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JOAN-CARLES MÈLICH

ÉTICA DE LA COMPASIÓN

Herder

Diseño de cubierta: Claudio Bado

Maquetación electrónica: produccioneditorial.com

© 2010, Joan-Carles Mèlich

© 2013, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-3034-3

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

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ÍNDICE

CUBIERTA

PORTADA

CRÉDITOS

ÍNDICE

DEDICATORIA

FRASE

1. INTRODUCCIÓN

2. PÓRTICO: LA ZONA SOMBRÍA DE LA MORAL

3. EL TEATRO METAFÍSICO

3.1. Escenas de la metafísica

3.2. El espectro del nihilismo

3.3. El espíritu de la novela

4. LA SITUACIÓN ÉTICA

4.1. Una situación de radical excepcionalidad

4.2. Ética y cuerpo

4.3. Ética y símbolo

4.4. Ética y experiencia

4.5. Ética y respuesta

4.6. Ética y memoria

4.7. Ética y libertad

4.8. Ética y muerte

4.9. Ética y sufrimiento

4.10. Ética y compasión

4.11. Excursus I: Ética y vulnerabilidad (Levinas y Butler)

4.12. Excursus II: Rousseau y la piedad

5. LA PEDAGOGÍA DEL TESTIMONIO

5.1. La crisis gramatical

5.2. Decir y mostrar

5.3. El profesor y el maestro

5.4. El testimonio y la ausencia

5.5. La vergüenza del testigo

6. TELÓN: La compasión imposible

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

AGRADECIMIENTOS

A Lluís Duch, amb admiració i amistat

Adelántate a toda despedida, como si la hubieras dejado atrás, como el invierno que se está yendo. Pues, bajo los inviernos hay uno tan infinitamente invierno que, si lo pasas, tu corazón resistirá...

RAINER M. RILKE, Sonetos a Orfeo

1. INTRODUCCIÓN

«...porque la vida ha comenzado ya mucho antes que uno...»

(Ernst Bloch, El principio esperanza)

No empezamos con las manos vacías. Venimos al mundo pero no estamos solos. Nadie nace solo, nadie puede sobrevivir solo. El universo humano es un universo compartido. Otros están ahí, otros estuvieron ahí. Abandonamos el útero materno y llegamos a un tiempo y un espacio que no hemos escogido y que no controlamos. Somos vulnerables, estamos expuestos a lo imprevisible, a lo indominable, a lo radicalmente extraño. No estamos solos aunque tampoco vivimos en un entorno plenamente cordial y cósmico, porque no podemos exorcizar la presencia inquietante de la finitud. Continua e ineludiblemente nos encontramos amenazados por procesos de caotización: el azar, la soledad, la insatisfacción, la culpa, la nostalgia, el sufrimiento, la muerte. En un universo humano no hay ni puede haber resguardo absoluto o salvación plena. El nuestro es un mundo crepuscular.

Situaciones infernales nos acechan, porque si bien es cierto que existe la posibilidad de habitar humanamente el mundo también nos acompaña siempre la amenaza de «lo inhumano». Y esta es una amenaza radical. Nunca podrá evitarse. Hombres y mujeres no nos encontramos a salvo, ni protegidos por completo. Porque somos «humanos» estamos privados del acceso al paraíso y vivimos expuestos al peligro de que, de repente, el cosmos se convierta en caos.

Elias Canetti daba inicio a su monumental ensayo Masa y poder con estas palabras: «Nada teme el hombre más que ser tocado por lo desconocido». La existencia humana no puede resguardarse de las inquietantes presencias que adopta la finitud. Ese «ser tocado por lo desconocido» del que habla Canetti es una metáfora de la amenaza de lo extraño. Sabemos que jamás podremos dominar a la naturaleza, que no somos inmunes al tiempo, a la voracidad de Cronos. Somos conscientes de que nuestra vida es breve y de que vamos a morir, de que no controlamos las condiciones que nos depara la existencia, de que somos más el resultado de nuestras pasiones que de nuestras acciones, de que llegamos demasiado tarde y de que nos iremos demasiado pronto, de que, como advierte Rilke, «vivimos siempre en despedida». Por eso cada uno, sea quien sea, venga de donde venga, no tiene más remedio que configurar provisionalmente «espacios de protección», frágiles «ámbitos de inmunidad», frente a la irrupción amenazante de lo contingente y de lo imprevisible. Por nuestra condición finita y vulnerable, nos pasamos la vida buscando refugios físicos y simbólicos. Somos seres necesitados de consuelo que andamos a la búsqueda de «cavernas», seres que no podemos sobrevivir si no es resguardándonos, aunque sea de forma frágil, de los peligros y de las trampas que nos tiende el mundo.

Para algunos, a los que llamaré genéricamente «gnósticos», y que ocupan actualmente un lugar relevante en la plaza pública, el nacimiento es como una caída. El gnosticismo sostiene que el ser humano es un «ser arrojado», y que la vida consiste esencialmente en encontrar «vías de escape» del mundo. De lo que se trata, para decirlo con Mircea Eliade en El mito del eterno retorno, es de huir del espacio y del tiempo, de la historia y del cuerpo. Este es el lugar en el que el conocimiento (gnosis) desempeña una función fundamental. Así, podríamos decir que el gnosticismo combate el dolor de la existencia proponiendo una renuncia al cuerpo y a las relaciones con los demás. El conocimiento ofrecerá una salvación por la vía de la interioridad. La consecuencia de esta posición es el terror de la historia o, lo que es lo mismo, la incapacidad de compasión, el menosprecio de los ritmos corporales, la insensibilidad...

En este ensayo el lector encontrará una ética contraria a este espíritu. A diferencia del gnóstico, concibo aquí la vida de cada ser humano como ambigua. Al llegar al mundo encontramos felicidad y dolor, alegría y tristeza, angustia y serenidad..., pero, en cualquier caso, lo que hay que subrayar es que nunca podrá darse plenamente lo cósmico sin la amenaza del caos, lo humano sin lo inhumano, lo propio sin la posibilidad de irrupción de lo extraño. Esta ambigüedad es «estructural» a la vida porque la historia, el cuerpo y la finitud, resultan ineludibles. Así pues, frente al espíritu gnóstico que cree que es posible superar la ambigüedad, lo que aquí se sostiene es que esta «supuesta» superación supone la disolución de lo humano. En pocas palabras, no hay humanidad porque haya bondad, moral o justicia, sino al contrario, porque siempre que hay bondad, moral o justicia aparecen, bajo la forma de una presencia inquietante, el mal, la inmoralidad y la injusticia... Uno no es humano porque sea una buena persona, sino porque nunca lo es completamente.

Los seres finitos no podemos anular la ambigüedad sin destruir algo constitutivo de la humanidad, por eso nuestra calidad de vida está en función de la forma que adopte en cada caso, hic et nunc, la relación con los demás, con el mundo y con nosotros mismos. No hay ni puede haber nunca una naturaleza humana (buena o mala, esto es ahora irrelevante) establecida a priori. No somos ni buenos ni malos por naturaleza. Lo que somos (por naturaleza) es seres culturales, que llegamos a un mundo ambivalente, un mundo que se está haciendo y que nunca está completamente terminado. Nuestra vida tiene posibilidades, aunque no posibilidades absolutas.

Porque somos finitos existimos «en dependencia»: «desde», «entre», «para», «a partir de», «frente a», «en relación con», «en contra de», «a favor de», «junto a»... No es lo categórico ni lo absoluto, lo claro y lo distinto, la coherencia y la fortaleza, lo que caracteriza fundamentalmente el modo de ser humano, sino lo circunstancial y lo preposicional, lo relativo y lo dativo, lo frágil y lo contradictorio.

Lo primero que un niño necesita para poder habitar humanamente su mundo es conocer la gramática que le ha tocado vivir. Entiendo por gramática un juego de lenguaje, el conjunto de símbolos, signos, hábitos, ritos, valores, normas e instituciones que configuran un universo cultural.1 Sin este conocimiento no habría posibilidad de supervivencia. La gramática hace posible la orientación en la selva de los símbolos, sitúa a cada recién llegado en su entorno más cercano, guía las relaciones con los demás y con el mundo, soluciona los problemas primarios, ofrece respuestas establecidas, previsibles y repetitivas, da respuesta a los interrogantes inmediatos: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Hacia dónde puedo dirigirme?

Venir al mundo no es otra cosa que llegar a una gramática o, mejor todavía, heredar una gramática. Nuestro ser, el ser que somos, que vamos siendo y nunca está del todo hecho, el que se va configurando en el tiempo y en el espacio, es ser gramaticalmente heredero. Siempre heredamos aunque no lo sepamos, aunque no lo deseemos. Y porque somos herencia, y porque nuestra vida es demasiado breve, no tenemos otra opción que enlazar. Enlazar significa configurar «desde», a favor o en contra no tiene ahora importancia alguna. Somos finitos, por eso nuestra vida no posee nada absoluto, nada libre de lazos. Enlazamos porque hemos comenzado antes. Debido a nuestra ineludible finitud tenemos que configurar lazos, aunque sea para después romperlos, con aquellos que nos han precedido y con los que nos acompañan en el presente.

La gramática es el puente –siempre frágil– tendido entre la situación presente y la situación heredada, entre el momento actual, por un lado, y las presencias del pasado –unas presencias que perviven, a menudo, en forma de ausencias–, por otro. Que seamos herederos, que no tengamos más remedio que enlazar, significa que, nos guste o no, heredamos una gramática en la que no se está de «cuerpo presente». Hay pasado en el presente y, por lo tanto, éste no puede existir al margen del pasado. La gramática que hemos heredado opera en cada momento al modo de una presencia espectral, a veces de forma explícita y en ocasiones subrepticiamente. Lo que somos nunca lo somos completamente. No somos los dueños de nuestra propia casa.

Ahora bien, nuestra herencia no es (sería muy peligroso que lo fuese) definitiva. Porque lo propiamente humano es la provisionalidad, la gramática no es algo ya acabado, algo que tenga que ser asumido por completo. Siempre está (más o menos) abierta. La herencia se recibe en una situación, pero con toda seguridad será valorada y puesta en cuestión en otras situaciones diferentes de la inicial. Por eso uno no tiene más remedio que aprender a administrar su herencia, un aprendizaje, claro está, nunca del todo concluido.

En cada situación tomamos partido a favor o en contra de la herencia, en cada situación la ponemos en juego. Sin duda, la mayor parte de las veces no somos demasiado conscientes de ello, pero basta con tomar una cierta distancia, basta con detenerse a reflexionar brevemente para darse cuenta de esta inacabable puesta en cuestión de lo heredado. En esto consiste vivir. La vida se podría definir, si tal cosa fuese posible, como una especie de tensión entre la situación heredada y nuestro actual modo de administrarla, entre pasado, presente y futuro, entre realidad y deseo.

Si sucede que la situación heredada no es definitiva es porque el mundo siempre está en incesante transformación. La vida cambia (o puede cambiar), porque cada ser humano desea. Somos seres deseantes, anhelantes, «en-busca-de»..., y, por lo mismo, carentes, ausentes, «enfalta». Esta es, sin duda alguna, una de las causas de nuestra condición doliente. Seguramente se podría argumentar que para liberarnos del sufrimiento lo mejor sería dejar de desear, exorcizar el deseo, pero antropológicamente esto no es posible. Deseamos a nuestro pesar.

Aunque uno no sepa qué es lo que anhela, lo que busca, en la vida de cada hombre y de cada mujer el deseo aparece muy pronto. Ernst Bloch lo expresó en las primeras páginas de El principioesperanza: «Me agito. Desde muy pronto se busca algo. Se pide siempre algo, se grita. No se tiene lo que se quiere». Y sigue Bloch: «El que sueña no queda nunca atado al lugar. Al contrario, se mueve casi a su antojo del lugar o de la situación en que se encuentra. Hacia los trece años de edad se descubre el yo arrebatador, y es por ello por lo que, hacia esta época, crecen con especial exuberancia los sueños de una vida mejor. Animan el día en efervescencia, sobrevuelan la escuela y la casa, se llevan consigo lo que nos es caro y bueno. Son las avanzadas en la huida y preparan un primer alojamiento para nuestros deseos, cada vez más distintos. Se ejercita uno en el arte de hablarse de aquello que todavía no se ha experimentado. Incluso la cabeza más mediocre se cuenta en esta edad historias, fábulas sencillas, en las que le va bien. Forja las historias camino de la escuela o durante un paseo con amigos, y siempre, como en un cuadro de encargo, el que relata se encuentra en medio del relato».2

Existe una insatisfacción inicial. Nacemos con un impulso hacia lo otro, hacia una alteridad todavía sin definir, sin concretar. Venimos al mundo y comenzamos a soñar, no queremos quedar «atados al lugar». «No se tiene lo que se quiere», escribe Ernst Bloch. El deseo es un esfuerzo por trascender la gramática que hemos heredado. Somos seres finitos con deseos infinitos.

Venimos a un mundo heredado que no coincide con la vida. Mundo y vida no son lo mismo. Nuestra vida es en un mundo, pero, a su vez, trasciende el mundo, es más allá del mundo. Es una trascendencia en la inmanencia. Por eso, a diferencia de lo que sucede con la vida, nadie puede vivir reconciliado con su mundo. No coincidimos con nosotros mismos. Nos posee un susurro interior que no nos deja permanecer en armonía con nuestra situación heredada. Hay vida en el mundo porque estructuralmente somos «seres deseantes» y porque no nos basta con lo que está ahí. «No hay hombre que viva sin soñar despierto», escribe Bloch.3

Vivir es traspasar, por eso el ser humano vive desde el pasado pero hacia el futuro, un futuro imposible de concretar, de planificar, de prever. Una existencia sin sueño, sin deseo de otro mundo, es insostenible, es insoportable, es invivible. El ser humano es un viviente en el que su vida no encaja con su mundo. Hay siempre una especie de fractura, de hiato o de fisura entre la vida y el mundo que nunca podrá ser suturada. Cuando Nietzsche escribe en Más allá del bien y delmal que el ser humano es el «animal aún no fijado» es probable que pensara en esta fractura antropológica. En cualquier caso, la vida, a diferencia del mundo, no es tanto lo que uno se encuentra cuanto lo que uno desea, es apertura y posibilidad, es la tensión no resuelta entre lo heredado y lo deseado.

Mientras que la vida siempre es una tarea, algo por hacer, algo pendiente, el mundo se nos impone. La experiencia del mundo es, parafraseando el título de un viejo libro de Peter Handke, la experiencia del peso del mundo. La vida, en cambio, surge como una incesante insatisfacción respecto del mundo. Por eso la reconciliación entre el mundo y la vida, en el caso de que tal cosa fuese posible, supondría la presencia de un estado paradisíaco, algo que quedaría fuera de cualquier posibilidad humana. No puede existir «reconciliación» alguna.

Somos seres fracturados, insatisfechos con el mundo que hemos heredado, deseosos de ser de otro modo, de habitar otro mundo, de vivir otras vidas. Ahora bien, el deseo es deseo de algo que nunca es del todo conocido de antemano (por eso no es ni programable ni planificable), ni puede ser definitivamente alcanzado. Deseo..., pero ¿qué es lo que deseo? La mayor parte de las veces uno es incapaz de dar respuesta a esta pregunta. Hay algo en la vida, una presencia extraña que nos habita desde el principio, que forma parte de nuestra existencia. No puedo llegar a ser yomismo de modo definitivo, no poseo algo propio sin que se encuentre roto por una inquietud, no alcanzo algo nuevo que logre calmar y saciar el deseo. Es entonces cuando descubro que éste resulta inseparable del sufrimiento. El ser humano es homo patiens porque es un ser deseante.

Este ensayo se ha construido sobre esta hipótesis antropológica: no sufrimos solamente porque sepamos que nuestra vida es finita, porque seamos conscientes de que tarde o temprano tengamos que morir, porque nuestra vida sea breve y contingente, porque estemos sometidos al poder del azar y a los avatares del tiempo; también sufrimos porque no controlamos nuestras vidas, porque no podemos evitar los afectos y las pasiones, porque no estamos fijados del todo, porque vivimos «en fractura», porque somos siempre «en despedida», porque deseamos «algo» que no sabemos qué es y porque nunca podemos saciar el deseo.4

Cada uno de nosotros es un animal quaerens. Buscar, quaerere, hace referencia a quaestio, a interrogante. El «ser que busca» es alguien que se pregunta, que se cuestiona a sí mismo, a los demás y al mundo. La vida es una búsqueda inacabable, un constante ir cuestionándonos sin encontrar la respuesta definitiva. En esto se diferencia nuestravida de la del animal. Éste ni se plantea interrogantes ni es capaz de juzgar entre diferentes posibles tomas de posición o alternativas, porque su búsqueda (por ejemplo, de alimento o apareamiento) es un mecanismo puesto en movimiento por la mera instintividad. La vida humana, en cambio, cuestiona tanto el conjunto de la realidad como a sí misma. Si somos ineludiblemente quaerentes es porque el deseo abre una fractura entre lo que hemos heredado y lo que anhelamos. Si dejásemos de desear, la condición humana coincidiría con la naturaleza y, como luego veremos, la excentricidad,5 ese abismo, esa brecha constitutiva de lo humano, desaparecería. Pero de momento me interesa destacar otra idea: el deseo, que –como ya se ha dicho– resulta un elemento antropológico estructural de la condición humana, no puede ser absoluto. No es posible desearlo todo, pero no porque exista alguna ley natural, moral o jurídica que lo impida, sino porque un deseo absoluto es invivible para los seres finitos. Los humanos no soportamos un exceso de deseo. Dicho de otro modo, si, como ya se ha advertido, el deseo provoca sufrimiento porque abre una fractura entre la herencia y el anhelo, entre el «mundo» y la «vida», no es menos cierto que un deseo descontrolado es, quizá en mayor medida si cabe, una fuente de dolor insoportable. Los humanos necesitamos una especie de «trabajo del deseo» porque sabemos que, por una parte, no podemos dejar de desear, pero también somos conscientes de que si no controlamos nuestros deseos el dolor será excesivo.

Decía al principio que nacer es heredar una gramática, enlazar con el pasado, pero nacer es también comenzar, iniciar algo nuevo. Ahora bien, no puede confundirse comienzo con origen. Nosotros comenzamos, pero el inicio no es el origen.6 El origen expresa un punto de partida metafísico, un primer motor. No hay nada antes delorigen. Éste no posee historia, no le pertenece una historia anterior, no tiene pasado. Los inicios, en cambio, no son metafísicos sino antropológicos. A diferencia de lo que sucede con el origen, en todo inicio hay pasado, hay una historia que le precede, hay una herencia a o de la que se responde, frente a la que uno se posiciona, una herencia que, conscientemente o no, se elabora. En otras palabras, el inicio está ya en un tiempo, mientras que el verdadero origen es el que da origen al tiempo.

La finitud humana no se refiere solamente al final, a la muerte, sino también al inicio. Somos finitos porque sabemos que vamos a morir, pero también porque vivimos la experiencia del comienzo.7 Somos finitos porque iniciamos, pero precisamente por eso no podemos eludir responder al y del pasado, a y de nuestra historia, a y de nuestra herencia gramatical. De ahí que sea propio de la condición humana la fractura entre el «mundo» y la «vida». Asumir de forma acrítica el pasado no es posible, en ningún caso, debido a la propia finitud humana, una finitud que, en la recepción, siempre selecciona, interpreta, responde a y de lo heredado.8

Nadie, nunca, es ni puede ser plenamente fiel a su pasado, a su tradición, a su herencia, a su mundo. La coherencia, la congruencia, la fidelidad al mundo no son atributos humanos. Allí donde lo humano hace su aparición surge también necesariamente la ambivalencia, la selección, el recuerdo y el olvido, la interpretación, la reubicación, los umbrales, las sombras y los crepúsculos..., la deserción. La condición humana es una condición desertora. Nuestra «fidelidad», decía Paul Celan, radica precisamente en desertar: «Sólo si soy desertor, soy fiel».9

Por esta razón, la herencia recibida no puede eludir el cambio. La transformación no niega la novedad, al contrario, se alimenta de ella. Es imposible recibir la herencia del pasado sin, a su vez, transformarla y reubicarla en el presente, porque siempre que hay transmisión hay cambio, hay recontextualización y resituación. Por su condición finita, los comienzos de los seres humanos ya tienen lugar en trayecto, en un trayecto, en el que entran en juego presupuestos y deseos, conservaciones y cambios, permanencias y transformaciones, porque para cada hombre resulta ineludible la condición de caminante.

Iniciamos algo nuevo, no podemos dejar de comenzar, pero, al mismo tiempo, no controlamos nuestros comienzos. No decidimos iniciar. El inicio está más cerca del pathos que del logos, más próximo a las pasiones que a las acciones. En buena medida, somos lo que nos han hecho, y lo que somos nunca lo somos del todo. Iniciamos en una gramática, nos vamos configurando en relación a respuestas que damos a situaciones heredadas; por eso, porque somos respuesta a algo anterior a nosotros, porque nuestros inicios no son autónomos, no somos por completo los dueños, los diseñadores, los arquitectos de nuestras vidas.

Frente a las filosofías metafísicas que entienden que hay un «punto cero», un origen absoluto, firme, un «principio arquimédico» (para hablar como Descartes en la «Segunda Meditación»), una ética de la compasión como la que se esbozará a lo largo de este ensayo parte de la hipótesis antropológica que concibe al ser humano como cuerpo, como corporeidad y, por lo mismo, como espacio y como tiempo, como herencia y como deseo, como tradición y como innovación, como nacimiento y como muerte. Para una ética de la compasión «ser corpóreo» no significa que todo sea «cuerpo» sino que lo que se halla «más allá del cuerpo» sólo puede conocerse, concebirse y comprenderse «desde el cuerpo». En otras palabras: que lo «radicalmente trascendente» únicamente se puede expresar desde lo «radicalmente inmanente».

Una filosofía metafísica, sea del tipo que sea, adopte la forma que adopte, siempre coincide en un aspecto: hay algo en el mundo, en la vida, en los seres humanos, de orden substancial y, por lo tanto, eterno, inmóvil e inmutable, algo, por tanto, que trasciende al cuerpo y que es independiente de él. Así, una filosofía metafísica rompe con el «principio de la inmanencia» que es la base constitutiva de una ética de la compasión. Este «principio» no sostiene, como podría pensarse, que «todo es inmanente» o que «no hay trascendencia», sino que lo que está más allá del espacio y del tiempo, «lo trascendente», sólo puede aprehenderse en el espacio y en el tiempo, en «lo inmanente». Dicho en términos antropológicos: la corporeidad es, para los humanos, ineludible.

De este modo es relevante subrayar que, según las filosofías metafísicas, este orden substancial, un orden que ha recibido distintos nombres a lo largo de la historia, no está sometido a las transformaciones. Este orden se caracteriza porque se ubica más allá del tiempo y el espacio, porque es un orden «claro y distinto», libre de sombras y de ambigüedades. «Desde la Antigüedad –escribe Heinrich Rombach–, el “ser” fue considerado como un núcleo esencial impenetrable en lo más profundo de lo existente, como una “sustancia”, como algo que no admite plus vel minus, que no tiene partes y por ello tampoco es divisible, que es imperecedero y eterno, inmutable y estable, portador de todas las transformaciones y atributos, completamente homogéneo.»10

Está claro, pues, que, a diferencia de las filosofías metafísicas, una ética de la compasión parte de la concepción del ser humano como ser corpóreo. Tomar la corporeidad como punto de partida significa estar dispuesto a asumir, en primer lugar, que el tiempo y el espacio son ineludibles, como lo es el lenguaje, la historia, la tradición, los prejuicios, los presupuestos..., todo lo que constituye la gramática. Significa también ser consciente de que si hay vida humana hay transformación, de que nada puede detener a las metamorfosis, aunque, como ya se ha dicho, unas transformaciones excesivamente aceleradas provoquen graves procesos deformativos. Por último, supone remitir a la afección, a la pasión, a lo que no depende ni de nuestro conocimiento ni de nuestra voluntad, a todo lo que tiene que ver conmigo sin haber sido realizado por mí mismo; significa dar mayor importancia a lo que nos acontece que a lo que hacemos, al azar y a la contingencia que a las planificaciones y a las programaciones, a la casualidad que a la causalidad.11

Habría que señalar también que la noción de corporeidad expresa mucho mejor el «modo de ser» humano que la de cuerpo, porque mientras que éste da una cierta sensación de fijación y pesadez que no se corresponde con la experiencia del ser viviente, la corporeidad, en cambio, remite a un escenario móvil, a un espacio marcado por el tiempo, por el cambio, por las infinitas e inacabables transformaciones. La corporeidad muestra que el hombre es un ser que nunca acaba de entenderse de la misma manera, que no termina de coincidir consigo mismo, que no encaja. Su autocomprensión depende de la historia, de las situaciones y de los contextos. Su modo de verse, de contemplarse, no depende de un fundamento intemporal, al contrario, es netamente circunstancial y adverbial. Ser corpóreo quiere decir, en una palabra, que la adverbialidad es ineludible.

Como ser corpóreo cada humano es espacio y tiempo, es el resultado de la tensión espaciotemporal entre el pasado, el presente y el futuro. Significa esto que no somos plenamente presentes, también somos ausentes, para los demás y para nosotros mismos. La corporeidad expresa que no somos los dueños, que no coincidimos con nuestra naturaleza. Algo extraño hay en nuestro modo de ser, algo que en cada momento nos obliga, al menos en parte, a replantearnos nuestra situación en el mundo, algo que nos desconcierta, algo que desbarata nuestros proyectos y nuestras planificaciones.12 Por eso, además de la herencia y del deseo, la contingencia es otra de las expresiones más significativas de la corporeidad.

La contingencia..., el azar..., la fortuna..., lo que nos sucede sin querer, lo que puede pasar, es una experiencia fundamental que todos los hombres y mujeres vivimos en un momento u otro de nuestras vidas. Y, sin duda, también es la contingencia una de las fuentes del sufrimiento humano. Veamos un poco más en detalle qué cabe entender por contingencia desde una perspectiva antropológica.

En primer lugar, ser contingente es vivir la experiencia de la ausencia de necesidad de la vida, de mi vida. No soy necesario o, si se prefiere, soy pero podría no ser. El universo existía antes de mi llegada y continuará existiendo después de mi muerte. La contingencia es la experiencia de que la inexistencia (la mía, la del mundo y la de los demás) es tan posible como la existencia. Contingencia hace referencia también a lo indisponible de la vida. Más arriba hablaba de la situación heredada, de la herencia gramatical. Pues bien, la contingencia muestra algunos elementos de esta herencia que no puedo cambiar.

Hay una parte de la gramática que he heredado que me resulta indisponible: el nombre propio, el lugar de nacimiento, la familia, el momento histórico, la lengua materna... Por último, contingencia es sinónimo –para decirlo con Karl Jaspers–, de situaciónlímite, de una situación que no puedo resolver con «conocimiento técnico»: el mal, la enfermedad, la muerte..., la muerte vivida como enfermedad, esa muerte que sí se vive, que pertenece a la vida. Y, sobre todo, es expresión de contingencia la muerte del otro.

Antes de seguir adelante es necesario reflexionar aunque sea de forma breve sobre qué significa el hecho de que la contingencia sea una «experiencia», una experiencia ineludible en toda existencia humana. La contingencia no es algo que hago, una especie de acto o de acción, algo que puedo programar o planificar, sino algo que me sucede, algo que sufro o padezco: una pasión, un pathos. Es lo que me sorprende y que no nace en mí, lo que no es el resultado de mi voluntad ni de mi acción. Hay experiencia si irrumpe lo que no puedo controlar y, al hacerlo, me quiebra, me fractura de tal forma que me obliga a mirar, a oír, a ser de otro modo. Así, la contingencia es experiencia porque es el resultado de una alteridad ajena, de un afuera que, al mismo tiempo, hace posible que descubra mi propia alteridad y provoca que salga de mí mismo. En una palabra: la contingencia es la experiencia más conspicua de la extrema finitud, vulnerabilidad y fragilidad de mi vida.

Si aceptamos el hecho de que toda experiencia es «pasión», en la medida en que rompe toda previsibilidad, todo cálculo, toda programación, en el caso concreto de la contingencia es perturbadora. A diferencia de las acciones previstas o programadas, en las que uno decide cuándo y cómo va a realizarlas, con quién llevarlas a cabo, la contingencia sucede, acontece, llega de repente sin avisar, expresa el azar, la imposible planificación de la vida, porque es en los momentos inesperados en los que nos descubrimos finitos, frágiles y mortales. Rainer Maria Rilke lo describió magistralmente al inicio de su IV Elegía de Duino:

¡Oh árboles de la vida! ¿Cuándo seréis invernales?

No somos unánimes. No nos entendemos

como las aves migratorias. Tardíos y rezagados

nos imponemos de una manera súbita a los vientos,

para caer más tarde en un estanque indiferente.

Somos conscientes a la vez del florecer y el marchitarse.

Y en algún lugar hay todavía leones, que no saben

de ninguna impotencia, mientras les dura su esplendor.

Pero nosotros, cuando sentimos una cosa, del todo

sentimos ya el despliegue de la otra.13

La contingencia irrumpe, pero sería posible vivir su experiencia dolorosa aunque de facto no irrumpiera. Es suficiente con pensar, con imaginar que puede acontecer para que sea ya una fuente de sufrimiento. Los «leones» en la Elegía de Rilke no saben de su impotencia «mientras les dura su esplendor», pero los seres humanos sí, conocemos nuestra condición vulnerable también en los buenos momentos: «Pero nosotros, cuando sentimos una cosa, del todo sentimos ya el despliegue de la otra». Este es el verdadero drama de la contingencia, un drama que surge en momentos de frágil felicidad porque, como escribe Rilke, «somos conscientes a la vez del florecer y el marchitarse...». En un universo en el que todo estuviera controlado y planificado no habría experiencia posible. Sólo experimentos. Si todo sucede tal y como uno ha previsto, nada sucede realmente. En otras palabras: la imprevisibilidad, la sorpresa, es condición de experiencia. Así, sostener que los seres humanos padecemos la experiencia de la contingencia significa que ésta (en cualquiera de las formas o variantes) irrumpe en la vida repentinamente. Aceptar que la contingencia es inevitable significa aprender algo tremendamente difícil, a saber, que la vida no lleva –ni puede llevar– un «manual de instrucciones». Todo «manual» se caracteriza por ofrecer respuestas antes de que uno se encuentre en una determinada situación. En el «manual» todo está tipificado. Este es el modelo de la tecnología, un modelo que además propone ejercicios de simulación. Para muchos, quizá para la mayoría, darse cuenta de que eso no es posible, de que no se puede eludir la experiencia de la contingencia, es una de las fuentes más importantes de sufrimiento.

Llegados a este punto es necesario introducir una importante distinción que me parece imprescindible para comprender la condición contingente de la vida humana. Hasta ahora no se ha establecido ninguna diferencia entre suceso (o lance, o percance) y acontecimiento. En ambos casos (sucesos y acontecimientos) hay imprevisibilidad, de eso no cabe duda, pero el acontecimiento, a diferencia del suceso, provoca una ruptura, una brecha radical, insoldable.

Cada uno de nosotros tiene un (cierto) proyecto vital. Uno tiene una (cierta) idea de lo que quiere hacer con su vida. Uno tiene aspiraciones, más o menos a largo (o a corto) plazo. Cuando nos levantamos cada mañana pensamos en lo que vamos a hacer durante el día. Es verdad que a menudo ocurren pequeños lances que nos obligan a replantear nuestras previsiones, a cambiar los proyectos que nos habíamos propuesto llevar a cabo. Pero no cabe duda de que esas reorganizaciones de nuestra agenda no afectan –o no acostumbran a afectar– a nuestro proyecto vital. Otra cosa bien distinta ocurre con los acontecimientos. Más allá de su aparición repentina, de su imprevisibilidad, el acontecimiento abre una brecha radical en el espacio y en el tiempo. Después ya nada vuelve a ser como antes.

Por nuestra naturaleza contingente, a lo largo de nuestras vidas los seres humanos no podemos dejar de padecer la experiencia de acontecimientos como el nacimiento, el amor y la muerte. Su aparición repentina, su ruptura radical, obliga a repensarlo todo, a replantearlo todo y, aunque uno pueda rehacer su viejo proyecto vital, el acontecimiento siempre dejará una marca, una huella, una cicatriz, una herida incurable. Para ilustrar todo esto acudiré a un conocido relato de Franz Kafka: La transformación.14

Aquí no se narra un lance, sino un verdadero acontecimiento. Desde su mismo título, Die Verwandlung, se pone de manifiesto que se va a narrar una transformación. Samsa no puede integrar lo que le pasa en la lógica del sistema (en su caso, la lógica familiar). A Gregor, además de sucederle algo imprevisto (como sería, por ejemplo, no haberse levantado a la hora prevista, llegar tarde al trabajo, o que no sonara el timbre del despertador), le acontece una transformación que desgarra su tejido vital y le provoca una imposible sutura: se ha convertido en un monstruoso insecto.

Obsérvese que en las primeras palabras que pronuncia Gregor se pone de manifiesto su perplejidad: «¿Qué me ha ocurrido?».15 Samsa se da cuenta inmediatamente de que algo ha pasado, de que algo le ha pasado, algo importante, algo grave, hasta el punto que cree que está soñando, aunque no lo diga, pero el narrador se nos adelanta tanto a nosotros (lectores) como al protagonista del relato: «No era un sueño». Pero, como haríamos cualquiera de nosotros, lo primero que cree Gregor es que, a pesar de la sospecha de gravedad del suceso, lo que le ha pasado es precisamente eso, un suceso, un incidente. De ahí que después de la sorpresa inicial intentará seguir adelante durmiendo tranquilamente, pero será imposible porque no puede girarse hacia el lado derecho que es como a él le gusta situarse para dormir, ni tampoco podrá levantarse, porque llega tarde al trabajo, lo que también le resulta imposible.

Gregor no puede seguir durmiendo. La escena se hace eterna. Es incapaz de levantarse. Llegan su madre, su padre, su hermana, y el señor principal, pero él sigue encerrado en su cuarto. Se barajan opciones, parece que está enfermo, que no se encuentra bien, todo son recursos para persistir en la idea del suceso, del simple suceso. Pero no es un suceso, sino un acontecimiento.

Especialmente su madre y su hermana están convencidas de que lo que le ha pasado es un mero lance imprevisto y que lo único que va a suceder es que tenga algún problema en su trabajo, pero que eso no va a cambiar sustancialmente ni su vida ni su identidad. Kafka, no obstante, nos va descubriendo a lo largo de la narración que nos hallamos ante un radical acontecimiento que no solamente transformará a Gregor sino que también le deformará hasta provocarle primero el rechazo de su padre y finalmente la muerte (que llega a los ojos de toda su familia como una liberación).

La señora Samsa es la primera que parece darse cuenta de lo que realmente ha sucedido. No reconoce la voz de Gregor o, mejor dicho, advierte que es una voz animal y le dice a Grete que vaya inmediatamente a buscar al médico. Escribe Kafka entonces: «Pero al menos ya se habían dado cuenta de que algo extraño le ocurría, y estaban dispuestos a ayudarlo».16

Finalmente Gregor consigue abrir la puerta. La reacción de los presentes es diversa, pero todos coinciden en darse cuenta de que ya nada volverá a ser como antes, todos menos el propio Gregor que añade tranquilamente, y con un fino humor muy propio de Kafka: «Bueno, dijo Gregor, perfectamente consciente de ser el único que había mantenido la calma, me vestiré ahora mismo, empaquetaré el muestrario y me iré. Me dejaréis partir, ¿verdad que sí?».17

Todo acontecimiento provoca una crisis de lenguaje. No cabe duda de que este es uno de los temas fundamentales del texto de Kafka. No podía ser de otro modo. La transformación lleva consigo una comunicación imposible. Gregor habla con voz de animal, pierde toda la capacidad humana de hablar y de comunicarse. Kafka muestra con toda claridad la dificultad de comprensión del acontecimiento, porque a menudo éste aparece como algo inaudito, como la expresión de un sentido imposible de clasificar y de ordenar.

La transformación es un buen ejemplo para que uno se dé cuenta de que la experiencia de un acontecimiento es la expresión de la contingencia de la vida humana, una expresión, quizá la más evidente, de la fragilidad y de la vulnerabilidad de los asuntos humanos. Está claro que una experiencia como ésta produce dolor, un dolor que va más allá del dolor físico o psíquico, un dolor existencial. La experiencia de la contingencia provoca sufrimiento, inquietud y desasosiego.

Los sucesos y, especialmente, los acontecimientos son inquietantes, y lo son no solamente por su sorpresa, por su aparición repentina, sino sobre todo por la sensación, propia de una situación contingente, de imposible control. Uno acaba teniendo la certeza de que las situaciones contingentes son indominables, o que, en el mejor de los casos, el dominio de esas situaciones sólo tiene lugar provisionalmente. Por eso, los seres humanos, a lo largo de la historia, en las distintas culturas, en los diversos espacios y tiempos, hemos configurado «órdenes normativos» para poder sobrevivir a la amenaza de la contingencia en todas sus formas –fragilidad, indisponibilidad, situacioneslímite–, para establecer distancia frente a su presencia (a veces en forma de ausencia) inquietante.18

Los seres humanos fabricamos «ámbitos de inmunidad», algo así como una especie de «máscaras» que nos proporcionan alivio frente a la experiencia de lo indominable, frente a todo aquello imposible de resolver técnicamente. Las máscaras son artefactos protectores, envolturas, receptáculos físicos o simbólicos que sirven de cobijo, son los referentes que nos proporcionan un ámbito estable en un universo en constante transformación. Como decía Canetti en Masa y poder, una de las funciones de la máscara es ésta:

La máscara es precisamente aquello que no se transforma, inconfundible y perdurable, algo inmutable en el juego cambiante de la metamorfosis.19

Lo que resulta notorio en la condición humana es que, a diferencia de los animales y de los objetos inanimados, estamos provistos de un saber sobre la realidad del mundo pero, a la vez, carecemos de recursos psicológicos suficientes para hacerle frente.20 Somos los únicos que sabemos que nos aguarda la muerte, que el tiempo fluye inapelablemente, que vamos a asistir impotentes a la desaparición de las personas que amamos. Los humanos somos seres que conocemos nuestro propio fin pero también que rechazamos la idea de la muerte. Vamos a morir pero no sabemos cómo ni cuándo moriremos. Vivir consiste en enfrentarnos a lo que no somos capaces de afrontar. Por ello no tenemos más remedio que construir «máscaras», espacios para protegernos del tiempo.

Justamente porque uno de los aspectos más inquietantes de la experiencia de la contingencia es el flujo desbordado, el no tener nada firme y seguro en el camino de la vida, los seres humanos necesitamos artefactos protectores en los que poder confiar para poder soportar el excesivo fluir de transformaciones. Las máscaras, también podríamos hablar de «procesos de enmascaramiento», tienen la misión de detener –provisionalmente– las transformaciones aceleradas, de sosegar, de ofrecer una cierta fijación, un mínimo de estabilidad, de dar respuesta a las preguntas fundacionales, de ofrecer una esperanza en el momento de la muerte. Las máscaras nos proporcionan el alivio necesario para sobrellevar el dolor de la experiencia de la contingencia. De todas formas, debido a nuestra condición finita, nunca podemos protegernos del todo. Como ya se ha dicho, un universo es «humano» si no se ha desterrado la amenaza de la muerte, del caos y de la violencia. Ningún hombre ha cruzado las puertas del paraíso, y si lo ha hecho no ha regresado para poder contarlo. A pesar de los «procesos de enmascaramiento», lo «extraño» aguarda inquietante. Por eso, toda protección, sea del tipo que sea, física o simbólica, no puede ser sino provisional y momentánea.

Como ya advirtió Schopenhauer, tradicionalmente han sido las religiones y, más concretamente, las narraciones míticas y las acciones rituales las que han ejercido esta función protectora.21 Pero también la han realizado los grandes sistemas metafísicos: Platón, Descartes y Kant, serían unos buenos ejemplos.22 En la postmodernidad, con la irrupción del positivismo, han aparecido nuevas máscaras. La más significativa es el sistema tecnológico. Mito, metafísica y tecnología son los tres grandes «procesos de enmascaramiento» que ha conocido la cultura occidental. Pero lo que me interesa señalar no es tanto en qué consiste cada uno de ellos, para eso sería necesario escribir un libro entero, sino su función, que siempre es la misma: la protección –a ser posible absoluta– de la ansiedad que provoca la contingencia.23 También los tres coinciden en su mecanismo: ofrecer un punto de apoyo firme y seguro, no sometido a los avatares del tiempo y del devenir. Más adelante volveré sobre esta cuestión.

Los procesos de enmascaramiento parecen necesarios porque los seres humanos no podemos eludir las «cuestiones últimas», porque no somos capaces de dejar de preguntarnos por el origen y el fin, por el sentido, por el mal y por la felicidad..., y muchos tampoco soportan vivir sin respuestas definitivas a estos interrogantes.24 No hay duda de que el mito, la metafísica y la tecnología han proporcionado un instrumental de gran valor: la respuesta definitiva, sea trascendente (mito y metafísica) o inmanente (metafísica y tecnología). Pero el precio que hay que pagar es muy caro: la renuncia a nuestra condición finita. Nietzsche se encargó de denunciarlo en el Zaratustra, al hablar de los enemigos del cuerpo, al tratar del atentado contra la vida.

De lo que me ocuparé en las páginas que siguen es de responder a este interrogante: ¿cómo soportar el dolor de la contingencia en un universo en el que «Dios ha muerto» sin recurrir al «mecanismo» de los sistemas míticos, metafísicos y tecnológicos? Porque el reto es, claro está, difícil: si los grandes sistemas se han hecho añicos... ¿cómo sobrevivir sin inventar nuevos dioses? En una palabra, me propongo tomarme en serio de una vez por todas el desafío que lanza el «hombre loco» en el § 125 de La gaya ciencia:

¿No es demasiado grande para nosotros la grandeza de este hecho?, ¿no deberemos convertirnos en dioses nosotros mismos, sólo para aparecer dignos de ello?25

Lo que voy a considerar es, sencillamente, otra forma de hacer frente a la contingencia sin renunciar a la condición finita de la vida, y para ello me fijaré en algo que los seres humanos han tenido a su alcance y que algunos filósofos ya se encargaron de expresar, algo que no necesita del «mecanismo» propio de los grandes sistemas míticos, metafísicos y tecnológicos. Esa otra forma de protección es la ética.

Es necesario advertir de entrada algo de lo que en el capítulo cuarto trataré en detalle: que es posible una ética sin metafísica, porque la ética no tiene nada que ver con un código deontológico, con unos marcos normativos, con unos preceptos políticos, o con unos valores absolutos; porque la ética no es la moral. Más bien es lo que la pone en cuestión. La ética surge en los límites de la moral, en sus grietas sombrías. La ética es la zona oscura de la moral.26

He comenzado diciendo que nadie puede existir en la total soledad. Siempre nos hallamos, de un modo u otro, «en relación» o «junto a» los otros, aunque, por desgracia, en un mundo como el que vivimos la forma habitual de ser con los demás es la indiferencia. En algunos casos ésta deja paso a la crueldad, al sadismo, a la beligerancia, a la violencia o al cinismo. Sin embargo, la ética no deja por ello de ser algo que todos podemos experimentar en nuestra vida cotidiana.

Como ya se verá, entiendo por ética una relación en la que el otro, que siempre es un otro singular, irrumpe en mi tiempo desde su radical alteridad. En el «acontecimiento ético» el otro me asalta, me reclama y me apela.27 Mi tiempo, desde este momento, se agrieta. Se produce una ruptura del tiempo propio y surge el tiempo del otro. Es en este sentido que la situación ética es excepcional, porque no es la excepción que confirma la regla sino la que la niega, la que la pone en cuestión. Formar parte de una situación ética es entrar en un escenario de excepcionalidad, de singularidad y de asimetría... No somos éticos porque nuestra respuesta «pueda convertirse en ley universal», sino todo lo contrario, porque no puede.

Habría que señalar también que la ética es un acontecimiento en el que el otro irrumpe de repente, pero esto puede tener lugar desde su ausencia. Por eso la memoria es una facultad vital en la vida humana. Puesto que los seres humanos no podemos liberarnos totalmente de las ausencias (por eso somos animales simbólicos y todo símbolo, como veremos, es la presencia de una ausencia), una ética como la que se va a desarrollar en este ensayo tendrá muy presente la rememoración, la tensión entre el recuerdo y el olvido. En pocas palabras, tanto el pasado (del presente) como el futuro (del presente) configuran el modo de ser con los demás, con el mundo y con nosotros mismos. Los seres humanos miramos hacia delante, hacia lo todavía no constituido, hacia lo utópico, pero no podemos dejar de mirar atrás, no podemos evitar girar nuestra cabeza hacia el pasado.28 Siempre nos falta algo, o alguien, o incluso nosotros mismos. Somos seresen falta. Por todo ello, la ética se configura como una praxis de dominio de la contingencia, del sufrimiento, de la beligerancia, del mal. Es a lo que me refiero con la expresión ética de la compasión, porque la ética configura espacios de cordialidad que hacen posible que, sin necesidad de recurrir a «mecanismos metafísicos», podamos dominar (provisionalmente) los aspectos de la finitud que nos asaltan y sobrecogen en cada trayecto espaciotemporal.29

Somos animales éticos porque somos finitos y contingentes, porque el sufrimiento (el propio y el de los demás) es una presencia inquietante. En último término, la ética no tiene sentido ni por su fundamento (que no posee), ni por su normatividad (puesto que no da normas), sino por la compasión. Al margen de los órdenes normativos vigentes en la gramática que nos ha tocado en suerte, la ética es una relación compasiva, una respuesta al dolor del otro. Bien es verdad –y esto es decisivo–, que la forma o la manera de responder a este dolor ajeno no puede establecerse a priori, así como tampoco podremos saber a ciencia cierta si hemos respondido adecuadamente. La buena conciencia puede ser moral, pero nunca es ética.