La campanilla de la puerta repicó de un modo tan respetuoso y
delicado, que parecía un homenaje al dueño de la casa; y el criado,
al abrir la mampara de cristal, mostró sorpresa -sorpresa discreta,
de servidor inteligente- al oír que preguntaban:
-¿Es buena hora para que Su Alteza se digne recibirnos?
El que formulaba la pregunta era un señor mayor, de noble
continente, vestido con exquisita pulcritud, algo a lo joven; el
movimiento que hizo al alzar un tanto el reluciente sombrero
pronunciando las palabras Su Alteza, descubrió una
faz de cutis rosado y fino como el de una señorita, y cercada por
hermosa cabellera blanca peinada en trova, terminando el rostro una
barba puntiaguda no menos suave y argentina que el cabello. Detrás
de esta simpática figura asomaba otra bien diferente: la de un
hombre como de treinta años, moreno, rebajuelo, grueso ya,
afeitado, de ojos sagaces y ardientes y dentadura brillante, de
traje desaliñado, de mal cortada ropa, sin guantes, y mostrando
unas uñas reñidas con el cepillo y el pulidor.
El criado, sin responder a la pregunta, se desvió, abriendo paso
a los visitantes; y precediéndoles por el recibimiento, alzó un
tapiz y les introdujo en una salita, donde ardía buen fuego de
leña, al cual se llegó vivamente el mal pergeñado, levantando el
ancho pie para calentar la suela de la bota. Una ojeada severa de
su respetable compañero, no le impidió continuar exponiendo a la
llama los dos pies por turno y a la vez examinar curiosamente el
aposento. El capricho y la originalidad de un artista refinado se
revelaban en él. Proscritos los mezquinos cachivaches que
llaman bibelots, y también los pingos de trapería
vieja, que si los apaleasen despedirían nubes de polvo rancio, no
se veía en las paredes, cubiertas de seda amarilla ligeramente
palmeada de plata, más que dos retratos y un cuadro: cierto que los
retratos llevaban la firma de Bonnat, y el cuadro era una
soberbia Herodías de Luini, reputada superior a
la de Florencia. La chimenea, de bronce, lucía cinceladuras
admirables, y hasta las rosetas de plata que sujetaban los
pabellones de los muebles estilo Imperio, eran primorosas de forma
y de labor. Daba pena ver hincarse en el respaldo de uno de
aquellos sillones de corte de nave las garras sospechosas del mal
trajeado, y el de la cabellera nívea le miró otra vez, como si
dijese: «Vamos, haga usted favor de no manchar la tela… ». Sólo
consiguió provocar un imperceptible movimiento de hombros, entre
desdeñoso y humorístico.
Los retratos atraían la atención del desaliñado. Parecíale que
uno de ellos representaba a cierto conocidísimo personaje: nada
menos que el augusto Felipe Rodulfo I… No vestía, en el retrato, el
brillante uniforme de coronel de húsares, ni lucía placas, cordones
y bandas, ni ostentaba signo alguno de su elevada condición:
burguesa levita negra, abierta sobre blanco chaleco, modelaba el
tronco y acusaba su forma peculiar, el pecho arqueado, los caídos
hombros, el cuello un poco rígido, la apostura no exenta de altivez
que caracterizaba al soberano de Dacia. Sorprendente era el
parecido de la cabeza, copiada tal cual debió de ser allá en verdes
años: el rostro pálido, de óvalo suave, de facciones casi
afeminadas, de boca diminuta, sombreada por un bigotillo rubio
ceniza, de ojos de un azul de agua con reflejos grises; y, únicos
rasgos enérgicos y viriles, la nariz bien delineada, de anchas
ventanas, y en la garganta muy saliente la nuez. Sin embargo, el
que contemplaba la pintura, volviéndose hacia el señor mayor,
murmuró con extrañeza:
-Duque, este no es el Rey.
-¡Por Dios! Si está hablando Su Majestad… Como que así le
recuerdo, así, cuando yo era capitán de Guardias…
-Pero ¡por el diablo!, ¿no ve usted que este retrato viste a la
última moda? ¿No se fija usted en el peinado, en la corbata? ¿Cree
usted que Bonnat retrataba allá por los años cincuenta?
El tono descortés de esta observación tiñó con dos placas
purpúreas las mejillas del anciano; disimulando la mortificación,
se acercó al retrato, caló en la nariz unos quevedos de roca y oro,
se echó algún tanto atrás, y al fin dijo con pueril alegría, rayana
en ternura:
-Verdad… ¡Qué tontos somos! ¡Si es el Príncipe!…
-No, yo no he sido tonto… -recalcó con impertinencia el mal
pergeñado-. Este retrato sólo podía ser de Felipe María… La
casualidad y la naturaleza nos sirven como si las sobornásemos… Una
semejanza tan extraordinaria nos allana la mitad del camino.
-Esta emoción que siento han de sentirla todos los buenos
-balbució el Duque, que sonreía sin querer, como sucede a las
personas que rebosan júbilo.
Su compañero, entre tanto, curioseaba el retrato de mujer, lo
miraba analizándolo implacablemente. El pincel realista de Bonnat
había reproducido en el lienzo, sin triquiñuelas aduladoras, no
sólo la decadencia de la que fue en un tiempo rara beldad, sino el
estrago que causan los padecimientos al minar una organización
robusta. Era uno de esos retratos encargados por la piedad filial,
que ve acercarse la muerte y quiere perpetuar una dolorosa imagen.
La dama frisaría en los cuarenta y pico, y sin duda para vestirla
con un traje que no pasase de moda, el retratista la había envuelto
en amplio abrigo de nutria, sobre el cual se destacaba la cabeza
pequeña, coronada de rizos todavía muy negros, un peinado que
revelaba estudios y artificios de tocador. A pesar del abatimiento
físico que se leía en los largos y aterciopelados ojos del retrato,
era viva y sensual la roja boca, y mórbidos los hombros de marfil,
que descubrían el abrigo caído y el corpiño escotado; la mano, de
torneados dedos, jugaba con una rosa, y sobre el pico del escote
descansaba rica piocha de esmeraldas y brillantes.
Aquí tiene usted, Duque, a una mujer que ha debido pasar las de
Caín -indicó el facha con maligna ironía-. Esta era ambiciosa, y
desde que las circunstancias tomaron cierto giro, apostaré que
soñaba todas las noches que ceñía corona y arrastraba manto real. A
esta la mató el consabido expediente de nulidad… Mire usted, mire
usted como se nota la ictericia; ¡qué mejillas, qué sienes!, ¡qué
arrugas en la frente! Y lo que es guapa, debió de ser guapa ni sus
tiempos la bailarina.
Hablaba sin volverse ni mirar atrás, señalando con el dedo al
retrato, manoseándolo casi; de pronto surtió una presión como de
tenazas en el brazo derecho, y oyó la voz del Duque, sofocada por
la cólera:
-Cállese usted, Miraya… Esas reflexiones, si se quieren hacer,
se hacen luego, dentro del coche… ¿Ha perdido usted la noción del
sitio en que estamos? Me parece que siento ruido detrás de la
mampara… Su Alteza puede oír, y, ¡aunque no oiga!
Un gesto del imprudente a quien el Duque había llamado Miraya,
fue la única respuesta a la acertada observación; y dejándose caer
en el sofá, cruzando las piernas, guardó silencio, mientras uno de
sus juanetudos pies danzaba descubriendo sin recato el grosero
material y el plebeyo betún del calzado, la dudosa limpieza de la
ropa interior. El Duque, suspirando, levantó los ojos al techo,
como si la lámpara de plata cincelada, entre cuyas hojas de acanto
se escondían los feos tulipanes de la luz eléctrica, le interesase
mucho.
Y así transcurrieron algunos minutos, en que sólo se escuchó el
chisporroteo agradable de los troncos.
De pronto, en medio de aquel silencio, y sin turbarlo, pues ni
la mampara al abrirse, ni la persona al entrar, produjeran ningún
ruido perceptible, apareció un hombre, ante quien el Duque, que
había permanecido de pie, se apresuró a inclinarse tan
profundamente como si quisiese hincarse de rodillas. La posición
que no llegó a adoptar el anciano, la tomó en cambio Miraya,
repentinamente sobrecogido, y tanto, que se vio palidecer su tez
morena, y la palma de las manos se le empapó de frío trasudor.
Pugnaba el Duque por besar la diestra del recién venido, sin
lograrlo, pues este sólo consintió una presión ligera. Corrió a
levantar a Miraya, y en voz bien modulada y de gentil compás:
-Hágame el favor de tomar asiento, señores -exclamó señalando al
sofá-. Sospechaba que vendrían ustedes pronto… Me lo había
anunciado Yalomitsa, única persona de allá a
quien veo algunas veces; no puedo olvidar que el pobre fue amigo de
mi madre y, la acompañó… hasta sus últimos momentos.
-Señor… -tartamudeó el Duque, inquieto del giro que desde las
primeras palabras tomaba la plática-; precisamente por eso, porque
sabíamos que Gregorio Yalomitsa tenía el honor de ver con
frecuencia a Vuestra Alteza…
-¿A mi Alteza? -interrumpió con festivo alarde el joven, pues lo
era, como de unos veintiséis a veintiochos años, y en todos igual
al retrato que al pronto habían creído del Rey-. Hágame el favor,
señor Duque… , porque supongo que hablo con el duque de Moldau?
-Señor -respondió el Duque levantándose solemnemente-, desde los
tiempos de Ulrico el Rojo, los duques de Moldau, mis ascendientes,
llevaron la espada y el escudo de los príncipes de Dacia en el
campo de batalla y en las ceremonias palatinas.
Otra vez hizo demostración de besamanos: pero tampoco se lo
consintieron.
-Me es muy grato tener ocasión de conocer a una persona tan
digna de respeto, tan consecuente, tan venerable. Sé que es usted
un cumplido caballero, no sólo por su linaje, sino por las prendas
de su carácter, lo cual vale más todavía. Apriéteme la mano, señor
Duque… Y sírvase no darme tratamiento; se lo suplico.
-Señor, si Vuestra Alteza quiere hacer dichoso a un viejo
encanecido al servicio de vuestro padre, y también de vuestro
augusto abuelo… no sólo me permitirá que le hable como es debido…
sino que…
Rápidamente, antes que el joven pudiese impedirlo, los labios
del Duque se le adhirieron a la diestra, y la besaron con codicia,
con ardor, con fiebre entusiasta. Felipe María sintió que se
ruborizaba, lo cual le contrarió: era la del ósculo de acatamiento
que le daban por primera vez una impresión semi-angustiosa, y al
mismo tiempo fuerte, atractiva como la del juego y la del
peligro.
-Miraya -prosiguió el Duque volviéndose hacia su compañero-, me
conmueve tanto ver a Su Alteza, que no acertaré a decirle el objeto
de nuestra visita. Por otra parte, a usted le toca desarrollar
elocuentemente nuestros mensaje, y espero que se lucirá usted una
vez más, en ocasión tan señalada.
-¿El señor Sebasti Miraya? -preguntó Felipe en tono deferente y
halagüeño.
No contestó el interpelado, en quien la emoción, si bien nacida
de distinto origen que la del Duque, no era menos profunda. Por
primera vez en su vida se encontraba mano a mano, él, Sebastián
Miraya, hijo natural de una lavandera, pilluelo de la calle,
obscuro tipógrafo después, literato de ocasión, periodista de
combate, con una persona de sangre real, con un príncipe; en la
esperanza de Miraya, un rey. ¿Dónde quedaban la frescura, la
insolencia de minutos antes? Comprendió que en tal momento, si
hablaba, se perdía, y enmudeció, limitándose a sonreír, mientras
con vigorosa tensión de amor propio, dominaba aquella turbación
humillante.
-He leído en el propio idioma en que se escribieron varios
artículos del señor Miraya, y me han parecido maravillas de estilo
y de intención. No tienen en París muchos periodistas como usted…
¿Sus ideas de usted son muy avanzadas, muy revolucionarias? ¿No es
usted el portavoz de los republicanos representativos?
-¡No señor! -apresurose a exclamar Miraya, cogiendo el hilo, y
algo desconcertado aún-. Vuestra Alteza se refiere a mis tiempos de
inexperiencia… Eso pasó: soy un convertido. He recibido desengaños
crueles del partido en que milité; he comprendido la libertad de un
modo menos estrecho, menos formulista, y no cuenta hoy en Dacia la
causa de la monarquía servidor más leal. Al señor Duque le consta,
y mis nuevas y ya firmísimas convicciones son las que me han traído
a la presencia de Vuestra Majestad…
Enérgico fruncimiento de cejas e impaciente tos del Duque llamó
la atención a Miraya.
-Me adelanto un poco a los acontecimientos, Duque -advirtió el
periodista demostrando haber recobrado toda su presencia de
espíritu.
-Les escucho a ustedes -advirtió con dignidad, Felipe María como
indicando que deseaba no alargar la entrevista con digresiones.
Miraya alzó los ojos, salientes y separados, de orador, y los clavó
en Felipe.
-Señor, venimos encargados de un mensaje, y entre los dos
representamos las fuerzas vivas y la opinión honrada de nuestro
país. El duque de Moldau, el veterano ilustre, el magnate sin miedo
ni tacha, personifica el elemento tradicional; yo, lujo del pueblo,
las nuevas aspiraciones, las corrientes europeas. Un eminente
político, el ex-ministro Stereadi, que desde hace algún tiempo
vigila consultando el horizonte, y lo ve preñado de obscuras nubes
y de gravísimos problemas, me ha conferido sus poderes: su sueño
dorado sería venir en persona… mas la traición vela también: si
saliese de Dacia, al volver encontraría cerrada la puerta: ni a
escribir se atreve, porque se interceptarían sus cartas. El es
grande y visible, yo pequeño y obscuro; mis hábitos vagabundos y
cosmopolitas me traen con frecuencia a París; mi venida, aun
coincidiendo con la del señor duque de Moldau, a nadie llama la
atención en Dacia; porque si he modificado mi orden de ideas,
convencido de que mi patria ha menester el régimen tutelar de la
monarquía, hasta para plantear con seguridad las nuevas libertades,
por ahora no he comunicado al público mis impresiones, y en Vlasta
siguen creyéndome republicano representativo: ¡así se engañen
siempre los enemigos de Vuestra Alteza! Créenme hostil a la
política de Stereadi, jefe del partido liberal monárquico; nadie
sospechará que en nombre de Stereadi precisamente me ofrezco en
cuerpo y alma a nuestro salvador, al emblema del porvenir, al
príncipe Felipe María de Leonato, legítimo heredero del trono de
Dacia.
-¡Dios le conserve largos años! -exclamó enfáticamente el Duque,
irguiéndose y volviendo a sentarse a un suplicante ademán de
Felipe.
-Puede usted continuar, señor de Miraya articuló el que llamaban
príncipe, inclinando la cabeza como si aprobase.
-Séame lícito expresarme igual que si Vuestra Alteza ignorase
completamente el estado actual de los ánimos en Dacia: es fácil que
lo conozca mejor que nosotros…
-Se equivoca usted -declaró apaciblemente el joven-. Si se trata
de hechos pasados, claro es que he leído la historia del país donde
nació mi padre; pero si se refiere usted a cosas contemporáneas… no
me he enterado. Leo los periódicos de allá raras veces; no les
presto atención. Cuando viene Yalomitsa charlamos de música,
evocamos memorias tristes o alegres… De Dacia, ni esto.
-Pues conviene que sepa Vuestra Alteza, ante todo, que el Rey
está gravemente enfermo: tal vez no le quede un año de vida.
Una conmoción profunda, eléctrica, estremeció a Felipe. La
noticia, así, escueta, brutal, había dado en el blanco.
-El público no lo sospechaba -añadió el periodista observando
con interés la alteración de Felipe-, pero el médico de cámara, que
guarda la consigna del secreto más riguroso, no ha sido tan
reservado con el ilustre Stereadi… Aunque la prensa republicana al
principio insinuaba veladamente algo, queriendo alarmar, Stereadi
tomó medidas para abozalar a los perros ladradores. Nos conviene
que la noticia cunda. Se trata de un padecimiento interno, que
tiene un desarrollo previsto, una marcha fija, y que en determinado
período se burla de los esfuerzos de la ciencia. Así es que el
trono de Dacia vacará bien pronto, y si la desgracia nos coge
desprevenidos, sin solución preparada, sin candidato nacional,
Dacia correrá a la catástrofe, al abismo. No importaría la algarada
republicana, ni siquiera el reguero de pólvora socialista; no somos
un país fabril, somos agricultores, y sin la proximidad de
Alemania, hasta el nombre del socialismo ignoraríamos. Otro es el
peligro, otro y más terrible: la dictadura militar, la proclamación
del Gran Duque Aurelio, vuestro tío, y… , ¡la absorción de Dacia
por Rusia!
Hizo una pausa Miraya, esperando el efecto de estas últimas
frases, pronunciadas con dramática entonación; y como Felipe se
limitase a oír atentamente y callar, prosiguió, cambiando de
tono:
-Las tropas están muy trabajadas por el Gran Duque. Es un
soldado; es el vencedor del turco y del albanés, y goza de un
prestigio cimentado en la fuerza, y, preciso es decirlo, en la
falta de escrúpulos con que procede. De intención, es ruso más que
dacio; su triunfo, para nosotros, equivale a la pérdida de la
nacionalidad. Por eso acudimos a Vuestra Alteza. Mientras Vuestra
Alteza nos olvida, el corazón de Dacia late aquí… No ve tan sólo
Dacia en Vuestra Alteza al continuador de una dinastía: ve la
independencia, que importa más. ¿Todavía se sorprende Vuestra
Alteza de que, monárquicos de abolengo o monárquicos por
convencimiento, le besemos la mano en señal de adhesión?
Hablando así, animándose gradualmente y llegando a expresar con
calor el sentimiento, Miraya arrebató a su vez la diestra del
Príncipe y consiguió rozarla cont los labios. Bruscamente,
echándose atrás, Felipe exclamó, perdido el aplomo:
-Basta, basta, señores, por vida suya… Les ruego que prescindan
de ciertas fórmulas, que, se lo juro, me molestan, y que además son
innecesarias para que ultimemos este asunto. ¿Vienen ustedes, por
lo que veo, a ofrecerme la corona de Dacia?
-En nombre de los dos partidos serios de gobierno, el liberal y
el antiguo o tradicional, mancomunados y
juramentados -afirmó Miraya.
-Y… el Rey… , ¿sabe algo de esto? -preguntó con mal disimulada
ansiedad Felipe.
-El Rey -murmuró el Duque bajando la voz-, ¡el Rey lo sabe!
-¿Lo aprueba?
-Completamente -exclamó Miraya a su vez-: sólo pone una
condición: que el testamento donde reconozca a Vuestra Alteza por
hijo y heredero no se llaga público hasta después de su muerte.
Vuestra Alteza adivina… El Rey teme las violencias del Gran Duque,
y también el… el disgusto… hasta cierto punto natural… de… de Su
Majestad la Reina… La mujer, señor, es celosa… hasta de lo pasado,
de lo que va no existe… y… la Reina, al fin, ha de ver en Vuestra
Alteza… Basta. Por lo demás, se ha trabajado día y noche con el Rey
para que se decidiese al reconocimiento legal… el ilustre Stereadi
no levantó la mano, y el Arzobispo de Vlasta, correligionario del
señor Duque, no ha contribuido poco a este resultado feliz… que
tenemos la honra de comunicar a Vuestra Alteza, solicitando una
palabra que llevaremos a Dacia como un talismán.