Edith Wharton

 

 

Escribir ficción

 

 

 

Traducción y prólogo de
Amelia Pérez de Villar

 

 

 

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Edith Wharton, Escribir ficción

Primera edición digital: marzo de 2018

 

Título original: The writing of fiction. The vice of reading

 

ISBN epub: 978-84-8393-616-0

 

 

Colección Voces / Ensayo 157

 

 

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© De la traducción y el prólogo: Amelia Pérez de Villar, 2011

© De la fotografía de cubierta: Courtesy of The Mount, 2011

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2011

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Prólogo

 

 

 

La mayoría de las personas no ven lo que sucede a su alrededor. Este es mi principal consejo para los escritores: por el amor de Dios, mantengan los ojos bien abiertos.

William Burroughs

 

 

 

El intento de sintetizar en un tratado todo lo que un escritor sabe sobre la práctica, la técnica o el oficio que deben necesariamente subyacer a toda creación literaria no es nuevo: se trata de una costumbre que proliferó hacia la mitad del siglo xx y de la que existen numerosos ejemplos, porque «estudiar la práctica de la ficción es enfrentarse a la más novedosa, la más fluida y la menos formulada de las artes». Con esta frase inició Edith Wharton el primero de una colección de cinco artículos sobre el arte de escribir ficción que la revista Scribner’s publicó entre diciembre de 1924 y octubre de 1925 y que a finales de ese año vieron la luz en forma de libro. Un ensayo así en la época de Wharton, elaborado por una mujer y redactado con la sencillez, el rigor, y el valor didáctico que tiene este es, cuando menos, encomiable. Cualquier gran escritor, cuando se le pregunta por las razones que le impulsan a escribir o por sus usos con la pluma –antaño– o con la Underwood –en la época dorada de los grandes decálogos– se sentirá inclinado a ofrecernos las razones más peregrinas, más llamativas, estrambóticas, rayanas incluso en lo despreciativo, que podamos imaginar. Ahí tenemos la respuesta de Hemingway cuando le preguntaron cuál era el primer consejo que daría a un aprendiz de escritor: «Digamos que debería ahorcarse, porque descubre que escribir bien es intolerablemente difícil». O la confesión de Flaubert, citado hasta la saciedad por todos los docentes en esta materia, que hablando del oficio de escritor dijo que amaba su trabajo «con un amor frenético y perverso, como ama el asceta el cilicio que le araña el vientre». O Fernando Pessoa: «Para mí, escribir es despreciarme; es como la droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo». Da la impresión de que todos ellos se sintieran condenados, como Sísifo, a desempeñar una tarea que nunca dará ningún fruto, al menos, ninguno que merezca la pena, y a la vez, parte de un colectivo de marginados selectos, de un misterioso olimpo –con minúscula– de arrabal al que no se permite acceder a cualquiera.

Y es que nunca es sencillo, cuando uno ya está instalado en ese Olimpo –con mayúscula–, poner al alcance de todos los propios conocimientos. El eterno dilema, casi hamletiano, de «el escritor ¿nace o se hace?» da para mucho y siempre habrá los que no quieren competencia, o pretenden con razón o sin ella sobresalir entre la multitud, y los que, guiados por otro tipo de intereses tratan de demostrar que es algo que está al alcance de cualquiera, que todos pueden aprender con el maestro adecuado. No pretendo imponer mi opinión personal en esta materia, pero considero indiscutible que tras cualquier forma de creación, artística o no, se esconde, junto a una base presupuesta e incuestionable –que puede llamarse talento, o predisposición, o inquietud, o de muchas otras formas– un largo recorrido, una carrera de fondo que no escatima dedicación, tiempo ni esfuerzo. Si un escritor en ciernes o un ciudadano de a pie deciden tomar esta senda, conviene que sepan qué les espera y, si deciden aprender, tal vez deberían servirse de un buen libro de texto.

Escribir ficción lo es. Tal vez el libro de texto idóneo para este fin. Porque en él se encuentran todos los ingredientes necesarios para acometer un proyecto importante, no necesariamente vital. Otro debate tan antiguo como la historia, compañero inseparable de «¿el escritor nace o se hace?», bien pudiera ser «pero ¿quieres escribir, o ser escritor?». Como suele ocurrir con toda actividad artística, la práctica literaria va acompañada de un aura de atractivo, de glamour, de atracción fatal sobre la cual también se han vertido infinidad de opiniones. Y, aunque la respuesta puede servir de filtro para descartar a los impostores, la pregunta ha dado pie, como en el caso anterior, a que propios y extraños se vayan por las ramas hablándonos de la fatalidad de estar tocado por este don y las obligaciones que impone. Pero quien busque divismo, fatalidad o sufrimiento no debe seguir leyendo. No, pensándolo mejor, voy a contradecirme: para quien busque divismo, fatalidad o sufrimiento, las páginas siguientes son de lectura obligada. Servirán de prueba de selectividad. La mujer que escribía tendida en su cama –probablemente con dosel, seguramente reposando sobre mullidas almohadas y rodeada de encajes– y lanzaba las páginas manuscritas al suelo para que su ayudante las organizara, nos ofrece un compendio de todo aquello que se necesita para escribir bien, cuáles son los aspectos que deben tenerse en cuenta si uno decide seguir esa senda. Sorprende la clarividencia y la actualidad de algunos de sus postulados, cuando habla del pánico de todo joven creador a la falta de originalidad («un síntoma habitual de inmadurez») y de los peligros que esto acarrea. En ningún momento se pone Edith Wharton como modelo de nada: sus referentes son siempre los clásicos, a los que recurre constantemente como ejemplo de buen hacer o de manifiesto error y a los que cita con admiración y respeto, pero siempre con actitud crítica. El valor de sus manifestaciones es doble, porque aborda el estudio de sus obras desde su condición de lectora y de escritora que se ha inspirado en ellos para adquirir oficio, algo que recomienda hacer a todos los que empiezan; o tal vez triple, si pensamos que a algunos de ellos, como Henry James, los conoció personalmente. De este modo puede dar una visión multifacetada de todo el conglomerado de características, de actitudes y aptitudes, que conviene reunir si se desea escribir una obra literaria. Y, en este sentido, hay otro aspecto importantísimo en su exposición: el valor didáctico de estas páginas, además de sus conocimientos teóricos y prácticos, su experiencia, su capacidad de ordenación y síntesis y su generosidad a la hora de transmitirlos –puede verse claramente que las soluciones, o las enseñanzas, que propone están al alcance de cualquiera, no hace falta estar tocado por las musas ni pagar un curso carísimo y exclusivo en la otra punta del mundo– viene impuesto por una cuestión colateral y, para muchos, accesoria: su capacidad como dibujante y diseñadora. Antes de embarcarse en la elaboración de este tratado sobre la escritura de ficción, publicó, junto al arquitecto Ogden Codman, La decoración de casas (1897) y poco después Villas italianas y sus jardines (1904), al tiempo que escribía los relatos, poemas y artículos que le permitieron darse a conocer y que participaba activamente en la construcción o en la reforma de sus casas de Newport («Land’s End») y Massachusetts («The Mount»). Esta última forma parte del patrimonio nacional estadounidense.

Al conocer esta faceta de Wharton no sorprenden tanto algunos de los rasgos de su estilo. La práctica del dibujo permite ejercitar una capacidad necesaria en otras artes. Dijo Brahms que componer no es difícil, que lo complicado es dejar caer bajo la mesa la notas superfluas. El hecho de que tanto la literatura como la música se valgan de elementos etéreos para la creación las convierte en territorios cenagosos para todos aquellos que, escudándose en el arte y en el talento, rehúsan abordar la parte menos provocadora y más tediosa del proceso: la corrección, la revisión, el pulido. La actitud que te impulsa a desbrozar la obra de arte y a despojarla sin compasión de todo lo que la hace menos bella, que es lo que suele suceder con el artificio. En pintura es fácil dejarse llevar por el afán de perfección y olvidar uno de los postulados de Edith Wharton, el que Mies van der Rohe formuló con solo tres palabras: «Menos es más». Uno sigue pintando, añadiendo color, retocando, perfilando: mira el cuadro de lejos y, aun así, añade otra pincelada. Llega un momento en el que incluso careciendo de objetividad como carece en muchas ocasiones el creador con respecto a su obra, se aprecia que esa última pincelada no se debía haber dado. Sobra. En pintura no hay vuelta atrás. Edith Wharton lo sabía muy bien, y recurre constantemente a términos pictóricos o arquitectónicos (perspectiva, colorido, proporción, trazo) o a la mención de grandes maestros, como Ucello o Benvenuto Cellini, para ilustrar su tesis. También emplea la metáfora de la escultura, más sencilla de apreciar para cualquier espectador: su capacidad de visión espacial y de conjunto, sin duda mejorada, aumentada, incluso adquirida a través de sus conocimientos de decoración y paisajismo, han sido una baza importante a la hora de escribir, y de inestimable valía a la hora de producir este corpus de consejos sobre literatura y creación literaria. No deja de ser lógico que ello haya influido en la manera en que estructura y articula los escritos, aunque estos puedan leerse por separado y aunque, como sucedió, el orden en el que finalmente se publicaron como conjunto no coincida con el orden cronológico de su aparición en Scribner’s.

Así, comenzando por un elocuente «En general», el volumen dedica un segundo apartado a la construcción del cuento o el relato corto, un tercero, a la novela, y un cuarto, a la importancia de la situación y de los personajes, que bien podría ser una segunda parte del anterior, para terminar con una especie de separata dedicada en exclusiva a Marcel Proust y a su obra, tal vez en un intento de constatar la importancia de ambos en lo que ha sido el hilo conductor de todo este ensayo. Dentro de cada capítulo queda también patente el valor didáctico de cada consejo, cada postulado, cada símil y cada ejemplo de los que aplica la autora para conseguir su propósito. Y todo sin olvidar dos o tres cuestiones fundamentales: la sencillez de la exposición, la precisión del lenguaje –que sin caer nunca en el academicismo estricto recorre un amplísimo abanico de recursos, desde lo más cercano hasta lo sublime– y la oportunidad de los ejemplos escogidos. Las especias que sazonan este plato: una elegante ironía y un comedido sarcasmo que alcanza su máximo exponente en un párrafo del tercer capítulo, «Construir una novela»:

 

A nadie que recuerde que la gran novela de Butler, El destino de la carne, permaneció inédita durante más de veinte años –porque trata, con sobriedad pero de forma muy sincera, de los principales resortes de la conducta humana– podrá extrañar que algunos elaborados monumentos de pornografía escolar sean ahora considerados genialidades por un público que no conoce a Rabelais y no sabe que existió Apuleyo.

 

Arremete también contra la moda –y escojo este término con toda intención, porque recuerda lo banal y lo efímero, y porque Edith Wharton no critica esta práctica como recurso que se puede usar, sino como salida fácil de la que se puede abusar– del flujo de conciencia («uno se siente inclinado a pensar que la generación que ha inventado el “flujo de ficción” está consiguiendo la ficción que se merece, (…) esto está suscitando en sus jóvenes escritores la convicción de que el arte no es un proceso ni largo ni arduo, y tal vez les está impidiendo ver el hecho de que notoriedad y mediocridad suelen ser términos intercambiables»); como Picasso, desmonta la «teoría de la inspiración» que «resultará seductora incluso para aquellos a los que les importa poco el triunfo fácil». Me consta que los lectores sacarán todo el provecho a los párrafos donde habla de la técnica, la forma y el estilo, el tema y la trama; de la capacidad de selección de los materiales, aquel «dejar caer bajo la mesa las notas superfluas», del reparto adecuado de los detalles y el orden en que se ofrecen los datos, o de la selección del punto de vista. No olvida algo fundamental que Mario Vargas Llosa recalcó en sus Cartas a un joven novelista: «la ficción es una mentira que encubre una profunda verdad». Porque al lector no le importa que la literatura no sea veraz: solo busca en ella verosimilitud, quiere creer, y exige poder hacerlo. También disfrutarán de los pasajes donde ofrece trucos para dedicar a cada obra literaria la longitud que precisa y merece o para decidir dónde se comienza a narrar, o aquellos otros en los que expone el empleo adecuado y preciso del diálogo para lograr el efecto perseguido. Aunque no lo dice con estas palabras, cuando ya se tienen todos los ingredientes para cocinar un plato, es preciso contar también con el tiempo de cocción y respetarlo. Por eso veo conveniente aquí entresacar otro párrafo egregio, vinculado a una de las cuestiones menos específicas y, a la vez, más complicadas de lograr en narrativa, que es el efecto del paso gradual del tiempo:

 

Una de las herramientas que se emplean para conseguir este efecto es, desde luego, perder el miedo a ir despacio, mantener el ritmo que impone el tono narrativo, y ser tan incoloro y tranquilo como es a veces la vida en ese tiempo que transcurre entre los momentos culminantes.

 

La prisa no es buena consejera. Los atajos, tampoco. «Y el joven novelista puede preguntarse de qué sirven la experiencia y la reflexión, si sus lectores son incapaces de proporcionarle ninguna de ellas». Advertidos del peligro de dejarse llevar por el afán de complacer (al público lector, al editor, o al crítico) la autora nos presenta a un personaje fundamental en este periplo: el «otro yo, con el que el artista creativo está siempre en misteriosa correspondencia y que, felizmente, tiene una existencia objetiva en algún sitio y recibirá algún día ese mensaje que se le envía, aunque tal vez el emisor no llegue nunca a saberlo».

Esta frase es la forma más hermosa de finalizar este prólogo porque, aunque el libro no termina con los cinco artículos citados, el escrito que sirve de broche es otro ensayo de Edith Wharton, más conocido y difundido (publicado en 1903 en la revista North American Review) que será el reverso de esta tesis: «El vicio de leer». Conviene recordar aquí que entre la aparición de estos dos ensayos Wharton publicó sus novelas más conocidas: La casa de la alegría (1905) y La edad de la inocencia (1920), ganadora del Premio Pulitzer. Dicho de otro modo, cuando se publicó Escribir ficción su artífice era ya una autoridad en la materia. Y si bien para cierto tipo de lector recorrerlo puede ser más placentero, porque es más fácil sentirse aludido entre la audiencia e identificado como destinatario, el final de este artículo no habla de la lectura ni del lector, sino del escritor y, en concreto, del escritor que ha elegido el camino fácil: se puede incluso apreciar el germen de ese hilo conductor que subyace a los cinco artículos de Escribir ficción y, al leerlo como colofón uno siente que asiste, a final de curso, a la ceremonia de entrega de diplomas, tan definitivo es su tono, tan convincente su afirmación.

 

 

Amelia Pérez de Villar

 

Escribir ficción