Cubierta

Cubierta

Joseph Ratzinger

Benedicto XVI

SERVIDOR DE VUESTRA ALEGRÍA

Reflexiones sobre la espiritualidad sacerdotal

Traducción de
Marciano Villanueva

Herder

Portada

Título original: Diener eurer Freude
Traducción: Marciano Villanueva
Diseño de la cubierta: Claudio Bado
Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

© 1988, Verlag Herder, Freiburg im Breisgau
© 1989, Herder Editorial, S.L., Barcelona
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-2968-2

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

Créditos

Notas

1. De entre la abundante bibliografía sobre el tema de san Ireneo y la gnosis, cf. recientemente H.J. Jaschke, Irenäus von Lyon «Die ungeschminkte Wahrheit», Roma 1980.

2. Para las siguientes reflexiones sobre Jn 1,35-42 debo las ideas principales a C.M. Martini, Damit ihr Frieden habt. Geistliches Leben nach dem Johannesevangelium, Friburgo de Brisg. 31986, 204-209.

3. Cf. Martini, o.c., 207.

4. Citado por el cardenal Suenens, Renouveau et puissance des ténèbres. Document de Malines, 4, 1982, p. 60. Cf. sobre esta materia p. 37-61 de dicha obra; también Kl. Hemmerle, Das Haus des barmherzigen Vaters, Friburgo de Brisg. 21983, 17-25.

5. La traducción del texto hebreo de Sal 33(34),6 dice: «Poned los ojos en él, refulgid.» La Vulgata, apoyándose en el texto griego de los Setenta, lo vierte: «Acercaos y seréis iluminados.» Precisamente este «seréis iluminados» tuvo enorme resonancia en la filosofía y la teología de los padres, hasta el punto de que este versículo, en la versión de los Setenta, puede ser incluido en la lista de las sentencias predilectas de la liturgia y de la teología cristianas. Aflora aquí, naturalmente, la pregunta del verdadero rango del Antiguo Testamento griego, tema al que será preciso dedicar nuevas reflexiones. Son interesantes, en este punto, las observaciones de H. Gese, Zur biblischen Theologie, Munich 1977, 9-30, espec. 27ss. Cf. también P. Benoit, Exegese und Theologie, Düsseldorf 1965, 15-22 (trad. cast., Exégesis y teología, Madrid 21974).

6. Cf. F. Hauck, Koinonos ktl, ThWNT 111, 798-810, espec. 799, 802, 804.

7. Jerónimo, In Psalmun 141 ad neophytos, CChr 78, 544.

8. Para lo que sigue, cf. H.-J. Kraus, Psalmen, Neukirchen-Vluyn 1960, 118-127.

9. O.c., 123.

10. Cf. H. Gross, H. Reinelt, Das Buch der Psalmen I, Düsseldorf 1978, 88s.

11. E. Ionesco, Gegengifte, Munich-Viena 1979, 158s.

12. P. Handke, Über die Dörfer, Francfort del Meno 1981, 94s.

13. Libro de la vida 22,15; cf. U.M. Schiffers, Gott liebt beherzte Seelen, «Pastoralblatt» 34 (1982) 294.

Índice

Prólogo

I. Siempre hay semillas que llegan a sazón

«Salió el sembrador a sembrar...» (Lc 8,4-15)

II. Entregarse a su voluntad

«Sígueme» (Lc 9,51-62)

III. Confiarlo todo a él

«Muchos se gozarán...» (Lc 1,5-17)

IV. Sin él todo es en vano

«Voy a pescar» (Jn 21,1-14)

V. El servicio del testimonio

«Es el Señor» (Jn 21,1-14)

VI. En el principio está la disposición a escuchar

«Llamó a los que quiso» (Mc 3,13-39)

VII. La espiritualidad sacerdotal

«Fiado en tu palabra» (Lc 5,1-11)

VII

La espiritualidad sacerdotal

«Fiado en tu palabra» (Lc, 5,1-11)

Ha sido muchísimo lo que, en el curso de los últimos veinte años, se ha reflexionado, y también discutido, sobre el sacerdocio. Éste, a lo largo de todos estos análisis y debates, ha mostrado poseer mayor vitalidad que la que encerraban muchos de los precipitados argumentos en virtud de los cuales se pretendía abandonarlo como un malentendido sacro y sustituirlo por servicios meramente funcionales, a tiempo parcial. Poco a poco se han ido descubriendo los supuestos que, en un primer momento, parecían hacer punto menos que irrefutables aquellas argumentaciones. La superación de los prejuicios vuelve a hacer posible una comprensión más profunda del testimonio bíblico en su unidad interna de Antiguo y Nuevo Testamento, de Biblia e Iglesia, de modo que ya no tenemos que beber el agua de las cisternas que, en la controversia de las hipótesis, ora se escurre ora se acumula en pequeñas y míseras reservas, sino que podemos acceder a la fuente viva de la fe de la Iglesia de todos los tiempos.

Si estoy en lo cierto, en el futuro se planteará la siguiente pregunta: ¿Cómo se ha de leer realmente la Escritura? En la época de la formación del canon, que fue también la de la formación de la Iglesia y de su catolicidad, fue san Ireneo de Lyón el primero que tuvo que enfrentarse con este problema, de cuya solución depende la posibilidad o imposibilidad de la vida eclesial. Ya en su tiempo advirtió Ireneo que el principio sobre el que se basaba el cristianismo puesto al día e ilustrado (la llamada gnosis), y que amenazaba los cimientos mismos de la Iglesia, era la desmembración de la Biblia y la separación entre Biblia e Iglesia. Esta doble separación fundamental está precedida por la división interna de la Iglesia en comunidades, cada una de las cuales busca su propia legitimación mediante una selección de las fuentes. La desmembración de las fuentes de la fe arrastra consigo la desintegración de la communio, y a la inversa. La gnosis, que intenta presentar la división —separación de ambos Testamentos, separación de Escritura y tradición, de cristianos cultos e incultos— como la verdaderamente racional es, en realidad, un fenómeno de descomposición. La unidad de la Iglesia permite ver, en cambio, la unidad de aquello de lo que ella vive. Y a la inversa, la Iglesia sólo vive si se nutre de la totalidad, de la multiforme unidad de Antiguo y Nuevo Testamento, de Escritura, tradición y realización creyente de la palabra. Pero, una vez que se ha sucumbido a la lógica de la descomposición, resulta ya en el fondo imposible llevar a cabo un correcto ensamblaje.1

No me parece oportuno, en el marco de la alegre festividad de este día, entrar en la discusión científica aquí insinuada, aunque debe, por supuesto, entablarse antes de analizar los detalles del testimonio bíblico, respecto, por ejemplo, del tema del sacerdocio. El gozo de este día constituye ya en sí mismo algo así como un «lugar teológico». Cincuenta años de sacerdocio son una realidad que habla por sí sola y que da a nuestras reflexiones un contexto concreto. He creído, pues, conveniente intentar en esta ocasión no una exposición científica sobre el sacerdocio, sino más bien algo así como una meditación espiritual en la que, sin la más mínima intención sistemática y sin pretensiones científicas, pueda exponer una serie de consideraciones sobre algunos pasajes de la Sagrada Escritura que personalmente me parecen importantes.

1. Reflejos de la imagen sacerdotal en los relatos de vocaciones de Lc 5,1-11 y Jn 1,35-42

Para empezar he elegido el texto de Lc 5,1-11. Se trata de aquel precioso relato de vocación en el que se cuenta cómo Pedro y sus compañeros, después de haber estado pescando inútilmente durante toda la noche, se hacen de nuevo a la mar, fiados de la palabra del Señor. Consiguen una captura tan abundante que las redes amenazan romperse. Viene a continuación la llamada: Serás pescador de hombres. Siento una especial predilección por este relato, porque en él se encierra el aura matinal del primer amor, de un comienzo lleno de esperanzas y de disposición, en cuya meditación me llega siempre la luminosidad y el frescor que es propio de los inicios: aquella alegría en el Señor de la que hemos hablado, siguiendo el antiguo Salterio, al principio de la misa: «Me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud» (Sal 42,4). Al Dios a cuyo lado se renueva siempre la alegría juvenil, porque al ser la vida, es también la fuente de la auténtica juventud.

Pero volvamos al texto. Se nos cuenta que las gentes se aglomeraban en torno a Jesús porque querían escuchar la palabra de Dios. Jesús se encuentra a orillas del mar, los pescadores están limpiando las redes y el Maestro sube a una de las dos barcas que allí había, la de Pedro. Le pide alejarse un poco de la orilla, se sienta en la barca y desde allí enseña. La barca de Pedro se ha convertido en cátedra de Jesucristo. Luego le dice a Simón: Boga mar adentro y echa las redes. Los pescadores han pasado toda la noche anterior trabajando en vano y parece absurdo salir a pescar ahora, en esta hora de la mañana. Pero ya Jesús se ha hecho tan importante para Pedro, tan determinante, que éste puede decir: Lo hago fiado de tu palabra. La palabra cobra, pues, más realidad que lo al parecer empíricamente real y seguro. La mañana galilea, cuyo frescor parece poderse respirar en esta descripción, se convierte en imagen del nuevo amanecer del Evangelio tras la noche de infructuosas actividades a que nos conduce una y otra vez nuestro hacer y querer. Cuando Pedro regresa a tierra con sus compañeros con tal cantidad de peces que las dos barcas juntas apenas podían transportarlos —la pesca había sido tan abundante que amenazaba con romper las redes— no dejaba a sus espaldas sólo un camino exterior, una profesión artesana. Este viaje se había convertido en un camino interior, cuya amplitud ha indicado Lucas mediante dos palabras que le sirven de marco.

El evangelista nos transmite, en efecto, que antes de la pesca Pedro se dirige al Señor con un epistata, equivalente a nuestro «profesor», o «maestro» (rabbi). Pero al volver, se postra de rodillas ante Jesús y ya no le llama rabbi sino kyrie, es decir, le aplica expresiones propias de la divinidad. Pedro había recorrido el trayecto que va desde el rabbi al Señor, del maestro al Hijo. Tras esta peregrinación interior, ya está capacitado para recibir la vocación.

Se hace aquí patente el paralelismo con Jn 1,35-42, el primer relato de vocación del cuarto Evangelio.2 Se narra aquí cómo se unieron a Jesús los dos primeros discípulos —Andrés y otro del que no se da el nombre— impresionados por las palabras del Bautista: «He aquí el cordero de Dios.» Se sienten impresionados de un lado por la conciencia de su condición de pecadores que resuena en esta sentencia y, del otro, por la esperanza que trae a los pecadores el cordero de Dios. Se puede barruntar cómo ambos se sienten todavía inseguros: su discipulado es todavía vacilante. Van tras él cautelosamente, sin decir nada; al parecer, aún no se atreven a dirigirle la palabra. Entonces él se vuelve hacia ellos y les pregunta: ¿Qué queréis? La respuesta sigue siendo indecisa, un poco tímida y perpleja, pero no obstante lleva a lo esencial: Rabbi, ¿dónde vives? O con traducción más literal: ¿Dónde permaneces? ¿Dónde está tu lugar o morada permanente, lo propio tuyo, para que podamos ir allá? Conviene recordar en este punto que la palabra «permanencia» es una de las de más hondo y denso contenido del Evangelio de Juan.

Jesús les respondió: «Venid y lo veréis.» La fórmula se repite en la conclusión del segundo relato de vocación, el referente a Natanael, donde al final se dice: «Verás cosas mayores» (1,50). Así, pues, el contenido del venir es ver; venir es un entrar en un ser visto por él y en un ver con él. Donde él permanece, está abierto al cielo, el espacio oculto de Dios (1,51); allí se encuentra el hombre en la luminosidad de Dios. «Venid y lo veréis» concuerda también con el Salmo de comunión de la Iglesia: «Gustad y ved cuán bueno es el Señor» (Sal 33[34],9). El venir, y sólo el venir, lleva al ver. El gustar abre los ojos. Así como en el pasado, en el paraíso, al gustar del fruto prohibido se abrieron de manera funesta los ojos, también ahora, pero en sentido inverso, el gustar de lo verdadero abre los ojos, de modo que pueda verse la bondad del Señor. Sólo en el venir, en la permanencia de Jesús, acontece el ver. Sin el riesgo del venir, no puede darse un ver. Juan añade una observación: era la hora décima (1,39); es decir, una hora ya muy tardía, en la que de ordinario no se piensa ya en emprender nuevas tareas; pero justamente en este momento acontece lo inaplazable, lo decisivo. Según ciertos cálculos apocalípticos, se pensaba que en esta hora se produciría el fin de los tiempos.3 Quien viene a Jesús entra en lo definitivo, en el tiempo del fin; entra en contacto con la parusía, que es ya realidad presente de la resurrección y del reino de Dios.

En el venir acontece, pues, el ver. Juan ilustra esta idea mediante el mismo procedimiento que vimos antes en Lucas. A las primeras palabras de Jesús responden los dos con un rabbi. Pero cuando regresaron del lugar donde «permanecía», dijo Andrés a su hermano Simón: «Hemos encontrado a Cristo» (1,41). Viniendo a Jesús, permaneciendo a su lado, recorrió el camino que del rabbi lleva a Cristo, aprendió a ver en el maestro a Cristo. Sólo en la permanencia puede aprenderse esta lección. Se hace así visible la unidad interna entre el tercero y el cuarto Evangelios: en ambas ocasiones, tras una primera palabra aparece el valor para caminar con Jesús. Las dos veces se emprende, por una palabra suya, el experimento de la vida y las dos veces sucede que el venir se transforma en ver.

Todos nosotros hemos iniciado ya, con el reconocimiento pleno del Hijo de Dios a través de la Iglesia, nuestro camino, pero aquel venir «fiado en tu palabra», aquel entrar en su «permanencia» sigue siendo, también para nosotros, condición previa del auténtico ver. Y sólo quien ve por sí mismo, quien no cree como «de segunda mano», puede llamar a otros. Este venir, este atreverse fiados de su palabra es, también hoy y por siempre, el presupuesto indispensable del apostolado, del llamamiento al servicio sacerdotal. Siempre tendremos necesidad de preguntarle: ¿Dónde vives (permaneces)? Y también será siempre necesario dirigirse, desde el interior, hacia la morada-permanencia de Jesús. Deberemos arrojar una y otra vez las redes fiados de su palabra, por absurdo que pueda parecer. Siempre será preciso tener a su palabra por más real que aquello que pretende ser lo único realmente válido: la estadística, la técnica, la opinión pública. A menudo nos parecerá que es ya la hora décima y que deberíamos aplazar para más tarde la hora de Jesús. Pero precisamente así puede ser la hora de su cercanía.

4Initium sapientiae timor Domini