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Jacques Rancière

El tiempo de la igualdad

Diálogos sobre política y estética

Presentación, traducción y notas de Javier Bassas Vila

Herder

Título original: Et tant pis pour le gens fatigués

Traducción: Javier Bassas Vila

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Maquetación electrónica: José Luis Merino

 

© 2009, Editions Amsterdam

© 2011, Herder Editorial

 

ISBN: 978-84-254-3011-4

 

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los títulos del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

 

Herder

http://www.herdereditorial.com

El tiempo de la igualdad

[Javier Bassas Vila]

¿Cómo repensar la historia del movimiento obrero? Es decir, ¿puede considerarse el movimiento obrero como otra cosa que la clásica lucha por la «toma de conciencia»? ¿Son realmente el conocimiento y la conciencia de la explotación lo que emancipa? ¿Y cómo pensar de otra manera la emancipación más allá de las ideologías supuestamente liberadoras que han marcado las reivindicaciones políticas de los siglos XIX y XX? O, ya en nuestros días, ¿debemos pensar la igualdad de los sujetos como la mera homogeneización de los individuos? ¿Es este el verdadero sentido de nuestras democracias: «todos somos iguales porque todos tenemos un voto»? ¿Qué otras relaciones podemos establecer entre igualdad y democracia? Y, en un sentido radicalmente estético, ¿pueden las nociones de emancipación e igualdad articular una política de la literatura y de las artes en general?

Seleccionadas a partir del volumen francés titulado Et tant pis pour les gens fatigués,[1] las entrevistas que siguen fueron realizadas en un periodo que abarca desde 1981 hasta 2007 y despliegan todas las cuestiones que, con el pasar de los años, se han revelado fundamentales en el pensamiento de Jacques Rancière. De modo que estas entrevistas –reunidas aquí bajo el título El tiempo de la igualdad, acordado con el autor mismo– permitirán al lector adentrarse y profundizar en la obra del pensador francés a partir del juego de preguntas y respuestas que agiliza el contenido y facilita la comprensión, sin perder el rigor paciente y haciendo emerger formulaciones más directas, reveladores incluso, por la fuerza misma de la interlocución.

De entrada, la lectura de estas entrevistas nos muestra hasta qué punto el pensamiento de Rancière se basa en una potente, y afinada, interpretación de la igualdad –la noción más citada en estas entrevistas, por encima de «emancipación», «consenso/disenso», «policía/política», «los sin parte» o «el reparto de lo sensible»–. En estas entrevistas, y en su obra en general, la noción de igualdad no designa de ningún modo un proceso que homogeneiza a los individuos, un régimen de cálculo (1 + 1 + 1...), como puede haber sido el caso en ciertos usos de esa misma noción propios de la «modernidad». La interpretación de la igualdad que Rancière propone remite más bien a la igualdad de las inteligencias y a la capacidad que tiene cualquiera (n'importe qui) de hablar y ocuparse de asuntos comunes. Esta interpretación le permite desplegar desde un nuevo punto de vista tanto la historia del movimiento obrero –y la subsiguiente caracterización de la política en general– como también un nuevo acercamiento al arte. En definitiva, redefinidas desde la perspectiva de la igualdad, política y estética se anudan de una manera crítica, dejando de lado todos esos acercamientos «temáticos» en los que el arte político es, simplemente, el arte que trata temas políticos o sus modos de representación.

Los entrevistadores, por su parte, no se complacen en un liviano intercambio de palabra con uno de los pensadores más importantes en el panorama filosófico internacional. El compromiso radical y el rigor que evidencian unos y otros en sus preguntas parecen derivar, aquí, de la cosa misma que se trata: la urgencia de la igualdad, de lo común que cualquiera puede, en un momento preciso, hacer emerger. De manera que, en estas entrevistas, encontraremos momentos en los que invitan a Rancière a precisar algunos puntos que les preocupan e, incluso, preguntas que ponen abiertamente en cuestión su pensamiento, comparándolo con ciertas posiciones adoptadas por otros autores (de Platón y Aristóteles a Marx, Althusser, Arendt, Deleuze, Foucault, Barthes, Bourdieu o Negri, por nombrar solo a los más citados). Frente a ello, Rancière responde siempre de un modo contextualizado, sin omitir ni las dificultades que se plantean ni ocultar tampoco las cuestiones que todavía permanecen, para él, en suspenso.

La historia del tiempo robado

«Yo era un estudiante fascinado por los textos de Marx y también por la persona y el discurso de Louis Althusser...», nos dice Rancière de sus inicios. Para comprender la orientación de su pensamiento, es entonces necesario remontar primeramente a su relación con Althusser y al seminario que este impartía en 1964 en la École Normale Supérieure –seminario que está en el origen del posterior libro colectivo titulado Para leer El Capital–.[2] De hecho, es a raíz de esa relación con Althusser –y más precisamente de la ruptura que se produce entre ambos a finales de los años sesenta y principio de los setenta– como se configurará la nueva perspectiva de la historia del movimiento obrero y de lo político que Rancière ha ido desplegando desde entonces. De esta nueva perspectiva, empezaremos distinguiendo dos vectores fundamentales: i) su concepción particular del movimiento obrero; ii) la relación crítica con el saber histórico como disciplina.

1) En palabras de Rancière, el marxismo cientificista de Althusser presupone que las condiciones para romper con la dominación se establecen, de entrada, mediante la toma de conciencia de los mecanismos de dominación. Así pues, son los científicos y los intelectuales los que deben transmitir a los obreros el conocimiento –las razones y las causas– de esa dominación que padecen. Bajo la perspectiva althusseriana, nos encontramos en la clásica relación entre intelectual y obrero, como binomio entre el que sabe y el que no sabe, entre el maestro y el discípulo. Es sabido que este binomio quedará definitivamente invalidado bajo la pluma de Rancière, especialmente en una de sus obras más conocidas, El maestro ignorante (1987). En esta obra, Rancière recurre al revolucionario pedagogo Joseph Jacotot en busca de otra relación entre el que sabe y el que no sabe, entre el maestro y el discípulo, y también entre el intelectual y el obrero, teniendo como trasfondo esa polémica cuestión que estuvo en el origen de la separación entre el joven Rancière y los círculos althusserianos: las jerarquías del saber.

En este mismo marco teórico, resulta igualmente interesante ver cómo esta cuestión vuelve a aparecer en otras de sus obras bajo una nueva forma, más actual: vemos que ese rechazo a la jerarquía entre el que sabe y el que no sabe se manifiesta también como un rechazo a la expertización de los problemas comunes. Rancière expresa, en efecto, un rechazo total frente a la expertización actual de los asuntos comunes, es decir, frente a esa costumbre política cada vez más consolidada que consiste en confiar la solución de los problemas comunes a «expertos» para que tomen decisiones «objetivas». De hecho, Rancière pone de relieve dos presupuestos de esta expertización de los asuntos comunes: de entrada, la expertización implica la creencia en la posibilidad de determinar una situación dada «objetiva» (enunciable en términos técnicos) que, supuestamente, solo puede ser definida por personas cualificadas; además, con la expertización de lo común, se está negando la capacidad que tiene cualquiera de asumir, participar y decidir sobre esos asuntos comunes que le afectan. Amparada por cumbres y foros internacionales –que los medios anuncian con gran pompa y que resultan, cuando vienen tiempos de vacas flacas, inútiles–, la expertización de lo político es entonces una costumbre antiigualitaria y uno de los males endémicos de nuestras sociedades, cuya extirpación reclaman con fuerza los recientes movimientos sociales (en las plazas, por las calles, en escuelas y universidades).

Tras separarse de la posición cientificista de Althusser, Rancière decide sumergirse en el estudio del movimiento obrero del siglo xix, en un trabajo de lectura de documentos que durará diez años y le llevará a modificar radicalmente –en contra de su intención primera– su propio acercamiento a la historia de las reivindicaciones obreras. Esta modificación radical de la perspectiva acabará determinando, como él mismo explica en una de las entrevistas aquí contenidas, su concepción de la política:

En el movimiento de los que estaban relegados al orden del trabajo –en el sentido de que ese orden se presentaba como antinómico respecto al orden del pensamiento y de la palabra–, no había que entender la voluntad de apropiarse un «pensamiento obrero propio» sino, al contrario, algo que estuviera del lado del pensamiento y de la palabra del otro, incluyendo lo que tenían de más elevado [...]. Esta es la lógica que intenté pensar más globalmente como la lógica misma de la política.

Esas lecturas históricas le revelan, por tanto, que el movimiento social de los obreros no tiene por objetivo tomar conciencia del famoso secreto de la mercancía o del funcionamiento de la plusvalía que padecían como «obreros» –conocimiento que, de hecho, tampoco les faltaba–, sino que el objetivo de ese movimiento consistía más bien en apropiarse de lo otro, de aquello otro que les había sido denegado: por una parte, la capacidad de hablar –denegación de la palabra que Rancière ilustra a menudo con la interpretación que hace Ballanche de la célebre retirada de los plebeyos al Aventino y con la distinción aristotélica entre logos y phoné–;[3] por otra parte, la capacidad de pensar y ocuparse de los asuntos comunes –capacidad por la que los obreros deben luchar para romper el consenso que los asigna al orden del trabajo y distribuir, de otra manera, las funciones y lugares de los cuerpos–; y, finalmente, apuntemos también la denegación temporal que experimentan los obreros y que consiste en la desapropiación del uso del tiempo, siempre contado, siempre contabilizado. Con el título La noche de los proletarios, obra de 1981, Rancière señala precisamente esa desapropiación temporal experimentada por los obreros: la noche no es propiamente noche, si se reduce a un mero intervalo de reposo y de recuperación de fuerzas entre dos jornadas de trabajo. Porque los «tiempos muertos» (el ocio) de los burgueses no son tiempo contado, el día y la noche del obrero son «tiempo robado».

Además, como apuntaba Rancière mismo en el fragmento citado más arriba, el estudio del movimiento obrero le ofrecerá las nociones fundamentales para repensar, más generalmente, la política: la constatación histórica de esos repartos excluyentes de voces, así como de la asignación ordenada de funciones, lugares y tiempos, irá orientando efectivamente su propio pensamiento político. De modo que, en su obra, surgirá una serie de nociones derivadas del estudio histórico del movimiento obrero: encontraremos así la identificación del «agravio» (tort) constitutivo de todo orden establecido y padecido por «la parte de los sin parte» (la part des sans-part), es decir, por la parte que se queda sin parte en lo común; de igual manera que, como correlato de ese agravio, surgirá la noción de «desacuerdo» (mésentente), así como el uso recurrente de la oposición entre consenso y disenso, policía y política, el recuento y el exceso, o la idea misma del reparto de lo sensible (le partage du sensible). Así se irá configurando la constelación teórica de Rancière, formada por esas nociones que derivan mayormente de su estudio histórico del movimiento obrero y que se han convertido en caballos de batalla de su pensamiento.

2) Ahora bien, no debe tampoco olvidarse que ese trabajo de lectura, que ese interés por los archivos del movimiento obrero y por su historia, constituye una manera particular de hacer filosofía. Una manera que rompe, de hecho, el orden disciplinar establecido. No solo en La noche de los proletarios, sino también y más directamente en Los nombres de la historia, Rancière despliega una reflexión sobre la escritura y sobre el ámbito propio de la filosofía y de la historia. De esta manera, encontramos en estas entrevistas ciertas reflexiones que alertan a los historiadores sobre algunos presupuestos de su disciplina –como el presupuesto teórico que consiste en asignar anticipadamente a los cuerpos y las voces de la historia un lugar y una intención unitaria (en busca siempre de la coherencia proporcionada por la «identidad de un ser, de un hacer y de un decir»)–[4] o en imponerse el cientificismo sorteando la polémica relación entre discurso y relato. En este mismo cuestionamiento del saber histórico como disciplina, vemos también cómo la filosofía adopta una nueva figura, en lucha constante con las fronteras académicas y más atenta ante el valor político de las diferentes formas de escritura.

La lengua de la igualdad

Estas reflexiones sobre la historia y la filosofía, sobre las fronteras de las disciplinas y sus formas de escritura, desembocan en una doble insistencia que se manifiesta claramente en estas entrevistas. En varias ocasiones se pone de relieve, por una parte, ese vínculo que se establece entre la distribución de los modos discursivos y el reparto de los cuerpos. Partiendo de una base metodológica foucaultiana –como Rancière mismo sugiere–,[5] se afirma que un reparto de los modos discursivos no puede entenderse nunca de manera aislada, sino en estricta correlación con ciertos modos de ser y de hacer. El interés por esta correlación le permite comprender la importancia que tiene, en el estudio de una situación dada, la identificación de las voces que están autorizadas para hablar y las voces que no lo están, quién tiene esa capacidad de hablar de los asuntos comunes y quién no la tiene –cuestión que ya hemos mencionado más arriba en relación con los obreros, los plebeyos en el Aventino y la distinción aristotélica entre logos y phonè–. Y ello porque una determinada distribución de los modos discursivos implica siempre una determinada asignación de funciones y lugares de los cuerpos, un reparto de lo sensible: «Recordemos, de entrada, que un reparto entre modos discursivos es ante todo una orientación en el pensamiento. El reparto solo se realiza por hipérbole o subrepción asimilándose a un reparto de los cuerpos».[6] Además, la comprensión de esta correlación entre la distribución de los modos discursivos y los modos de ser y hacer abre una nueva perspectiva sobre los acontecimientos revolucionarios, en los cuales «los sin parte» se apropian precisamente de palabras que no les estaban destinadas –lo cual implica, por tanto, una nueva asignación de funciones y de lugares de los cuerpos–. Respecto a esta intrincación entre los modos de decir, ser y hacer, y también respecto a la comprensión que así se abre de los acontecimientos revolucionarios, Rancière escribe:

La Revolución, en la edad moderna, es el nombre genérico del acontecimiento del habla. Llamo «acontecimiento del habla» a la captación de los cuerpos hablantes mediante palabras que los arrancan de su lugar, que trastornan el orden mismo que colocaba a los cuerpos en su lugar e instituía así la concordancia de las palabras con los estados de los cuerpos. El acontecimiento del habla es la lógica del rasgo igualitario, de la igualdad en última instancia de los seres hablantes, que viene a disociar el orden de las nominaciones por el cual cada uno tiene asignado un lugar o, en términos platónicos, su propia tarea.[7]

Pero el interés de Rancière por los modos discursivos también le lleva a reflexionar, por otra parte, sobre la escritura misma de la filosofía: esa disciplina que no es propiamente una disciplina sino la puesta en cuestión de las disciplinas y, en consecuencia (por la intrincación entre los modos de decir, ser y hacer), la puesta en cuestión de un orden social, de un consenso político, de un reparto de lo sensible.En esta reflexión sobre la escritura filosófica y su relación con la escritura de la historia o literaria, nos parece especialmente interesante la cuestión del ensayo.

De hecho, en los libros de Rancière, solemos encontrar un estilo ensayístico, conciso, sin apenas notas, en el que se evidencia la presencia del autor sin que ello suponga un intento por poner de relieve la persona, la personalidad, el temperamento del que escribe –pues es más bien lo contrario–. El ensayo, definido en estas entrevistas como «la aventura intelectual que atraviesa las fronteras de las especialidades en la verificación singular y arriesgada de la suposición de un poder común del pensamiento», aparece entonces como una forma de escritura que pone en cuestión cualquier fundamento de autoridad, cualquier identificación o legitimidad previa, cruzando así diferentes disciplinas y erigiéndose en la teoría lo que la novela es en la literatura: «El género de lo que es sin género». Ensayo y novela se caracterizarían, pues, por una figura de autor que asume la responsabilidad de lo dicho sin el amparo de identificaciones o legitimidades previas. Así, ensayo y novela compartirían la búsqueda por elevarse, desde un principio de igualdad lingüística, hacia la creación de una voz en exceso respecto a todo género o disciplina –y, por tanto, respecto a todo orden, a todo consenso, etcétera–. Cabría entonces preguntarse si el ensayo, corriendo así en paralelo a la novela, podría considerarse también como una forma democrática de escritura teórica, tal y como la novela lo es en el campo de la literatura: «En este sentido, puede afirmarse que la novela es la forma democrática de la palabra, la que niega toda situación de palabra regulada, caracterizada por una relación definida entre un tipo de agente social y un tipo de receptor social».[8] En resumen, sin legitimidad definida previamente, en una constante y tensa relación con el discurso de las ciencias, podríamos afirmar que la novela y el ensayo hablan la lengua de la igualdad: ruptura del orden genérico o disciplinario previo –natural o consensuado– en busca de la emergencia de voces excesivas, es decir, emancipadas.

Espectador emancipado, artista ignorante

Respondiendo a una pregunta sobre el eventual «giro estético» de su obra –que se situaría supuestamente en 1996, con el libro sobre Mallarmé, al que le seguirían otros dedicados a la literatura, al cine y la fotografía–, Rancière afirma: «La política es un asunto estético, una reconfiguración del reparto de los lugares y de los tiempos, de la palabra y del silencio, de lo visible y de lo invisible [...]. Así pues, para mí, nunca se ha producido un paso de lo político a lo estético».[9]

El supuesto paso o giro de lo político a lo estético no tiene cabida, por tanto, en el pensamiento de Rancière. Y no porque el pensador mismo lo niegue –el autor nunca es el mejor intérprete de sus propios escritos–, sino porque la relación que se establece en su obra entre política y estética no permite hablar propiamente de «paso» o de «giro». Uno y otro ámbito no están separados como dos acercamientos independientes, sino que se articulan de una manera más compleja desde el momento mismo en que «la política es un asunto estético». Ahora bien, esta última afirmación resulta incomprensible si se considera la estética como disciplina que trata de lo bello, de las bellas artes. Para Rancière, la estética es más bien un modo de configuración sensible, un reparto de lugares y cuerpos cuya ruptura o emergencia determina la cosa misma de la política. Lo que llama «el régimen estético del arte» sería entonces el lugar en el que puede emerger un espacio de indeterminación que permite abrir la posibilidad para un nuevo reparto de lo sensible, en oposición a los órdenes representativos que funcionan a partir de un modelo de distribución clara y jerárquica de las voces y los cuerpos. Pero lo que nos interesa subrayar aquí es, en este sentido, la relación que Rancière establece entre arte, estética y política, y que tanta influencia está teniendo en los últimos años en los círculos artísticos.

Como decíamos al principio, esta relación no se establece de manera «temática». Es más, la pretensión de crear una obra literaria o artística como explícitamente política (por el tema mismo o el tratamiento de la representación) convierte la obra misma en un artefacto que sitúa al autor o artista como sabedor y al lector o espectador como ignorante, como «cretino alienado» que debe despertar y ser aleccionado con tal o cual consigna. Algo que, de hecho, es válido para todo acto ya sea de creación artística o de militancia política que se dirija al otro de tal manera que no le permita trazar su propia aventura intelectual.[10] De modo que, así como el maestro ignorante es aquel que no utiliza la jerarquía de su saber para trazar por adelantado el programa docente y que, por tanto, asume la igualdad de las inteligencias y posibilita esa aventura intelectual que cada uno establece en el conocimiento, el artista ignorante sería aquel cuya obra no trata temáticamente la política –mediante vínculos directos que el espectador debe reseguir–, sino aquel que abre un espacio de indeterminación en el que, sin intención autoral dominante, cualquiera (n'importe qui) pueda emanciparse. Emanciparse, es decir, ocasionar «la ruptura de una adecuación entre cierto tipo de ocupación y cierto tipo de equipamiento intelectual y sensorial»,[11] de tal manera que: 1) la asignación previa de lugares, funciones y cuerpos se vea quebrada; 2) se afirme así la capacidad que tiene cualquiera de ocuparse (pensar, hablar) de temas que, por naturaleza o consenso, no le corresponderían; 3) la igualdad como principio de lo común se despliegue y se multiplique, hasta la identidad de los contrarios que define el mismo régimen estético del arte.

Para terminar, apuntemos también que esta concepción dará lugar a las reflexiones que Rancière desarrolla, por ejemplo, sobre la emancipación del espectador y la política del cine en sus libros más recientes –ya posteriores a estas entrevistas–,[12] obras en las que amplía ciertas tesis que encontramos esbozadas aquí. En sus dos últimas obras, Rancière insistirá efectivamente en el carácter activo y estructurante del acto de ver, así como en la necesidad de asumir la imposibilidad de una teoría del cine –por las múltiples distancias que plantea, por las posiciones contradictorias que suscita su estudio– y, así pues, la necesidad de pensar su relación con la literatura, con el entretenimiento y la política desde un renovado amateurismo.

En definitiva, a través de su obra ya extensa y reconocida internacionalmente, en una travesía indisciplinada, Rancière nos invita a pensar el tiempo de la igualdad, la urgencia de la igualdad, en política y estética. Qu'il vienne, qu'il vienne, le temps de l'égalité...

∗∗∗

La edición de estas entrevistas cuenta con una bibliografía completa de las obras del autor, donde figuran las traducciones españolas existentes, y un índice analítico en el que podrán encontrarse los autores citados y las nociones más importantes sobre las que reflexiona Rancière en este volumen. Hemos introducido también algunas notas que, sin parasitar la lectura, pueden justificar algunas decisiones de traducción, siempre difíciles –uso de neologismos o términos poco corrientes–. Finalmente, agradecemos a Jacques Rancière la ayuda que nos ha prestado durante el trabajo de edición de estas entrevistas y a Manuel Cruz por llevar adelante este proyecto en su colección. También debo a Joana Masó y a Felip Martí-Jufresa una complicidad intelectual sin la que todo este trabajo no habría sido posible.

¡Y peor para los que estén cansados![1]

[con Edmond El Maleh]

«Los artesanos de 1840 planteaban la pregunta inaugural de la filosofía: ¿quién tiene derecho a pensar?»

El efecto conjunto de la teoría marxista y de las investigaciones positivas históricas y sociológicas induce a pensar que, en lo sucesivo, la identidad del proletariado estará asegurada definitivamente. Gracias a esta perspectiva, la imagen del proletario se reflejaría entonces fielmente, sin ningún efecto deformante ni reflejo engañoso. Jacques Rancière no comparte esta opinión. Sus investigaciones abren el camino para una nueva visión del pensamiento obrero. Un trabajo de investigación que se dedica a reconstituir «más acá y más allá de las certezas dogmáticas sobre el Pueblo, el Estado, la Revolución, la complejidad histórica y los efectos espejeantes de las prácticas y de los discursos de los agentes sociales». Jacques Rancière es uno de los miembros activos del colectivo Les Révoltes Logiques, donde publica los trabajos que comparten esa misma preocupación por oponer las «evidencias carnales» a los «perjuicios de la ideología».

∗∗∗

Resultaría muy cómodo ponerle la etiqueta de «historiador del movimiento obrero». Pero usted rechaza tal calificación. Usted anhela un trabajo que pueda «descalibrar la mercancía, arrancar las pancartas, deseñalizar las vías»...

No soy historiador de profesión, sino filósofo. Fui a parar al ámbito de la historia por los callejones sin salida que surgieron de la gran idea de los años 1968-1970: la unión de la contestación intelectual y el combate obrero. Para entender el fracaso o la subversión de los discursos y de las prácticas marxistas, quise volver a los años cuarenta y cincuenta del siglo XIX, en los cuales la teoría marxista se había incorporado a la protesta obrera y oponía la conciencia del «movimiento real» a las esperanzas y los planos de la utopía.

La historia de las mentalidades me servía, al mismo tiempo, de modelo y de base. Quería oponer, a la predilección de esta por los largos periodos de la historia «inmóvil», por las costumbres alimenticias o las actitudes ante la muerte, una antropología del combate obrero: desde las sociabilidades espontáneas a los grandes lemas, del saber manejar una herramienta al saber manejar un arma. Sin embargo, me fui desilusionando rápidamente: los panfletos y los periódicos obreros nos informaban sobre todo de la imagen que querían darnos de ellos mismos. Las prácticas de resistencia o las sociabilidades obreras solo llegaban hasta nosotros a través de las descripciones de los patronos acorralados o de los filántropos fantasmeando sobre las promiscuidades de la miseria o las orgías del cabaret.

A partir de este fracaso se va precisando su orientación...

Este fracaso permitía justamente poner en cuestión la función crítica conferida a la historia, el papel presente de la historia en nuestra cultura: el papel de «desmitificar», remitir las ilusiones de la subversión de izquierdas a las condiciones materiales y a los comportamientos que se autorizan. Pero esta función crítica se desdobla en una producción de evidencia más dogmática, en el fondo, que las ideologías destruidas. Por un lado, el historiador sigue el rigor de la conciencia: ha aprendido de la etnología el arte de hacer funcionar sus objetos de estudio, de tratar las prácticas como discursos y los discursos como prácticas. Sin embargo, estos objetos no se contentan con verificar lo funcional de la ciencia, sino que lo encarnan con todo su peso de evidencia carnal. Mediante bellas imágenes, nos muestran que el orden social es racional y que se refleja adecuadamente –hoy como ayer– en las distribuciones del orden ideológico y político existente. El historiador nos da la racionalidad del concepto y, a la vez, la evidencia de la imagen: balizamiento del territorio social, desde el centro hasta la periferia.

Extrañamente, en la historia obrera eso no funciona tan bien. El obrero es el héroe mismo de nuestro pensamiento funcionalista: el hombre que posee esa famosa «habilidad manual» para adecuar la materia al pensamiento y a la finalidad del objeto; el luchador que resiste a la opresión, que toma conciencia de la explotación, que se organiza para combatir. Pero ahí, precisamente, encontramos demasiada ideología como para poder reabsorber en la etnología las sociabilidades populares o las prácticas obreras. Siempre hay que dar una interpretación –marxista o anarco-sindicalista, en términos de cultura o de estrategia...–, que se presenta abiertamente como tal.

Ahí es, por tanto, donde se encuentra justamente la posibilidad de «deseñalizar las vías». El discurso de domingo del poeta o del militante obrero de los años cuarenta del siglo XIX dice esto: no consiguen avanzar, no logran encontrar su satisfacción en la «habilidad manual» de la «cultura obrera», ni su identidad en el calor de lo colectivo. Tras los halagos que oponen la positividad de sus actos a la palabrería y a los ensueños del pequeñoburgués, advierten el mismo estatuto que Platón le confería en la Antigüedad al artesano: un alma de tercera clase. Para impedir que el artesano se ocupara de política, Platón ya se veía por entonces obligado a alabar la superioridad del artesano como productor frente a los creadores de simulacros (pintores o sofistas). Ahora bien, precisamente, los que yo estudié habrían querido ser fabricantes de sombras (pintores, poetas, filósofos). Y, sin embargo, son ellos mismos los que, a fin de cuentas, producen la imagen del orgullo obrero. Mi objetivo es el recorrido paradójico de esta identificación.

Lo que seduce en su trabajo es esta travesía por el desierto de las abstracciones –marxistas u otras–. Logra captar figuras concretas de obreros, como la del carpintero-poeta saint-simoniano. ¿Qué cambio de perspectiva aporta este gesto?

Figuras concretas, sí, pero hay que precisar algo. El positivismo dominante también tiene sus figuras concretas: «hijos del pueblo» o «antihéroes», cuya particularidad verifica –o, mejor, encarna– las generalidades aproximativas del discurso científico. De lo que aquí se trata, en cambio, es de figuras divididas, de rostros en el espejo, de obreros que afrontan su imagen y expulsan su concepto.

Usted se refiere en su pregunta al carpintero Gauny. Nos dejó manuscritos extraordinarios –correspondencias, artículos, poemas: no se trata de «Memorias de un hijo del pueblo», sino de la experiencia en presente de una pregunta propiamente filosófica: ¿cómo ser obrero? Nos describe cada hora de su jornada de trabajo. Y ya no se trata de bellas obras nostálgicas, ni tampoco de la plusvalía, sino de la realidad fundamental del trabajo proletario: el tiempo robado. Y sentimos que nuestras palabras –explotación, conciencia, revuelta...– no coinciden con la experiencia de esta vida «saqueada».

Gauny intenta liberarse, por él y por los otros, puesto que nuestras oposiciones en este ámbito también son irrisorias: los individuos que ya estén liberados son los que tiene que romper las «cadenas del esclavismo». Gauny acepta un trabajo a precio pactado, con el cual se libera del jefe aun permaneciendo y sabiéndose explotado: nos muestra que nosotros, los filósofos, no hemos entendido nada de las relaciones entre la ilusión y el saber, entre la libertad y la necesidad.

Él lleva la paradoja al extremo. Se forja una filosofía de la ascesis. En un momento en el que los obreros no tienen casi nada que consumir, él ya está rechazando la sociedad de consumo. Inventa una economía de libertad en lugar de una economía de riquezas.

Nos enseña el motivo de la pasión militante de sus iguales: no es la «toma de conciencia» de la explotación (ya la conocen), ni la solidaridad obrera (los otros son, de entrada, los cómplices del maestro), sino el deseo de ver lo que sucede al otro lado, el deseo de iniciarse a otra vida. De los burgueses, no envidian la positividad de sus riquezas, sino la negatividad de sus «tiempos muertos», de su ocio, de su noche. En el origen del discurso de la emancipación obrera, se encuentra el deseo de dejar de ser obrero: dejar de estropearse las manos y el alma, pero también dejar de verse obligado a pedir trabajo o sueldo, a defender sus intereses; sin tener que contar durante el día ni dormir por la noche...

Gauny tiene la fuerza para vivir su sueño, su contradicción: ser obrero sin serlo. Como también hace su hermana en la utopía: la costurera Désirée Véret. Otros, como la costurera Reine Guindorff o el tipógrafo Adolphe Boyer, acaban muriendo por ello. Algunos otros, como el cerrajero Gilland, después de haber soñado el «arpa de David», intentan llevar su absoluto a la medida de los «intereses morales y materiales de los obreros». Y otros morirán de malaria en esa Texas adonde llegan en busca de Icaria. Y otros, finalmente, acaban enriqueciéndose... por desesperanza.

Experiencia única: frente a los teóricos utopistas y jóvenes burgueses bienintencionados, que quieren curar sus miserias y promover el trabajo del futuro, esos artesanos vuelven a poner en juego la pregunta inaugural de la filosofía: ¿quién tiene derecho a pensar? ¿Qué señales distinguen a los que han nacido para trabajar con sus manos de los que han nacido para pensar? Nos sorprenden, de esta manera, por donde no lo esperábamos.

En lugar de encarnar los conceptos de nuestra ciencia, dramatizan nuestra filosofía. Ya no funcionan, sino que piensan. Y no solo se ven rechazadas nuestras ingenuidades sobre el trabajo, sobre la conciencia y la revuelta. Lo que se pone en cuestión es, más bien, el funcionamiento mismo de lo que no dudamos en llamar nuestro pensamiento.

La experiencia de Mayo del 68 parece estar muy presente en su trabajo. ¿Cómo puede combinarse con sus investigaciones sobre el siglo XIX?

La relación es completamente natural: ¿acaso no se habló en 1968 de un retorno al siglo XIX? En 1967, la gente informada ya nos veía encaminados hacia el siglo XXI: los estudiantes ya no se ocupaban más que de sus estudios y las perspectivas de futuro, los obreros se aburguesaban, vencidos por las delicias de la lavadora. Y luego, unos meses más tarde, estábamos de nuevo en pleno siglo XIX: las barricadas, la bandera roja. Evidentemente, una vez restablecido el orden, la gran artillería retórica se encargó de recordarnos que el núcleo fundamental del movimiento obrero, digno y responsable, no había tenido nada que ver con el acceso de fiebre de los pequeñoburgueses que jugaban a hacer la revolución.

Ahora bien, no lo olvidemos: la historia nos muestra que los obreros nunca han dejado de comportarse como esos «pequeñoburgueses». Piense en julio de 1830: en el imaginario de una generación obrera, ese momento desempeña el mismo papel que Mayo del 68. Es el momento en que se decidió que «ya nada sería como antes». Todo se mide con respecto a esos tres días de lucha y de fiesta, de sol, de gloria y de amistad, en los que el pueblo mostró lo que era. Sin embargo, a menudo perdieron mucho: los negocios iban bastante bien, habían ido ahorrando un pequeño peculio, tal vez iban a establecer su propio negocio. Pero, después de la revolución, los negocios periclitan, mientras que la represión se impone rápidamente. Un año más tarde, los saint-simonianos se encuentran con que obreros que antes gozaban de cierta estabilidad ahora no encuentran trabajo, o bien trabajan en cualquier cosa –además, esos «artesanos», que supuestamente defienden su «calificación», viven las más de las veces una existencia, supuestamente inédita, propia de nuestros «trabajadores precarios» y comparten, más de lo que creemos, su misma distancia respecto a la ideología del trabajo. Esos huérfanos de julio de 1830 se aferran a la nueva fe. Pero esta también se derrumba rápidamente. No importa: en el abanico de sus esperanzas, las palabras de amor saint-simonianas insistirán en la reliquia de esas tres jornadas, fortalecerán, a través de las tentativas y sus obstáculos, la decisión que será ineluctable a partir de ese momento: no morir idiotas.

Desde el momento en que se rompe la capa del discurso de representación, e incluso quizá en el interior de ese mismo discurso, uno se queda fascinado ante cierta familiaridad con la que se encuentra: cierto desapego original, una idea de vida que debe cambiarse... Y ello también porque ese es el momento de la franqueza: la pátina propia de los halagos obreristas no camufla todavía la desesperanza ante la condición obrera o el desprecio por los mismos «hermanos» que se defienden.

Al principio, mi interés por el siglo XIX era de tipo arqueológico o genealógico: quería poner de relieve el origen mismo de las contradicciones que nuestro propio presente ha heredado. A lo largo de los años, mi interés se fue desplazando: me interesé cada vez más por la similitud de las relaciones existenciales, por la manera de vivir el tiempo histórico, las fechas importantes, los ciclos de esperanza, de desaliento, de vuelta a empezar, de esperanza desplazada. Se convirtió un poco en la historia intelectual de una generación: la manera en que los obreros que, en 1830, habían afirmado que no volverían a vivir como antes mantuvieron su compromiso.

Si el saber positivo padece entonces de ceguera, ¿no hay al final del camino más que desesperanza o escepticismo? Sin embargo, usted quería «devolver a los rebeldes sus propias razones, a los niños llenos de amor sus mapas y sus estampas»...

Sin duda, podría concluirse: todo ha fracasado, el saint-simonismo, las asociaciones obreras, la comunidad de Icaria. Y las artimañas de la razón han conducido a esos obreros soñadores por los verdaderos caminos del porvenir, los caminos de la disciplina –y de las dictaduras– del trabajo erigido en rey.

Pero la historia se termina de otra manera: con las cartas de amor que una mujer ya mayor envía al teórico y amante del porvenir de julio. Ella siempre vivió en el sueño y solo la ceguera le obliga, al final de su vida y del siglo, a «adaptarse» a lo real. No es la alegoría de la desesperanza, sino, al contrario, la alegoría de una invencible firmeza para mantener, en una vida sometida a las limitaciones de la reivindicación proletaria y a los avatares de la represión política, el no-consentimiento inicial; para vivir al mismo tiempo la muerte de la utopía y el rechazo de lo real.

Y es así porque, si la utopía está muerta, se debe al hecho de haber querido construir un mundo positivo con las razones divididas de los proletarios. No hay un hombre nuevo, sino solamente gente que intenta vivir dos vidas. Por tanto, ni se desesperan, ni son desesperantes. Su creencia es infinitamente más astuta de lo que indican las desesperanzas en cartón piedra de nuestros acomodados huérfanos. Tal es la lección de un rechazo mantenido, de una sabiduría más exigente; o, por decirlo así, una medida de lo imposible.

Mi proyecto, como el de Révoltes Logiques, es transcribir la memoria de los enfrentamientos imperceptibles, la huella de esos caminos, la marca de esas rupturas. Nada que ver con las colectas «populares» del positivismo histórico o sociológico. No se trata de la nostalgia de los recuerdos, sino de la insistencia de las preguntas, de la prolongación de una brecha. Algo que se diferencia igualmente del simple paso atrás de un pensamiento crítico: los saberes, los relatos que incluyen el trabajo de lo negativo (el descalibraje, la deseñalización...); un orden de discursos que marca la no-conciliación, la diferencia respecto a sí de los «objetos» sociales. Mapas, estampas..., ni fotografías, ni radiografías.

No se trata de desesperanza. Es una tensión profunda. Mucho trabajo futuro para quien no quiere morir idiota. ¡Y peor para los que estén cansados!

Política de la escritura[1]

[con Monica Costa Netto]

En una época en la que se extienden el «nihilismo revisionista» y «el rumor desencantado del fin de la historia», Jacques Rancière nos propone una reflexión sobre la historia a partir de la escritura de esta como el lugar de su propia verdad. Escribiéndose como historia, la ciencia histórica se ha constituido como un campo del saber que se corresponde con las condiciones de su tiempo. En la tensión entre relato y discurso, sirviéndose de procedimientos literarios contra la literatura, la historia –de Michelet a Braudel– ha impuesto su propio sello científico a las exigencias cientificistas. Sin embargo, esta reflexión se inscribe en un proyecto más amplio, el de una poética del saber: «Estudio del conjunto de procedimientos literarios por los cuales un discurso se sustrae a la literatura, se otorga el estatuto de ciencia y lo significa. La poética del saber se interesa por las reglas según las cuales un saber se escribe y se lee, se constituye como un género discursivo específico. Intenta definir el modo de verdad al que se consagra; no intenta darle normas, validar o invalidar su pretensión científica». Propusimos al autor que nos respondiera por escrito a algunas preguntas suscitadas por sus obras.

∗∗∗

Las ciencias humanas, la literatura y la política establecen, bajo su perspectiva, ciertas relaciones muy especiales. El interés que usted demuestra por estas, ¿define la tarea del filósofo como una tarea que consiste en pensar lo que sucede en las fronteras de los territorios de los distintos saberes? ¿Afirmaría que, en cada época, la filosofía solo encuentra su lugar en las fronteras?

Debo decir, de entrada, que no pretendo identificar mi objeto de estudio con cierto destino contemporáneo de la filosofía. No hay ningún destino histórico o historial que reduciría actualmente la filosofía a situarse en las fronteras. La filosofía siempre se ha ocupado del reparto y de las fronteras entre los modos discursivos. Hay filosofía en general donde se encuentra expuesta la idea de un poder común del pensamiento, donde este poder común viene pensado a partir de ese lo mismo del pensamiento y del ser formulado por Parménides –y ello al margen de las figuras antagonistas de ese lo mismo, por ejemplo, eidos o devenir. La cuestión de la participación en ese poder común se vio intrincada, en el platonismo, con la cuestión del reparto entre los modos discursivos o –para decirlo en los términos de Gilles Deleuze– con el juicio sobre la legitimidad de los pretendientes. Esto es lo que está en juego en la asignación de sofistas o poetas al lugar respectivo que deben ocupar. Pero la cuestión filosófica de las fronteras que deben trazarse para definir el poder común del pensamiento se vio intrincada, de igual manera, con la cuestión política de la comunidad, es decir, de la relación entre el poder común de la comunidad y la distribución de los cuerpos en lugares y funciones. La cuestión política, tal y como la democracia la impone, es esta: ¿qué es lo que, del poder común, entra en la palabra de quien tiene su ocupación social definida por el ejercicio de una u otra téchnè? La respuesta drástica de Platón consiste en identificar el Uno de la comunidad con el principio mismo de la distribución jerárquica de los cuerpos en la comunidad, con la participación desigual en el poder común del pensamiento. Esta identificación entre el reparto del pensamiento y el reparto de los estados se enuncia en un modo discursivo particular en el que queda abolida la diferencia entre los modos discursivos: el muthos. La cuestión del relato no se introdujo en la filosofía contemporánea por una influencia deletérea de la literatura. El relato, en Platón, es el modo discursivo en el que se opera lo que podría llamarse, según los términos utilizados por Alain Badiou, una sutura de la filosofía con la política.

Esta sutura de la cuestión filosófica sobre lo mismo del pensamiento y el ser con la repartición política de los cuerpos supuestamente más o menos opacos ante el pensamiento se situó preferentemente, en la época moderna, en un nuevo territorio discursivo, el de las ciencias humanas y sociales. Desde que nacieron, en parte como respuesta al desorden democrático de los cuerpos hablantes, esas ciencias han funcionado claramente como filosofías salvajes. Un territorio de ciencias sociales es también una manera de figurar la relación entre el pensamiento y los cuerpos, de captar lo «propio» de uno u otro tipo de cuerpos, la manera como su ser se manifiesta en maneras de hacer y de decir. Lo mismo del pensamiento y del ser no ha dejado de reflejarse sin muchas dificultades en la imagen simétrica del cuerpo salvaje o popular definido como identidad de un ser, de un hacer y de un decir. Ante el historiador de las mentalidades, el etnólogo o el sociólogo, ese cuerpo ha dado figura al mito del objeto correcto del saber, un cuerpo cuya palabra es la pura expresión de su estado. El historiador de las mentalidades, enfrentado a la singularidad de la palabra del herético, se instalará en la intimidad del pueblo para dar al habla errante del herético el aroma del terruño y la evidencia de la relación de una tierra con su cielo. El historiador del trabajo, arraigando la palabra obrera en la «cultura» del oficio, dirá al mismo tiempo dentro de qué límites y de qué maneras los cuerpos obreros producen legítimamente una palabra digna de ser tenida en cuenta. Y el sociólogo, en última instancia, dará a su análisis de las maneras de ser popular un cuerpo para el que las investigaciones y las estadísticas no bastan gracias a un armario de fotos de Doisneau. Así, el pensamiento como poder de operar los repartos se contempla indefinidamente en su objeto: un pensamiento que no piensa, que no es más que expresividad de un estado corporal.

A mi entender, hay dos actitudes filosóficas posibles frente a esos saberes. Una actitud consiste en oponer la dignidad del pensamiento puro tanto a los saberes sociales incapaces de pensar sus presupuestos y sus finalidades como también a sus pretensiones de tratar a su manera los objetos filosóficos. Esta manera tiene asegurado su propio éxito y, por tanto, resulta perfectamente fútil. Otra actitud consiste en reconocer que lo «impensado» de las ciencias sociales, su filosofía salvaje, es también la expresión de cierta salvajería de la filosofía precisamente donde la cuestión del reparto del pensamiento se encuentra con la cuestión del reparto de los cuerpos en la comunidad. Esta actitud consiste en plantarse en esta cuestión de las fronteras no como el lugar propio o último de la filosofía, sino como el lugar en el que, queriendo cerner lo que le es propio, vincula la cuestión de lo mismo del pensamiento y el ser a las identificaciones del reparto político de los cuerpos. Interesarse por las fronteras entre los territorios de los saberes equivale entonces a interesarse por la manera en que la filosofía inscribe, en ella, su relación con el exterior.

La literatura entra en este juego por dos razones. Primero, en cierta manera, la literatura es lo otro del saber social. La literatura es el acto que indetermina lo que era el universo estructurado de las Bellas Letras: un universo organizado mediante la división de géneros poéticos y los cánones que definían los medios apropiados para la perfección de cada uno de los géneros. La literatura, según el concepto que emerge en el siglo XIX, es el arte de la palabra sin otro lugar ni norma que el poder común de la lengua. En este sentido, la literatura es homogénea respecto al desorden de los seres hablantes característico de la edad democrática. La literatura tiene el poder indiferente de dar y de sustraer cuerpo a la palabra, mientras que la preocupación esencial de los saberes sociales consiste en otorgar de nuevo cuerpo a los sujetos de la democracia. La literatura des-especifica los saberes y sus positividades reinscribiendo sus procedimientos mostrativos y demostrativos en el espacio común de la lengua. En última instancia, les opone su propia utopía: la que conduce todo poder del pensamiento a un poder de la lengua. El papel que desempeñan la literatura y la teoría o crítica literaria en la filosofía contemporánea puede tomar ciertos aspectos caricaturales. Cabe decir, empero, que ello no es el simple efecto de una moda, sino que se encuentra prescrito por la situación de la filosofía en el campo de la política y de los saberes.

Pero falta apuntar la segunda razón: la manera en que el discurso filosófico se pone inicialmente fuera de sí mismo en la definición misma de lo que le es propio: ese muthos con el que el logos debe identificarse para trazar los repartos, ese juego del diálogo que viene a confundir la separación apenas trazada del discurso vivo y de la letra muerta. Podríamos sostener –al menos a título de hipótesis lúdica– que Platón, de igual manera que inventó la sociología contra los oradores de la democracia, también inventó, contra los poetas, el género sin género de la literatura. Y, en resumen, la filosofía, en su relación presente con esos opuestos tales como la literatura y el saber social, se encontraría al mismo tiempo en y fuera de sí misma, confrontada a la paradoja de lo que le es «propio».