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Ronaldo Menéndez

 

 

La nieta de Pushkin

 

 

 

 

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Ronaldo Menéndez, La nieta de Pushkin

Primera edición digital: julio de 2020

 

 

ISBN epub: 978-84-8393-659-7

 

 

Colección Voces / Literatura 297

 

 

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

 

 

© Ronaldo Menéndez, 2020

Representado por la Agencia Literaria Dos Passos

© De la ilustración de cubierta: Natalia Lasso, 2020

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2020

 

Editorial Páginas de Espuma

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Para Yolanda, vigía ahora inmóvil, mis viajes secretos

El viajero inmóvil

 

Pipo, a ver si me ayudas a arreglar el tejado, que vienen las lluvias y puede haber filtraciones.

Ese que acaba de hablar es mi padre, «Pipo» soy yo. Y todavía no he emprendido este viaje de catorce meses alrededor del mundo, ni mucho menos me he imaginado a través del desierto del Rajastán en una caravana de camellos con Tere y Erika. ¿Qué hago aquí en Cuba, si ya no vivo en la isla? Natalia y yo hemos decidido que antes de perdernos durante el año siguiente estaremos dos meses en Cuba, en casa de mis padres. No sé cuánto ha profundizado Natalia en este hecho, o si solo ha querido complacerme porque le parece razonable que acompañemos a mis viejos durante dos meses ante la inminencia de un gran viaje.

No los echo de menos, o al menos no de esa manera en que los padres añoran a los hijos cuando se empiezan a asomar a la vejez y los hijos viven en otra parte. Pero desde aquellos días en que rocé por primera vez la posibilidad de un exilio sin retorno, mi terror ha sido que uno de los dos se muera y yo no pueda estar cerca en ese momento. Vivir con ese miedo es lo mismo que vivir con una culpa, y aunque estoy seguro de que Natalia no lo ha pensado de ese modo (esas cosas no pueden pensarse), sé que intuye que estos dos meses con mis padres son el alivio que necesito para poder irme a recorrer el mundo.

Es rara la condición del viajero en cuanto a la relatividad del espacio, y por tanto del tiempo. Dentro de dos meses, cuando me vaya, mis padres seguirán aquí, en esta vieja casa del barrio de Buenavista, inmóviles. Y mi tiempo será el del movimiento más delirante, el tiempo de las fundaciones, los descubrimientos y la aventura. Sin embargo, para ellos que se quedan aquí, se duplica mi lejanía: ya no solo estaré exiliado, sino que estaré viajando sobre ese exilio, haciendo no sé qué cosas que mis padres apenas podrán imaginar. De modo que los habré obligado a sentir doblemente su inmovilidad. Nunca se han subido a un avión, nunca han salido de Cuba, y mientras viaje estarán pensando: Por dónde andará él ahora, ¿estará bien? No importa que les dé noticias, ellos siempre estarán preocupados.

–Pipo, ¿me ayudas con el tejado?

Mi padre siempre ha practicado dos o tres rituales de comunión, y uno de ellos es reparar el dichoso tejado. Cada vez que regreso a Cuba se las arregla para estar preocupado por las filtraciones. O con algún huracán que puede pasar dentro de tres meses. El caso es que no me libro de la siguiente trama: primero, disponemos su vieja carretilla (mi padre ha sido obrero de la construcción) en medio del patio. Después tomamos eso que en Cuba llaman «jibe», y se trata de un rectángulo de madera tosca con una tela metálica que permite colar la arena y el cemento en seco, antes de acometer la elaboración de la mezcla. Sobre la carretilla cernimos el material, agregamos agua, y mi padre siempre me explica las proporciones necesarias para hacer la mezcla, que olvido al instante. Una vez elaborado el amasijo, procedemos a subir un par de cubos de mezcla al tejado. La tarea es ardua y arriesgada: mi padre sube primero a través de un murete que él mismo ha construido, y de ahí yo le alcanzo los cubos de mezcla y noto cómo se me despellejan las palmas de las manos y mi caja torácica está a punto de reventar. Mi padre, flaco y con casi ochenta años, aunque se lleva la peor parte, la de descolgar su brazo para agarrar los cubos desbordados de mezcla que yo le alcanzo, lo hace como si alzara ligerísimas y enormes farolas chinas de papel de arroz, sin derramar una gota de mezcla. Y a él no se le despellejan las manos porque trabaja en esto desde los catorce años: si alguien quiere conocer la historia de cierto tipo de hombres, está escrita en la aspereza de las palmas de sus manos.

–¿Qué, le metemos mano ya? –me dice esperanzado.

Está intranquilo. Desde que tengo uso de razón lo he visto despertarse todos los días poco antes de las cinco de la madrugada, primero para ir a trabajar al Ministerio de la Construcción, y luego, cuando por fin se jubiló, para trabajar en el patio de esta casa que él mismo levantó ladrillo a ladrillo. No le gusta dormir mucho, dice que es cosa de vagos. Es como si siempre hubiese sabido que a él nadie iba a jugársela, que mientras esté vivo va a dormir el menor tiempo posible porque eso de dormir es como estar un poco muerto. No para en todo el santo día. Va de cortar tallos de plátano, a preparar compost para los tomates que va a sembrar, o dando pico y pala al fondo para abrir un hueco y sembrar no sé qué arbusto que en un rato irá a cargar él solo desde la casa de un vecino que vive en el otro extremo del barrio. Nunca ha tenido suerte con su huerto: se pasa la vida sembrando y regando desde que se jubiló hace diez años y aún no ha cultivado nada. Cuando no es por culpa del exceso de lluvias es por la sequía, y si no, aparece alguna plaga endémica del Caribe que se come sus plantas en cuestión de horas. Pero nunca va a dejar de sembrar ni levantándose a las cinco de la madrugada, y le sienta de maravilla porque siempre se está riendo, como si quien se sembrara por dentro fuera él.

Pero ahora, por primera vez en muchos años de regresar a Cuba, me fastidia tener que ayudarle con la «reparación del tejado». Para empezar, el tejado no está deteriorado, ni cuarteado ni ningún otro término urgente. Mi padre lo sabe y no se atrevería a negarlo, es un tío que ante todo pregona «la verdad». Se trata de una «reparación preventiva», o sea, la de usar el tejado como pretexto para, ya que estoy aquí, comulgar como lo hacen dos camaradas al calor del trabajo. Y sí que hace calor: aunque son las diez de la mañana ya estamos por encima de los treinta y ocho grados. Y esta vez me fastidia mucho tener que dejar lo que hago para treparme a sudar como una bestia en el maldito tejado.

¿Qué hago? Lo que hacen los escritores: escribir recién duchado en el portátil que me he traído de Madrid para «trabajar» mientras le doy la vuelta al mundo. Quiero narrar cada una de mis hazañas.

Suelo imponerme pautas de ritmo de trabajo y fechas de entrega de textos, y con los plazos me comporto como si yo fuese mi propio tirano, que de tanto hostigarme y ser inflexible, pretendo que me harte y un buen día decida renunciar a mi oficio de escritor, y ahí te quedas, Literatura, por culpa de ese tirano que soy yo mismo. Ahora me he propuesto terminar, en los dos meses que me quedan en Cuba, una novela juvenil que no sé por qué me ha dado por escribir, si nunca ha sido mi género.

De modo que los requerimientos de solidaridad obrera de mi padre me irritan. Ahora lo analizo desde otra perspectiva: qué desatinada me resulta esa idea bruta de que estar machacando el teclado de un ordenador no es un trabajo urgente, y puede esperar, en cambio el maldito tejado que no tiene una sola grieta debe ser reparado hoy mismo, bajo casi cuarenta grados de temperatura, sin guantes y con cubos de mezcla que despellejan las manos.

Cuando mi padre está contrariado por mi culpa, es mi madre quien interviene. Como mediadora sus recursos son infalibles (desde la perspectiva de mi padre). Y ahora me dice:

–Papito –para mi madre no soy «Pipo», sino «Papito»–, acuérdate que tu padre te espera desde hace como dos horas para que lo ayudes a arreglar el tejado.

–¡Joder con el tejado! –no reprimo mi exabrupto, con mi madre puedo permitírmelo, además, como es cubana de no haber salido de Cuba, tacos como «joder» no le dicen nada–. ¡Coño! Dile que me deje terminar este capítulo.

Y antes de que se dé media vuelta y vaya a explicarle al aguerrido obrero de la construcción que en cinco minutos su hijo termina un capítulo de una novela muy importante, agrego:

–A ver si me entienden: este es mi trabajo, ahora mismo yo estoy trabajando…

–Sí, mi’jo –me responde–, claro que lo entendemos, pero tú sabes cómo es tu padre.

Sé cómo es mi padre. Siempre he admirado que se rompiera el lomo de sol a sol por casi nada, solo por decencia, y que nunca duerma, y que siembre plantas como un Sísifo agricultor. Pero ahora todo eso me molesta, me resulta estúpido e injustificado por la sencilla razón de que todo eso ha estado ahí como su vida entera, para desembocar esta precisa mañana en querer sacarme de la novela y subirme al tejado. Por gusto.

Decido que esta vez no voy a ceder:

–Pues ya es hora de que se aguante. Hasta que no termine este capítulo…, es más, voy a empezar el capítulo siguiente.

–No le hagas eso a tu padre, mi’jo –dice mi madre y desaparece hacia el patio del fondo.

Cuando mi madre dice «no le hagas eso» es porque quiere significar que actúo de manera injusta. Pero hay muchos posibles matices que solo yo puedo captar en el tono de su voz. Puede decirlo con voz de advertencia severa, en cuyo caso, además de significar que soy injusto, quiere dejar muy claro que estoy equivocado. Que actúo casi de mala fe (mi madre nunca supone que puedo actuar de mala fe). Pero esta vez lo ha dicho con voz plañidera, y es la peor alternativa. Excluye toda posibilidad de negociación: si con voz de «estás actuando de mala fe», siempre me queda la posibilidad de demostrar que no es así, en el caso de que su voz se parezca a un ruego lacrimoso, quiere decir que da lo mismo si tengo o no razón, simplemente, no puedo actuar así. Porque hay otras razones que mi razón no entiende.

Sobre esta misma línea, aun con la voz de mi madre pegada a la pantalla del ordenador, me es imposible continuar con el capítulo de la novela que debo terminar en dos meses y no sé muy bien por qué. Es en este instante, convencido de que no voy a ceder y hoy no me subo al tejado ni aunque me aten a una grúa, cuando decido acceder. Hay decisiones que no se meditan. Como si alguien, dios o el diablo que vela por uno, decidiera. Hala, escritorzuelo de suaves manos, al tejado.

En el patio mi padre va de un lado a otro con su camiseta manchada y agujereada y sus bermudas que han nacido de cortar un pantalón marrón que alguna vez fue elegante. Se pasa el día casi en harapos trajinando entre tierra y escombros, pero en la tarde se ducha, se afeita, se perfuma y se viste como si fuese a un cóctel organizado por la Casa Real de La Habana, y se sienta en una mecedora frente a la puerta de la calle, que permanece abierta. Le gusta observar, mientras escucha tangos en un equipo de música que le regalé hace unos años, cómo se solazan los vagos y los delincuentes del barrio. Le gusta observarlos para luego explicar, enfermo de indignación, que por culpa de toda esa gente el país está como está. Por culpa de ellos y del bloqueo norteamericano. Así la Revolución no puede levantar cabeza.

–Pipo, alcánzame ese saco de cemento.

Ni siquiera me da tiempo a decir algo del estilo de aquí me tienes, he dejado la novela para venir a ayudarte a… Con él nunca hay tiempo que perder, ahora que estoy debo ejecutar sus instrucciones: Échalo aquí, trae agua, mueve el jibe más despacio, que no se levante polvo…

Pero a mí todo esto me suena a sinsentido. O no, no puedo evitar fijarme en su regocijo, en esa premura entusiasta con la que me da las instrucciones, y sé que está pensando en la importancia de que yo aprenda a hacer cosas como aquella. Porque si en mi casa de Madrid un día tengo un problema en el tejado, yo mismo puedo preparar la mezcla, subir, arreglarlo y ahorrarme unos pesos. Pero hoy todo esto ha perdido su gracia por la sencilla razón de que no puedo olvidar que en realidad yo sí hacía algo útil: una novela que alguien me contratará, pagándome un adelanto que servirá para mandarle dinero a mis padres. Desde que salí de Cuba hace casi veinte años me encargo en parte de la manutención de mis padres. Es mi antídoto contra el exilio, mi alivio secreto.

Llega el momento en que se van a despellejar mis manos. Alzo desde el suelo el primer cubo de mezcla, mi padre estira su brazo flaco desde el techo bajo, abre la palma de su mano derecha a la que le falta la mitad del pulgar (se lo cortó hace unos años con la sierra) y agarra el asa. El pesado cubo asciende como un cometa. Ya estamos aquí, él dando instrucciones y distribuyendo la mezcla sobre las juntas de las losas del tejado. Y a continuación procede a lo fundamental, al acto que él considera sublime. Como si todo el ritual no fuera más que un trámite para llegar a este punto:

–¡Yoli! –le avisa con premura a mi madre, que prepara unos frijoles negros en la cocina–, alcánzanos dos frías.

O sea, dos cervezas. Mi madre las mete en uno de los cubos de mezcla que ya está vacío y él lo iza con una soga. Le gusta que nos tomemos unas cervezas mientras trabajamos en el tejado. Ahora sé lo que vendrá: me preguntará cómo me va con Natalia, me aconsejará que no trabaje demasiado, que yo trabajo con la cabeza y eso es distinto, que el trabajo físico es duro pero es peor trabajar con la cabeza…

Trato de que mi humor mejore pero no lo consigo. Cada gesto de mi padre, cada unión de las losas del tejado que rellenamos con la mezcla de arena y cemento, presionando con las puntas de nuestras paletas de albañil a todo lo largo, me parece una pérdida de tiempo. Qué testarudos se ponen los viejos.

Por fin terminamos. El sol de Cuba a mediodía parece una bola de papel de lija que nos raspa el pellejo. Bajamos los cubos, las paletas de albañil, la flota, el nivel y la regla. Lo lavamos todo mientras él me explica cómo se limpia cada herramienta. Es mi mejor momento, mi humor mejora porque ya hemos acabado. Nos hemos bebido dos latas de cerveza cada uno, y yo he respondido a sus preguntas y consejos de manera levemente áspera. Hoy no era un buen día para arreglar un tejado por gusto. Pero él ha estado feliz, muy feliz. Y de pronto esto me resulta más que suficiente. Como suele decirse, me arregla el día.

Unos días después nos despedimos en el portal de la vieja casa del barrio de Buenavista que mi padre levantó ladrillo a ladrillo. Me dicen adiós, cada año los veo más empequeñecidos, más abuelos que padres.

 

Cuando se sella una lápida en el cementerio Colón, de La Habana, se hace con una mezcla de arena y cemento, se coloca la losa y con la punta de la paleta de albañil se rellena y presiona la mezcla a todo lo largo.

Natalia y yo emprendimos el viaje de catorce meses que terminó en la India, y entramos en una caravana de camellos al desierto del Rajastán con Teresa y Erika. Durante los catorce meses de mi viaje mi padre fue perdiendo la memoria: demencia senil, había sido el repentino diagnóstico, pero no me lo habían dicho de esa manera tan clara en los correos que cruzaba con mi madre. Total, qué ibas a hacer desde esos países tan raros. Cuando me avisaron de que «algo le había dado», una especie de ictus que lo mató después de unos pocos días, tomé un avión a Cuba a ver si aún había tiempo, pero mi padre no llegó a reconocerme. No volvimos a subir a reparar el tejado.