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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Annie West

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El heredero secreto del jeque, n.º 2538 - abril 2017

Título original: The Desert King’s Secret Heir

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9715-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Permite que sea el primero en felicitarte, primo. Que tanto tu princesa como tú seáis felices el resto de vuestras vidas.

Hamid sonrió con tal benevolencia que Idris no pudo evitar imitarlo. No tenían una relación demasiado estrecha, pero Idris había echado de menos a su primo cuando sus vidas se habían separado, Idris se había quedado en Zahrat mientras que su primo había estudiado en el Reino Unido.

–Todavía no es mi princesa, Hamid –le dijo Idris en voz baja, consciente de que estaban rodeados por varios cientos de invitados importantes, deseosos de tener noticias de su próxima boda.

Hamid se mostró sorprendido al oír aquello.

–¿He dicho algo inadecuado? Había oído…

–Has oído bien –le dijo Idris, suspirando.

Tenía que hacer un esfuerzo por mantener la calma cada vez que pensaba en la boda.

Nadie lo obligaba a casarse. Era el jeque Idris Baddour, rey de Zahrat, defensor de los débiles y de su nación. Su palabra era ley en su propio país y también allí, en la lujosa embajada de Londres.

No obstante, él no había elegido casarse. El matrimonio lo había elegido a él. Era necesario para cementar la estabilidad de la región, para asegurar la línea sucesoria. Respetaba las tradiciones de su pueblo. Había mucho en juego con aquella boda.

Había resultado complicado realizar cambios en Zahrat y con su disposición a comprometerse con la persona adecuada se ganaría a las últimas personas de la vieja guardia que se habían opuesto a las reformas. Había llegado al trono con veintiséis años y muchos habían pensado que era demasiado pronto, pero cuatro años después tenían otra opinión. No obstante, sabía que podía conseguir con aquella boda lo que la diplomacia no había logrado.

–Todavía no es oficial –le murmuró a Hamid–. Ya sabes lo despacio que avanzan las negociaciones.

–Eres un hombre afortunado. La princesa Ghizlan es una mujer bella e inteligente. Será la esposa perfecta para ti.

Idris miró a la mujer que era el centro de la atención muy cerca de allí. Estaba radiante con un traje de fiesta rojo que se ceñía a su perfecta figura. Era la fantasía hecha realidad de cualquier hombre. Además, tenía un conocimiento muy arraigado de la política de Oriente Medio, era encantadora y muy educada. Idris sabía que era cierto, era un hombre afortunado.

Era una pena que no se sintiese así.

Ni siquiera la idea de hacer suyo aquel cuerpo lo excitaba.

Llevaba demasiadas horas metido en las negociaciones de paz con los dos complicados países vecinos, demasiadas tardes buscando estrategias para implementar reformas en una nación que todavía estaba poniéndose al día con el siglo XXI.

Y antes de aquello había tenido demasiados encuentros sexuales vacíos, con mujeres que no le habían importado.

–Gracias, Hamid. Tienes razón, estoy seguro.

Ghizlan era la hija del gobernante del país vecino y eso implicaba sellar la paz a largo plazo. Como futura madre de sus hijos, su valor era inestimable. Aquellos niños asegurarían la estabilidad en el reino, que no se repitiesen los disturbios acontecidos después del fallecimiento de su tío, que no había tenido hijos.

Idris se dijo que aquella falta de entusiasmo se evaporaría en cuanto compartiese cama con Ghizlan. Intentó imaginar su pelo negro sobre la almohada, pero su imagen insertó una melena rubia y rizada.

–Tendrás que venir a casa para la ceremonia. Será estupendo tenerte allí un tiempo y así podrás salir de este lugar tan frío y gris.

Hamid sonrió.

–Tu opinión no es imparcial. Inglaterra tiene muchas cosas buenas.

–Por supuesto, es un país admirable –comentó Idris, mirando a su alrededor al recordar que alguien podía oírlos.

Hamid se echó a reír.

–Tiene mucho a su favor –comentó–. Incluida una mujer muy especial. Alguien a quien quiero presentarte.

Idris abrió mucho los ojos. ¿Tendría Hamid una novia formal?

–Debe de ser alguien fuera de lo normal.

Si había algo que se les daba bien a los hombres de la familia era evitar el compromiso. Él mismo lo había hecho hasta que las necesidades políticas lo habían obligado a lo contrario. Su padre había tenido muchas aventuras, incluso después de casarse. Y su tío, el anterior jeque, había estado tan ocupado divirtiéndose con sus amantes que no había podido engendrar un hijo con su esposa.

–Lo es. Lo suficiente como para hacer que me plantee mi vida.

–¿También es una intelectual, como tú?

–Nada tan aburrido.

Idris sabía que Hamid vivía para sus investigaciones. Y que por eso no le habían dado el trono cuando su tío había fallecido. Todo el mundo, Hamid incluido, reconocía que se concentraba demasiado en estudiar la historia como para gobernar un país.

–¿Y voy a conocerla esta noche?

Hamid asintió, se le iluminó la mirada.

–Ha ido a refrescarse antes de… Ah, ahí está –añadió, señalando hacia la otra punta del salón–. ¿No es preciosa?

Idris siguió la mirada de su primo y se preguntó si se referiría a la mujer alta y castaña, o a la rubia esbelta, envuelta en diamantes y perlas. No podía ser la que estaba riéndose a carcajadas y llevaba unos pendientes enormes.

Varias personas se movieron y entonces vio un vestido de seda verde claro, una piel blanca como la leche y un pelo que brillaba como el cielo al amanecer, con rayos dorados y rosas al mismo tiempo.

Se le aceleró el pulso y se le cortó la respiración. Sintió una sensación que le era familiar en el vientre. Notó que le picaba la nuca.

Entonces volvieron a taparla un par de hombres.

–¿Cuál es? –preguntó.

Sintió por un segundo algo que hacía años que no sentía, una atracción tan fuerte que no podía ser real. Pensó en la única amante a la que no había conseguido olvidar jamás.

Pero la mujer a la que había conocido había tenido el pelo rizado, no liso, ni recogido en un apretado moño.

–Ahora no la veo. Iré a buscarla –dijo Hamid, sonriendo–. Salvo que quieras descansar un rato de formalidades.

Según la tradición, el rey recibía a sus invitados sentado en su trono, subido a una tarima, para las audiencias formales. Idris estuvo a punto de decir que esperaría allí cuando se preguntó cuánto tiempo hacía que no se daba el lujo de hacer lo que le apeteciese.

Miró a Ghizlan, que estaba charlando con varios políticos. Como si hubiese sentido su mirada, esta levantó la vista, sonrió un instante y continuó con la conversación.

No cabía duda de que sería la reina adecuada. No exigiría su atención como habían hecho tantas ex- amantes.

Idris se giró hacia Hamid.

–Vamos, primo. Estoy deseando conocer a la mujer que ha capturado tu corazón.

Avanzaron entre la multitud hasta que Hamid se detuvo delante de la mujer de verde, con la piel cremosa y el pelo rubio, la figura delicada. Idris se fijó en cómo se le pegaba el vestido a las caderas y el trasero.

Se quedó inmóvil, con la sensación de que ya había estado allí antes. Dejó de oír las conversaciones a su alrededor, se le nubló la vista.

Sus labios carnosos.

Aquella nariz recta.

El esbelto cuello.

Se dio cuenta de que la conocía, de que la recordaba mejor que a ninguna otra mujer que hubiese pasado por su vida.

Y sintió náuseas solo de pensar en aquella coincidencia.

La idea de que aquella mujer perteneciese a Hamid lo puso furioso

–Aquí está por fin. Arden, me gustaría presentarte a mi primo Idris, jeque de Zahrat.

Arden sonrió e intentó no mostrarse impresionada porque estaba conociendo al que sería su primer y último jeque. Ya se había puesto muy nerviosa al saber que iba a asistir a una recepción llena de personas importantes.

El rostro del jeque parecía esculpido por los vientos del desierto. Tenía los pómulos marcados y unos labios firmes, pero muy sensuales. Tanto la nariz como la mandíbula eran fuertes. Y el ángulo de sus oscuras cejas la intimidó. Lo mismo que las aletas de su nariz, que se habían movido como si el jeque hubiese olido algo inesperado.

Sorprendida, notó que se le doblaban las rodillas.

Aquellos ojos…

Eran oscuros como una tormenta de medianoche y la miraron fijamente mientras se agarraba al brazo de Hamid. Después se clavaron en los de ella, con desdén.

Arden se puso nerviosa, se dijo que no era posible. No podía ser.

Por mucho que su cuerpo le dijese lo contrario, no era posible que conociese a aquel hombre.

No obstante, su cerebro no atendía a razones. Le aseguraba que era él. El hombre que le había cambiado la vida.

Sintió calor de la cabeza a los pies, solo un instante, entonces se quedó helada.

Se aferró al brazo de Hamid con desesperación mientras se le nublaba la vista. Era como si hubiese salido del mundo real para entrar en una realidad alternativa, en la que los sueños se hacían realidad, pero tan distorsionados que casi eran irreconocibles.

No era él. No podía ser. Bajó la vista a su cuello. ¿Ya había tenido aquella cicatriz allí?

Por supuesto que no. Aquel era un hombre más duro, mucho más intimidante que Shakil. Seguro que no sabía sonreír de manera encantadora.

No obstante, deseó preguntarle si podía quitarse el traje y la corbata para comprobar si tenía una cicatriz que se había hecho montando a caballo.

–Arden, ¿estás bien? –le preguntó Hamid, preocupado, agarrándole la mano.

Aquello la hizo volver a la realidad. Apartó la mano de la suya y puso las rodillas rectas.

Aquella noche se había dado cuenta de que Hamid pensaba que eran más que amigos. Ella no podía permitir que se hiciese ilusiones, por muy agradecida que se sintiese con él.

–Estoy… –empezó, aclarándose la garganta, dudando–. Voy a estar bien.

No obstante, siguió mirando al otro hombre que tenía delante como si fuese una especie de milagro.

Entonces se dio cuenta de que no podía ser Shakil. Si hubiese sido Shakil, no habría sido un milagro, sino otra lección que le daba la vida. Un hombre que la había utilizado para después deshacerse de ella.

–Encantada de conocerlo, Alteza –le dijo–. Espero que esté disfrutando de su estancia en Londres.

Demasiado tarde, se preguntó si debía hacer una reverencia. ¿Lo habría ofendido? Parecía muy tenso, como si estuviese preparado para una batalla, no en una recepción.

Se hizo el silencio, el jeque no respondió. Y ella frunció el ceño. A su lado, Hamid inclinó la cabeza bruscamente hacia el jeque.

–Bienvenida a mi embajada, señorita…

«Aquella voz. Tenía la misma voz».

–Wills. Arden Wills –dijo Hamid.

Arden no podía hablar, de repente, no podía ni respirar.

–Señorita Wills –terminó el jeque.

Y Arden creyó ver confusión en sus ojos oscuros, pero no fue capaz de asimilarlo porque estaba demasiado ocupada pensando que el primo de Hamid se parecía demasiado a Shakil. O a un Shakil mucho más serio y unos años mayor.

Aquel hombre tenía el rostro más delgado, lo que acentuaba su estructura ósea. Y su expresión era adusta, mucho más dura que la que había visto jamás en Shakil. Shakil había sido un amante, no un guerrero y aquel hombre, a pesar de ir vestido de manera occidental, daba la sensación de estar subido a un caballo, galopando hacia la batalla.

Arden se estremeció y, con manos temblorosas, se tocó los brazos.

Él dijo algo. Ella vio que se movían sus labios, pero no entendió sus palabras.

Parpadeó, se inclinó hacia delante, se puso recta, atraída muy a su pesar por su mirada de terciopelo negro.

Hamid la agarró.

–Lo siento. No debí insistir en que vinieses esta noche. Estás demasiado débil.

Arden se puso tensa al ver que el jeque tomaba aire bruscamente. Hamid era su amigo, pero nada más. Además, hacía mucho tiempo que a ella no le apetecía que la tocase ningún hombre.

–Estoy perfectamente –murmuró.

Se había recuperado de la gripe, pero esta le daba la excusa perfecta para estar un poco aturdida y débil.

Se apartó un paso de Hamid y volvió a mirar al jeque a los ojos. No era posible. Shakil había sido un estudiante, no un jeque.

–Gracias, Alteza. Es una fiesta preciosa.

Nunca había tenido tantas ganas de marcharse de un sitio.

–¿Está segura, señorita Wills? Me da la sensación de que se tambalea.

Ella sonrió de manera tensa.

–Gracias por su preocupación. Es solo cansancio después de una semana muy larga –comentó, ruborizándose–. Lo siento, pero me temo que lo mejor será que me marche. No te preocupes, Hamid, puedo volver a casa sola, estaré bien.

Pero Hamid no iba a permitir aquello.

–A Idris no le importa que me marche contigo, ¿verdad, primo?

Y sin esperar a su respuesta, continuó:

–Te acompañaré a casa y después volveré.

Arden vio con el rabillo del ojo cómo el jeque arqueaba las cejas, pero no le preocupó ofenderlo, le preocupaba más cómo hacer entender a Hamid que su repentino interés no era recíproco sin herir sus sentimientos.

También le preocupaba mucho que el jeque Idris se pareciese tanto al hombre que le había cambiado la vida.

Y, sobre todo, que después de cuatro años siguiese deseando tanto a aquel hombre.

 

 

Pasar la noche en vela no le vino nada bien a Arden. Tenía que haberse alegrado de que fuese domingo, el único día de la semana que podía dormir en vez de ir a trabajar a la floristería, pero lo cierto era que habría preferido lo segundo.

Cualquier cosa con tal de distraerse de las preocupaciones que había empezado a tener la noche anterior. Y, sobre todo, de los recuerdos que le habían impedido pegar ojo.

La vida le había enseñado los peligros del deseo sexual, y de enamorarse. O de pensar que podía ser especial para alguien.

Durante los cuatro últimos años había pensado que era tonta e ingenua, y la realidad le había demostrado que estaba en lo cierto. Aun así, no había podido impedir deseo al mirar a los ojos del jeque Idris de Zahrat.

Todavía en esos momentos, a la luz del día, una parte de ella seguía estando convencida de que era Shakil. Un Shakil que tal vez hubiese sufrido un traumatismo craneoencefálico y la hubiese olvidado. Un Shakil que se había pasado años buscándola desesperadamente, sin fijarse en ninguna otra mujer.

«Seguro. Y el hada madrina llegará de un momento a otro con la barita y el carruaje».

Shakil podría haberla encontrado si hubiese querido hacerlo. Ella no le había mentido acerca de su identidad.

Él había disfrutado seduciendo a una joven inglesa, soñadora e inocente, en sus primeras vacaciones al extranjero.

Arden se estremeció y se frotó los brazos con ambas manos.

Tenía que dejar de soñar. Pensó que Hamid le había recordado a alguien la primera vez que lo había visto, en el Museo Británico, y que la había atraído con su sonrisa amable y su modestia a la hora de hablar de aquella exposición en la que se exhibían botellas de perfume y joyas, antigüedades de Zahrat.

Le había recordado a Shakil. Un Shakil más callado, más reservado. ¿Era posible que le ocurriese lo mismo con el jeque, que era su primo? Tal vez el pelo oscuro, las facciones marcadas y los anchos hombros fuesen rasgos comunes a todos los hombres de aquel país.

No quería conocer a más hombres de Zahrat en toda su vida. Ni siquiera quería saber nada de Hamid, que había pasado de ser su amigo a postularse a novio. ¿Cómo era posible que no lo hubiese visto venir?

Apretó la mandíbula, tomó un jersey viejo y se lo puso. Luego abrió con cuidado el armario de la limpieza para no hacer ruido. Al menos, si era la única despierta, podría pensar qué hacer acerca de Hamid y su repentina posesividad.

Salió a la calle con un trapo y un bote de cera en la mano. Siempre pensaba mejor mientras trabajaba. Frotó el pomo de la puerta y el buzón.

Acababa de empezar cuando oyó que unos pasos descendían las escaleras de la casa principal que había encima de su casa, que estaba en el sótano. Unos pasos de hombre. Arden se concentró en la limpieza, diciéndose que no estaría tranquila hasta que no supiese que Hamid se había marchado.

–Arden –dijo una voz baja y suave.

Ella parpadeó y clavó la vista en la pintura negra de la puerta. Se lo estaba imaginando. Se había pasado toda la noche pensando en el jeque y…

Oyó pisadas en las escaleras que llevaban al pequeño jardín que había delante de su casa.

Se puso tensa. Aquello no eran imaginaciones suyas.

Se giró y la lata de cera golpeó las baldosas del suelo.

Capítulo 2

 

Unos ojos enormes lo miraron. Unos ojos tan brillantes como dos preciosas aguamarinas de su tesoro real. Unos ojos de un verde azulado tan claro como el mar de Zahrat.

¿Cuántas veces, a lo largo de los años, había soñado con aquellos increíbles ojos? Con un pelo dorado con reflejos rosas, que caía en hondas sobre sus blancos hombros.

Por un instante, Idris solo pudo mirarla. Se había preparado para el encuentro. Había anulado el desayuno con Ghizlan y con sus respectivos embajadores para ir allí, pero el deseo que sintió al ver a Arden Wills se burló de él. Había pensado que podría controlar la situación.

¿Dónde había ido a parar su autocontrol? ¿Cómo podía desear a una mujer que le pertenecía a otro? ¿A su propio primo?

¿Dónde estaba su sentido común? ¿Qué hacía allí?

Idris ya no se comportaba de manera impulsiva. Ni egocéntrica. Hacía años de aquello. Pero había sido impulsivo y egocéntrico al ir allí.

Aquello lo enfadó.

–¿Qué hace aquí? –preguntó ella con voz ronca.

Y él recordó cómo había gritado su nombre al llegar al clímax, cómo le había hecho sentirse en tan poco tiempo.

¿Cómo podía tener tan frescos aquellos recuerdos?

Solo había sido una aventura de verano, como tantas otras. ¿Por qué aquella era diferente?

Porque había sido diferente. Por primera vez en su vida, había pensado en la posibilidad de continuar con ella después. No había querido separarse de Arden tan pronto.

–Hamid no está –dijo ella, agarrándose los dedos con nerviosismo.

E Idris sintió satisfacción. No era el único que estaba tenso.

–No he venido a ver a Hamid –respondió.

Aquellos ojos grises se hicieron enormes en un rostro que parecía todavía más blanco que antes. Hamid había dicho de ella que estaba delicada. ¿Estaría embarazada? ¿Era ese el motivo por el que parecía que se la iba a llevar un soplo de viento?

Idris sintió celos, se sintió furioso, aunque no tuviese ningún motivo. Le daba igual no tenerlo. A las cuatro de la madrugada había decidido que no iba a seguir diciéndose que no sentía nada por Arden Wills. Era un hombre pragmático. Lo cierto era que sí sentía. Y estaba allí para averiguar el motivo y, después, para ponerle fin.

–Deberías sentarte. No tienes buen aspecto.

–Estoy perfectamente –respondió ella, cruzándose de brazos y haciendo que Idris se fijase en sus pechos, que le parecieron cambiados, todavía más…–. Eh, que estoy aquí.

Arden le pasó una mano por delante de la cara y él sintió vergüenza por primera vez en la vida. Se ruborizó. No estaba acostumbrado a aquella sensación.

Cuando levantó la vista se dio cuenta de que ella también estaba sonrojada. ¿Sería enfado? ¿Vergüenza? ¿O algo parecido a la atracción que sentía él, muy a su pesar?

–He venido a verte –le dijo en tono posesivo, no pudo evitarlo.

–¿A mí? –preguntó ella extrañada.