Yanina Rosenberg

 

 

La piel intrusa

 

 

 

 

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Yanina Rosenberg, La piel intrusa

Primera edición digital: febrero de 2019

 

ISBN epub: 978-84-8393-638-2

 

 

© Yanina Rosenberg, 2019

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2019

 

 

Colección Voces / Literatura 273

 

 

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El presente libro, presentado con el título Los afueras, mereció el segundo premio del Concurso Fundación El Libro del año 2017 para libro de cuentos. El jurado estuvo compuesto por Abelardo Castillo, Pablo De Santis, Daniel Divinsky, Antonio Skármeta y Luisa Valenzuela y subrayó «el sutil erotismo y el cuidadoso acercamiento a lo fantástico y, en algún caso, a la ciencia ficción».

 

 

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A Diego, Simón y Fiona.

A Berta y José.

Septiembre en la piel

 

Un aire a pasto mojado inundaba la habitación. Me di vuelta, estiré las piernas en busca del calor de Guapi, su piel suave, sus tetas acampanadas y calientes, pero encontré la punta filosa ¿de una astilla? que se clavó en mi abdomen, cerca del calzoncillo. Corrí las sábanas para destaparme, extendí un brazo para encender el velador: una espina, del largo de una aguja hipodérmica, estaba dolorosamente incrustada en mí. La sostuve con la pinza del índice y el pulgar, y después, con cuidado, tiré hacia afuera. Un punto de sangre engordó hasta reventar y extenderse por mi piel. Me limpié con los dedos y por un momento mantuve la mano sobre la herida, apretando con fuerza. Guapi, mi amor, dije, y para destaparla sacudí las sábanas con las piernas. Me quedé con la vista fija en ella, los ojos achinados para ver mejor, las palabras estancadas en la garganta: por la cara, el cuello, los brazos, el pecho, a Guapi le bajaba una sombra verdosa que, en las piernas, tenía la consistencia de una alfombra de pelo recortado. Me incliné hacia ella y la toqué con un dedo: áspera, esponjosa, húmeda. La toqué con la mano entera. Guapi, dije, pero ella seguía sin despertar; los brotes ¿de pasto? se erguían en su pecho con cada respiración. Guapi, Guapi, la sacudí hasta que al fin entreabrió los ojos. ¿Estás bien? Ella, los párpados todavía tironeados por el sueño, no conseguía volver a la realidad. Mirate, mira cómo estás, le dije, pero ella me gruñó con cara de rottweiler y volvió a cerrar los ojos, las manos tanteando en busca de las sábanas. No, mirate, dije y le llevé un brazo a la altura de su cara; le palmeé una mejilla con su mano inerte, y recién entonces volvió a abrir los ojos, de malhumor pero ya despierta. Se miró. Se miraba y parpadeaba en un esfuerzo por hacer foco, por desempañar la vista, por sacarse de encima los restos de sueño. Giraba la mano con una fascinación algo infantil hasta que de un envión, esforzado pero ágil, se incorporó, como quien de pronto entiende algo. Sentada y con ojos de animé no dejaba de mirarse. Con la yema de los dedos se acariciaba, peinaba las hojitas en una y otra dirección. Mantenía los labios entreabiertos en una mueca ¿asombrada, divertida? que, de un momento a otro, al darse cuenta de mi desconcierto, empujó hacia la vergüenza. No, mi amor, si estás hermosa, le dije sin saber bien qué decir mientras ella se rascaba el pasto alrededor del ombligo. Por cómo se rascaba, estaba claro que no me creía una sola palabra.

La familia de Guapi, al enterarse, nos trajo toda clase de regalos: regaderas, aireadores, palas, tijeras suizas, rastrillos graduables y hasta dos pares de guantes de algodón y puntilla, uno con estampado de lirios celestes y el otro de rositas rococó. La madre parecía especialmente encantada con la noticia: una bendición del cielo, decía mientras apoyaba con cuidado sus pies descalzos en las piernas de su hija, una bendición que, sin duda, esperaba desde hacía tiempo. Y con la excusa de cuidarla, poco menos que se instaló en casa. La bañaba cuatro o cinco veces al día, una ducha tibia y suave, y no la dejaba hacer sus tareas de siempre, como baldear la cocina, colgar la ropa o levantar cosas pesadas. Además, pasaba horas emparejándole el pasto debajo de las axilas y alrededor de los pezones, y con paciencia infinita le sacaba una por una las malas hierbas que se le encarnaban en la ingle.

Mi mamá, en cambio… Desde un principio dejó en claro que no estaba contenta con lo de Guapi. Apenas venía a visitarnos, y cuando venía, porque yo la llamaba y le ponía alguna excusa como que tenía ganas de comer sus varenikes, apenas se dignaba a hablar. Sentada en el sillón, respondía a todo con monosílabos. ¿Hace frío afuera? Sí. ¿Papá se siente mejor? Sí. ¿Preferís café o cortado? Sí. Estaba clarísimo que Guapi nunca le había caído bien, un caramelo ácido de esos que no pueden chuparse sin cara de asco.

Todavía no puedo identificar el momento exacto en que empezamos a hacer las cosas mal, si es que hicimos, o hice, algo mal. Tampoco entiendo qué pudo haber pasado. Porque después del shock, de la sorpresa, todo había vuelto a la normalidad, y hasta parecía mejor que antes. Con Guapi habíamos empezado a buscar una casa más grande para mudarnos, con jardín o patio andaluz, y aunque ninguna de las que nos gustaban se acercaba a nuestro presupuesto, ella todavía se mostraba radiante, feliz, de buen humor las veinticuatro horas, orgullosa de su nueva condición, como si hubiera sido alguna clase de elegida, el punto de inflexión hacia el progreso de una nueva humanidad o algo así. Incluso le habían brotado en los hombros unas margaritas que tenían un brillo especial.

Lo cierto es que no sé cómo, de un día para el otro, Guapi empezó a pudrirse. Sus hojas se pusieron primero amarillas y después pasaron a un marrón irreversible. Empezó a llenarse de parásitos y a largar un olor insoportable, que nos hizo olvidar cómo era el olor a pasto húmedo de sus primeros brotes. Probamos regarla cada cinco minutos, y también no regarla durante semanas; probamos con urea y con distintas proporciones de fósforo, nitrógeno y potasio; probamos con fertilizantes líquidos y sólidos, de liberación controlada y con Weed and Feed; compramos mezclas orgánicas e inorgánicas traídas de Tánger y de Moscú, y también distintas marcas de anticonceptivos orales que ella se negaba a tomar, pero que su madre le disolvía en el agua o le aplastaba entre la resaca. También probamos con ácido acético y jugo de limón, pero nada. Guapi seguía empeorando, y ya no sabíamos qué más hacer.

Una tarde llegué a casa y la encontré sola, sentada en el balcón. Estaba cubierta por una pelusa blanca, ¿de hongos, de moho?, que parecía la tela de una araña gigante; mantenía la cabeza inclinada entre los barrotes de la reja, la vista perdida en alguna expectativa lejana. Mi amor, llegué, le dije, pero ella ni se levantó ni giró para saludarme. ¿Cómo habíamos llegado a eso? ¿Cómo fue que, de un día para el otro, Guapi y yo habíamos dejado hasta de saludarnos? Me acerqué y la besé en la frente. Estaba húmeda y pegajosa, pero rígida. Inclinó apenas la cabeza hacia atrás, y me pareció que pretendía esquivarme, que su boca se torcía en un gesto de reproche y desprecio a la vez. Las hojas resecas de sus margaritas se desprendieron cansadas, vencidas.

No fue fácil cargarla por la calle en medio de la noche, caminar en el frío las dos cuadras hacia la plaza, sentir sus ojos negros que brillaban en la oscuridad mientras veían cavar. Tampoco fue fácil hundir la pala en la tierra, remover las durezas, doblarle las piernas y juntarle los brazos para que no tuviera frío, para que estuviera cómoda, para que volviera a ser quien era, para que al fin pudiera ser feliz. No sé si lo habré hecho bien o mal. Quizás no la cubrí lo suficiente, o quizás la cubrí demasiado y ya nunca florezca. Quizás ya no quiera, o no esté destinada a florecer. Yo, que la sigo queriendo tanto, me siento a esperar en el banco de la plaza, frente a ella. Le tiro los pellets de fertilizante, camuflados en migas de pan que simulo arrojar a las palomas, y espero, tan solo espero.

Mariposas en la pared

 

Lena pasa las hojas de la agenda hasta llegar al índice telefónico. La letra Efe. Todavía en déshabillé y con las mejillas húmedas de tanto llorar, repasa el número que, si bien sabe de memoria, hace casi dos meses no marca. ¿Y si no la atiende? ¿Y si no le quiere hablar? ¿Y si ya nunca más quiere hablarle? Si no quiere hablarme, nada, que se joda, porque igual no le importaría ocuparse ella sola de todo: si hay que juntar los materiales, los junta; si hay que falsificar su firma, la falsifica. No, así no puede seguir. No puedo, piensa mientras marca el número y empieza a escuchar que el teléfono llama. Lo más probable es que él no la atienda, que no quiera atenderla como tantas otras veces, y ella deba volver a marcar. No, hoy me va a atender, se dice Lena con la mirada fija en una mariposa de humedad en la pared; hoy me va a escuchar como nunca en estos ocho años; sí, hoy me va a escuchar; no, inclina la cabeza a un lado y a otro, no es una mariposa, es solo otra mancha de humedad.

Nadie la atiende. Lena corta y vuelve a marcar de un tirón los diez números que, después de una mínima espera, la llevan directo a la voz de Fabián.

–¿Fabián?

–¿Lena? –en Fabián hay sorpresa, como si lo hubiese llamado un viejo compañero de colegio con el que no habla desde hace siglos–, ¿sos vos? ¿Pasó algo?

Con un gesto de triunfo, Lena vuelve a mirar la mariposa en la pared.

–Tenemos que hablar.

Un instante de silencio, seguido de un largo suspiro, arrastra a Lena hacia un oscuro rincón clausurado hace tiempo, un cine donde los recuerdos saltan en la pantalla: los sábados en el hotel abandonado, el olor a porro, el humo, el sillón capitoné, los dedos tibios entre los pochoclos, el Evatest positivo, las manzanas a medianoche, el cuerpito calentito de Maya, sus primeras palabras, sus primeros pasos.

–Ahora no, estoy manejando, llamame en un rato.

No quiero llamarte en un rato, piensa Lena, estoy harta de llamarte en un rato, ¿por qué siempre tenemos que hablar en un rato? ¿Por qué hay que hacer todo a tu ritmo, por qué el mundo siempre tiene que girar a tu alrededor?

–No, no me cortes, esperá… –entre ellos se abre un silencio incómodo, una grieta que ninguno de los dos se atreve a rellenar– es por Maya…

–¿Qué pasa con Maya?

–Ya sé qué hacer con ella.

–¿Hacer con ella?

Lena aparta de la mesa una silla y se sienta.

–Es una clínica en Cinco Saltos, ellos se ocupan de todo, hasta de los estudios previos, del papeleo… nosotros no tenemos que hacer nada, solo firmar y después… después nada, esperar.

–¿Clínica, papeles? ¿De qué hablás, Lena? ¿Pasó algo con Maya?

–Lo de siempre, Fabián.

Un bocinazo de fondo; una histriónica frenada de goma sobre el asfalto.

–Lena, hablemos más tarde, tengo que…

–No, no me cortes.

Algo en la voz de Lena suena débil, como si las palabras fueran tornillos flojos que, aunque no encajan del todo, quedan atrapados en la pared.

–Esperá, estaciono y te llamo.

–No –Lena se levanta de la silla, me vas a escuchar ahora–, escuchame, es importante. Yo… mirá, yo creo que es lo mejor. Ella no… ella sigue y sigue, y llega un momento en que, te juro, Fabián, te juro que lo intento, pero ella, se ve que conmigo ella no…

–¿Pasó algo? ¿Qué pasó?

–… no puedo más, te juro, es que no sé, mirá que yo intento…

De afuera llega un nuevo concierto de bocinas, y un grito de poné las balizas, pelotudo.

–¿Me dejás que estacione y te llamo?

–¿Sabés lo que me hizo el otro día? Yo estaba hirviendo un poco de arroz y ella se apareció con tu soldador de estaño, que no sé de dónde lo sacó, ni por qué todavía sigue acá, y cuando le dije que fuera a guardarlo, que no lo tocara, porque no hay que tocar las cosas que no son de uno, ella me dijo que no quería y que no iba a dejarlo solo porque yo…

–¿Para esto me llamas, Lena? Estoy manejando, ¿no podés arreglarlo sola?

Lena, que está dando vueltas a la mesa de la cocina, se detiene de golpe. Gira la cabeza y fija la vista en la mariposa; despacio, algo le llama poderosamente la atención. Se acerca y empieza a pasar el índice por las alas, las acaricia como si quisiera darles algo de color.

–Mirá, Fabián, ya sé que nosotros… que vos y yo… ya sé que ya está, pero yo… con ella es distinto, es nuestra hija, no puedo no intentarlo, ¿entendés?

–Sí, entiendo, entiendo que seguís igual de chiflada que siempre –Fabián produce un ruido insólito, mezcla de suspiro y carcajada.

Lena recuerda ese verano en Cariló, los dos solos, partidos de truco, milanesas humanas en la arena y los médanos, la espuma del mar encogiéndose en la orilla, las burbujas de las almejas entre los dedos de los pies, y el sol, el sol que entraba en la piel con fuerza, y ella al sacarse el corpiño de la bikini para correr por toda la playa.

–Fabián, yo… en serio, quiero hacer las cosas bien, nada más. Hay algo, algo debemos haber hecho mal, si no no se entiende cómo ella… no se explica que una hija odie así a su madre, no puede ser… –Lena aparta la mano de la pared para exprimirse la frente y llorar– pero yo quiero intentarlo, empezar de nuevo, hacer las cosas…

–Lena…

–… si en lugar de mamadera, no sé, si yo no le hubiera sacado el chupete a los seis, o si por las noches la hubiera dejado llorar más tiempo, no sé, la llenamos demasiado, tantos juguetes, tantos regalos de cumpleaños… Si en el colegio es una santa, y con vos antes era… ¿por qué con vos, con mi mamá, con todo el mundo es otra persona, y conmigo…?

–¿Y por qué mejor no hablás con ella, Lena? Hablando la gente se entiende, y estoy seguro de que ella te va a entender.

–¿Ella, entenderme a mí? Soy yo la que tiene que entenderla, si no me puede ni ver, ¿yo qué tengo que entender? ¿Que no me quiere? ¿Que es capaz de esconderse en el placard durante horas para que yo crea que se fue de casa o que se cayó por el balcón? ¿Que no quiera que yo vaya a los actos escolares, que prefiera sacarse fotos con las mamás de sus compañeritas? O como esa vez que le dijo a la maestra de música que era linda como una princesa y que quería irse a vivir con ella, porque lo que tenía en su casa era una bruja que la encerraba en el horno y no le daba nunca de comer, ¿qué tengo que entender? ¿Eso tengo que entender?

Un bocinazo seguido de un largo resoplido de resignación.

–¿Querés que yo hable con ella?

–Una firma nada más, y después del resto me ocupo yo; es simple, Fabián, en serio, en la clínica se ocupan de todo. Sacan el núcleo de un óvulo y lo reemplazan por el núcleo de una célula de Maya y… una célula, Fabián, nada, una célula; con un pelo, un pedazo de uña, un diente de leche y listo, ellos hacen lo que hacen, y además… ¿vos hablar con ella? Ni se te ocurra.

–Dejo unos papeles en la oficina y voy para tu casa.

Tu casa, piensa Lena y gira para sacar con la vista una panorámica de la cocina y volver a detenerse en la mariposa de la pared. ¿Cuándo fue que nuestra casa pasó a ser solo mía? ¿Ahora resulta que esta mierda es toda mía?

–No, ¿sabés qué? Mejor no vengas, dejá que yo me ocupo de todo.

Lena acerca la nariz a la mariposa y después apoya los labios para, con precisión de madre, tomar la temperatura de la pared.

–¿De qué te vas a ocupar, Lena? No entiendo…

Lena aparta los labios de la pared, y con las uñas empieza a raspar las burbujas de pintura inflada.

–Es que no hay otra opción, es eso o ya sabés, ¿preferís ya sabés?

–Lena, te lo pido por favor, qué decís…

–Por favor, nada, Fabián, ¿qué me vas a decir ahora, que ya va a crecer, que ya va a cambiar? No, Fabián, ya está, ¿entendés? Si a esta edad me trata así, ¿qué va a hacer cuando sea más grande? Esto es como la leche, cuando se corta, se corta, si la leche está vencida, ya está.

–Qué decís, Lena…

–Te juro que no te voy a molestar, que no pienso pedirte nada de nada, no quiero nada, ni que me ayudes, ni plata, ni nada, ya está, voy a empezar de cero yo solita, y estoy segura de que…

–No hagas nada, Lena, escuchame, no hagas nada hasta que yo llegue, ¿me escuchás?

–… igualita a la de ahora pero mejor, porque con la experiencia una ya sabe y…

–Estoy cerca, Lena, en diez minutos estoy ahí.

–No, olvidate, Fabián, olvidate de lo que te dije, hacé de cuenta que no te llamé.

–Lena, por favor…

–Dejá, Fabián, dejá que yo me ocupo de todo como siempre, andá, chau, seguí tu vida.

–Esperá, Lena, no me cortes…

Lena corta y da unos pasos hacia atrás; mira la pared y piensa en lo lindo que quedaría un empapelado de mariposas para su nueva Maya.