97883931844_04_m.jpg

Gustave Flaubert

 

 

Cuadernos

Apuntes y reflexiones

 

 

 

Edición y traducción de Eduardo Berti

 

 

 

 

logotipo_INTERIORES_negro.jpg
Gustave-Flaubert2.jpg

Gustave Flaubert, Cuadernos. Apuntes y reflexiones

Primera edición digital: abril de 2018

 

ISBN epub: 978-84-8393-625-2

 

 

Colección Voces / Ensayo 212

 

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

 

 

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

 

 

© De la edición y traducción: Eduardo Berti, 2015

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018

 

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

 

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: info@paginasdeespuma.com

Prólogo

 

En la búsqueda de la palabra exacta (su siempre anhelado mot juste), en la creencia de que «todo depende del plan», Gustave Flaubert llevó a lo largo de su vida varios cuadernos de apuntes. En general, se servía de libretas de moleskine (o sea, de piel de topo) donde no únicamente volcaba ideas para los libros que escribió y los que jamás escribió, sino también aforismos, rigurosos apuntes de lectura o reflexiones punzantes: sobre sí mismo, sobre la literatura, sobre el arte en general, sobre la actualidad o sobre la historia.

Los estudiosos estiman que se han perdido, por lo menos, cinco cuadernos de apuntes, sin hablar de los cuadernos de viaje, que constituyen un caso aparte. De los cuadernos de apuntes han sobrevivido diecisiete, legados a la Biblioteca Histórica de París (Museo Carnavalet) por Caroline Hamard de Franklin-Grout, la sobrina de Flaubert, y numerados en forma bastante aleatoria tal como puede apreciarse en el índice del presente volumen donde se incluye una abundante selección de cuatro de ellos (los cuadernos 2, 15, 19 y 20) y una selección menos amplia de otros.

A los cuadernos de apuntes se suman, en este libro, dos textos de juventud que encierran fundamentalmente notas y reflexiones (las Agonías más los Recuerdos, apuntes y pensamientos íntimos), los bocetos o borradores de cinco obras inéditas, diversos extractos de notas preparatorias para el que iba ser el segundo volumen de Bouvard y Pécuchet (última novela, que Flaubert dejó casi acabada en su primer volumen) y, para terminar, una serie de hallazgos mucho más recientes que engloban apuntes de crónica social, la biografía paródica de un personaje ficticio y dos diarios vinculados con las muertes de dos de los mejores amigos de Flaubert.

Los cuadernos aquí reunidos, en gran parte inéditos en castellano, permiten no solamente apreciar a un Flaubert en estado puro (el material bruto de un escritor que forma parte, conviene tenerlo presente, del clan de los hombres de letras-investigadores pese a que no desdeñaba por ello la imaginación), sino también apreciar la innegable evolución desde las más tempranas meditaciones escritas con apenas dieciséis años de edad.

 

El más antiguo de los cuadernos recogidos en este libro (Agonías) no solamente está dedicado a Alfred Le Poittevin, sino que se inspira en un poema de este último («Horas de angustia»), al que le rinde tributo. Aunque suele señalarse que Ernest Chevalier fue el primer amigo íntimo de Flaubert, no hay dudas de que Le Poittevin, cinco años mayor que Flaubert, fue su gran confidente en los tiempos de adolescencia. «Entre los diez y los veinte años de edad, Flaubert amó, admiró e imitó a Alfred Le Poittevin: se entregó a él como un discípulo a su maestro», llegó a escribir Jean-Paul Sartre en El idiota de la familia. Los Flaubert y los Poittevin mantenían una estrecha amistad desde que la madre de Alfred y la madre de Gustave (Anne Justine) habían compartido un pensionado, en Honfleur. El doctor Achille Flaubert, padre de Gustave, era el padrino de Alfred; el señor Le Poittevin era el padrino de Gustave.

Además de estas tempranas reflexiones, Flaubert también le dedicó a su amigo Alfred Le Poittevin uno de sus primeros textos literarios: Mémoires d’un fou (Memorias de un loco), escrito alrededor de 1838 y cuyo manuscrito, se cuenta, jamás pudo recuperar. Fue Alfred quien abrió las puertas de una revista de Rouen (Le Colibri, donde él colaboraba) para que Gustave publicase allí dos textos juveniles que firmó con la recatada inicial «F.», el primero de ellos Bibliomanía, el 12 de febrero de 1837, antes de cumplir dieciocho años. La amistad se enfrió un poco en 1846, cuando Le Poittevin se casó y trocó sus ambiciones literarias por la carrera de abogado, y acabó en forma abrupta dos años más tarde, 1848, con su muerte prematura. El hermano de Alfred, Eugène Le Poittevin, llegó a ser un pintor bastante importante en su época; la hermana de ambos, Laure Le Poittevin, fue la esposa de Gustave de Maupassant y la madre del escritor Guy de Maupassant, apadrinado y protegido por Flaubert.

En Agonías encontramos más de una mención explícita al carácter privado de estas páginas, lo que no resulta extraño si se piensa que Flaubert siempre sostuvo que había hecho lo correcto no publicando casi nada hasta después de Novembre (Noviembre). El carácter privado de este primer cuaderno se ratifica en el cuaderno de recuerdos y pensamientos íntimos de 1840-1841: tanto es así que los Recuerdos, apuntes y pensamientos íntimos terminan con una serie de aforismos que el autor promete encerrar en un sobre y abrir quince años más tarde. Según afirma Yvan Leclerc, gran especialista en Flaubert, si se estudia con atención el manuscrito de los Recuerdos, apuntes y pensamientos… aún pueden verse con claridad marcas de un sello o de un lacre. Ahora bien, ¿por qué conservó Flaubert con tanta dedicación sus textos de juventud? Para Leclerc la respuesta se encuentra en una vieja carta que Flaubert le escribió a su amada Louise Colet: «Me encanta rodearme de recuerdos».

 

Si cuesta creer que al redactar sus Agonías Flaubert contaba con apenas dieciséis años y medio (el texto, pese a algunos desenfrenos y a innegables marcas de inmadurez, impacta por su temática adulta, grave, exageradamente sombría), más asombra la notable maduración que hay en el diario siguiente, escrito con dieciocho y diecinueve años de edad.

Por entonces, los ídolos literarios de Flaubert eran Montaigne, Chateaubriand, Rabelais y Victor Hugo. A ellos podría añadirse, fuera de la escuela francesa, a Goethe, Lord Byron o el Cervantes del Quijote. De todos estos ídolos, Flaubert llegó a conocer solamente a Victor Hugo. Y aunque algunos afirman que se cruzaron en el año 1843, cuando Gustave era estudiante de leyes en París, el encuentro determinante parece haber ocurrido un par de años más tarde, también en la capital, en el estudio del escultor James Pradier, el mismo atelier donde Flaubert conoció a Louise Colet. En un libro consagrado a Victor Hugo, La tentación de lo imposible, Mario Vargas Llosa (quien a la vez dedicó otro ensayo, La orgía perpetua, a Flaubert) contrapone a ambos novelistas y sostiene: «Aunque Madame Bovary se publicó seis años antes que Los miserables, se puede decir que esta es la última gran novela clásica y aquella la primera gran novela moderna. Flaubert mató la inocencia del narrador, introdujo una autoconciencia o conciencia culpable en el relator de la historia, la noción de que el narrador debía abolirse o justificarse artísticamente».

Dicho de otra manera: Flaubert reaccionó contra los excesos (de estilo, de énfasis, de presencia autoral) propios del romanticismo y propuso, en contrapartida, una estética de la invisibilidad autoral que resultó determinante para la generación siguiente, desde Maupassant hasta Zola. Guy de Maupassant pensaba que Flaubert era el más colosal de los escritores porque intuía con la certeza de un Balzac, observaba con la certeza de un Stendhal y lo volcaba en la página con mayor exactitud que cualquiera de estos dos, sin «desborde de imágenes falsas» ni «perífrasis inútiles». En cuanto a Émile Zola, que veneraba a Flaubert, creía que este condensaba lo mejor de «los dos genios de 1830»: el análisis exacto de Balzac y el brillante estilo de Victor Hugo. «Toda la generación joven lo acepta como un maestro», afirmaba en 1875, bajo el impacto de «la admirable sobriedad» del estilo flaubertiano. «De un paisaje, se limita a indicar la línea y el color principales, pero logra que estos detalles pinten el paisaje entero. Lo mismo en el caso de sus personajes, que planta con una sola palabra, con un solo gesto».

 

Aunque los textos de juventud que abren el presente libro fueron rescatados por Caroline Franklin-Grout, sobrina de Flaubert, fue Lucie Chevalley Sabatier (sobrina a su vez de la sobrina Franklin-Grout) quien escogió el título por el que se conoce en Francia al segundo cuaderno: Souvenirs, notes et pensées intimes (Recuerdos, apuntes y pensamientos íntimos). A su edición de 1965, que significó la revelación pública del texto, le siguió una edición crítica de J. P. Germain, en 1987, que vino a enmendar algunas libertades e imprecisiones. Dado que existe más de una trascripción de este cuaderno (el orden de los párrafos no llega a ser siempre el mismo) nos hemos basado en dos versiones: la que Guy Sagnes y Claudine Gothot Mersch ofrecen, bajo el título de Cahier intime (Cuaderno íntimo), en su edición de La Pléiade, de 2001, y la que brinda Yvan Leclerc en su selección de textos de juventud (Flammarion, 1991).

Una historia no tan distinta podría contarse de los cuadernos de apuntes y sus diversas versiones. Tras los primeros y escasos extractos que conoció el gran público a través de Flaubert (1912), libro de Louis Bertrand, hubo que esperar casi cuarenta años para que Marie-Jeanne Durry ofreciese otros pasajes en Flaubert y sus proyectos inéditos (1950). A partir de la edición de las Obras completas (1964) que dirigió Maurice Nadeau, los apuntes empezaron a ser más divulgados. En 1973 se produjo un intento de versión completa, pero fue Pierre-Marc de Biasi quien concluyó en 1988 su colosal edición de los Carnets de travail: un millar de páginas con un notable aparato crítico.

Para el presente volumen se ha seguido el trabajo de Biasi, pero también se ha tomado en cuenta el modelo de trascripción que emplean Françoise Favretto y Jean Esponde en Notes pour les livres à venir (Notas para los libros por venir), una versión dirigida al vasto público lector, como también es el caso de este libro, y que si bien respeta ciertas negligencias de puntuación propias del apunte más o menos veloz, no propone una genética del texto como la que practica Biasi mediante un complejo sistema de corchetes y paréntesis que permite, por ejemplo, distinguir la primera escritura en tinta de los distintos añadidos en tinta o en lápiz.

En cuanto a su contenido, los cuadernos de madurez se vinculan a grandes rasgos con los «libros por venir», principalmente con las obras centrales de Flaubert: los cuadernos 13, 12 y 8 tienen que ver con La educación sentimental, aunque no se limitan a ello; tanto el cuaderno 16 como el cuaderno 16 bis contienen fundamentalmente apuntes para La tentación de san Antonio y, en menor medida, para dos de los Tres cuentos: «Un corazón sencillo» (también traducido al castellano como «Un corazón simple») y «Herodias»; los cuadernos 18 bis, 18, 11 y 6 se vinculan, más que nada, con Bouvard y Pécuchet.

Desde luego, el concepto de «libros por venir» no descarta los proyectos que Flaubert concibió y no llegó a plasmar. Estos últimos fueron diversos e incluyeron, por ejemplo, una improbable novela de caballería, un relato oriental (Harel-Bey) en el que un civilizado se barbarizaría y un bárbaro se civilizaría, y hasta un libro basado en la batalla de las Termópilas (siglo v antes de Cristo) que pensaba producir cuando pusiese el punto final a la historia de Bouvard y Pécuchet. Aparte de los apuntes para dos novelas nunca escritas (La espiral y Arthur y Henriette), en la sección 4 del presente volumen se encontrarán también los bocetos para tres obras teatrales, actividad en la que Flaubert pareció buscar oxígeno económico y un público más vasto, pero donde halló más que nada rechazo o, en el mejor de los casos, indiferencia; tanto es así que fue uno de los miembros más famosos del entonces llamado «grupo de autores silbados» que completaban Zola, Turguéniev, Daudet y Edmond de Goncourt: todos ellos novelistas o narradores de prestigio, pero de sonados fracasos en el teatro.

 

Con respecto a las páginas de la sección 5 de este volumen, con notas para la planeada segunda parte de Bouvard y Pécuchet, muestran la obsesión lectora y la manía clasificadora de Flaubert y coinciden con los años en que, a su lado, como discípulo y a veces ayudante, estaba Guy de Maupassant. El encuentro entre ambos se produjo alrededor de 1872 y, de inmediato, Flaubert le impartió al joven una serie de nociones literarias que, como admitiría después Maupassant, «yo solo no hubiese adquirido ni en cuarenta años». De las diversas lecciones, una le quedó especialmente grabada: «Hasta la cosa más insignificante encierra algo singular o desconocido». Dicho de otra manera: «No hay en el mundo dos granos de arena, dos moscas ni dos narices que sean absolutamente iguales. Hazme ver, mediante una sola palabra, en qué se diferencia un caballo de los otros cincuenta que lo siguen y preceden».

La noción de particularidad es tan inseparable de Flaubert que, cuando Maupassant quiso ayudarlo en las arduas consultas para la monumental Bouvard y Pécuchet, recibió la misión de hallar una excepción a cierta ley botánica. Los más de cien científicos que entrevistó no supieron qué responder, hasta que Maupassant dio finalmente con la planta que hacía falta y –palabras suyas– «el delirio de alegría de Flaubert rayó en lo inverosímil».

La muerte sorprendió a Flaubert después de haber escrito el noveno capítulo de Bouvard y Pécuchet. Le faltaba solamente un capítulo, que sobrevivió en forma de borrador y así permitió completar el primer volumen de un proyecto que, de acuerdo con los planes originales, debía abarcar dos volúmenes. La primera parte, como es sabido, narra en tercera persona las peripecias de dos copistas que se conocen, descubren puntos en común y, gracias a una herencia que les cae del cielo, cambian París por la calma rural y se van interesando por todas o casi todas las ciencias de su tiempo con resultados por lo común desastrosos. La segunda parte traería los diarios y cuadernos de Bouvard y Pécuchet en primera persona: su copia, para usar la terminología de Flaubert (y, por lo mismo, se verá que en varios pasajes de los cuadernos determinadas observaciones van precedidas a menudo de una nota que indica «copia» o «para la copia») o, más aún, «una especie de enciclopedia crítica en farsa». Una «enciclopedia de la estupidez humana».

El Diccionario de lugares comunes, editado casi de inmediato tras la muerte de Flaubert (como ocurrió con Bouvard y Pécuchet), iba a integrar este segundo volumen que se completaría con otros textos-catálogo de mirada satírica: entre ellos, el Sottisier (o Cuaderno de estupideces), del que se ofrecen aquí algunos pasajes, el Catalogue des idées chic (Catálogo de ideas chic) y el Álbum de la marquesa, mucho menos conocido para los lectores de lengua española.

El material en suspenso, destinado al segundo volumen, abarcaba originalmente unas dos mil hojas con apuntes y citas textuales que Flaubert había ido compilando a lo largo de su vida, sobre todo a partir de 1845 (según sostiene Bruno de Cessole1), después de haber tomado apuntes acerca de las obras teatrales de Voltaire. Suele contarse que, tras la muerte de Flaubert, Caroline Franklin-Grout le pidió a Maupassant que organizara y editase el segundo volumen de Bouvard y Pécuchet y que este respondió que la tarea era virtualmente imposible pues el material no pasaba de «un montón de citas sin ninguna clase de orden».

Excepción hecha del Diccionario de lugares comunes, hubo que esperar hasta 1966 y 1975, respectivamente, para que una edición especial de Bouvard y Pécuchet, a cargo de Geneviève Bollème, y para que los tomos V y VI de las obras completas de Flaubert, publicadas entonces por Le Club de l’Honnête Homme, dieran a conocer algunos extractos de estos textos-catálogo donde, según escribiera Maupassant, Flaubert expone tal vez como nunca su «odio contra lo burgués» y su idea de que todo lo burgués es con demasiada frecuencia «sinónimo de estupidez».

 

Un escritor puede definirse no únicamente por lo que ha elegido para sus libros, sino también por lo que ha rechazado en su papel de creador y de lector. Cuando en una carta a la señora Roger des Genettes, hablando de Los miserables de Victor Hugo (julio de 1862), Flaubert confiesa que no soporta de esa obra «los excesos de escritura» ni «los raptos líricos» estamos, en cierto modo, ante el criterio general que regirá su sottisier y que rigió, al fin y al cabo, la totalidad de su obra. No sorprende, en tal sentido, que un Flaubert todavía joven afirmara en sus cuadernos de apuntes: «El arte no es otra cosa que la eterna traducción del pensamiento por medio de la forma».

En los dos casos aquí incluidos (Cuaderno de estupideces y Álbum de la marquesa), Flaubert emprende una idéntica tarea: señalar poco menos que escandalizado los desbordes, los errores, el mal gusto, los tópicos, la imprecisión. No queda casi nadie en pie: ni su admirado Balzac ni su alguna vez amada Louise Colet ni sus amigos George Sand o Maxime du Camp.

 

A manera de apéndice, la sección 6 de este libro incluye un conjunto de textos que hasta hace pocos años se tenían por extraviados (o se ignoraban por completo) y que fueron descubiertos por Bernard Molant en un cuaderno que heredó de sus padres: un cuaderno donde Caroline Franklin-Grout copió a mano varios textos de su célebre tío2, entre ellos la narración en primera persona del entierro de su gran amigo Alfred Le Poittevin, muerto el lunes 3 de abril de 1848. En este último texto, cosa sorprendente para un autor al que siempre se vinculó con la invisibilidad autoral, Flaubert refiere sus sentimientos más íntimos.

Los hallazgos incluyen un apunte donde se cuentan los entretelones de un baile que el entonces emperador Napoleón III brindó en honor del zar Alejandro II de Rusia en 1867, año de la Tercera Exposición Universal (la segunda en París), y un texto más literario y menos personal: la biografía, en clave de farsa, de un religioso ficticio apellidado Cruchard.

También en primera persona, el último de los cuatro textos hallados refiere la agonía y la muerte de otro de los grandes amigos de Flaubert: Louis Bouilhet. Se estima que se conocieron en una escuela de Rouen alrededor de 1834. No tardaron en forjar una amistad y en descubrirse intereses parecidos. «En ese pequeño grupo de exaltados, Bouilhet era el poeta, un poeta elegiaco que le cantaba a las ruinas y a la luna», según Flaubert. Indeciso entre el arte y la ciencia, Louis pasó un tiempo como médico interno en el hospital de Rouen, a las órdenes del padre de Gustave, en el área de cirugía. Fue en 1845, tras la muerte del padre de Flaubert, cuando Bouilhet se apartó definitivamente de la medicina para consagrarse a la poesía, que en rigor nunca había abandonado. Pronto Flaubert y Bouilhet conformaron un trío de amigos con el agregado de Maxime du Camp; es famosa la larguísima sesión de lectura que los tres efectuaron en torno a la primera obra adulta de Flaubert: La tentación de san Antonio. La lectura duró cuatro días de 1849. El fallo de Bouilhet y Du Camp fue desfavorable: en aquel libro había un lamentable exceso de retórica y lirismo; preferible hablar de temas menos rebuscados, de algo «más terrenal» como en Le cousin Pons o La cousine Bette (Balzac), aunque con menos digresiones.

De aquel veredicto surgió Madame Bovary. Se afirma incluso que Bouilhet fue quien le contó a Flaubert la historia que inspiró su célebre novela: la historia de Eugène Lamare, médico interno de Rouen, quien tras enviudar se casó con una mujer mucho más joven que él.

 

Gustave Flaubert murió en 1880. Desde entonces, a pesar del tiempo, sus libros no han dejado de constituir una referencia para autores o incluso para escuelas literarias antitéticas, ya sea en Francia como fuera de ella. El legado es vasto: un escritor como Georges Perec proviene, sin dudas, del enciclopedismo irónico de Bouvard y Pécuchet; un libro como el Diccionario del argentino exquisito de Bioy Casares es claro heredero del impiadoso Diccionario de lugares comunes; la pasión por los detalles que se advierte en autores como Chéjov o Nabokov expresa uno de los mayores ideales flaubertianos, y es difícil no ver en Anna Karenina o en Effie Briest reencarnaciones de Emma Bovary, el alma de aquella novela que fue sinónimo de «perfección» para Henry James y un «código del arte nuevo» para Émile Zola.

En su libro El loro de Flaubert, Julian Barnes despliega una serie de imágenes que, incluso contradictorias, definen bien a nuestro autor: el ermitaño de Croisset; el primer novelista moderno; el padre del realismo; el verdugo del romanticismo; el puente que une a Balzac con Joyce; el precursor de Proust. Podría añadirse, como lo hace Maurice Nadeau, que Flaubert rompió con el mito del artista «iluminado» y con la noción de que debía existir una necesaria identificación entre obra y vida del autor. Podría concluirse que a partir de él nada fue igual: los escritores juzgaron menos y observaron más; los escritores fueron mucho más conscientes de sus técnicas; los escritores dejaron de encomendarse a la bendita «inspiración».

«Hay que desconfiar de todo aquello que se asemeja a la inspiración y que, a menudo, no es otra cosa que una idea preconcebida y una exaltación ficticia que nos concedemos voluntariamente y que no ha surgido de forma natural. Además, no siempre se vive en la inspiración. Pegaso, más que galopar, suele ir al paso. Todo el talento consiste en saber obligarle a llevar el ritmo que uno quiere. Pero para eso no debemos forzar su naturaleza, como se dice en equitación», reza una carta que Flaubert le enviara a Louis Colet en diciembre de 1846. «Hay que leer, meditar mucho, pensar siempre en el estilo y escribir lo menos posible, únicamente para calmar la irritación de la Idea, que exige tomar forma y que se revuelve en nuestro interior en tanto no hayamos encontrado una palabra exacta, precisa, adecuada».

 

Eduardo Berti, enero de 2015

 

1. Bruno de Cessole, especialista en la obra de Flaubert y autor de la introducción a la edición de Le Sottisier (Nil éditions, 1995) que ha sido empleada como referencia en este libro.

2. Estos textos fueron publicados en Francia, en 2005, por la editorial de la Universidad de Rouen y del Havre.

Vida de Gustave Flaubert

 

1821, 12 de diciembre. Nace en Rouen.

1824. Nace su hermana Caroline.

1834–1837. Trabajos de redacción escolar y extraescolar. Precocidad literaria.

1836. Conoce en Trouville (vacaciones de verano) a la señora Élisa Schlesinger, primer gran amor.

1837–1839. Obras de juventud como Smarh o Memorias de un loco.

1840. Finaliza el bachillerato, viaja por Córcega y los Pirineos.

1841–1843. Vive entre Rouen y París. Estudios inconstantes de Derecho. Escribe Noviembre y empieza la primera Educación sentimental. Conoce a Maxime du Camp.

1844, enero. Crisis nerviosa. Primera de una serie. Se retira a la propiedad de su padre, en Croisset, a orillas del Sena.

1845. Viajes. Italia y Suiza.

1846. Muerte del padre. Muerte, poco después, de su hermana tras parir a una hija también llamada Caroline, que será para Flaubert una especie de hija adoptiva. Conoce a Louise Colet, con quien mantendrá un apasionado vínculo y un igualmente apasionado intercambio epistolar.

1847. Viaje con Maxime du Camp (Bretagne, Normandía) recogido en Par les champs et par les grèves (Por los campos y por las playas).

1848. Inicia la primera versión de La tentación de san Antonio.

1849–1851. Viaje a Oriente con Du Camp.

1851. Empieza Madame Bovary.

1852. Se distancia de Du Camp.

1854. Ruptura definitiva con Louise Colet.

1856. Finaliza y publica Madame Bovary.

1857. Juicio por Madame Bovary: Flaubert es acusado de ultrajar la moral pública y religiosa, de atentar contra las buenas costumbres.

1858. Viaje a Túnez y Argelia. Toma notas para su nuevo proyecto: Salammbô.

1862. Publica Salammbô.

1864. Empieza a escribir la segunda versión de La educación sentimental.

1866. Viaje a Inglaterra. Es nombrado caballero de la Legión de honor.

1869. Termina La educación sentimental.

1872. Muerte de su madre. Pone final a la tercera versión de La tentación de san Antonio. Se concentra en Bouvard y Pécuchet, viejo proyecto de unas décadas de antigüedad.

1874. Se publica La tentación de san Antonio.

1875. Los graves problemas financieros de Ernest Commanville, marido de su sobrina Caroline, repercuten en su propia economía y en su salud.

1876. Termina de escribir el relato «La leyenda de san Julián el hospitalario». Muere Louise Colet. Escribe el relato «Un corazón simple».

1877. Suma «Herodias» a estos dos relatos y publica Trois Contes (Tres cuentos). Retoma Bouvard y Pécuchet.

1879. Problemas de salud.

1880. Muere en Croisset, el 8 de mayo. Entierro en Rouen, el 11.

1881. Se publica, en forma de libro, Bouvard y Pécuchet.

1. Agonías (1938)

 

Pensamientos escépticos,
dedicados a mi querido amigo Alfred Le Poittevin

 

A mi amigo Alfred Le Poittevin, estas pobres páginas dedicadas por el autor. Extrañas como sus pensamientos, incorrectas como el alma, son la expresión de su corazón y de su mente. Tú las viste nacer, querido Alfred, y aquí las tienes reunidas en un montón de papel. Que el viento disperse las hojas, que la memoria las olvide; este travieso regalo hará que rememores nuestras charlas del año pasado.

Tu corazón se inflamará, sin dudas, al evocar el suave perfume de juventud que envolvía a estos pensamientos desesperados. Y si no logras leer los caracteres que trazó mi mano, conoces bien el corazón del que han brotado.

Aquí te envío estas palabras como un suspiro, como el gesto que hacemos con la mano a un amigo que esperamos volver a ver.

Acaso rías, más tarde, cuando seas un hombre casado, ordenado y moral, al ojear nuevamente las ideas de un pobre niño de dieciséis años que te amaba por encima de todas las cosas y que tenía ya el alma atormentada con muchas estupideces.

 

Gve Flaubert.

20 de abril de 1838

Agonías

 

Menudo título, ¿verdad? Viendo este conjunto de letras, insignificante y banal, nadie diría que encierra pensamientos serios.

¡Agonías!

–¿Se trata, supongo, de una novela aciaga y repugnante?

–No, se equivoca, es un inmenso resumen de una vida moral muy aciaga y muy repugnante. Algo vago, irresoluto, con mucho de pesadilla, de risa desdeñosa, de llanto y de larga ensoñación de poeta. ¿Poeta? ¿Puedo darle este nombre a quien blasfema fríamente con sarcasmo cruel e irónico y que, cuando habla del alma, se echa a reír? No, eso no llega a ser poesía, eso es prosa; no llega a ser prosa, son gritos; pero así como hay gritos falsos, agudos, penetrantes, sordos, también los hay verdaderos y raramente felices. Es una obra curiosa y difícil de definir, como esas máscaras grotescas que causan miedo.

Pronto hará un año que el autor escribió la primera página. Desde entonces, la penosa tarea fue varias veces interrumpida y varias veces reiniciada. El autor ha escrito estas líneas en días de dudas, en momentos de tedio o incluso en noches febriles, pero asimismo en medio de un baile, bajo los laureles de un jardín o sobre unas piedras junto al mar.

Cada vez que moría algo en su alma, cada vez que se quedaba pasmado por cierta razón, cada vez que una ilusión se evaporaba o se desmoronaba como un mero castillo de naipes, cada vez que algo penoso y agitado afectaba a su exterior, calma y tranquilamente, en esos casos, soltaba al fin unos gritos y derramaba unas escasas lágrimas.

Todo lo ha escrito sin pretensiones de estilo, sin ambiciones de gloria, como el que llora sin afectación, como el que sufre sin arte.

Nunca escribió con el objetivo de publicar; puso demasiada verdad y demasiada buena fe en su fe por la nada. Escribió para enseñárselo, a lo sumo, a una o a dos personas que le estrecharían la mano y, en vez de decirle «está bien», le dirían «es verdad».

Si por azar una mano desdichada descubriera estas páginas, que se abstenga de tocarlas, pues queman y desecan las manos al primer contacto. Pues estropean los ojos de quienes leen y liquidan el alma del que comprende.

En suma, si alguien descubre esto que se abstenga de leer. Y si, aun así, cierto infortunio lo empujase a leer, que no venga a decir después «esta es la obra de un insensato, de un loco». Que diga, en cambio, «ha sufrido, aunque su frente está calma, aunque la sonrisa se dibuja en sus labios y la dicha en sus ojos». Y que agradezca mucho a este semejante por no haber muerto desesperado antes de escribir, por haber reunido al fin, en unas pocas páginas, un vasto abismo de escepticismo y desilusión.

 

Viernes 20 de abril de 1838

 

I

 

Aquí retomo, pues, este trabajo empezado hace dos años, un trabajo triste y lento, como un símbolo de la vida: la tristeza y la lentitud. ¿Por qué razón lo he interrumpido tanto tiempo? ¿Por qué me disgusta hacerlo?

 

II

 

¿Por qué me aburre todo en esta tierra? ¿Por qué el día, la noche, la lluvia, el buen tiempo, todo me parece siempre un triste crepúsculo donde un sol rojo se pone tras un océano sin límites? ¡Ay, el pensamiento! Otro océano sin límites; es el diluvio de Ovidio, un mar sin límites donde la tempestad es la vida y la existencia.

 

III

 

A menudo me pregunto por qué vivo, qué he venido a hacer en este mundo, y no encuentro más que un abismo a mis espaldas y un abismo delante de mí. A la derecha, a la izquierda, arriba, abajo, en todas partes: tinieblas.

 

IV

 

La vida del hombre es como una maldición que ha brotado del pecho de un gigante, que ha de golpearse y quebrarse contra una y otra roca, sucumbiendo con cada vibración que resuena en el aire.

 

V

 

He oído hablar a menudo de la providencia y de la bondad celestial. No veo razones para creer en ellas. Un Dios que se divirtiese tentando a los seres humanos para ver hasta dónde son capaces de sufrir, ¿no sería tan cruel y estúpido como ese niño que, sabiendo que el abejorro ha de morir, le arranca primero las alas, luego las patas y después la cabeza?

 

VI

 

La vanidad, según creo yo, es lo que hay en el fondo de todas las acciones humanas. Siempre que he hablado, actuado o hecho algo en mi vida, al analizar más tarde mis palabras y mis actos, he hallado esa vieja locura anidada en mi corazón o en mi mente. Pese a que muchos hombres son como yo, pocos poseen la misma franqueza.

Esta última reflexión puede acaso ser verdadera, pero ha sido escrita por vanidad. La vanidad de no parecer vanidoso hará que, tal vez, la elimine. Hasta la gloria que persigo es, en el fondo, una mentira. ¡Menuda raza de imbéciles, la nuestra! Soy como un hombre que encuentra una mujer fea y se enamora de ella.

 

VII

 

¡Qué cosa inmensamente tonta y cruelmente burlesca es esa palabra llamada Dios!

 

VIII

 

A mi juicio, la última palabra de lo sublime en el arte debería ser el pensamiento; es decir, la manifestación de un pensamiento tan rápido y espiritual como puede ser el pensamiento.

¿Qué hombre no ha sentido su mente colmada de sensaciones y de ideas absurdas, ardientes y aterradoras? Ningún análisis podría describirlas, pero un libro por el estilo equivaldría a la naturaleza. Pues, ¿qué cosa es la poesía, salvo la unión de la naturaleza exquisita con el corazón y el pensamiento?

Ay, si fuera yo poeta, ¡haría cosas tan bonitas!

Siento en mi corazón una fuerza íntima que nadie más consigue ver. ¿Me habrán condenado a ser para siempre un mudo que anhela hablar y que hierve de rabia? Existen pocas situaciones tan atroces.

 

IX

 

Me aburro, quisiera reventar, estar muy borracho o ser Dios para gastar bromas. ¡Joder!

Angustias

 

I

 

¿Para que sirve algo así? ¿Para qué saber la verdad, cuando es una cosa tan triste? ¿Para qué llorar en medio de las risas, para qué gemir en un banquete festivo, para qué arrojar el sudario de los muertos sobre el vestido de la novia?

 

II

 

¡Ah, sí! Permítanme, no obstante, enumerar cuántas heridas sangrientas tiene mi alma y cuántas lágrimas han corrido por mis mejillas.

 

III

 

–¿Cómo? ¿Tú no crees en nada?

–No.

–¿En la gloria ?

–Mira la envidia.

–¿En la generosidad?

–¿Y la avaricia?

–¿En la libertad?

–¿Acaso no adviertes cómo el despotismo le retuerce el cuello al pueblo?

–¿En el amor?

–¿Y la prostitución?

–¿En la inmortalidad?

–Los gusanos desgarran un cadáver en menos de un año; después viene el polvo y después la Nada. Y tras la Nada… La Nada, eso es todo lo que existe.

 

IV

 

El otro día exhumaban un cadáver y transportaban los restos de un hombre ilustre a otro rincón de esta tierra. Era una ceremonia como tantas otras, tan hermosa, tan pomposa, tan falsa como un entierro, salvo que en un entierro la carne es fresca y en este caso estaba podrida. Todo el mundo esperaba al sepulturero. Cuando este llegó por fin, al cabo de diez minutos, apareció cantando, vaya hombre tan osado, indiferente al futuro, despreocupado por el presente; llevaba un sombrero de cuero impermeable y una pipa en la boca.

El procedimiento empezó. Después de unas cuantas paladas de tierra, vislumbramos el ataúd; la madera era de roble y se encontraba medio consumida, así que un único golpe la partió torpemente en dos. Entonces vimos al hombre, al hombre en todo su espeluznante horror. Salvo que un espeso vapor, elevándose en el acto, impidió por un momento que distinguiéramos bien. El vientre estaba roído; el pecho y los muslos eran de color blanco mate. Aproximándose un poco era fácil advertir que este color blanco se debía a una infinidad de gusanos que corroían todo con avidez. El espectáculo nos afectó y un joven se desmayó. El sepulturero, sin dudar un instante, tomó esa carne infecta entre los brazos y la llevó hasta un carro que se hallaba algunos pasos más lejos. Como se movía deprisa, el muslo derecho del muerto cayó al suelo; él lo recogió con vigor y lo puso sobre su espalda antes de rellenar el foso. Solo entonces se percató de que había olvidado algo, la cabeza, y la cogió por los pelos. Cuán repugnante era observar esos ojos apagados y entrecerrados, ese rostro pegajoso y frío, con sus pómulos salientes, ese rostro al que unas moscas querían comerle los ojos. ¿Qué quedaba, pues, del hombre ilustre? ¿Dónde estaba su antigua gloria? ¿Dónde su virtud y su renombre? El hombre ilustre era algo infecto, impreciso, repelente, una cosa que expulsaba un olor fétido, una cosa cuya visión hacía mal.

¿Su gloria? Como verán, lo trataban peor que a un perro; pues todos los concurrentes habían venido por curiosidad –sí, por curiosidad–, animados por ese sentimiento que hace reír al hombre al ver las torturas del hombre, animados por ese otro sentimiento que incita a las mujeres a exhibir en las ventanas, cuando es día de ejecución, sus muy bonitas cabelleras rubias. Se trata del mismo instinto natural que lleva al hombre a apasionarse por todo lo que es repugnante y amargamente grotesco.

De las virtudes del muerto nadie se acordaba ya porque había dejado deudas al fallecer y sus herederos habían tenido que pagar por él.

¿Su nombre? Se había eclipsado, pues no había dejado hijos, sino personas nerviosas que, tiempo después de su muerte, seguían suspirando.

Pensar que hacía un año este mismo hombre era rico, feliz y poderoso, que le decían Monseñor y que vivía en un palacio, mientras que ahora no es más que algo llamado cadáver, algo que se pudre en un ataúd. ¡Vaya idea más espantosa! Pensar que nosotros también seremos así, nosotros que ahora vivimos, que respiramos la brisa del día, que sentimos el perfume de las flores. ¡Es para volverse loco!

Pensar que, tras este momento, no queda nada de nada. ¡Y siempre la Nada, siempre! Esto es lo que ocurre con el alma del hombre. ¿Verdad que después de la vida todo se acaba y es el fin, para la eternidad? ¿Verdad que nada subsiste? Imbécil, ¡tómate el tiempo de observar una calavera!

 

V

 

Pero ¿y el alma? Ay, sí… ¡el alma! Si hubieses visto el otro día al sepulturero con su sombrero de cuero por encima de las orejas y su pequeña pipa toda ennegrecida; si hubieses visto cómo recogía del suelo ese muslo todo podrido y cómo eso no impedía que continuara silbando y bromeando con las muchachas, ¿chicas, no queréis bailar?; si hubieses visto todo ello, habrías reído con piedad y habrías dicho: «Quizás el alma sea esa fétida exhalación que procede del cadáver». No hace falta ser filósofo para adivinarlo.

 

VI

 

Y, sin embargo, es tan triste pensar que todo se esfumará tras la muerte. Ah, ¡no y no! Necesito, cuanto antes, un sacerdote. Un sacerdote que me diga, que me pruebe, que me convenza de que el alma existe en el cuerpo humano. ¡Un sacerdote! Pero, ¿a cuál acudir? Uno de ellos cena ahora mismo con el arzobispo; otro imparte el catecismo; otro más, un tercero, no tiene tiempo.

Entonces, ¿que? ¿Permitirán que me muera? ¿Permitirán que muera yo, que me retuerzo los brazos presa de desesperación, que imploro una bendición o una maldición, que busco el odio o el amor, que llamo a Dios o a Satán? (Ay, sí, Satán vendrá, lo presiento). ¡Auxilio, auxilio! Pero nadie me responde.

Sigamos buscando.

He buscado, aunque sin encontrar nada. Llamé a una puerta, nadie abrió y me hicieron languidecer de frío y de miseria, a tal punto que casi muero. Andando por una calle oscura, tortuosa y estrecha, oí palabras melosas y lascivas, oí suspiros entrecortados por besos, oí palabras voluptuosas y vi que un sacerdote y una religiosa blasfemaban y bailaban unas danzas impúdicas. Aparté la mirada y lloré. Mi pie tropezó con algo: era un Cristo de bronce, un Cristo caído en el barro.

 

VII

 

El Cristo pertenecía muy probablemente al cura, que lo había dejado caer antes de entrar, como quien se quita una máscara teatral o unas ropas de arlequín.

¡Dime ahora que la vida no es una farsa innoble, puesto que un cura deja caer a su Dios para visitar a cierta muchacha de vida fácil! ¡Bravo, bravo! Satán aplaude y se ríe. Y triunfa, como verás. Por favor, que tengo razón: la virtud es la máscara, el vicio es la verdad. Por ello, muy poca gente dice la verdad, porque es muy repugnante oírla. ¡Bravo, bravo! El hogar del hombre honesto es la máscara, el lupanar es la verdad; el lecho nupcial es la máscara, el adulterio que allí se consuma es la verdad; la vida es la máscara, la muerte es la verdad; la religiosa es la máscara, la joven de vida fácil es la mujer; el bien es falso, el mal es real.

 

VIII

 

Griten con fuerza, griten, ustedes que presumen de virtud; griten, ustedes que hablan de moral y mantienen bailarinas; griten con fuerza, ustedes que hacen por su perro mucho más que por su lacayo; griten con fuerza, ustedes que condenan a la muerte a un hombre que ha matado por necesidad, al tiempo que asesinan por desprecio; griten con fuerza, jueces con los atuendos rojos de sangre; griten con fuerza, ustedes que cuando suben cada día a su tribunal aplastan las cabezas de quienes abatieron; griten con fuerza, ustedes, ministros de manos ganchudas que se jactan de acordar a los maridos unos puestos pagados por sus mujeres, por sus pobres mujeres que les piden perdón y piedad, que se abrazan a sus rodillas, que se postran en su escritorio de pies de oro, que se tapan los ojos con las cortinas rojas de sus ventanas, esas mujeres que ustedes han deshonrado, pues con la boca que acababa de anunciar «su marido será nombrado director de correos» han escupido en la cara de cada esposa.

 

IX

 

Finalmente me recomendaron a cierto sacerdote. Acudí a verlo, lo esperé un rato y me senté en su cocina, ante un gran fuego; encima de las llamas chisporroteaban, en una enorme sartén, muchas patatas. Mi hombre acudió de inmediato. Era un anciano de cabellos blancos, colmado de dulzura y bondad.