Juan Pedro Aparicio

 

 

La mitad del diablo

 

 

 

 

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Juan Pedro Aparicio, La mitad del diablo

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-574-3

 

© Juan Pedro Aparicio, 2006

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 66

 

 

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Razones del título y otras

 

Los relatos que aquí se presentan fueron escritos con la misma ambición unitaria que aquellos Ejercicios de estilo que hiciera Raymond Queneau para el OuLiPo (Taller de Literatura Potencial). No son textos nacidos de ocasionales momentos de inspiración, sino fruto de la voluntad de hacerlos precisamente en ese número y en esa forma para constituir un libro. Su título podría ser también Ejercicios de Literatura Cuántica.

Mi intención primera fue escribir trescientos treinta y tres, sabido es que el 666 es el número del Maligno. Y debo decir que cumplí mi propósito con creces, pues deseché unos cuantos hasta quedarme con trescientos treinta y tres. Había en ellos su pizca de metaliteratura, algo de intriga y bastante fantasía. Sin embargo, llegada la hora de darlos a la imprenta, me convencí de que era mejor reservar parte de ellos en una especie de purgatorio o de limbo, tal vez a la espera del paraíso.

Hay una razón de índole práctica de mucho peso en los tiempos que corren. Si nos preocupa el lince ibérico, ¿cómo no ha de preocuparnos el lector? Los cuentos, mundos tan estancos y autónomos como la novela, requieren un esfuerzo individualizado de penetración en cada uno de ellos. Sin la conquista de una cierta familiaridad inicial no seríamos capaces de seguir leyendo. En la novela se logra –si es que se logra– de una sola vez. El libro de cuentos exige tantos esfuerzos iniciales como cuentos hay. Y trescientos treinta y tres, por mucho que el número sea la mitad del diablo, son demasiados.

Cuando publiqué mi primer libro, El origen del mono, descarté algunos cuentos por su brevedad y conservé el titulado «El presentimiento» que tenía menos de cien palabras. Hoy, a más de treinta años de haberlo escrito, lo he visto traducido en periódicos de Asia y América y publicado en lugares casi impensables. Está claro, pues, que no supe prestar la atención debida al formato y que sólo su popularidad reciente me ha movido a acercarme a él con renovado interés, al tiempo que me suscitaba ­alguna reflexión. Y he de aceptar que se trata de una forma singular de lo literario gobernada de modo muy principal por dos polos: la elipsis y la invención, en la que el humor suele estar muy presente, constituyendo una literatura que podríamos llamar cuántica, tomando el vocablo prestado de la ciencia, por lo mismo que hay una ­física convencional o aristotélica (de los cuerpos grandes) y una física cuántica o de los cuerpos diminutos.

La vida española no ha venido distinguiéndose precisamente por su inventiva. Un buen número de regulaciones que afectan a nuestro modo de vivir son una ­simple adhesión a lo que viene de fuera, desde el aviso tétrico en las cajetillas de cigarrillos al tacómetro de los camiones. Acaso esta literatura de lo pequeño sea una excepción feliz, al haber rebrotado con particular fuerza en el ámbito de nuestra lengua a ambos lados del Atlántico. Digo rebrotado porque su raigambre oriental parece fuera de cuestión, pero es cierto que entre españoles y latinoamericanos ha adquirido moderna carta de naturaleza, algo que, según creo, no ha ocurrido todavía en otras literaturas, o no con el mismo vigor.

Todo relato requiere movimiento y la dificultad de ese movimiento aumenta en progresión geométrica con cada palabra que le restamos. De ahí la relevancia del título que no sólo distingue sino que guarda una relación dialéctica con el texto. Un buen ejemplo sería la última pieza de esta colección, el relato titulado «Luis xiv». Cualquier persona culta sabe de quién se trata y ese conocimiento es lo que permite incorporar la mayor elipsis que pueda concebirse.

El cuántico tensa hasta el límite la ley del cuento: una narración que empieza pronto y termina enseguida, algo que escribí hace tiempo y sigo manteniendo ahora con más convencimiento. En los relatos cuánticos lo breve es ley suprema, de modo que entre dos relatos sostenidos por idéntica historia será preferible aquel que lo diga con menos palabras.

Al encuentro de esa brevedad, me atrevo a pedirle ­al lector que continúe leyendo. En las páginas que siguen las palabras disminuyen casi con la misma cadencia ­con la que crece la numeración, hasta llegar a un texto que, con la pretensión de ser el más breve posible, tiene por fuerza que estar situado en el último lugar como si de una meta de llegada se tratase.

El cielo

 

Iba por el bosque con mi perrita y la perdí de vista, algo bastante frecuente y que sólo me preocupaba cuando estábamos cerca de la carretera, como era el caso. La llamé con insistencia, silbé, pero no acudió. ­«Boni, Boni», seguí voceando.

De repente, de entre la espesura vi correr hacia mí a un perro. Tenía ese trote saltarín, con las orejas subiendo y bajando, que obedece a la llamada del cariño. Pero no era Boni, aunque, cuando llegó a mí, intentó encaramárseme. Se trataba de una perrita común de pequeño tamaño, con la piel negra y blanca. Le hice una caricia y, seguí llamando a Boni.

Enseguida vi venir a otro perro, un setter de color cobre, de magnífica estampa cazadora, que también se acercó jubiloso. Y, mientras la perrita y el recién llegado me hacían carantoñas con sus saltos, moviendo los rabos como hélices, yo seguí voceando el nombre de Boni.

Un tercero apareció. Era un cachorro de apenas dos meses, gris y juguetón. Mi padre me había regalado uno igual, un perro lobo, decía él, cuando yo era niño y se me había muerto de parálisis un mes después. Le pusimos Tobi. Algo confundido, insistí en mi llamada, y sólo cuando ví venir a dos perros más empecé a comprender. Eran Freak y Bolo, los últimos que había tenido, que se acercaron con idéntico alborozo.

Entonces reconocí también a todos los demás. Con cuánta emoción abracé a Lista, la primera en venir, que seguía lamiéndome la cara, y a la que, siendo yo muy niño, mató un coche; a Sol, el perro de Franquito, el único que murió de viejo; a Tobi, el pobre cachorrillo que llevé imprudentemente a un baño en el río.

El médico me había prevenido contra las emociones fuertes y temí que mi cansado corazón fuera a estallar, incapaz de soportar el júbilo que el abrazo de todos los perros que alguna vez había querido me provocaba, saltando y brincando a mi alrededor. Faltaba, sin embargo, Boni. Y, cuando la vi acercarse a la carrera, con ese ­trote que es una declaración de amor, supe que estábamos ya en la otra vida.

Mi nombre es ninguno

 

Los capturaron por el motivo más nimio, alguien afirmó que uno de ellos había gritado: «¡Viva la República!» De otro que había blasfemado; de dos o tres se ignoraba la razón; del resto, se decía –lo decían ellos mismos–, que por pertenecer a un sindicato o a un partido de izquierdas.

Algunas noches venían unos jóvenes de oscuro y un sujeto mayor de pelo cano; leía éste en voz alta tres o cuatro nombres de una lista y se los llevaban. Nadie dudaba del fatal destino que esperaba a los que se iban. Cada vez que se abría el portón, Elicio Ostiz, antes de que leyeran aquellos pocos nombres, se meaba y se cagaba en los pantalones.

Una noche dijeron su propio nombre, Elicio Ostiz, y el olor a heces blandas y recientes se elevó incluso por encima del hedor del cobertizo.

Pero, sobre el miedo, prevalecía en los hombres el ­deseo de evitar las burlas que la incontinencia de aquel flojo compañero provocaría en sus ejecutores. Aurelio Mataix dio un paso al frente y se hizo pasar por Elicio. Poco importaba morir hoy o morir mañana, si ya había perdido la esperanza. Desde aquella noche creció entre los supervivientes un sentimiento de pertenencia a un colectivo que se impuso sobre la pulsión individual.

Quizá por eso cuando llamaron a Aurelio Mataix y de nuevo el pobre Elicio fue incapaz de contener sus esfínteres, otro compañero tomó de nuevo su puesto.

La cosa se hizo así costumbre hasta que sólo quedó con vida el propio Elicio; entonces le subieron a un camión y le llevaron a una prisión del ejército. Se habían acabado los fusilamientos.

«¿Cómo te llamas?», le preguntaron. «No lo sé», contestó. Y nadie nunca le sacó más allá de esas tres palabras.

Amada en la distancia

 

Antes de casarse con Arturo, Eulalia le confesó que tenía un pretendiente al que había rechazado, quien, dispuesto a mostrar la calidad insuperable de su amor, había prometido escribirle una carta al mes durante toda la ­vida. A Arturo le hizo gracia y hasta mostró una paternalista conmiseración hacia el desconocido corresponsal. Durante los primeros años leyó las cartas de Fidel, tan cursis, con una sonrisa; luego empezó a crecer en él la sospecha de que se trataba de un montaje urdido por la fantasía de Eulalia para mantener encendida la llama loca del amor juvenil.