Vicente Luis Mora

 

 

Pasadizos

 

Espacios simbólicos

entre arte y literatura

 

 

 

 

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Vicente Luis Mora, Pasadizos

Primera edición digital: noviembre de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-590-3

 

© Vicente Luis Mora, 2008

© De la fotografía de cubierta, Gettyimages®, 2008

© De esta portada, maqueta y edición, Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Ensayo 97

 

 

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La obra Pasadizos fue galardonada con el I Premio Málaga de Ensayo concedido el 10 de diciembre de 2007 en la sede del Instituto Municipal del Libro de Málaga. Formaron parte del jurado Rafael Argullol, Estrella de Diego, Javier Gomá, Chantal Maillard, Juan Malpartida, Fco. Javier Jiménez y, con voz pero sin voto, el director del Instituto Municipal del Libro, Alfredo Taján. El fallo fue ratificado el mismo día por el Consejo Rector del Instituto Municipal del Libro.

 

 

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A mis amigos de Nuevo México: Erin, César, Mary, Patricia S., Susan, Patricia R., Teresa.

 

A José Luis Molinuevo, Eduardo García, Javier Fernández y Ramón Román Alcalá, por las charlas sobre estética. A Eduardo, además, le debo también el título definitivo del libro.

Prefacio

 

Cuando alguien aprende algún arte o rama de la ciencia por sí mismo comete muchos errores, siendo en su formación fácilmente rastreables deficiencias y ausencias, a partes iguales. Es probable que las haya en este ensayo, ya que mi formación «asistida» se limita al Derecho, y no incluyó, por desgracia, varios de los temas aquí tratados, aprendidos a golpe de lecturas durante años. También tiene el autodidactismo otra tara, no poco curiosa: quien aborda el estudio de temas estéticos, literarios, científicos o tecnológicos sigue, sin saberlo, el curso de la historia, y será moderno al principio, posmoderno después y pangeico o digital sólo en última instancia.

Este ensayo pertenece a mi yo moderno, y es el cabal inicio de una línea de pensamiento que luego me ha llevado a otras obras como Singularidades, Pangea o La luz nueva; por ello, el sustrato de estos ensayos recientes está en estos Pasadizos, que se conforman como la tierra natural sobre la que los otros están construidos. Siempre repito que para superar o destruir la tradición hay que conocerla primero, y este libro es, entre otras muchas cosas, un ejercicio de lectura de nuestra tradición cultural, artística y literaria, sin la cual uno y su obra, tanto literaria como crítica, no serían absolutamente nada.

 

Albuquerque, Nuevo México, enero de 2008

Introducción
Las ausencias reales

 

El problema de los ensayos comunes sobre Estética es su recurrente tendencia a abandonar lo concreto. Sus autores parten de las nubes filosóficas y suelen quedarse allí, entre categorías, estableciendo riñas sobre conceptos como lo sublime, lo feo, la temporalidad y un largo etcétera de interesantes y abstractos temas. De vez en cuando se acuerdan de que quizá hayan perdido suelo y descienden a obras concretas, con ánimo de ejemplificar sus tesis.

Siempre he pensado que esto podría hacerse –sin pérdida de elevación, sin renuncia a la teoría– al revés, por inducción, partiendo de lo concreto (las obras, los textos, los libros, las esculturas, los edificios, los óleos) para llegar a lo abstracto, teniendo en todo momento ante los ojos la obra sobre la que la Estética se asienta o se propone. Desde esa perspectiva, afrontamos un debate heterogéneo y multidisciplinar sobre el concepto de «espacio simbólico» en el arte y la literatura. No todos los ensayos del libro seguirán este camino, que también aborda otros temas e intereses, pero el concepto de «espacio» tendrá un sitio preferente en los textos.

La preocupación por el espacio, desde los orígenes de la modernidad hasta nuestros días digitales, ha sido un asunto central de las meditaciones artísticas. De ahí que la comprensión del logos, entiendo, no pueda aparecer desprovista del imperativo del locus. La idea de espacio supera, al contenerlas por activa y por pasiva, en la ausencia y la presencia, las ideas de tiempo, de ser, de ser en el tiempo. En contra de Gotthold E. Lessing (Kandinsky también expresó sus dudas sobre el Lacoonte y, recientemente, José Jiménez apreciaba la grieta que se abre en su añejo sistema, a través de la actual secuencialidad de la plástica), que diferenciaba las artes del espacio (escultura, arquitectura) de las artes del tiempo (poesía, música), existe una poética del espacio1 y una espacialidad poética, como se verá.

Delimitar un lugar2 es la consecuencia de percibir el grueso de fenómenos físicos y metafísicos que acaecen en el mismo y que dan el impulso hacia su vertebración espacial, hacia la categoría de «logus» (locus + logos, lugar más discurso simbólico). Las físicas y metafísicas que aquí se proponen –poéticas, escultóricas, arquitectónicas, pictóricas–, tienen esa localización en común y como fin propio. A pesar de que la sensibilidad tenga, como decía Valéry, horror al vacío, el arte del siglo xx consistió en una teórica nihilista del molde –arte de vaciado– que nos ha enseñado mucho, a partir del continente, sobre las necesidades del contenido. En adelante se plantean cuestiones de interrelación y de dinámica interseccional entre varias artes, estableciendo los pasadizos entre los lugares en que se desarrollan. George Steiner dedicó Presencias reales a preguntarse si hay «algo más» en lo que decimos. Intento saber si hay algo más en el «aquí» desde el cual alzo el pensamiento. También estudiaré varias ausencias reales, lugares a los que la no-existencia de cierto contenido les da el poder simbólico. Pretendo dirimir si el espacio significa. Aclarar si una determinada ausencia nos dice más que toda presencia. Si todo lugar del arte es, por trascendencia u omisión, un templo desacralizado.

 

 

 

 

 

 

nada

[...]

habrá tenido lugar

una elevación ordinaria vierte la ausencia

 

salvo el lugar

 

 

Stéphane Mallarmé, Un golpe de dados

1. Véase Josep Muntañola, Poética y arquitectura (1991).

2. Es preciso advertir, sin perjuicio de que más tarde se vayan deslindando los conceptos, que mi terminología de lugar no se identifica ni con la de Heidegger, ni con la de Juan Luis de las Rivas (El espacio como lugar, 1992), u otras similares. Para mí la gradación, de menor a mayor implicación simbólica, es: sitio / lugar / espacio. Del primero al segundo se pasa, como dice Heidegger, por una transformación. Pero del segundo al tercero el proceso es mucho más complejo, se articula como una topomaquia, una tensión perceptible entre espacios.

Mundo y texto. Interrelaciones

 

 

 

Nada quedará sin ser pronunciado.

Stéphane Mallarmé

 

 

 

Este libro único

pronto, muy pronto lo leerás

en sus páginas salta la ballena.

Velimir Jlebnikov

 

 

 

Robert L. Curtius dedicó una buena parte de su monumental estudio sobre la literatura medieval a recoger manifestaciones del tema del mundo como texto, tema que cuenta con una secular tradición que incluye los textos místicos y cabalísticos3, y que también tentó a Dante, Campanella (Il mondo è il libro), Galileo, sir Thomas Browne (para quien el mundo es «un manuscrito universal y público»), Johann P. Hebel, Jlebnikov (El libro único), Baudelaire, Mallarmé4, Elytis (Regalo poema de plata), Francis Ponge o Philippe Sollers (Drame). Por otro lado, tenemos los autores que crean mundos paralelos (Faulkner, García Márquez, Rulfo, Benet, Roussel, Andrés Ibáñez, Luis Mateo Díez), los utópicos o distópicos que diseñan islas plausibles, y quienes nos presentan mundos por completo imaginarios (autores de ciencia ficción). Pero luego hay una serie de escritores que plantean una tentativa si cabe más ambiciosa.

Me refiero a la escritura del mundo, de este mundo. Hablo de la tentativa inconcluible de recoger en el libro todo lo que nuestro planeta es y todo lo que somos sus habitantes. Hay diversas tentativas antiguas, posteriores a los mitos: De rerum natura, de Lucrecio, o la Divina Comedia, de Dante (aunque no fuera este cabalmente su objeto, sino el pasmoso resultado). Pero es modernamente cuando esta tendencia literaria cobra forma per se, aunque no podamos, creo, hablar de «movimiento» estético. Italo Calvino, en Seis propuestas para el próximo milenio, dedicaba gran parte de la quinta, «Multiplicidad», a recoger muestras de ese gran desafío que consiste en «poder entretejer los diversos saberes y los diversos códigos en una visión plural, facetada, del mundo». Entre ellas, además de alguna que se concretará después, está la de Goethe, que quería escribir «una novela sobre el universo»; propósito imposible, desde luego, pero que, de haber estado al alcance de un solo hombre de la historia de la Humanidad, hubiera sido al suyo. Otro autor germánico, Novalis, se proponía escribir un «libro absoluto», y Humboldt intentó la descripción global de lo físico con Kosmos. Jules Romains intentó retratar «el mundo desde 1908 hasta 1933» en los veintisiete tomos de su novela Los hombres de buena voluntad, según Darío Villanueva. Más tarde, otro autor italiano, Franco Moretti, ha llamado a este tipo de obras magnas opere mondo; entre ellas incluye Fausto, Moby Dick, El anillo del Nibelungo, Cantos, La tierra baldía, El hombre sin atributos5 y Cien años de soledad; de las citadas, sólo las obras de Pound y Musil llenan las condiciones requeridas en los términos de este ensayo. José-Carlos Mainer, en La escritura desatada, incluye otro ejemplo válido, el Ulises de Joyce, aunque más por resultado que por pretensiones, por cuanto, en un principio al menos, el escritor irlandés no quería dar una imagen total del mundo sino sólo de Dublín. Es importante distinguir los escritores con vocación de opere mondo de los grafómanos, ya que la pulsión no es la misma. Un hermoso retrato del imposible libro cósmico está en la novela Labia, de Eloy Tizón, donde uno de los personajes imagina que Carlomagno ordenó escribir un libro para cada uno de sus castillos, que atarearía a «generaciones enteras de copistas y amanuenses». El libro intenta recoger el mundo tan fehacientemente que incorpora «fósiles, manchas de algas, erizos», creciendo tanto que apenas cabe en el castillo. Todos los demás libros acaban por formar parte de él.

Otros ejemplos más modernos y que no cita Calvino serían el enorme poema Paterson, de William Carlos Williams, pariente lejano de Hojas de hierba, de Whitman, aunque en el último supuesto se está más en la consecución de un yo o un nosotros que de un todo. Está también la épica menor descrita por Joseph Mitchell en El secreto de Joe Gould, donde retrata al indigente homónimo, escritor aplazado que proyectaba una inmensa «Historia Oral de Norteamérica», que no llegó jamás a realizar. Hace poco ha repescado la idea Paul Auster, editando en Creí que mi padre era Dios una selección de 179 relatos de los 4.000 que recibió de los oyentes de un programa de radio. El intento es irrealizable, y además Auster exigió historias reales, pero curiosamente es más factible si lo intenta una persona sola. Uno de esos esfuerzos unipersonales fue el del novelista norteamericano Thomas Wolfe, cuyas novelas (El ángel que nos mira y Del tiempo y del río) fueron sólo fragmentos de la bárbara miríada de legajos de papel que enviaba a sus editores. Según Peter Cohn, «el grandioso deseo de Wolfe de abarcar el mundo lo llevó, probablemente sin que se diera cuenta, a adoptar un estilo de inclusión, multiplicación, saturación»; actuaba como acumulador de datos y dejó inéditas decenas de miles de páginas. De idéntico modo, ha quedado inconclusa la tentativa de Peter Weiss, quien postergó, para concentrarse en la escritura de La indagación, la redacción de una nueva Comedia que recogiera la universalidad; un volumen de proporciones no imaginables en el que narración y fantasía, documento y sueño (por utilizar términos contrapuestos para Ingmar Bergman) se enlazaran, denunciando con preferencia todas las tiranías que sujetan históricamente al hombre. Para ello, durante meses Weiss recortó miles de periódicos, revistas, fotos, noticias, declaraciones, que irían encajando con parsimonia en el oceánico rompecabezas global. El hecho de acudir –como Arthur Miller o Wolfgang Hildesheimer– al proceso de Nüremberg para obtener información candente sobre uno de los máximos ejemplos existentes de atentados contra la Humanidad pospuso, ya para siempre, su desenfrenado empeño. Aunque no deja de inquietarme una pregunta: ¿qué hubiera pasado si Weiss hubiera terminado su libro? ¿Hubiera sido posible escribir después? El propio Calvino, al evaluar los sistemas de escritura en red que se proponen cubrir progresivamente toda la realidad (Gadda, Musil) ya advierte que, necesariamente, están destinados a quedar incompletos. Por mucho que se diga, acaban sentenciando las Seis propuestas, queda aún algo que decir. El único ejemplo vivo de este tipo de escritor global es el norteamericano William T. Vollmann, autor de varias trilogías narrativas y cuyo trabajo ensayístico dedicado a la violencia ha requerido siete volúmenes.

Es interesante a estos efectos detenerse en conductas paralelas a las anteriores (y de recíproco desconocimiento por sus practicantes) que he advertido en varios creadores. Comenzaremos por Mallarmé. Como es sabido, Mallarmé murió intentando construir el Libro:

 

[...] un libro lisa y llanamente, en muchos tomos, un libro que sea un libro, bien construido y premeditado, y no una recopilación de inspiraciones del azar, por muy maravillosas que fueran... iré aún más lejos y diré: el Libro, convencido de que en el fondo, sólo hay uno, intentado sin saberlo por cualquiera que haya escrito, incluso los genios. La explicación órfica de la Tierra, que es el único deber del poeta y el ejercicio literario por excelencia...6

 

Para ello, dejó cientos de pequeños papeles con anotaciones fragmentarias e independientes que en teoría deberían ser leídas en cualquier orden y seguir teniendo siempre significado poético. La conclusión de ese trabajo infinito daría como resultado el Libro Total, quizá el imaginado por Borges en La biblioteca de Babel, aquel con el que todos los bibliotecarios soñaban por las noches; quizá el mismo que el protagonista de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, llamado Burgos, intenta salvar del incendio de su biblioteca, ese libro del que decía Bataille cómo negarse a intentar escribirlo. Pero el de Mallarmé es sólo el primer caso. Juan Bonilla, en un artículo incluido en Teatro de variedades sobre el compositor francés Erik Satie, cita el legado de este consistente en miles de pequeños papelitos en los que resumía su filosofía personal, su pensamiento, y el intento decidido de ser «una persona como los otros», un ser normal. Tercer ejemplo: volvemos a Borges. Su texto «Nathaniel Hawthorne», incluido en Otras inquisiciones, uno de los libros de ensayo literario más memorables de la historia de la literatura, contiene este apunte sobre Hawthorne: «En el mismo diario [...] anotó miles de impresiones triviales de pequeños rasgos concretos (el movimiento de una gallina, la sombra de una rama en la pared) que abarcan seis volúmenes, cuya inexplicable abundancia es la consternación de todos los biógrafos»7. Enrique Vila-Matas, añade en Doctor Pasavento, añade un ejemplo inventado más a esta familia de cosmominiaturistas, el profesor Morante, y repesca uno auténtico, el del poeta y novelista suizo Robert Walser:

 

Era inevitable no recordar que Robert Walser, a partir de la década de los años veinte y hasta 1933 (año en que entró en el primero de sus dos manicomios, el de Waldau, y cesó toda actividad literaria), produjo lo que posteriormente se conoció como microgramas, textos escritos a lápiz en letra minúscula no sólo sobre hojas en blanco sino también sobre recibos, telegramas y otros papeles por el estilo. Durante mucho tiempo se había pensado que esos textos estaban redactados en un tipo de escritura indescifrable inventada por el propio Walser, hasta que se descubrió que se trataba simplemente de una cursiva alemana corriente, escondida, eso sí, detrás de la pequeñez del trazo8.

 

Brevemente diré que aunque pudiera parecer que el objeto de tal acopio indiscriminado de impresiones o revelaciones sea estético en el caso de Mallarmé, íntimo en el de Satie, exorcismo demoníaco en el de Hawthorne, o víspera de enajenación en el de Walser, responden en realidad a un intento magno y ciclópeo de recepción y construcción del mundo por todos ellos, perdidos a veces en sus infiernos personales, deseosos de lograr un punto de apoyo, una estructura firme a partir de la cual dar vigor y realidad a sus pensamientos, cuando no a un deseo angustioso de no perderlos, de no perderse. Evadirse, en fin, del sueño, para encontrar un mundo real y propio en que ahuyentar esa tendencia del creador a considerarse parte de la imaginación de los otros; llevar a cabo ese «himno gigante y extraño» del que hablaba Bécquer, donde tengan cabida todas las voces; un mundo en el que el desorden sea imposible, por la arquitectura orgánica con que se han diseñado sus planos. «El fin de todo autor –según Julián Marías– es crear un nuevo mundo.» Por eso escribía Steiner en Presencias reales que hay un agón, una competición agonística entre cualquier creador y Dios, el creador primario (creador de creadores), que culmina con la sustitución de una divinidad por otra, como pudo verse claramente en los casos de Matisse o Picasso9. El escepticismo teológico de los artistas desde mitad del siglo xix es, en realidad, una legítima defensa. Intentan colocarse en un estatus de superioridad para estar solos a la hora de crear. Para pensar que su obra es solamente suya y no hay detrás, como en el soneto de Borges sobre el ajedrez, una mano anterior (superior) que empiece la trama. Se busca fundar un mundo, un lugar en el cual, a partir de millares de textos disímiles, se opere el milagro de una existencia nueva, ya sin la necesidad de Dios, libre de la angustia de la necesidad de sentido. Un lugar físico construido a partir de signos. Un templo con muros de tinta. Una bibliomaquia devenida, irreversiblemente, topomaquia.

3. Cf. Mario Satz, «El libro del universo», en El tesoro interior. Aprovecho para aclarar que el lector interesado en profundizar en los textos citados puede encontrar las referencias concretas en las «Notas finales».

4. «Todo existe para estar en un libro.» Paul Valéry recuerda esta declaración de su amigo Mallarmé en su «Discurso en el Pen Club». J. M. Cuesta Abad contrapone las visiones de Mallarmé y del vasto diccionario de Baudelaire, ya secularizadas, a la concepción teológica y barroca de Gracián: «Discurrió bien quien dijo que el mejor libro del mundo era el mismo mundo» (El criticón, Tercera Parte, Crisi IV). Véase también R. Barthes, Variaciones sobre literatura.

5. R. Piglia escribe en Formas breves sobre la novela de Musil: «Un libro cuya concepción misma excluye las posibilidades de darle fin. La novela infinita que incluye todas las variantes y todos los desvíos; la novela que dura lo que dura la vida de quien la escribe», y cita otro buen ejemplo, Museo de la novela de la Eterna, de Macedonio Fernández.

6. Sthépane Mallarmé, citado por Maurice Blanchot en Faux pas. Cf. S. Mallarmé, Fragmentos sobre el Libro, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Murcia, 1999.

7. Descubro con sorpresa en un texto autobiográfico de G. Orwell (Por qué escribo, 1946), una pulsión similar: «Durante quince años o más, estuve realizando un ejercicio literario [...] era la invención de una historia continua sobre mí mismo [...] pronto [...] se convirtió progresivamente en una descripción de lo que iba haciendo y de las cosas que veía [...] parecía que hacía este esfuerzo descriptivo casi contra mi voluntad, movido por una especie de coacción que venía de fuera». Algo parecido le ocurrió en sus últimos días al novelista de ciencia-ficción Philip K. Dick, véase Emmanuel Carrère, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Philip K. Dick, 1928-1982, Minotauro, Barcelona 2002.

8. A su vez, la escritura escondida y casi indescifrable podían remontarnos a los cientos de páginas aún por descifrar de Leonardo da Vinci, cuya técnica de escritura todavía permanece, por desgracia, secreta. El hecho de escribir cientos de escritos breves y casuales en superficies volanderas y circunstanciales nos trae a la memoria la costumbre idéntica del poeta Pedro Garfias (cf. Ángel Sánchez Pascual, «Inéditos de Pedro Garfias», en Litoral, julio de 1982).

9. El compositor Arnold Schöenberg ya dio con la tecla y propuso en una carta al poeta Richard Dehmel (fechada el 13 de diciembre de 1912) una curiosa conclusión: «El hombre de hoy, que ha pasado por el materialismo, el socialismo, la anarquía, que era ateo, pero que ha conservado dentro de sí un pequeño resto de la antigua fe (en forma de superstición), cómo este hombre moderno disputa con Dios [...] y así consigue encontrar a Dios y volverse religioso». Kingsley Amis recordaba esta cita de Julio César Escalígero: «La poesía representa cosas que no existen, de tal forma que parecen existir o como si debieran o pudiesen existir. El poeta crea otra naturaleza, con lo que se ha transformado en otro Dios: el poeta también puede crear otro mundo».