Edith Wharton

 

 

Criticar ficción

 

 

 

Traducción y prólogo de
Amelia Pérez de Villar

 

 

 

logotipo_INTERIORES_negro.jpg

Edith Wharton, Criticar ficción

Primera edición: marzo de 2018

 

ISBN epub: 978-84-8393-615-3

IBIC: DSK

 

 

Colección Voces / Ensayo 170

 

 

Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.

 

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

 

 

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

 

 

 

© De la traducción y el prólogo: Amelia Pérez de Villar, 2012

© De la fotografía de cubierta: Courtesy of The Mount, 2012

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2012

c/ Madera 3, 1.º izquierda, 28004 Madrid

Teléfono: 915 227 251

Correo electrónico: ppespuma@arrakis.es

Logo%20ministerio%20cultura2_grises.tif

Prólogo

 

«En cuestión de crítica literaria las modas cambian con la misma rapidez que en el vestir». Con esta frase abre Edith Wharton su artículo titulado «Literatura y crítica» (escrito con posterioridad a 1914, pero nunca publicado hasta 1996), incluido en esta colección. Regreso a Wharton como quien regresa a casa, en busca de esa sensación acogedora que ofrece lo conocido, a la espera de que una voz que es toda sabiduría corrobore, plena de sensatez, lo que tantos piensan y tan pocos se atreven a expresar con palabras. La respetable dama de Boston que intentó enseñarnos a escribir ficción poniendo a nuestro servicio sus conocimientos y su experiencia se vuelve mordaz (o, mejor, se vuelve más mordaz) sin dejar de ser didáctica, y sigue siendo mentora y maestra aprovechando que el correr de los años le ha permitido abordar su tarea desde un punto de vista más maduro.

Después de traducir y prologar Escribir ficción (Páginas de Espuma, 2011) parece complejo, a priori, lanzarse a introducir otra obra de la misma autora y casi del mismo tema sin correr el riesgo de repetirse en cada párrafo. Por eso digo que regreso, porque el regreso está dotado de esa cualidad acogedora de la seguridad que da lo que se conoce. La experiencia –la suya como ensayista, la mía como voz en castellano de la autora en dos grupos de textos muy parecidos– nos permitirá, o al menos así lo espero, dar un enfoque distinto a dos series de escritos tan distantes, pero unidas por un espíritu idéntico. Cuenta ella misma en «El ciclo de la crítica», publicado en The Spectator a finales de 1928: «Hace ya veintinueve años que eché a los lobos a mi primera criatura y bien podría hacerme eco del comentario del Ogniben de Browning: “He conocido a veinticuatro líderes de las revueltas”». Qué lejos está este texto de aquel delicioso “El vicio de leer” (1903) y, sin embargo, qué poco ha cambiado el parecer de Edith Wharton sobre la creación literaria y la forma de abordar los textos como autor o como lector. Porque, parafraseando al editor y crítico literario Constantino Bértolo, incluyo a los críticos en la categoría de lectores, aunque un crítico sea siempre un tipo especial de lector. Los ensayos de Edith Wharton sobre literatura son una cruzada bien cimentada contra el absurdo y la pedantería, una cruzada llena de contrastes y justificaciones. Y sobre todo, son un dechado de sentido común, ironía y oficio. El paso del tiempo ha añadido notas más intensas a sus postulados, como sucede con un buen vino, ha vuelto más profundo su color, pero no ha modificado ni un ápice su alma. Cuando median treinta años entre dos escritos de una misma pluma y el contenido varía tan poco se puede decir que la base es estable. Cuando lo leemos unos cien años después y podemos corroborar en gran medida cuanto dice, suceden dos cosas: que no ha cambiado nada –para nuestro mal, en este caso– y que lo que se afirmó entonces no se afirmó a la ligera.

El hilo conductor de esta selección de artículos de Edith Wharton es, como indica el título, la crítica de la ficción, en el sentido más amplio tanto de crítica como de ficción, cuyo estudio aborda la autora desde casi todos los puntos de vista. El comienzo moral de este juicio de valor es una pregunta al estilo de aquella otra tan célebre de las primeras líneas de Conversación en la Catedral, «¿En qué momento se había jodido el Perú?». Wharton se pregunta con la misma vehemencia «¿cuándo, en la breve historia de la ficción, ha llegado la crítica a formar parte de un proceso regular y organizado de práctica del elogio? ¿Cuándo, en definitiva, ha tratado la crítica literaria eso que se considera su objeto como han hecho otras formas de crítica –de la historia, de la lengua, o de alguna de las ciencias exactas– con continuidad y competencia?», antes de recorrer la realidad, la irrealidad, la utilidad, los vicios de la crítica de la ficción e incluso los daños colaterales que provoca, de lo que dan cuenta los párrafos siguientes En el ensayo de 1914 que da título a este libro, donde habla, por ejemplo, sobre la realidad de la crítica:

Una crítica que se ejerce de manera sistemática e inteligente tiene, cuando menos, un valor negativo y represivo. Y sus efectos no se limitarán a hacer menos malo un libro mediocre sino que llevarán a que un buen libro se considere mejor,

O en este, constatando lo que los críticos deberían hacer y no hacen:

Una novela es buena o mala en función de la profundidad de la naturaleza de su autor, de la riqueza de su imaginación, y de hasta qué punto es capaz de reconocer sus intenciones. Si los críticos juzgaran las novelas en función de estos criterios, el servicio que prestan sería mucho más encomiable de lo que ellos creen para un autor que ansía saber cuánta de esa visión interior ha logrado hacer visible a los ojos de otros»

O en este otro, donde da la vuelta a la cuestión de la utilidad:

... discutir su utilidad será tan gratuito como perverso es considerarla una práctica reservada a unos cuantos enemigos del arte a sueldo. La crítica es tan persistente como una sustancia radiactiva y, aunque extermináramos mañana a todos los críticos profesionales, el proceso continuaría en activo allí donde se hiciera un intento de interpretar esas vidas que se exponen a la atención humana. No hay modo de reaccionar ante ningún fenómeno si no es criticándolo,

O bien este, en el que habla sin ambages de los vicios habituales en los críticos y constatando los desórdenes que puede provocar en los autores no iniciados.

Como norma general, el crítico suele estar demasiado ocupado dando cuenta del número de páginas (un aspecto que casi nunca se omite) o diciendo qué tema le hubiera parecido a él más interesante que el escogido por el autor, o bien comparando la novela con las anteriores obras de este, aparentemente convencido de que cada vez que el novelista escribe un libro su finalidad es hacerlo lo más parecido posible al que lo precede y que cuando no lo consigue hay que llamarle la atención por su descuido.

Lamentando la desaparición de dos generaciones de críticos franceses donde, desgraciadamente, no se cuentan por legión los Sainte-Beuve, Anatole France, Jules Lemaître y Emile Faguet, Wharton expone la necesidad de que exista una crítica literaria profesional, se queja del componente mercenario de la actividad –que puede dar al traste con la honestidad que se le supone al crítico– y da a los jóvenes escritores consejos que están en la misma línea de aquellos otros que les daba entonces para que se convirtieran en escritores consagrados, sin morir en el intento. Me consta que el lector disfrutará de su mordacidad cuando lea las opiniones que esgrime la autora sobre el imperio de lo efímero y lo superficial, porque también aquí hace uso y gala de todo su bagaje para darnos una lección magistral de literatura clásica y para aconsejarnos sobre cómo debemos leer o escribir si tenemos claro el campo en el que queremos jugar: el de la fugacidad o el de la permanencia. Vuelve a ilustrar sus clases con Tolstói, Dostoievski, Thackeray y Balzac, y recupera los símiles del dibujo, en el que también era experta, para que todo quede meridianamente claro. Pero el salto de la Edad Antigua a la Edad Moderna (y me permito utilizar estas dos etiquetas despojándolas totalmente de su rigor histórico) que da cuando de aquellos grandes magnates de las letras pasa a Sinclair Lewis o cuenta anécdotas sobre sus viajes en automóvil por Francia junto a Henry James, sobrepasarán las expectativas de cualquier lector que aborde la lectura de este volumen llevado sólo por lo escueto de su título: cualquier artículo (no digamos ya colección, o selección de artículos) de Edith Wharton es una ventana que se abre al rigor de la enseñanza vocacional, un paseo sobre el complejo arte de componer una obra literaria, un lujo para el lector no erudito, una lectura obligada para todo aquel que desee aprender, y una lección para todos los que dan importancia a la forma de contar historias, de expresarse, de sacar el máximo partido a sus lecturas o de pasar un buen rato. Porque si de algo se aleja Edith Wharton como de la peste es de la erudición excesiva, de la pedantería fácil y de la comunión con formas y maneras políticamente correctas.

 

Como podrá comprobar el lector que acuda al final de este volumen, Criticar ficción recoge ensayos escritos y publicados a lo largo de toda la carrera de Edith Wharton, desde los más tempranos, aquellos dedicados al teatro que datan de 1902, hasta las propias consideraciones sobre su obra, publicadas en los años treinta del siglo pasado, cuando sus libros habían sido ya plenamente reconocidos. Hemos querido que este volumen no resultara una mera recopilación de textos, sino que el lector pudiera considerarlo como un libro temático que Wharton fue proyectando y desarrollando en diferentes momentos, y por eso se ha preferido la agrupación temática a la cronológica. Si en Escribir ficción (cuyos textos, originalmente, tampoco fueron pensados para formar parte de un libro), la autora se servía de la «escritura» como tema central para desarrollar sus teorías acerca de la lectura, del arte y de la conducta humana en general, ocurre aquí lo mismo con el pretexto de la «crítica». Si el primero no era –sólo– un manual de escritura creativa, en Criticar ficción veremos como ese tema aparece y reaparece de manera constante, bien sea en las reseñas estrictas («George Eliot»), en las valoraciones sobre libros contemporáneos («Henry James en sus cartas»), en los prólogos a sus obras («Ethan Frome», «La casa de la alegría», en los ensayos más teóricos («Visibilidad en ficción») o en sus notas más personales («Mi viejo Nueva York»), uniendo unos textos con otros.

Quiero concluir este prólogo con un párrafo excelso sobre la composición de historias de fantasmas: lúcido y divertido a partes iguales, no puede ser más acertado ni más actual: «En una generación a la que todo lo que contribuía a alimentar su imaginación porque tenía que ganarse con esfuerzo y asimilarse lentamente se le sirve ahora cocinado, sazonado y cortado en pequeños bocados, se está atrofiando rápidamente la facultad creativa (porque leer debe ser un acto tan creativo como escribir), junto con la capacidad de mantener la atención; y el mundo que antaño fue tan grand à la clarté des lampes se está reduciendo en proporción inversa a las nuevas formas de expandirse». Tomemos nota.

 

Amelia Pérez de Villar

Madrid, 31 de enero de 2012

criticar ficción

Literatura y crítica

 

En cuestión de crítica literaria las modas cambian con la misma rapidez que en el vestir. No hace muchos años los críticos estaban dispuestos a considerar grande cualquier novela que fuese deprimente: ahora insisten en que ninguna novela que sea deprimente puede ser grande.

Este último punto de vista es acertado en un sentido: para el lector reflexivo ninguna obra literaria de calidad puede ser deprimente. Pero no es esto lo que el crítico quiere que se entienda. Hace unos cuantos años, un escritor resumió en una conocida revista literaria la popular teoría del arte de la ficción, aunque de manera un tanto naif: «La verdad en cuanto a la literatura de ficción, en este preciso momento, es que debe ser animada para ser buena… Aunque la literatura pueda proporcionar muchas otras cosas, si no ofrece sustento, luz, y comodidad para las horas de ocio del lector de mediana edad, ha fracasado en su misión elemental». Si condensamos «sustento, luz, y comodidad» en la palabra «felicidad» encontraremos la fórmula del crítico medio, inglés y estadounidense: «La ficción, para ser buena, debe hacer feliz al lector».

Si el crítico literario se viera obligado a definir sus términos con la precisión que se le exige al escritor científico, esta fórmula hubiera encontrado menos aceptación entre el público en general, dado que su valor total depende obviamente del sentido en el que se utilice la palabra «felicidad». A menos que se pretenda expresar con ella una emoción estética provocada por una obra maestra, que puede ser Macbeth o El Decamerón, Pickwich o Henry Esmond, esa cualidad de la felicidad no puede exigírsele a una novela en mayor medida que a una porcelana china. Si la felicidad exigida por el crítico fuera una emoción moral, equivalente a la que se supone que experimentamos cuando realizamos un acto altruista o cuando somos testigos de una escena de inocente gozo, no puede decirse que la felicidad sea algo más vinculado a la literatura que a la cerámica.

No vamos a decir ahora que la ficción de primer orden no deba comunicar una emoción moral. Y como la ficción1 (para afinar el apotegma de Arnold) es «una crítica de la vida», siempre deberá suscitar esa emoción en proporción a su valor; y esa emoción, ya sea gozosa o dolorosa, debe igualmente proporcionar un placer estético al lector. Este placer estético es, de hecho, en gran medida independiente de la tendencia incidental de la obra: Manon Lescaut deberá hacer al lector igual de feliz que Lorna Doone. El valor definitivo de cada obra de arte radica no en su tema, sino en la forma en que se ve ese tema, en cómo se siente y se interpreta. El temperamento del escritor, su punto de vista, su facilidad para penetrar en la superficie de la fábula que narra y llegar a la inherencia que lo vincula a la vida como un todo: esos son los factores determinantes en la creación de una obra de arte. No hace falta decir que el escritor imaginativo seleccionará de manera instintiva el tema adecuado a su talento y pintará la vida desde el punto de vista que mejor le permita enfocarlo. Pero sea cual sea el tema elegido, extraerá de él elementos de belleza y mostrará el microcosmos que hay en el átomo. El único libro realmente deprimente… no, el único libro realmente inmoral, es aquel en el que el escritor no ha sentido un vínculo lo suficientemente fuerte entre la pequeña fracción de vida que representa y la verdad eterna al poner su tema en relación con esta última.

El escritor inmoral es, en otras palabras, el escritor que carece de imaginación. Algunos de los más excelsos novelistas no han sido inmorales, sino amorales. Balzac, por ejemplo, con su inmensa introspección psicológica, carecía de esa percepción ética más sutil, en detrimento de los personajes que creaba. Algunos de sus modelos de virtud expresan sentimientos que asombran al lector bastante más que las elucubraciones de sus villanos. En Beyle (es decir, Stendhal, el novelista francés Henri Beyle), faltaban hasta los instintos más básicos relacionados con la consideración del «otro»: era marcadamente antisocial. Sin embargo, ambos escritores produjeron, a fuerza de imaginación y de adivinación mágica de la motivación humana, en obras como Papá Goriot o Rojo y negro, estudios de vida tan penetrantes que resultan profundamente morales.

Sólo hay dos clases de escritores de ficción realmente inmorales: los que escriben deliberadamente con el propósito de llenar los anaqueles, que resultan prescindibles si se considera el tema como algo general, y los que aun siendo suficientemente ambiciosos para describir la vida tal y como es, no sólo se ven constreñidos por su estrechez de miras y por una imaginación insuficiente, que no les permiten ver el tema desde todos los puntos de vista, sino que son además incapaces de enfocar adecuadamente los objetos dentro de su limitado campo de visión, de «ver la vida en su continuidad y en su totalidad»2. Por desgracia, estos escritores son los que tienen menos probabilidad de darse cuenta de sus limitaciones y, por lo tanto, los que con mayor frecuencia se lanzan a tratar temas que van más allá del alcance de su imaginación. Y de esta manera propician la inmoralidad, porque ven el mal sin sus reajustes compensatorios, el incidente desnudo sin la complejidad de sus antecedentes.

La doctrina del arte por el arte, del golfo que separa el arte de la ética, que con tanta confianza se enunció hace ahora treinta años y que sigue siendo un horror para el crítico de mentalidad sencilla, no fue más que una reacción contra la tendencia a sacrificar la creación de personajes a favor de una tesis. Lo que diferencia al literato del moralista confeso no es una radical contradicción de fines, sino el hecho de que uno instruye por observación del personaje, y el otro por las deducciones generales extraídas de dicha observación. No debe olvidarse que, hasta donde llegan sus raíces, la novela tal y como la conocemos en la actualidad es una forma de arte muy reciente, y los innovadores están obligados a ser más o menos explícitos. Por lo tanto, es bastante natural que salvo en el caso de unos cuantos libros asombrosamente modernos, como Adolphe o Manon Lescaut, casi todos los novelistas de los primeros tiempos se sintieran obligados a interferir personalmente en el curso de su narración. El lector, al hacerse más experto, comenzó a percibir estos rodeos e interrupciones y a exigir que se le permitiera extraer sus propias conclusiones de los hechos que se le presentaban. Al final alguien formuló su deseo en el famoso díctum de la impasibilidad del artista, y dicha convicción implica que Guy de Maupassant, en su interesante estudio de Flaubert, no viera incongruencia alguna en declarar que «ese artista impecable debería llamarse no sólo impersonal, sino impasible» y que se trataba de una cuestión de fe el que en el caso de Flaubert, «toda acción, buena o mala, era del interés del autor sólo como reproducción, sin entrar en consideraciones en cuanto a su significado moral».

La falacia de esta afirmación (especialmente inadecuada cuando se aplica a Flaubert) es tan evidente que nadie se sorprenderá si encuentra a Maupassant, unas cuantas líneas más adelante, invalidando su postura al admitir que «si un libro enseña una lección, debe hacerlo a pesar de su autor, por la simple fuerza de los hechos que narra».

Esta es una excelente definición de una buena novela. El novelista deja de ser artista en el momento en que pliega a sus personajes a las exigencias de una tesis. Pero también dejará de serlo si retrata los hechos que describe sin considerar su significado moral. Maupassant, que entendió la naturaleza del arte de Flaubert aunque se equivocara con la fórmula que dedujo de él, continúa diciendo que «aunque diera considerable importancia a las cualidades de observación y análisis estaba aún más preocupado con la cuestión de la composición y el estilo. Por composición –continúa el escritor–, se refiere al arduo esfuerzo que resulta de extraer la esencia de las acciones sucesivas de toda una vida, seleccionando sólo los rasgos característicos y agrupándolos de modo que se combinen de la manera más idónea para producir los efectos deseados»; y el propio Flaubert completa esta exposición de método supuestamente impersonal afirmando que «no hay nada real sino las relaciones de las cosas, es decir, esa conexión en la que nosotros las percibimos».

En esta frase, que muestra el predominio de la ecuación personal, nos ha dado la piedra de toque de la buena literatura.

No se trata tanto de la sensación de insignificancia del ser humano como de la vastedad de lo que le rodea. El realista nunca es irónico: siempre es terriblemente serio, porque es imposible ser irónico si no se tiene sentido de la infinitud. El cronista de historias y vidas insignificantes, que piensa que bebe el único brebaje y nunca sospecha que, por encima de su cabeza, los dioses liban néctar en copas de oro y que el valor de una historia es proporcional a la calidad de las percepciones de su autor (dado que tiene el poder de conferirlas una forma artística). Esta verdad parece bastante obvia, pero es el criterio que con menos frecuencia se aplica para evaluar la literatura.

El sentido del humor es sentido de la proporción, y la ironía es el sentido del humor contemplado desde un punto de vista más alto: la «sonrisa del universo»3.

En resumen, el novelista inmoral (o, al menos, el novelista dañino) es aquel que maneja un tema complejo o sombrío sin el poder necesario para llenar de vida su materia prima. «Todos los esplendores y satisfacciones de la vida, reflejados en la conciencia embotada de un idiota, son insignificantes comparados con la imaginación de Cervantes escribiendo Don Quijote en una celda miserable de la cárcel»: esta frase de Schopenhauer da la clave de la inadecuación de tantos estudios de la vida que han quedado en nada. En Middlemarch, cuando Dorotea adorna al Doctor Casaubon con sus propias –y generosas– ilusiones, describe el aspecto que ella imagina que tendría Locke, y Celia dice «¿Tenía Locke esa mancha blanca…?»; a lo que Dorotea da una magnífica respuesta: «Sin duda: cuando le miraban según quiénes». Dumas hijo, en su prefacio de Manon Lescaut, formuló la misma teoría: «Un chef-d’oeuvre n’est jamais dangereux, et toujours utile; le tout, c’est de savoir le lire»4.

Si se adujera que esto es ver la ficción desde el punto de vista crítico o profesional, y que la acción de la historia es aquello en lo que, a la postre, el lector basa su juicio, responderemos mejor a esa objeción citando unos cuantos ejemplos bien conocidos de novelas populares entre esa clase de lectores y críticos que con más vehemencia se oponen a lo que llaman «ficción deprimente».

Henry Esmond es el primer ejemplo que representa esto: si se juzga sólo por su historia, se podría clasificar como una de las obras más deprimentes de la literatura inglesa. Esmond sacrifica sus objetivos y ambiciones para beneficiar a un grupo de personas triviales y desagradecidas, cuyo empleo de las propias oportunidades no puede compensarle en absoluto el poder al que ha renunciado. Y al final de su juventud, solitaria y llena de decepción, se casa con una mujer a la que no ama y que, además de ser mucho mayor que él, es la madre de la única mujer a la que él ha amado jamás. Dejando de lado el aspecto «equívoco» de la situación (que se hubiera denunciado a bombo y platillo si se hubiera detectado en Balzac o en Flaubert) resulta evidente que esta no es la forma, de acuerdo con el crítico moderno, de dejar a un héroe de ficción en la última página de su historia. En una novela escrita según el modelo convencional, el único final triste que se permitiría en un caso así hubiera sido dejar a Esmond soltero y guardando luto por su amor perdido. Thackeray, sin embargo, lo suficientemente grande para dibujar al ser humano tal cual es, con todas sus incoherencias, sus compromisos y el desgaste gradual de sus sensibilidades, escogió para su héroe un desenlace infinitamente más trágico: un matrimonio sin amor con una mujer inflexible, celosa, marchita y exigente.

Pero esto no es más que la peripecia. En cuanto al libro, ¿qué es el libro en realidad? Gracias a la amplia visión de Thackeray y su mirada penetrante, gracias a que aceptó la verdad de ese postulado que dice «hasta nuestros errores son profecías», la impresión que nos queda, aunque triste, no es de mezquindad, y el final de la historia tiene esa fría serenidad de una puesta de sol invernal.

1. Según Matthew Arnold: «[el] fin y el objetivo de toda la literatura» («Joubert», ensayo de su obra Essays in Criticism, 1865).

2. Frase del soneto «A un amigo» («To a Friend», 1853), de Arnold. Habla de Sófocles, «Who saw life steadily, and saw it whole» (1. 12).

3. Dante, «Paraíso», Divina Comedia, canto 27, 11. 4-5.

4. «Una obra maestra nunca es peligrosa y siempre es útil. Pero hay que saber leerla».