Liliana Blum

 

 

Tristeza de los cítricos

 

 

 

 

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Liliana Blum, Tristeza de los cítricos

Primera edición digital: octubre de 2019

 

ISBN epub: 978-84-8393-653-5

 

© Liliana Blum, 2019

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2019

 

 

Colección Voces / Literatura 287

 

 

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If you had a heart, that is how it would be broken

 

Joyce Carol Oates, Zombie

 

 

 

Para Susana Ramírez, Jean Laffitte, Laura Casas,
Enrique R. Peschard, Milena Solot, Fernando Jiménez
y Atenea Cruz: que me queden ustedes siempre.

Conejillo de indias

 

 

I

 

Sábado al fin. Lucía se levantó de la cama con ese pensamiento y una sonrisa. Las ensoñaciones que acumuló en su mente durante todos los otros días iban a tomar forma al fin. La semana había sido eterna. Así eran todas desde que conoció a Marcelo. Caminó por el pasillo rumbo a la cocina, moviendo un poco las caderas al ritmo de una musiquita dentro de su cabeza. La casa olía a encierro: abrió la ventana que daba al patio y el jardín. Se habría fijado en el polvo acumulado en el alféizar, pero algo más capturó su atención. Una de las macetas parecía haber sufrido un ataque con granada: sus entrañas de tierra expuestas, fragmentos de planta y trozos de barro yacían dispersos por los adoquines. No eran ni las ocho de la mañana. Sin pensar, su dedo índice fue a posarse sobre el lagrimal para quitarse una lagaña: tardó unos segundos en procesar la totalidad de la escena. No era muy buena para la jardinería, pero intentaba mantener vivas las plantas en las macetas más bonitas que podía encontrar: un ama de casa se valora por la limpieza de su hogar, el cuidado de su jardín y el buen cuerpo a pesar de los hijos.

Por la brutalidad de la imagen no había advertido en primera instancia al Capitán Capibara, pero el grito de Eloísa la arrancó de tajo de aquella mezcla de indignación e incredulidad ante el destino de las violas. Se sorprendió por encontrar a su hija allí. ¿Por qué le afectaba a ella la tragedia de aquella planta si la única preocupación de la niña a esa hora era ver Discovery Kids? Aquello era tragedia para señoras de cierta edad. Su abuela solía decir que una maceta rota en la mañana era presagio de un mal día que solo empeoraría a medida que corrieran las horas. Pero Lucía no era supersticiosa, sino pragmática. Aquello solo significaba más trabajo para ella. Las caritas formadas por las motas de los pétalos regadas entre la tierra contribuían a dar el efecto de una masacre.

Cerró los párpados y se convenció a sí misma de que ese accidente no podía arruinar su sábado: nada que no pudiera resolverse con una visita al vivero, una escoba y un recogedor. El sábado era el mejor día. Algo tan nimio como eso no cambiaría sus planes. Abrió los ojos y percibió el cadáver del cobayo. Extendido tras una tortuga de barro que albergaba a las dalias, con la cabeza destrozada por detrás, parecía llevar una corona de cuajos de cerebro y sangre. Comprendió al fin el grito de su hija que, aullando, tiraba con fuerza de su ropa, como si quisiera castigarla a ella por la muerte de su mascota.

¿Le daría tiempo a limpiar aquello antes de su cita?

 

 

II

 

Un, dos, tres, cuatro… y cinco. Lucía contó despacio, con parsimonia, antes de cortar el chorro del aceite y poner el sartén sobre la flama. Vertió todo un tramo de chorizo hasta verlo expulsar su propia grasa rojiza sobre el teflón. Luego de unos minutos, cuando el aroma inundó la cocina, fue rompiendo uno a uno los cinco huevos para incorporarlos. El desayuno tan bellamente dispuesto frente a él provocó en César esa expresión de gula que ella conocía muy bien: un vaso con medio litro de jugo de naranja, una taza de café con leche, cinco tortillas de harina y los huevos con chorizo, brillantes como charol. Lucía lo miró engullir aquello desde la puerta de la cocina. El doctor le había prohibido grasas, azúcares y alcohol, además de haberle ordenado una vida menos sedentaria. Prediabético, hipertenso, con más placa en las arterias que un hombre del doble de su edad, el candidato ideal para un infarto. Pero su marido no daba indicios de entender los riesgos de ignorar las recomendaciones médicas. ¿Por qué, entonces, le había preparado Lucía aquel desayuno? Era obvio: no lo quería y le daba igual lo que le pasara; aún más, si se moría pronto por comer así, mejor. No. No era cierto. Lo hizo porque lo amaba tanto que no podía negarle nada, porque lo respetaba y sabía que era un adulto capaz de tomar sus propias decisiones, y no quería actuar como si fuera su madre.

Regresó a la cocina. El reloj con silueta de cafetera de la pared parecía estático. Se volvió a sentir como en la primaria, contando los minutos para salir de clase. Comenzó a preparar un huevo estrellado y sirvió un vaso de leche con chocolate para Eloísa. Cuando escuchó la voz de César, estaba a punto de ponerle unos ojitos de catsup a la yema.

–¿Por qué está llorando la niña?

Lucía enderezó la espalda y respiró hondo para controlarse: le crispaba que César se refiriera así a su hija, sobre todo porque Eloísa estaba sentada frente a él en la mesa. ¿No podía preguntarle? Desde la barra de la cocina, ella gritó como si estuviera muy lejos:

–Elo, dile a tu papá qué pasó.

Lucía terminó de pintarle una boca a la cara amarilla y decoró las orillas con picos rojos para simular un sol. Le puso un popote al vaso y contempló su obra: podrían decir lo que fuera de ella, pero nunca descuidaba a su hija. Al contrario, detalles como este hacían que Eloísa diera grititos de alegría y se colgara de su cuello para decirle que era la mejor mamá del mundo. Pero hoy el esfuerzo se vería neutralizado por la muerte del roedor vegetariano que la esclavizaba obligándola a cortar dos veces al día trozos de apio, zanahoria y lechuga para alimentarlo.

–Mataron al Capitán Capibara, papi.

La voz de Eloísa se quebró; la niña sorbió mocos y luego usó el dorso de la mano para limpiarse. Lucía entró en ese momento y puso el huevo-sol frente a su hija. César hizo contacto visual con ella, esa expresión patética de perfecto inútil, como siempre que no sabía cómo actuar con Eloísa. Con el paso de los años, ambos habían llegado a perfeccionar aquella comunicación no verbal hasta llegar a niveles insospechados: incluso a veces podían mandarse al carajo con un simple gesto, o incluso un suspiro con la fuerza adecuada. Se acercó para recoger la taza vacía de su marido y le susurró:

–El cuyo –luego, en voz más fuerte–: voy a traerte más café.

–¿Qué le pasó al cuyo, mija? –preguntó él con falsa seguridad.

–Tenía la cabeza toda explotada por atrás. –La niña se cubrió la cara con las manos y se soltó a llorar–. Solo tenía su carita…

Lucía contuvo el aliento por unos segundos haciendo acopio de paciencia. Tras descubrir el cadáver, le había tomado casi media hora hacer que su hija dejara de llorar y ahora estaba chillando otra vez. ¿Podría volver a calmar a Eloísa y aun así llegar a tiempo a su cita?

–¿La cabeza, dices? –César introdujo un tenedor lleno de huevo en la boca y ella rogó a los cielos que no continuara hablando mientras masticaba. ¿Pero cuándo han escuchado los santos las plegarias de una esposa?–. Si le arrancó la cabeza, entonces fue un cacomixtle –dio un trago a jugo de naranja–. No hay duda.

El hombre masticaba y discurría al mismo tiempo sobre los hábitos depredadores de esos animales. El ruido de la comida triturada, la saliva haciendo su parte en el proceso de deglución y la mandíbula moviéndose obligaron a Lucía a recoger rápido algunos trastes usados y volver a la cocina en busca de refugio. Era repugnante. Quisiera pensar que si de novios lo hubiera visto hacer algo así, jamás se habría casado con él. ¿Estaba ciega? ¿O a partir de cierto tiempo a él dejaron de importarle los modales? Al menos Eloísa ya había dejado de llorar y escuchaba con interés la información sobre el asesino del Capitán Capibara.

Lucía abrió el grifo para lavar los trastes. Mezclada con el sonido del agua, llegaba a sus oídos la voz de su marido describiendo el modus operandi de los cacomixtles. El olor a huevo del sartén le provocó náuseas y tuvo que verter un chorro de cloro en gel en el recipiente del jabón. Eso arruinaría la suavidad de sus manos; tendría que usar una buena crema para revertir el efecto. Era sábado y necesitaba que su tacto fuera el más terso del mundo.

 

 

III

 

Consultó su teléfono: faltaba una hora para el inicio de su primera clase. La de repostería había sido recomendación de su mamá y la de natación, de la suegra. El camino al corazón de un hombre es a través del estómago, había dicho su madre, una de las mujeres más ingenuas que Lucía conocía. Tal vez por eso creía que usar refranes populares era el mejor vehículo para transmitir la sabiduría. Como las parábolas de Jesús a sus discípulos, decía con una mano en la cintura y la otra tocando el crucifijo que pendía de su cuello. Parecía una taza: una taza muy devota. La suegra, en cambio, abatida por la obesidad y la diabetes, era menos religiosa y mucho más pragmática. Una tarde, durante una comida familiar, se había acercado a su nuera para apretarle con el índice y el pulgar una lonja sobre la cintura. «Mijita, estás agarrando cuerpo de mantecada». Lucía la contempló como si no creyera lo que había oído: ¿cómo se atrevía a decirle algo así, ella, que parecía una ballena? Entonces, como si fuera psíquica, la suegra agregó: «Mírate en este espejo». Luego exhaló: se agitaba por cualquier movimiento, hasta por hablar. El papá de César no volvió a tocarme desde que me puse así. Lucía había comenzado a apilar los trastes para llevarlos al fregadero. La señora la seguía del comedor a la cocina, esperando una reacción, pero ella apretó los labios y tensó la quijada en directa proporción a como se sentía ofendida. «Y no creas que desde entonces él se volvió un fraile dedicado a la meditación». En ese instante, las dos hicieron contacto visual. Sus ojos parecían decir: sabes a lo que me refiero.

Metió en su maleta deportiva traje de baño, gorra, toalla, goggles, y un estuche en donde guardaba el champú, jabón, desodorante, crema corporal y perfume, luego puso su delantal y una cofia en una bolsa de plástico que guardó junto con lo demás. Frente al espejo, sumió el vientre. Eloísa se quedaría en casa con César un rato, pero más tarde él la dejaría con alguna de las abuelas, que se peleaban por cuidar a la única nieta en ambas familias. Los sábados por la tarde él jugaba futbol con sus amigos. Aunque aquello sonaba como una actividad atlética, en realidad se trataba de un partido en el que todos los jugadores, panzones y con calcetines que les cubrían las pantorrillas, se quedaban parados lanzándose pases mediocres con la pelota. Si alguno llegaba a correr, era solo por unos diez o veinte metros antes de parar y encorvarse para recuperar el aliento con las manos apoyadas en las rodillas. Media hora después llegaban a la conclusión de que ya habían hecho suficiente ejercicio y buscaban una sombra, abrían la hielera y sacaban las cervezas. En el hipotético caso de que alguno hubiera llegado a quemar alguna caloría, la recuperación del partido los hacía volver a su casa más gordos que al salir a la cancha. Pero eso sí: la culpa había sido de Lucía y sus kilos de más por el embarazo; sus estrías y la grasa extra en su cuerpo habían provocado que César le fuera infiel. Como si las gallinas fueran responsables de que las degollaran por tener plumas. Era estúpido. No tenía lógica. Y sin embargo, esa había sido su excusa.

Terminó de quitarse la ropa y la arrojó con fuerza al cesto de mimbre en el baño. Desnuda, tomó la crema depilatoria y se agachó para untarla en sus piernas. Un olor químico y punzante impregnó sus pulmones. Esta sustancia no podía ser buena, pero no tenía tiempo ya de depilarse con cera caliente. Eloísa asomó su cabecita por la puerta del baño:

–Mami, ¿vamos a comprar otro cuyo?

Doblada hacia el frente y con las manos embadurnadas de blanco, Lucía tuvo una vista privilegiada de las lonjas de su vientre y de sus pechos colgantes. Pensó en las perras callejeras. Se irguió de inmediato y succionó aire antes de enfrentarse con el espejo para comprobar que aquella imagen era reversible con tal solo cambiar de posición. Estoy hecha una vaca, pensó. No habló en voz alta porque la psicóloga de la escuela les había advertido que los comentarios vengativos sobre el cuerpo moldeaban las mentes de las niñas. Un futuro de anorexia, bulimia y frustración perpetua las esperaba si escuchaban a sus madres denostar sus propias figuras.

–Vamos a ver, mi amor. –El reloj indicaba que ya habían pasado los tres minutos requeridos. Tomó el rastrillo sin filo para remover la crema–. Si va a andar libre en el jardín como el otro, lo va a matar también ese animal.

–Se llama cacomixtle. –Había un cierto aire de superioridad en la vocecita de su hija. Le fascinaba poder corregir a su madre–. Pero puede vivir en una jaula.

–Eso, el cacomixtle. –Lucía enjuagó el rastrillo en el lavabo y vio caer grumos de crema y vellos negros–. Si lo ponemos en una jaula se va a morir de tristeza.

Eloísa puso cara de compungida, como siempre que estaba a punto de hacer un berrinche. Maravilloso. ¿Por qué no podía ir a importunar al papá que no estaba haciendo nada? Su marido le había sido infiel con la asistente del contador que llevaba las cuentas de su microempresa. El idiota había cerrado la ventana del navegador, pero sin salir de su cuenta de correo electrónico, una dirección que Lucía desconocía. A la hora en que se sentó a revisar sus mensajes en la computadora familiar, se encontró con la bandeja abierta y una carta no leída. Era una carta de amor cursi y con pésima ortografía. Cuando César regresó del trabajo hubo gritos e incluso algunos ridículos puñetazos que lanzó Lucía y que él neutralizó sin problema tomándola de las muñecas. Mientras montaba su escena, César se defendía diciendo que no era su culpa que ella hubiera perdido interés en el sexo y que lo tuviera abandonado, ocupada a tiempo completo con la bebé. Eso, sin mencionar lo mucho que había engordado durante el embarazo.

–Elo, no llores. A lo mejor compramos un gatito. –Se acercó a la niña y le acomodó el cabello detrás de las orejas–. O tal vez un cachorro que no vaya a crecer mucho.

La carita infantil se iluminó con aquellas palabras y Lucía no pudo dejar de experimentar un estrujamiento en el corazón, un dolor bueno, tierno. Si por atender a esta criatura el cerdo de su esposo había corrido a los brazos de esa puta, bien había valido la pena. Con el tiempo, la terapia, la inercia y las intervenciones de su madre y suegra, que terminaron enterándose, el matrimonio se había repuesto de aquel «incidente». La infidelidad había sido un episodio del pasado, como aquella vez que la lavadora se descompuso o ella olvidó sacar un pollo del horno y la cocina quedó apestando a quemado durante días. Pero no habían dado los pasos necesarios para resolver el problema de fondo. Solo lo guardaron al fondo del clóset, como los regalos que no gustan pero no se pueden reciclar. Lucía no lo perdonaría nunca.

–¿De veras, mami?

–Sí –Lucía se puso un sostén que le aumentaba el busto un par de tallas y que la hacía parecer una paloma golona. Analizó su cuerpo desde varios ángulos y se puso perfume en la y griega que se le formaba entre los pechos rebosantes–. Aunque papá no quiera.

 

 

IV

 

Lo que Lucía tenía con Marcelo era sexual. Tras conocerse, nunca se habían visto fuera del motel: jamás habían compartido una comida o ido al cine. No conocían a ningún miembro de sus respectivas familias y nunca irían juntos al supermercado. Ella no le traería a la cama un remedio para la gripa ni él la vería recién levantada y sin maquillaje. Ningún futuro. Solo sexo. Marcelo la hacía sentir ligera, sin peso, radiante incluso, como una medusa que flota en el océano y no piensa nada porque no tiene cerebro. Al volver a casa tras estar con él, Lucía permanecía varias horas suspendida en esa ingravidez deliciosa, como cuando de niña patinaba durante horas y al quitarse los patines tardaba en adaptar de nuevo sus pies al piso.

 

Encendió la luz: siempre la sorprendía la distribución de los muebles, que podía variar de un cuarto a otro; el kit de condón, champú, jabón y pastillas de menta sobre el lavabo; la regadera de paredes transparentes, visible desde la cama. El aroma a productos químicos quería enmascarar los olores sexuales de las parejas que habían estado allí, pero a ella le parecía que más bien los exaltaba. Marcelo bajó la hielera del carro; sacó una cerveza para él y una bebida preparada de lata para Lucía. Si las rutinas de su vida doméstica le resultaban tediosas, las que había desarrollado con su amante la prendían: quedarse de ver cerca de la escuela de repostería, dejar su carro allí y subir al de Marcelo, que la esperaba sonriente, oliendo a loción Calvin Klein y con una cara que la hacía sentir como si ella fuera lo mejor que le había sucedido en toda la semana, manejar hasta el motel en las afueras de la ciudad, ponerse una gorra deportiva y lentes oscuros antes de entrar. Luego sexo por el tiempo exacto de sus clases de repostería y natación juntas, y regresar a casa bañada, como si hubiese nadado. Pocas veces hablaban de camino al motel: apenas sobre el clima, si Marcelo había tenido que esperarla mucho tiempo, la falta de fluidez en el tráfico. Aunque él conocía la situación de Lucía y la existencia de una hija (la cicatriz de la cesárea y las estrías eran imposibles de pasar por alto), no sabía detalles de su vida. Ya en el cuarto, el intercambio de palabras entre ambos se reducía a peticiones específicas o a indicativos de que algo iba bien. Entre ellos había sexo y nada más. Ese era el propósito del oasis.

–¿Me puedo comer los kisses? –tomó un puño–. Solo vamos a necesitar dos.

Con una sonrisa, le dijo que sí. Se concentró en limpiar con un trapo la barra de la cocina y pensó en Marcelo hacía apenas unas horas. Antes de bajarse de su carro, Lucía le dijo que no se verían más: si ella era la casada y la de mayor edad, al menos conservaría la dignidad de ser quien terminara con la relación. Marcelo lucía perplejo, como alguien que tras ordenar una pizza vegetariana abre la caja y descubre una especial de carnes frías. No hizo ni una sola pregunta. Se despidió de ella con un beso en la mejilla y se fue.

Eloísa se comió todos los chocolates excepto dos, y estaba a punto arrasar con las gomitas cuando ella le indicó que pusiera el betún. Había uno blanco, de vainilla, y uno color café, de chocolate. Le cedió la pala a su hija:

–Tiene que quedar igual al pelaje del Capitán Capibara.

Tomó asiento y observó a su hija entusiasmada al hacer un pastel con la forma de su mascota muerta. Como si la representación de algo pudiera sustituir al original, como si ya no lo extrañara. La niña lamió la palita de madera, manchándose la nariz, y se volvió a ver a su madre, que la envidió con todo su ser.