dentro de mí crece la muerte, y no puedo hacer absolutamente nada para desprenderme de ella. No puedo coger mi páncreas, ese órgano estúpido que apenas conocía, y extirpármelo con las manos como en una truculenta película gore. Está dentro de mí, dentro de mí, su destino va unido al mío.

Unas semanas antes de que el inexpresivo médico judío —sus cabellos, adheridos al cráneo, añoraban la presencia de la kipá— me diese la noticia, todavía cabía la duda. La sospecha de un nuevo tumor establece la línea divisoria, la línea abismo: de un lado, la vida, la luz, el futuro; del otro, la oscuridad y la muerte. Unas semanas antes cabía la esperanza: si el tumor no fuese maligno, si solo fuese imaginación mía, una reminiscencia de mis células que se resisten a ser manipuladas y recuerdan, insisten en que no están como antes, como antes del primer tumor extirpado...; si todo se moviese dentro como la alegre protesta de un niño a quien le han quitado en el parque un ansiado juguete. Si fuese así, entonces la vida. Pero si el tumor es letal solo aguarda la espera, la tristeza, el cansancio anticipado y el fin.

Entre una orilla y otra no hay puentes ni transición, no hay medias tintas. Ninguna experiencia es así de radical e irreversible.

Ahora que voy a morir quiero disfrutar de mi tiempo hasta el último instante. ¿Qué más da morir unos meses antes, puestos en el borde mismo de la vida?, ¿a qué empeñarse? Aunque, más desagradable que la muerte son sus trámites: el secuestro de tus proyectos, la agenda hospitalaria, la miseria de la enfermedad. Nadie secuestrará la mía.

Observo allí abajo, entre la multitud que pasea por Times Square, a un niño de cinco años cogido de la mano de su madre. Afuera hace frío y los niños de cinco años se acercan al costado de sus padres para protegerse del viento húmedo que sube desde el río. Recuerdo cuando tenía su edad. Recuerdo un agujero instalado en el centro mismo de mi cuerpo, en algún lugar entre el esternón y el estómago, cuando papá me dejaba en casa de la señora Irving, la madre de Louise. Todo transcurría con normalidad hasta que de pronto, sin saber por qué, sentía una tristeza infinita y las lágrimas resbalaban saladas y gruesas por mis mejillas infantiles. La señora Irving se ponía nerviosa, ¡qué niña más ingrata!, ella era generosa conmigo y yo..., yo le respondía con miedo.

—¿Qué te pasa, cariño?

Pero no sabía qué me pasaba.

—Quiero irme con papá.

Respondía lo único que podía responderle, lo único que podía intuir que me ocurría.

—Ahora no es posible, pero cuando tomes tu cena papá vendrá a por ti —me consolaba.

Yo insistía, hasta que la señora Irving me explicaba el ritual del tiempo. Ahora vendrá esto, luego lo otro, después lo de más allá. Entendía, pero no me reconfortaba. Recuerdo especialmente una tarde en la que ella, sobrecogida por su propia sagacidad, como si hubiese tenido una iluminación esclarecedora que explicase mi repentina tristeza, me preguntó dulcemente:

—¿Es que crees que papá no va a venir a por ti, cariño?

Y supe que era precisamente eso lo que temía.

—Sí —le contesté agradecida.

La madre de Louise me abrazó.

Sin embargo, ahora lo sé, no era a papá a quien echaba de menos. El agujero no se debía a él, que siempre estuvo ahí; papá volvía a por mí todas las tardes, por lo que nunca experimenté su abandono. Ahora sé que ese agujero respondía a la ausencia de mi madre.

¿Qué olores percibí en su vientre que ya nunca he vuelto a encontrar?, ¿qué sensación inenarrable de pérdida marcó en mí su desaparición el mismo día en que se inauguraba mi vida?

Ahora sé que el agujero es ella. Sé que entre la presencia y la ausencia no hay mediadores para un niño, como no los hay entre la vida y la muerte.

 

Mi espectáculo comienza. Una representación sin final sorpresa; mal arranque para una historia. Claro que está García Márquez y su Crónica... pero yo no soy García Márquez, no cuento historias de realismo mágico. Yo cuento historias verdaderas. Voy a emplear mis últimos meses en contar una. La mía y la de algunas de las personas más importantes de mi vida. Aunque, a veces pasa, puede que nunca hayas conocido a las personas más importantes de tu vida. Eso fue lo que me sucedió a mí.

 

Empezaré por el principio. Mi madre se llamaba Dolores Haze, pero ustedes, de conocerla, seguro que la conocerán por Lolita.

Aunque nací mujer, soy el hijo que Lolita tuvo en la novela homónima, el niño que supuestamente murió en el parto, como sí que lo hizo ella al darme a luz. Pero en esto, ya lo ven, como en tantas otras cosas, el tío Humbert mentía.

Dolores Haze tuvo a su hija a los diecisiete años, en la Navidad de 1952, pero no nació muerta ni fue varón. Pesé cuatro kilos doscientos gramos, mucho, si se piensa que mamá era una mujer de baja estatura y de caderas estrechas. Fui una niña huérfana y sana, como también ella había sido. Crecí con el parco recuerdo de mi madre que mi padre, que apenas la conoció un par de años, me transmitió. Fui una niña huérfana, soy una mujer huérfana. Hay cosas en la vida que no pueden ser reparadas, agujeros a los que nunca llegará la luz. Pero ella es mi madre y quiero hacerle justicia.

 

En 1972, cuando contaba veinte años, el tío Humbert seguía vivo; su longevidad es mítica, vampírica, se nutre de nuestra credulidad. No murió de una trombosis coronaria en noviembre de 1952, apenas un par de meses después de matar a Quilty y poco antes de morir mamá, como quiere la novela. Otra mentira.

¿Nadie sospechó nunca de que fuesen tantas las muertes en Lolita? En un gesto soberbio de desprecio hacia la verosimilitud, un desprecio tan intrínseco en Humbert que ningún lector parece haberse dado cuenta, todos los testigos de su historia mueren pocos meses después de su participación en ella. Veamos.

Annabel Leigh, su primer amor, murió de tifus en Corfú, cuatro meses después de su encuentro con él.

A mi abuelo Harold lo entierran en Pisky a los cuarenta y tres años.

La abuela Charlotte muere atropellada a los treinta y cinco.

Quilty fue asesinado por Humbert.

Humbert muere a causa de una trombosis coronaria poco después de concluir su manuscrito.

Mamá murió durante el parto en Gray Star.

Se supone que yo morí al nacer.

¿Nadie lo observó antes? Porque aún hay más muertes. Las hay hasta para los personajes secundarios. Como ven, la novela está llena de muertes accidentales. No quedó ningún testigo.

Hasta el pobre Charlie Holmes, el chico con quien se supone que mamá perdió la inocencia en su primer campamento de verano, muere en la guerra de Corea.

La primera mujer de Humbert, Valeria, tras huir de él con su amante, muere también durante el parto en 1945, como mamá siete años después.

¿No creen que son demasiadas las mujeres que mueren en el momento de dar a luz, en una única novela? La imaginación del tío Humbert estaba poblada de interesantes y letales reiteraciones que van mucho más allá de la casualidad o la negligencia, impensables en él. El Humbert biógrafo no quiso dejar testigos de sus acciones, y su memoria es tan incierta como lo es la ficción.

El tío Humbert estaba vivo, insisto, pero yo aún no lo sabía. Cuando cumplí veintiséis años lo supe, fui a buscarlo, le conocí y, antes de morir, quiero dejar aquí testimonio de nuestro encuentro.

Florence, Oregón, 1972

Ayer, día de mi vigésimo cumpleaños, papá me entregó una sombrerera amarillenta atada con una cuerda deshilachada de hilo de seda del mismo color. La puso ceremoniosamente sobre la mesa de la cocina cuando apenas faltaban veinte minutos para que pasara el autobús que me lleva a la ciudad, me la señaló y dijo:

—Esto lo dejó tu madre para ti.

Mi madre murió cuando tenía diecisiete años. Hoy sería una mujer todavía joven, pero su vida se apagó el mismo día en que yo abrí los ojos. Hasta esta mañana nunca supe que mamá hubiera dejado nada para mí; papá apenas habla de ella, es un hombre ensimismado cuya sordera aumenta con los años.

No fui a clase. Me quedé delante de la sombrerera durante mucho tiempo, hasta que oí el autobús. Douglas hizo sonar el claxon varias veces para avisarme de que corriera, que se me estaba haciendo tarde; le oí detenerse un instante y luego le oí partir con ese sonido de aire comprimido, esa ventosidad mecánica que se perdió en la distancia calle abajo. El autobús me sacó de algún nebuloso lugar al que la caja de sombreros me había llevado. Papá ya no estaba en casa. La cogí con ambas manos y me la llevé a mi cuarto.

 

Por la noche, cuando papá volvió del taller, ya había revisado su contenido: cuatro cuadernos que mamá escribió de los ocho a los diecisiete años, justo hasta el día en que yo nací. Papá dejó su gorra en la percha de la entrada y me saludó como solía desde su ensimismado aislamiento de sordo.

—¿Los has leído? —quise saber.

—Por supuesto que no. A ella no le hubiese gustado, solo quería que los leyeses tú.

—¿Quieres leerlos ahora? Tienes mi permiso.

Me miró unos instantes mientras abría el bote de cerveza que acababa de sacar del frigorífico. Era la única bebida que le gustaba y solía tener paquetes enteros almacenados en el garaje, junto a su coche recién lavado y sus herramientas de mecánico. Me miró a los ojos desde su altura irlandesa, como él la llamaba, dedicándose a sí mismo una especie de chiste que nadie parecía dispuesto a celebrar, y me contestó:

—No.

Aunque no pude entender su negativa, no dije nada. ¿Para qué? Papá no leía ni los periódicos, se conformaba con mirar la televisión. Ni siquiera estoy segura de que siguiera las imágenes de la pantalla. A veces entraba en casa y lo veía en el sofá, con las latas de cerveza que ya había consumido encima de la mesa y la televisión con el volumen tan bajo que apenas si podía oírla yo misma, que tengo un oído de tísica, como le gusta también decirme. Papá mira la pantalla embobado, pero creo que sus ojos están puestos en otro sitio. Cuando era niña me gustaba suponer que pensaba en mamá.

Durante toda la mañana estuve hojeando sus diarios uno a uno, ponderando su peso con mis manos, pero sin osar leer lo que ella había escrito, solo algún que otro párrafo al azar. De entre las hojas del que escribió a los once años cayeron unas flores secas que se deshicieron apenas las rocé. Mamá había reproducido en una página el perfil de la florecilla, y debajo había escrito su nombre a lápiz, «Amapola (Papaver rhoeas)», en caracteres cuidados. La amapola no tenía color cuando la descubrí, parecía un trozo de tul desteñido y triste.

Guardó también unas agujas de pino de un campamento de verano en el que estuvo en 1947, y una postal que le envió la abuela Charlotte, cuyas letras desleídas apenas pude distinguir.

Decía más o menos:

 

Querida Dolly:

Te enviamos un abrazo y un cariñoso beso.

Tus padres,

Humbert y Charlotte

Pd: Cuidado con los resfriados.

 

La postal era una reproducción de un idílico lago de aguas transparentes con un embarcadero en primer plano, en el que un niño con una camiseta blanca, de espaldas al fotógrafo, sostenía una curva caña de pescar.

Los diarios de mamá no tenían fecha. Estaban escritos en fragmentos de diferente extensión, separados unos de otros por espacios en blanco, aleatorias elipsis precedidas de un Mi querido Diario, Querido Diario, MqD, y otras abreviaturas parecidas, pero en ellos había amplias referencias temporales que permitían hacerse una idea de cuándo fueron escritos. Mamá escribió el diario de los ocho años con un bolígrafo que el abuelo le había traído de su paso por el ejército. Lo llamaba «birome». Su prosa es sencilla, infantil, con algunas incursiones en expresiones adultas que denotan su carácter curioso, su deseo de imitar a los mayores y de crecer.

«Papá me dejó en herencia un birome de tinta azul con el que te escribo, mi querido diario. Espero que nunca se termine, y que pueda acompañarme hasta mi muerte».

Me llamó la atención que una niña tan pequeña hablase así de la muerte, que tuviera plena conciencia de la suya. Pero pensé que la muerte de su padre la habría acercado a un acontecimiento que un niño en otras circunstancias está lejos de entender, a una madurez precoz forzada por el dolor de la pérdida.

En noviembre de 1952, poco antes de nacer yo, mamá estaba ilusionada, pero también se mostraba pragmática y realista. Escribió:

 

Mqd

Pronto seré madre. Intentaré amar a mi hijo con todo mi ser. Cuidarlo y educarlo lo mejor que pueda. Quiero que vaya a la universidad, tanto si es niño como si es niña. Dick es un hombre bueno que me ayudará en esto, pero no puedo esperar grandes cosas de él. Ojalá después de su nacimiento nos vayamos a Alaska, donde seguro que Dick podrá encontrar un trabajo que nos permita disfrutar de una casa más grande, y de mayores posibilidades para nuestro hijo.

El bebé me da patadas cada vez que reposo. El muy tunante aprovecha mi movimiento para dormir y, en cuanto me tumbo, empieza su fiesta. Me gusta imaginarlo. A Dick le da aprensión colocar su mano sobre mi vientre para sentir sus pataditas, cree que le hace daño.

 

Sus ilusiones se me antojaron sueños comunes en una joven norteamericana de los años cincuenta, como si hubiese perdido la ingenuidad también precozmente y se enfrentase a un mundo desencantado, presidido por un conformismo común y por la lucha por la supervivencia.

 

¿Cuántas veces quise conocer a mi madre a lo largo de mi infancia? Todos los días imaginaba cómo hubiese sido mi vida de haber vivido ella. Las niñas de mi escuela tenían una madre que las cuidaba, que les hacía las trenzas y les compraba la ropa adecuada para cada ocasión. Papá no sabía hacerlo. Hasta los once años yo era la niña más desaliñada del colegio, los vestidos me quedaban siempre grandes y los colores de mis calcetines no combinaban con los de la falda. Papá me dejaba comprar lo que quería, las pocas veces que tenía dinero para hacerlo. Hasta que a los once años, poco después de que me viniese la primera menstruación, la madre de Louise me llamó a la cocina y me preguntó si quería que me enseñase ciertas cosas que solo las mujeres sabían hacer. Le contesté que sí, y ella me dio un abrazo muy dulce, un abrazo como nunca antes había recibido. Los abrazos de papá eran tímidos, solía echarme la mano por encima del hombro y apretarme el brazo; eso era todo. Cuando mis pechos empezaron a crecer papá dejó incluso de hacer eso, creo que pensaba que no era apropiado para una jovencita ser abrazada por su padre. Nuestra convivencia era muy tranquila pero sin demasiados gestos de cariño. La madre de Louise me abrazó, me besó el pelo y me dijo:

—Este sábado tendremos la primera lección. Coge tu maleta y tráete todos los vestidos de tu armario.

Y todo cambió. Louise era hija única, sus padres hubieran querido darle un hermano pero algo pasó en el cuerpo de la señora Irving que se lo impedía. A partir de entonces mi ropa fue más adecuada y, cuando tenía que comprar zapatos, la señora Irving y Louise me acompañaban siempre. A papá no le molestó, todo lo contrario; a menudo, al observar su incompetencia en estos y otros asuntos, pensaba que no sabía muy bien qué hacer conmigo.

La vida era muy sencilla en Gray. Cuando leo los diarios de mamá siento que la suya y la mía fueron paralelas: las dos huérfanas; de padre ella, de ella yo. Pero hay muchas cosas en las que no me reconozco. Ella no quería a su madre, me hace gracia lo que escribe sobre la abuela Charlotte. Por el contrario, y sin quererlo, yo llevo dentro un sentimiento de ternura dispuesto a depositarse sobre cualquier mujer que acaricie a un niño como la señora Irving. Pero en casa nunca hubo ninguna mujer.

En Gray no llovía a menudo, sin embargo, a veces, en primavera, la lluvia aparecía de un modo obstinado y durante un par de semanas no dejaba de llover. Las aceras se teñían de verde, y un musgo aterciopelado y fluorescente las empañaba como un vaho. Entonces salía a pasear. Me gustaba el repiqueteo de la lluvia sobre mi paraguas, y sobre el techo de chapa de las paradas del autobús, y me gustaba cuando cesaba porque entre el cielo y yo, protegiéndome de eventuales salpicaduras provocadas por el viento, se interponían las ramas frondosas de los árboles.

Papá nunca me acompañaba. Solía caminar por la calle central hasta la salida del pueblo, recorriendo el trecho que separa las últimas casas de la gasolinera del bar de Peter. A veces, a través de la ventana, al cobijo de la lluvia, Ruth me saludaba con una sonrisa fresca. Se limpiaba las manos en el delantal amarillo y estoy segura de que le decía a Peter:

—Ahí va Dolores Schiller, ¡qué chica más solitaria!

En uno de aquellos paseos me crucé con papá. Salía de un apartamento con el brazo por encima de los hombros de Mary Guilford, una mujer robusta, de mejillas sonrosadas y con los pechos más grandes de la ciudad, que regentaba un estanco en el centro. Los dos reían; cuando papá me vio hizo que Mary bajase el paraguas, negro y enorme, hasta ocultar sus rostros.

Nunca hablamos de esto. Por la noche, cuando nos sentamos a cenar, papá no mostró el menor signo de querer decir nada, y yo tampoco lo hice. Sin embargo me sentí avergonzada, como si hubiese visto algo que no debería.

Meses después me crucé de nuevo con ellos en el cine. Yo iba con Alice, mi mejor amiga del instituto, que adoraba las películas de terror. Era verano y oscurecía muy tarde. En verano papá me dejaba llegar a casa después de las doce. Dorothy, que venía con nosotras, también los vio. Cuando pasaron de largo me dijo con su voz chillona, sin importarle que alguien más pudiera oírla:

—Todo el mundo lo sabe, llevan un par de años saliendo. Papá dice que Richard Schiller es un buen hombre, pero que un hombre sano no aguanta la viudedad sin consuelo durante mucho tiempo. Dice que Dick no quiere que su hija se críe con una madrastra en casa. Como le pasó a él.

A partir de entonces comencé a pensar en papá de otra manera. Yo no le conocía como Richard F. Schiller, sino como mi padre. Nunca le había llamado Dick, y cuando mi amiga Alice lo hizo, de repente lo convirtió sin más en otro hombre. Las dos teníamos catorce años, los cumplíamos el mismo día de Navidad. Según repetía siempre su madre, nacimos con unas pocas horas de diferencia.

Creo que fue ese mismo verano cuando decidí que me iría a estudiar fuera. Que dejaría que papá siguiese su vida con Mary Guilford, que no quería ser una molestia para él. Cuando le dije que quería estudiar, papá me contestó, circunspecto:

—Al abuelo Harold le hubiese gustado conocerte.

Y me convirtió sin más en una extraña, pues supe que él sí podía verme como alguien y no solo como su propia hija.

Nunca había pensado en el abuelo Harold. Todo lo que sé de mi familia materna me lo ha contado mi padre, que no la conoció jamás. Mi árbol genealógico está formado por fantasmas. Como ya he dicho, el abuelo Harold murió de una neumonía a los cuarenta y tres, era once años mayor que Charlotte. Cuando tenía dieciocho combatió unos meses en Europa, al final de la Primera Guerra Mundial, y de allí se trajo unas frases en francés y una indemnización del Gobierno americano por los servicios prestados, y por una bala que se le incrustó en el muslo y le dejó una ligera cojera. Papá dice que mamá le quería mucho y ahora sé por ella misma que así fue. También le trajo un birome.

 

Avanzo en su diario de los nueve años. Las palabras de mamá me producen un efecto extraño, una especie de pudor, como si estuviera penetrando indiscretamente en su intimidad, pero sobre todo me producen una felicidad nueva. Mientras leo es como si la tuviera delante: una madre niña, bien es verdad, pero una madre al fin.

Harold conoció a Charlotte cuando tenía treinta años, y seis meses después se casaron. Junto a los diarios de mamá hay una foto de su boda. Vivieron humildemente unos meses, luego nació Georges, el niño rubio, el preferido de la abuela, pero una varicela se lo llevó cuando tenía dos años. Mamá nació un año después. Al parecer, el abuelo montó un negocio de coches en la ruta del Oeste, durante la Gran Depresión, y le fue lo bastante bien como para que la familia viviera con desahogo. Imagino al abuelo convenciendo a la testaruda Charlotte de que otro hijo la aliviaría. Imagino su decepción cuando nació mamá. Una niña. A las mujeres, por lo que sé, no les gustan las niñas, prefieren los hijos varones. Mamá nunca consiguió aliviar a Charlotte de la pérdida de su primogénito, pero Harold la adoraba. A veces, cuando repaso esas fotos donde se les ve juntos, el abuelo con su joven sonrisa congelada, pienso que me hubiera gustado que fuese mi padre. Papá es tan callado, tan excesivamente discreto. Creo que mamá eligió a papá porque también sabía de mecánica. Es todo lo que se me ocurre que pudo atraerle de él. Un hombre alto y habilidoso como su padre, al que apenas conoció.

 

El diario de los nueve años está lleno de nostalgia. Casi todo el tiempo habla del pasado, lo que me sigue resultando muy extraño en una niña tan pequeña. A los nueve años mamá ya estaba enferma de añoranza. No recuerdo que yo fuese así. A los nueve años tenía prisa por hacerme mayor. Anhelaba crecer, y el tiempo que me separaba de los veinte se me antojaba eterno. Quería viajar, ir a la universidad, recorrer el mundo. Nadie en mi familia ha deseado lo mismo que yo. Todos los viajes que ellos emprendieron fueron de supervivencia. Mi orfandad no tiene a quien añorar, como lo tiene la nostalgia que impregna los recuerdos que mamá evoca de su padre; no tengo a quien añorar puesto que nunca la tuve a ella. Se trata más bien de otra cosa.

La familia de mamá se instaló en Missouri, primero de alquiler y, cuando el negocio prosperó, compraron una casa en la que mamá pasó de los cinco a los ocho años, según he podido concluir de la lectura de sus diarios. Era una niña observadora, pero con un sentido muy poco preciso del tiempo, como suele pasarle a los niños. A los ocho años el abuelo murió y Charlotte se trasladó poco después a Ramsdale, según me contó papá. Ramsdale no ha aparecido todavía en los diarios. Cuando papá la conoció, mamá tenía dieciséis años, dice que era pequeña y reluciente, y que se parecía un poco a mí. Se enamoró tanto de ella que no dejó de perseguirla hasta que consiguió que lo aceptase. Al cabo de unos meses se casaron. Mamá murió cuando yo vine al mundo. Tenía diecisiete años. Demasiado pronto. Como ella misma escribió a propósito de la muerte de su hermano Georges, una familia con muy poca suerte. Ni el abuelo Harold ni Georges, ni Charlotte ni ella superaron los cuarenta y cinco años. A veces tengo la impresión de que también yo tengo los días contados. Ya he superado la edad en la que mamá murió, y siento una especie de culpa por sobrevivirla.

Cuando leo sus diarios oigo su voz, un poco aguda, pero amable y risueña, como papá me ha dicho que era. Ojalá la hubiese conocido.