9788483932063_04_m.jpg

Hipólito G. Navarro

 

 

La vuelta al día

 

 

 

 

logotipo_INTERIORES.jpg

Hipólito G. Navarro, La vuelta al día

Primera edición digital: octubre de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-587-3

 

© Hipólito G. Navarro, 2016

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 233

 

 

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

 

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

 

 

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

 

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: info@paginasdeespuma.com

 

 

 

Hay que apartar de nosotros el mal gusto de querer coincidir con muchos. «Bueno» no es ya bueno cuando el vecino toma esa palabra en su boca. ¡Y cómo podría existir un «bien común»! La expresión se contradice a sí misma: lo que puede ser común tiene siempre poco valor. En última instancia, las cosas tienen que ser tal como son y tal como han sido siempre: las grandes cosas están reservadas para los grandes; los abismos, para los profundos; las delicadezas y estremecimientos, para los sutiles, y, en general, y dicho brevemente, todo lo raro, para los raros.

 

F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal

0
Doce años en barbecho


Aborrezco los prólogos, las notas introductorias, en los libros de ficción. No completamente en los libros de los otros, pero sí desde luego en los míos, que me ha gustado sacar siempre a pelo, desnudos, liberados de torpes explicaciones y forzada justificación. Vaya por delante este desahogo.

Tanta animosidad siento por ellos, que ahora me cabe la certeza de que ha sido la confección de esta página obligada hoy la que me ha mantenido bloqueado una docena larga de años, y no, como creía, la escritura y reescritura de los cuentos que siguen detrás; con ellos en barbecho podría haber continuado eternamente, o cuando menos un par de lustros más, sin pena alguna, como también pude haberlos dado a la luz pocos meses después de publicado mi último libro, lo mismo da. Era la defensa de su reunión en una nota la que me ha tenido paralizado todo el rato, así que han debido apretarme fuerte las clavijas quienes bien me quieren para que diera finalmente mi brazo a torcer. Este libro existe ahora, después de tanto tiempo, gracias al empuje de un montón de amigos, y también, quizá, no quiero engañarme del todo, a alguna clase de nostalgia o de vaga, inocente ilusión.

Cuando a finales de septiembre de 2004 entregué a Seix Barral el atadijo definitivo de Los últimos percances, una parte secreta de mí, a la que no quería escuchar enteramente, había dado por cerrado mi particular kiosco de la ficción. «¡Los últimos percances! Qué pena, hijo. ¿Por qué no le has puesto penúltimos, al menos?», me reprendería unos meses después mi madre, cuando le llevé apresurado el primer ejemplar a la cama de hospital donde terminaba sus días. Aquella rara lucidez de mi madre, ahogada en morfina, me ha perseguido desde entonces. ¿Y si aquellos percances, sin yo saberlo, por más que contuvieran en su interior a casi todas mis criaturas ya, también las de El aburrimiento, Lester, y Los tigres albinos, eran en verdad penúltimos, y no los últimos, los postreros?

En mis carpetas había quedado un material abundante, heterogéneo, embrionario, que apenas salir aquel volumen se sintió muy enfadado conmigo, por no haberle dado cobijo en sus páginas. Me defendí como pude –que me avergonzaba publicar más que los autores que admiro, les confesé, que su inclusión hubiese ofrecido un libraco descomunal, inservible para calzar muebles cojos…–, pero esos cuentos huérfanos, separados de sus hermanos, ya no atendían a razones y permanecían molestos, indignados, sin ganas de entregarse a cualquier intempestivo arreglo que se me pudiera ocurrir entonces, bastante reacios a dejarse domesticar, por completo esquivos a la confluencia en un libro nuevo. Exigían otros moldes, maneras y miradas vírgenes, trabajo y más trabajo, arrebatada inspiración, si no quería quedar esclavo de su congoja para los restos.

Parece lógica semejante desembocadura: todo creador termina por ir acumulando con el tiempo en sus carpetas ese material variopinto, disperso, por el que siente algún aprecio, pero que se resiste a ser reunido bajo un techo común. Es mi caso, desde luego. Así pues, salvo el añadido de tres o cuatro relatos más recientes, y otra media docena de encargos peregrinos, ya convivían conmigo desde siempre esos textos contrariados con los que me he entretenido en demasía. Me he solazado especialmente dando caza a las afinidades que pudiera encontrar entre ellos, y en conformar y destruir los más sutiles o más bastos agrupamientos que se me fueron ocurriendo en la configuración de la arquitectura de este volumen, su arquitextura. No ha resultado fácil la tarea, enfrentar este asalto definitivo, un último round como quien dice, con apenas veinte pequeños mundos aprovechables que echarme a la cara, la mitad de la mitad de los ochenta que hubiese soñado. ¡Qué aprensión, si Julio levantara la cabeza, y pudiese contemplar este enésimo homenaje!

Después de tanta mudanza, al despertar un día despejado de dolores, justamente dos semanas después de incursionar por el quirófano para arreglarme un feísimo problema de bisagras, de la columna que lo vertebra a uno («Problemas de columna» quise haber titulado, o titulé provisionalmente, una sección de Los últimos percances, aquella que restauraba en formato cuento algunas de mis columnas en el periódico), me vino la luz de esta múltiple componenda, la que ahora da cuerpo y quiere sostener a esta nueva criatura.

Pasadas a limpio y puestas en orden, sus diferentes partes me piden a gritos una explicación.

 

La sección de apertura, «Ángeles de la guarda», podría haberse llamado, con mayor propiedad incluso, «Pórticos sacados de paseo» (¡Me gusta tanto titular…! Más que escribir cuentos lo que me gusta en verdad es imaginar títulos y subtítulos, lo confieso una vez más). Los cuentos que la componen, igual que les sucedió a las columnas de los percances, trabajaron primero como prólogos en otros tantos libros. Fueron cocineros antes que frailes, por eso ahora van tan sueltos, de paseo como quien dice, ligeros por fin, vestidos de cuentecillos. Que se repita en ellos la figura del ángel de la guarda, más que afinidad, debe de ser una recurrencia que me persigue desde antiguo, desde que sobre la cabecera de mi cama en las casas donde viví la infancia presidiera aquella estampa inmensa que me daba protección y pavor a partes iguales. Junto al ángel aquel de alas desmedidas que amparaba a dos niños que jugaban bordeando un precipicio, no han sido pocos los ángeles que me han guiado de la mano por la vida. En esas páginas prestan su estampa los que me dieron la salvación por la lectura, los que me regalaron la pasión por todas las disciplinas artísticas sin excepciones, los que sin darse apenas cuenta me ofrecieron la posibilidad de escapar de un mundo gris bastante oscuro y de volar muy lejos y muy alto, de viajar.

 

«En el fondo de la memoria» agrupa un puñado de cuentos muy queridos, cuentos que llevan conmigo, como digo, una eternidad, escritos y reescritos mil veces –dos adjetivos nuevos este año, una coma quitada el anterior, tres párrafos sacrificados hace un lustro, aquella coma vuelta a poner la semana pasada–, pero que había guardado con vergüenza hasta hoy porque tratan de algo que quienes entienden me aseguran no hay que escribir jamás. La alegría y la felicidad ofrecen siempre muy pobres resultados, insisten ellos. Alguna vez tenía que arriesgar.

 

«Los artistas cautivos» quiere ser una reparación justa y definitiva. Sus relatos, a pesar de sus indisimuladas conexiones y sus juegos de espejos, regresan a su condición primera de piezas independientes, después de haber sido traicionados por un yo anterior mío que ahora no reconozco, y haber conformado con ellos entonces una novela; un artefacto novelesco, vamos a decir. Peinados, repeinados, vuelven pues a su ser primigenio, original. Les he pedido antes mil disculpas, como es obvio.

 

Cuando publiqué mis primeros relatos en una pequeñísima editorial granadina hoy desaparecida, Don Quijote, mandé algunos ejemplares a mis queridos amigos de la adolescencia, aquellos que, verdaderos ángeles de la guarda, de carne y hueso, me encarrilaron por las sendas maravillosas de la música y la literatura, por ese orden. Uno de los más queridos, Manolo López (El cielo está López no era, no es, en absoluto un título disparatado, tiene sus significados más o menos explícitos) me remitió a vuelta de correos una postal desde Cortegana en la que, entre bromas, me hacía algunas sabias advertencias y consideraciones. Su postal, que conservo como un raro tesoro, comienza con estas palabras: «Tenga cuidado con quién se junta. Lo que vende es la catástrofe, y lo suyo no se le acerca» (en Cortegana los niños, los muchachos, nos tratábamos siempre de usted: no había nadie en el mundo que mereciera más respeto que un amigo, era nuestro lema). Ese epígrafe, «Cuidado con quién se junta» –a última hora he arrancado otro subtitulillo: «La inspiración ajena»–, me sirve para agrupar tres piezas que jamás hubiesen existido de no mezclarme yo con alguna gente verdaderamente admirable, y de haber atendido a sus encargos más o menos peregrinos de, por ejemplo, versionar comedias de Chéspir, escribir apoyando el texto en pinturas de El Greco, o celebrar por todo lo alto el erotismo más desatado (y parecerá pasado un tiempo largo que a un montón de autores de mi generación y alrededores nos dio a todos a la vez por El Greco, por el bardo inglés, por la pornografía…). Ahora lo descubrirá mi querido amigo, el músico genial Manolo López: me arrimé a Chavi Azpeitia, me junté con Adolfo García Ortega, me asocié con mi buen Astriciliano… Y también por supuesto seguí los consejos de Monterroso y Bioy Casares, y de tanta pluma admirada, como se me animaba en otras postales sucesivas. Astri y yo (eran tiempos de tertulia) escribimos sobre moscas y otros bichos inevitables, y también sobre frutas varias. Viajamos con nuestras parejas a la Alpujarra, a la Sierra de Cazorla, y por las noches también les regalábamos a ellas, además, nuestros cuentos. Yo escribí sobre melones; Astri, sobre sandías. Mi pieza la incluí en la sección segunda de un nuevo librito en Don Quijote, Manías y melomanías mismamente, con todos sus cuentos dedicados a la música, menos aquel, de corte sensual, agridulce (la melomanía en Cortegana, en mis tiempos de niño, antes fue atiborrarse de tajadas de melón que sentir pasión por las fusas y las semifusas). Para el acelerado encargo de un número de la revista Eñe con el erotismo de tema principal, desdeñosa ella de mis públicos melones (¿de dónde saldría la obsesión por lo inédito de las revistas literarias?, me pregunto, ¿y qué es lo inédito total?, ¿un texto publicado por una invisible editorial de provincias deja de ser inédito en verdad?, ¿algo editado en otro país y en otro idioma tampoco lo es ya?), no tuve más remedio que echar mano a las sandías de mi querido Astri, crear una versión pornográfica de aquella dulce peripecia suya, cometer un descarado plagio, homenajear al amigo que había cambiado las letras por la guitarra a la primera oportunidad, antes de recoger su propia cosecha incluso.

 

La sección final, «La vuelta al día», no se ahorra el subtítulo: un texticulario íntimo para incondicionales y compinches. En él había incluido lo que ahora aparece y tres o cuatro textos muy gamberros, filosófico-metafísicos, eliminados a ultimísima hora (son los que me servirán, me temo, para seguir entreteniéndome con ellos infinitamente, mareando de nuevo la perdiz). Las bromas y los juegos estructurales me pueden siempre, es una debilidad. Ahí dejo unos cuantos, con el seguro quitado y el cargador lleno. Los dos textos de cierre, compañeros también desde hace mucho, o apuntan directos a una definitiva clausura, que sería lo mejor, o me están señalando sin remedio a otra etapa que aún no consigo ver del todo, esta que ahora me sale al paso, autobiográfica perdida, menos humorística, plena de torpezas y de dolor. Arreglado estoy.

 

Un periodista cultural que se dice mi amigo, magnífico escritor, Alejandro Luque, difundió en la prensa andaluza a comienzos de año un artículo con este título: «Los autores que podrás leer en 2016». Un minuto antes de publicarlo me llamó para advertirme que me había incluido en él, con fotografía y todo. «Ya no tienes excusa ni escapatoria», me amenazó antes de colgar. Ahora lo sé: los amigos que me dieron en la feria del libro aquel homenaje de viejecito justo después de la operación, Sara y Fran, Conget y Jordá (Marina y Fernando, Andrés, Paul, Javier y Viviana en la distancia, mandando cuartillas para leer en voz alta y encenderme de rojo), andaban todos compinchados con Juan Casamayor, mi avispado y conspicuo editor. «Desmontando a Poli; organizado por A. Luque», reza en el programa de la feria que guardo en los álbumes de mi pedantoteca. ¡Menuda pandilla de insensatos! A todos ellos habría que culparlos hoy de esta terca reaparición mía. Alguno tendría que dejarme ahora que me lave las manos, que lo intente a la desesperada por lo menos.

Eso sí, el peor de todos: Casamayor, sin duda alguna. Él fue quien le dio a este atadijo el empujón definitivo. Sabiéndome como estaba, completamente empantanado en su composición, decidió bajar a Sevilla, y enclaustrarse conmigo en el hotel Inglaterra (el día que despertamos con el Sí al Brexit; el azar nos regaló esa bonita ironía de poder trabajar una tarde entera en tierra de nadie), hasta que el té nos saliese por las orejas mismamente. Bien entrada la noche, cuando muchos ingleses se habían arrepentido ya de su voto (¡es tan humano arrepentirse!), dimos por concluida al fin la estructura del libro, y Juan se marchó aliviado, después de conminarme a preparar este odioso texto de introducción, en la seguridad de que serán muchos los que se lo salten después de leer la primera línea.

Mis amigos del Boletín Oficial también empujaron lo suyo, tanto como María, que dejó varias veces de escarbar en Atapuerca para escribir unos mensajes increíbles: «Te necesitamos», «Nos haces mucha falta» (el antepasado de Atapuerca, yo). Tanto como Clara y Lola, y Felipe y Ángel, y también Eloy, y Encarni, y Braulio… Y también Irene, y Nuria, y Ángeles y Mariángeles. Y Elena, y Carlos, y Paz, y Leonor… Y por supuesto mi familia entera, Juana y Poli sobre todo, que no me permitieron salir del cuarto hasta que dejé puesto a este asunto su definitivo punto final. Todos ellos, culpables. A todos ellos, mi mayor agradecimiento. También a ti, mi querido y sufrido lector.

 

San Diego, 21 de julio de 2016

1
Ángeles de la guarda

El infierno portátil
(Una accidentada iniciación a la lectura)

 

En el pueblo donde transcurrió mi infancia había, por lo menos, un convento.

Que recuerde ahora, moraban en él monjas muy simples, del montón, de esas que tienen muy buena mano para la repostería.

La elaboración de pasteles, es sabido, requiere manos dulces, amorosas, discretas, manos por tanto muy poco apropiadas para dar cobijo a estigmas y llagas.

Rico pues en pasteles, nunca tuvo aquel convento nuestro una santa.

Sí tuvo, en cambio, una monja sorda y cascarrabias, y otra que se hacía un poco la tonta, o que en el fondo verdaderamente lo era.

De todas formas, ni la simpleza de las monjas, ni su sordera o su atontamiento, ni mucho menos su fina repostería, lograron distraer los intereses de un niño que empezaba a entrar en la adolescencia bastante atropellado por irreverentes sospechas. Detrás de aquellos muros cohabitaba un chaparrón de mujeres solas casadas todas con el mismo hombre; esa era al menos la información que yo tenía por aquel entonces. ¿Y qué podían hacer allí tantas mujeres juntas, además de hornear pasteles y preparar confituras? Rezar; sí, desde luego. Cosechar zanahorias y coles; también. Pero qué más…

De aquel tiempo recuerdo que me gustaban sobremanera las mañanas de invierno que amanecían furiosamente lluviosas, con las tormentas instaladas sobre lo alto para durar. Dispensados de colegio por nuestras irresponsables, amantísimas madres de antaño, algunos no sabían qué hacer con aquel súbito milagro de cinco horas libres. Para mí era un regalo del cielo, y como tal lo empleaba.

Desayunaba mi tazón de café con pan migado con más calma que otros días, bien calentito en la mesa camilla junto a los emplomados cristales del ventanal, y desde esa altura contemplaba aquel inmenso caserón medio envuelto en la niebla, sus tapias oscuras, los cipreses que salían del claustro, su espadaña coronada por un viejo nido enorme y vacío. Lástima que fuese aquel un tiempo gris tan desprovisto, sobre todo de prismáticos. Había que tensar mucho la mirada para descubrir por el lado de los terrenos anejos al convento, frente a la herrería de mi abuelo, las minúsculas figurillas de las monjas, aquella insólita comunidad de coleópteros empapados que trajinaba en la huerta bajo el diluvio. Cuando lograba enfocarlas, me dejaba caer sin miedo en algunas ensoñaciones de fábula, en la más pura elucubración metafísica, pues tenía la completa seguridad de que enseguida vendría a rescatarme el sobresalto de una chispa desabrida, de un relámpago más fiero que los anteriores, uno de esos que invariablemente dejaban a medio pueblo sin luz. Era una contrariedad asumida, muy propia de los días de tormenta, pero no solo de ellos; los tendidos eléctricos los fabricaban antiguamente con hilos de lana, y se quemaban a la menor sobrecarga.

No hacía falta entonces que me lo pidiera nadie: me echaba encima un impermeable y me acercaba al taller del abuelo, para ayudar con los ventiladores mecánicos de la fragua. Era aquella una tarea, otra más, que desde siempre ejerció sobre mí una rara fascinación, muy difícil de explicar ahora: me gustaba contemplar ensimismado al abuelo dando martillazos sobre el yunque frente a la puerta, con aquel fondo oblicuo de lluvia y frío, mientras mis manos pequeñas giraban la manivela para mantener vivo el fuego y mi imaginación volaba libre siguiendo las chispas que ascendían como luciérnagas de oro por el negro cielo de la chimenea. Era yo entonces el dueño de un infierno en miniatura, que podía extinguirse o resucitar conforme a mi antojo, según enviara más o menos aire por los tubos de ventilación, cuyas bocas como trompetas del Apocalipsis emergían al rojo vivo justamente al lado de los tizones.

Mis particulares momentos de éxtasis duraban poco sin embargo. Se interrumpían fácilmente, sobre todo si escuchábamos el quejido del portalón del convento vecino, cuando se abría para arrojar a la borrascosa mañana su sempiterna y sufrida pareja de monjas.

Ya podía nevar, que no había día en que dejaran de salir a pedir limosna para los pobres; tan obstinadas eran aquellas religiosas de mi pueblo. Y claro, como la puerta del taller era la primera que encontraban en su camino, allí aparecían al instante las dos, apenas cubiertas por un desconsolado paraguas con la mitad de las varillas rotas.

La comunicación que entre los cuatro se establecía entonces era profundamente absurda y asimétrica: mientras la sorda y mi abuelo se enfrascaban a voces en una discusión interminable y siempre repetida, la tonta y yo nos examinábamos en silencio como dos animales asustados.

Eran dignas de atención, por lo menos musicalmente hablando, aquellas discusiones de mi abuelo y la sorda, él un viejo ya un poquitín durillo de oído y ella desde siempre la propietaria de una voz torrencial y espasmódica, modulada con el arte del que hace una eternidad que no oye sus propias palabras:

–Maestro, a ver si se deja caer hoy con algo, para variar –requería la sorda.

Mi abuelo, para dar pábulo a la inminente trifulca, soltando el destajador y la barra de hierro candente, respondía:

–Vaya, hermana, ustedes siempre de paseo, así diluvie. Pues esa arpillera empapada debe de pesar lo suyo, ¿eh?

Y a partir de ahí se enzarzaban.

Esa gresca permitía entonces, como digo, que aquella monja medio tarada y yo nos vigiláramos mutuamente de forma torpe, silenciosa, no tan de soslayo como a mí al menos me hubiera gustado aparentar. Eran minutos de una violencia grande, poco contenida, que me inundaba de pies a cabeza, por más que lograra hacer frente a unos ojos mórbidos que me perseguían con absoluto descaro. Miedo y pena a un tiempo me daba aquella mujer. A saber qué pensamientos cruzarían por su frente de orate mientras contemplaba con arrobo lo mismo ciertas esquinas de mi anatomía que la hermosa llamarada que yo mantenía viva en la fragua a impulso de manivela.

A mí, que no me costaba nada imaginar el cuerpo trémulo de mujer que aún debía de esconderse debajo del hábito, se me hacía muy difícil sin embargo prescindir en aquel dibujo de algunos cárdenos trazos que significaban mortificaciones sobre la carne en la espalda y el pecho, así que prefería pues escudriñarle solamente el rostro y las manos, las únicas partes que afloraban al mundo desde su interior estremecido y solemne, buscando quizá en ellas un hálito, una aureola bastante improbable. Esfuerzo inútil, baldío, en efecto, pues enseguida una mirada majareta suya desmentía que aquella mujer pudiera albergar el más insignificante vestigio de santidad, al tiempo que permitía intuir que tampoco debían atenazarla secretas vanidades ni mucho menos afanes de poder o de gloria, ni nada que fuese más allá del mero deseo de satisfacer una indisimulada sexualidad maltrecha, de las ansias por romper una doncellez digamos ya gran reserva por aquel entonces.

Suerte que no hay mal ni asonancia que cien años duren, y así también nuestro implacable examen y la pendencia entre la sorda y mi abuelo llegaban en algún momento a su fin, estoy por asegurar que precisamente cuando el pobre viejo reparaba en el peligro que corría su nieto. Soltaba él entonces de mala gana cuatro perras chicas, haciendo creer a la sorda que era ella quien vencía en la terca batalla, y la empujaba sin miramientos hasta sacarla a la calle, arrastrando de camino a la otra hermana, que recién emergía alucinada de su ensueño conmigo para enfrentarse de nuevo a los rigores tan poco sutiles de la intemperie y de su vocación.

El resto era apenas una mediana fatalidad propia de la industria del hierro: mi abuelo hacía un alto para alimentar la fragua con nuevas remesas de carbón, y yo, por emplearme en algo, retiraba la barra a medio trabajar que estorbaba en el suelo. Habría que saberlo: ni blanco ni rojo al cabo de un rato, el metal mantiene no obstante su temperatura bestial si no se le ahoga el furor en el bidón de agua dispuesto al efecto; curioso también cómo se queda adherido a las manos durante infinitas fracciones de segundo, como si quisiera hacerse uno con la epidermis. Es decir, que me quemaba no solo las palmas, sino también los dedos todos, estúpidamente, como el más inútil de los aprendices.

Tardarían en curar esas benditas lesiones.

Con las dos manos pues convertidas en pura llaga, debí permanecer enclaustrado en casa durante meses, bien pertrechado de libros.

El ángel de la guarda, arrepentido y sumiso, se ocupó de pasarme las hojas.

La nota azul

 

No es muy grande el apartamento de la rue Pigalle…

Aurora Dupin, baronesa Dudevant, más conocida como George Sand, termina de escribir las últimas páginas de El pantano del diablo, una novela campestre a pesar del título o quizá por él. Como la tinta que usa tarda en secar, las ideas que va trasladando al papel permanecen húmedas durante bastante rato, verdaderamente brillantes según el ángulo desde el que se miren. Aurora misma se sorprende del efecto.

Mientras tanto, su amante de estos días, el Federico Chopin de los Nocturnos, acaricia las teclas del piano buscando de manera disimulada la siempre escurridiza y muy puñetera «nota azul», esa nota trampolín sin la cual no son capaces de componer nada los románticos del xix. Habría de todas formas que preguntar si comparten la misma opinión Liszt, Smetana…

No es muy grande el apartamento de la rue Pigalle, ciertamente; lo justo para que la pareja pueda trabajar sin agobios, cada uno en lo suyo. Quizá sí resulte pequeño en días como este, cuando coinciden en sus habitaciones otros amigos imprescindibles.

Paulina Viardot, la famosa cantante, ensaya algunos gorgoritos sin abandonar los brazos del violonchelista Franchomme, que la sujeta además entre sus piernas con una deformación profesional firme y férrea como una tenaza.

Pedro Leroux apura en silencio una tercera taza de café, mientras contempla el frenético ir y venir de Eugenio Delacroix de un lienzo a otro, con los pinceles chorreantes de color. Se pregunta por qué está tan empeñado Eugenio en retratar a sus dos amigos a la vez, ¿para no dar más importancia a Sand que a Chopin o viceversa?, ¿para no poner a la música por delante o por detrás de la literatura? Los gestores del Louvre, desde que ha pasado a ser el museo central de las artes, se descuelgan con cada encarguito…

¿Alguien más por esos cuartos?

El amigo Fontana, Adam Mickiewicz, ¿el niño Baudelaire también?

Mickiewicz –atrás quedaron, cree, Odessa, la guerra y los sonetos de Crimea– imagina ahora mismo uno de sus relatos, esos en los que se dan la mano la razón y la locura. Ignora Adam este día que uno de sus partos más recientes, Los peregrinos polacos, está a punto de ser incluido en el Índice de libros prohibidos. Mejor. Así tan solo imagina y dormita. En su duermevela le parece reconocer una nota verde, casi celeste, entre las que de forma atolondrada salen de la boca abierta del piano como si fuesen breves bostezos de charol.

Es Chopin, que entretiene las manos con pequeños arpegios, ya se sabe, buscando la tonalidad que mejor corresponda a la atmósfera de este momento. También él imagina algunas historias. La que sigue mismamente, que da un salto mortal en el tiempo:

 

* * *

 

Año bisagra de 1970.

Los años finales de la década de los 60, como quien no quiere la cosa, introducen a toda una generación en los primeros años de la década de los 70. La transportan. Un adolescente comienza entonces a descubrir el mundo: asuntos esenciales tales como que los años últimos de una década llevan siempre de manera indefectible a los primeros de la siguiente, que el ángulo recto hierve a los noventa grados, que existe un mar llamado Mediterráneo, con las playas llenas de turistas y tilde en la a.

La música que se oye entonces en casa, en la calle, en el país entero, la forman cuatro acordes más o menos planos con el añadido de un argumento simple y lamentable: a un tipo desgraciado le han robado un vehículo movido por tracción animal, un carro. Como estamos inmersos aún en un tiempo francamente gris, se necesita de una grandísima elipsis que se trague los colores todos del arco iris para llegar de forma directa a la solemnidad de lo dorado, de lo áureo. El tremendo hallazgo literario que nos quiere vender la dichosa canción tiene que ver con unos inverosímiles atalajes de oro. ¿Pero qué demonios son los atalajes?, ¿el no va más de la metáfora? La interferencia de la radio, que mezcla o combina asuntos y emisoras, lo termina de arreglar: no hay quien encuentre el maldito carro por ningún lado, cae una lágrima en la arena. Hemos descubierto pues un Mediterráneo en exceso posthelénico, cuajado de maletas de piel y bikinis de rayas. Se podría vomitar por las mismísimas orejas.

Aparece en escena entonces, valga el homenaje, Manolo Cañado.

Como un ángel de la guarda literario-musical.

–Beethoven era sordo.

–¿Bequién?

Cuando un amigo le lleva a uno cinco o seis años ya en la adolescencia, no hay Dios que lo alcance luego: uno tiene 12, el amigo 17 o 18; que se llega a los 17, el otro se larga hasta los 22; cumplimos 51, pues nada, Manolo Cañado 56, quizá 57.

Pero en 1970, ese año bisagra, Cañado tiene además un tocadiscos, aparato raro en un mundo todavía antiguo, casi de galena, y una invitación a escuchar el disco que acaban de publicar unos tipos peludos que se hacen llamar Fluido Rosa, según se medio traduce literalmente del inglés.

Desechados no hace mucho tiempo trompos y canicas, aceptamos la invitación un poco por inercia, por aburrimiento.

Los Pink Floyd, verán, son unos músicos que prefieren estampar en la cubierta una muy generosa vaca lechera antes que la guapura o fealdad de sus caretos. Empezamos bien. Atom Heart Mother, madre de corazón atómico; por titular que no quede. Son además músicos que no se cortan un pelo a la hora de grabar discos de esos grandes de vinilo, llamados elepés, en los que tocan largo y tendido por las dos caras. Y músicos que nos regalan además una sorpresa que parecerá menor pero que no lo es en absoluto: en la cara A no hay más que una canción, un solo tema, casi veinticuatro minutos sin que cante un tío. Bueno, ¡el ruido de una moto acelerando sí!, ¡¡la pucha!!

Lo que sale por ese altavoz (la tecnología de Cañado es entonces monoaural, conste, una pretecnología que apelmaza o solapa en una única vía el doble argumento de lo estereofónico), lo que sale de ese altavoz es el descubrimiento del siglo, mi camino de Damasco. La habitación entera está llena de música. No cabría ahora en ella ni un alfiler. Cierro los ojos y puedo ver de manera muy nítida lo que escucho, tocar con la piel tanto sonido. Digo bien: ver, palpar, pues a la sorpresa gigantesca de la música hay que sumar enseguida lo que esa música significa, lo que Manolo Cañado asegura que esa música significa:

–La vaca acaba de parir. Ha tenido una ternera. Pero han surgido complicaciones. Apenas se levanta la hija para alimentarse se derrumba la madre, agonizante. Puede ofrecerle tan solo una escasa leche afiebrada, calenturienta. Óbito habemus. La infancia de esa vaquita no va a ser un camino de rosas, ¿tú qué dices? Y pasa el tiempo. Ahí se escucha claramente cómo pasa el tiempo. Alguien, algo, ha construido mientras tanto una madre artificial, un robot con forma de vaca. ¿Ves? Es perfecta. Ella no puede desde luego distinguir entre esta madre y la otra. La felicidad again. Se dan mutuos cariños en esas frases, óyelas. Ahí sin embargo ya es mayor, la hija va creciendo; su madre permanece siempre igual, y colige que en algún momento su hija, en fin, tú sabes, el envejecimiento. No hay desgaste en los mecanismos atómicos de la madre. ¿Debería exigir ella ahora una hija artificial? Son muy inquietantes estos pasajes penúltimos, etcétera, etcétera.

¿Fumábamos algo entonces?, me pregunto. Eran tiempos de ácidos y sicodelia, también.

Así que la música, una digamos composición, ¿escondía en realidad toda una historia?, ¿cada partitura contenía pues un argumento que se podía contar igual con música que con palabras, con mármol, con óleo o con silencios, como aseguraba Cañado? ¡Menudo descubrimiento!

La continuación es obvia: son varios los intentos para que el amigo repita esa cara del disco, pero todos desesperadamente fallidos cuando se trataría ya de una tercera audición. El ángel de la guarda se hace de rogar.

–No hay que quemar la música –argumenta Cañado, mientras mete en una bolsa unos cuantos libros–. Toma, ahora llévate esto. Léelos, ponles música. No, no los saques aquí, míralos en casa.

 

* * *

 

Regresemos sin demora al apartamento de la rue Pigalle, donde Federico Chopin entretiene las manos buscando la «blue note», el motor primero.

El piano no es una herramienta sino más bien un amigo, su confidente. Y se deja hacer. Sabe que el músico tiene la obligación moral de la perfección, del acabado, por eso ahora tensa sus cuerdas lo justo, vamos a decir una tensión a medio camino entre la ansiedad y la relajación.

Aurora Dupin, que recién acaba de poner el húmedo punto final a sus renglones, observa a su amante. Sus miradas se cruzan. Intercambian un par de sonrisas. «Tú vales mucho», se dicen en silencio, mutuamente; es un sentimiento que no nace tanto del enamoramiento como de la admiración. Así Chopin puede encontrar la nota, y atacar finalmente con una de sus piezas favoritas, un estudio, un scherzo

Eugenio Delacroix suelta los pinceles –los retratos marchan, bien hojaldrados de color– y anota en su Diario: «Su mirada se anima de un resplandor febril, sus labios adquieren un color rojo sangriento, su respiración se vuelve más corta…», pero no podríamos saber a ciencia cierta, de no ser por el contexto, si se refieren las palabras de Delacroix a Sand dibujando el punto final, a Chopin improvisando el scherzo, a Mickiewicz imaginando su cuento, a Paulina Viardot conteniendo la tenaza del violonchelista Franchomme…

La audiencia, cautivada, alcanza entonces, por be o por hache, el éxtasis.

Cuando todos, durante un paso pianísimo, aguantan la respiración, Chopin da un puñetazo sobre el teclado.

Estalla en risas.