Juan Pedro Aparicio

 

 

London Calling

 

 

 

Ilustrado por

Fernando Vicente

 

 

 

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Juan Pedro Aparicio, London Calling

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-530-9

 

© Juan Pedro Aparicio, 2015

© De las ilustraciones y de la cubierta: Fernando Vicente, 2015

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 211

 

 

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¿Habría algo más prodigioso que un auténtico fantasma? El inglés Johnson anheló, toda su vida, ver uno; pero no lo consiguió, aunque bajó a las bóvedas de las iglesias y golpeó féretros. ¡Pobre Johnson! ¿Nunca miró las marejadas de la vida humana que amaba tanto? ¿No se miró siquiera a sí mismo? Johnson era un fantasma, un fantasma auténtico; un millón de fantasmas lo codeaba en las calles de Londres. Borremos la ilusión del Tiempo, compendiemos los sesenta años en tres minutos, ¿qué otra cosa era Johnson, qué otra cosa somos nosotros? ¿Acaso no somos espíritus que han tomado un cuerpo, una apariencia, y que luego se disuelven en aire y en invisibilidad?

 

Thomas Carlyle

El Sastre Remendado, 1834

 

Oxymoron Room

 

–Señores, el embajador de España –dijo Richard Reynolds, conde de Wandsworth, y los siete caballeros reunidos en la Oxymoron Room se levantaron para saludarle.

El recinto, habilitado como comedor, era una especie de conservatory que prolongaba con paredes de cristal el ala sur del edificio. Tallada en una de ellas había una reproducción del caballo blanco de Westbury, el emblema del club. El techo corredizo estaba abierto.

–¿Le gustaría saber qué nos ha movido a invitarlo? –preguntó Ronald Arthur Biggs, conde de Belmarsh.

El embajador de España contestó con un movimiento de cabeza y una abierta sonrisa.

–Hemos sabido –explicó lord Wandsworth– que, tras la presentación de cartas credenciales, regresó a la sede de su embajada en Belgravia y dio órdenes para que, antes de la cerveza para los cocheros o las copas para sus invitados, se sirvieran sendos cubos de agua a los caballos que habían arrastrado la berlina. Era un día muy soleado y con un calor de horno.

–Nosotros, miembros del Animal Lovers Club –añadió lord Belmarsh–, lo consideramos mérito más que suficiente como para sentirnos muy honrados con su presencia.

–El nombre de esta pieza –quiso puntualizar lord Wandsworth–, la Oxymoron Room, donde nos reunimos, si el tiempo lo permite, con el techo corrido para poder fumar, pues, como bien sabe, está prohibido hacerlo en el interior, ha estimulado también nuestro deseo de tenerlo entre nosotros.

–¡Oh, es muy interesante! –exclamó muy a la inglesa el embajador de España.

Lord Wandsworth sonrió.

–Usted, aunque haya estudiado en Cambridge, es español. Y a un español no se le supone amante de los animales. Así que nos honra doblemente. Primero a nuestro club, luego a nuestra Oxymoron Room. Ya sabe que oxímoron es de alguna manera la contradictio in terminis del latín, y eso viene a ser la presencia de un español en el Animal Lovers.


 

Ellos no tuvieron elección

 

Ronald Christopher Edwards, conde de Cheddington, dijo:

–Una vez al trimestre llevamos una corona de flores en memoria de los millones de animales que han sufrido por nuestro país. La depositamos en el monumento erigido en Park Lane. Ellos no tuvieron elección, se llama. Todo un símbolo. Ocho millones de caballos fallecieron en la I Guerra Mundial. ¡Y cuántos perros, palomas mensajeras, delfines, leones marinos y elefantes! Solo en la II Guerra Mundial el ejército británico condecoró a treinta y dos palomas, dieciocho perros, tres caballos y un gato. Todos ellos recibieron la medalla Dickin, el equivalente de la Cruz de la Victoria. Dos casos llaman la atención. Uno el de la paloma María de Exeter que voló de vuelta al Reino Unido tras resistir el ataque de halcones alemanes. Otro, el de los caballos Peter y Silvia, que se quedaron sin medalla. Peter murió en combate, pero, Silvia, que, estuvo en nuestras filas, fue repudiada y condenada a morir de hambre. Algo habría que hacer para reivindicarla. Ambos eran andaluces, de esa inteligente y fina raza. Se habían criado felices por los cálidos campos del sur de España. Muy jóvenes todavía, fueron vendidos. Silvia, al ejército británico; Peter, al alemán. Su vida empeoró, no tanto por la dureza de sus nuevos entornos, como por la fuerte añoranza que sentían el uno del otro. Cuando estalló la guerra, y fueron llevados al frente, su instinto les hizo vislumbrar la oportunidad de reencontrarse. Un encuentro, sin embargo, desgraciado. El teniente inglés que montaba a Silvia, mató a Peter, el potro de sus amores. Quizá disparó al oficial alemán que lo montaba, nunca lo sabremos. Pero su disparo hirió de gravedad al caballo, que, al caer, ocasionó la muerte del jinete. La yegua Silvia, enloquecida, se volvió entonces contra quien la montaba, logró derribar al teniente inglés y lo mató a coces.



 

El beso

 

–Ah, yo sé muy bien el apego de los ingleses hacia los animales –dijo el embajador–. Durante mi primer destino en Inglaterra, en la Oficina para Asuntos Culturales, hace ya de esto algunos años, todos los días solía sacar a mi perro a dar un paseo. Era una perrita labrador negra, no muy alta y con el típico rabo de visón, una mirada tierna y brillante y la trufa algo respingona. Iba con ella de Queens Gate a Kensington Gardens y daba un largo paseo entre los árboles. A la vuelta, al cruzar el semáforo en el cruce con Queens Gate, un hombre, que venía en la dirección opuesta me miró con insistencia, lo que como saben no es frecuente en Inglaterra. Me di cuenta además de que no era la primera vez que lo hacía, pues días atrás me había llamado la atención que, al abrirse el semáforo, se quedara quieto esperando a que yo cruzara. Como me lo encontraba a diario en el mismo sitio empecé a preocuparme y llegué a sospechar que se trataba de un terrorista o de un homosexual, o de, no sé, alguien que tuviera alguna fijación obsesiva conmigo. Lo comenté con algún compañero, y hubo quien me aconsejó que lo denunciara a Scotland Yard. Yo no hice nada y seguí saliendo con mi perrita. Un día el hombre, enjuto, de rostro sonrosado y pelo pajizo, me detuvo cuando llegué a su altura. Su mirada de cerca me pareció tan amigable y franca como la de mi perrita. Me la señaló con mucha timidez, casi con miedo y me preguntó: ¿Puedo besarla? Sorprendido, asentí aliviado. Él se inclinó y le dio un beso en la cabeza negra, un beso tan cargado de cariño que me emocionó.

 

El diente del dinosaurio

 

Charles Frederick Wilson, conde de Winson Green, dijo:

–He leído un libro de relatos de anticipación científica que les recomiendo vivamente. Me ha gustado especialmente uno titulado «Viagra xxl».

Hubo un atisbo de picardía en los ojos de la mayoría.

–Ya saben que en 1980 un grupo de investigadores, liderados por el premio Nobel Walter Luis Álvarez –siguió lord Winson Green–, planteó que la extinción de los dinosaurios había sido causada por el impacto de un gran meteorito contra la superficie de la Tierra hace sesenta y cinco millones de años. En el libro, se explica de otra manera. Según demostró Einstein, el tiempo es una dimensión igual que la altura o la longitud. Sin embargo sus magnitudes se manifiestan de forma distinta. Las magnitudes espaciales no se pueden doblar, mientras que la del tiempo puede plegarse tantas veces como se quiera, entonces todos los tiempos se tocan. Eso es lo que hace un agujero negro. Hacia el año 6000 de nuestra Era los viajes al pasado empezaron a ser una práctica común. Pronto fue muy fácil tener en cada casa una máquina del tiempo. La más asequible y económica, prácticamente un electrodoméstico, era la llamada por el autor del libro, un hispano, anglosaxon cabinet. Los viajes al Cretácico se pusieron de moda. ¿Saben cuál era el mayor aliciente? La caza de dinosaurios.

Uno de estos cazadores tuvo la ocurrencia de moler el diente más pequeño de un dinosaurio, un diente especial. El polvillo resultante presentaba una apariencia de cocaína, pero, al probarlo, descubrió algo mucho más valioso, un afrodisíaco potentísimo, eficaz, duradero, de esos que hoy llamaríamos a demanda.

Los cazadores proliferaron como mineros enloquecidos. No hubo fenómeno comparable en la historia de la Humanidad, ninguna fiebre del oro, ninguna extinción masiva, ni siquiera la de los bisontes de las praderas americanas, pudo compararse a lo que ocurrió entre los años 6000 y 6025 de nuestra Era.

 

Rebelión en la granja

 

–Yo también he leído ese libro –dijo Roger John Cordrey, conde de Leighton Buzzard–. Me llamó mucho la atención otro de los relatos que trata sobre la cría intensiva de cerdos. Sujetos de modo permanente al suelo por medio de una faja de hierro acaban sus días con las patas atrofiadas y los ojos extraviados. El relato es muy darwinista. Ya saben eso de que la función crea el órgano. Lo que dicho de otra manera sería: la no función lo destruye. En el cuento de que les hablo, un día, en una camada de diez, nace una cerdita que carece de extremidades. El fenómeno se repite aquí y allá. Tras una pequeña conmoción, los magnates de la industria alimentaria llegan a la conclusión de que las patas son innecesarias; encuentran que con solo las nalgas pueden fabricar un jamón con una forma redondeada muy atractiva en los supermercados. El empresariado se lanza a la cría exclusiva de esos cerdos con el ahorro adicional de ese gasto en los hierros con que los mantenían sujetos. Pronto no habrá en todo el planeta un solo cerdo con patas. Los animales, como sacos o globos que se hinchan por momentos, parirán y engordarán sin moverse del sitio, porque estos cerdos aumentan de volumen muy deprisa, a una ratio veinte veces superior a lo hasta entonces conocido. El objetivo económico de que alcancen la dimensión de una ballena empieza a parecer posible. Algo sucede sin embargo. La mutación genética va más allá de la pérdida de las extremidades y la extraordinaria velocidad de engorde. Los animales, cuando llegan a un tamaño determinado, súbitamente revientan. Todo se lo llevan por delante: trabajadores, instalaciones, techos, paredes. Ningún país se libra. Es un suicidio de la especie para no seguir sufriendo eternamente.

El cambio global

 

–Muchas veces nos basta con observar el compor-tamiento animal para mejor entender la vida –dijo lord Winson Green. El domingo último, paseando al mediodía por Kensington Gardens, me fijé en una familia inglesa de origen hindú que se sentaba a la sombra de un inmenso plátano: el padre, la madre, la abuela y cuatro niños. Las dos mujeres de pie distribuían la comida que llevaban en sendas cestas de mimbre entre los niños y el hombre sentados sobre la hierba. A pesar del fuerte olor a curry, era una escena plácida rota de pronto por un tremendo alboroto sobre la copa del plátano y unos chillidos estridentes. Todos miraron hacia arriba con susto. Eran nueve o diez pájaros de un verde brillante. Tenían un graznido muy desagradable.

El padre, muy tranquilo, con talante de maestro paciente, explicó:

–Esto es el cambio global, no hay por qué alarmarse. Son cotorras sudamericanas que están ocupando un nuevo hábitat.

La reina de los gatos

 

–¿Les he contado alguna vez la historia de la reina de los gatos? –preguntó Douglas Gordon Goody, conde de Stormontgate–. Era una portuguesa, maestra jubilada, exiliada del régimen de Salazar y afiliada al partido comunista, lo que en Inglaterra es tan raro como un dromedario en el mar. Aquí vivía de dar clases de francés y de español; también dibujaba, hizo varias exposiciones de cierto éxito. Tuvo relaciones de todo tipo, con hombres y también con mujeres. No lo he dicho, pero lo digo ahora. Era guapísima y tan rubia que podría haber pasado por sueca o por danesa. Algo caótica, tuvo relaciones de mucha intensidad, siempre con ingleses, le gustaban mucho los ingleses. Pero todo eso mientras fue joven y guapa. Porque su vida, apasionada y turbulenta, le provocó con el tiempo una ansiedad crónica. Prematuramente envejecida, se encontró un día sola, viviendo con un par de gatos a los que había puesto el nombre de sus dos novios más queridos. Vendió su piso de Londres y se compró una casita en Kent, no lo hizo por ella, sino por sus gatos, a los que suponía más felices en el campo. Allí conoció a un hombre mayor y tan solo como ella que también tenía un gato. Todas las semanas la visitaba y se acostaban. Aficionada a las frases ampulosas, cuando su vecino murió, se hizo cargo de su gato y dijo «yo también he muerto, ahora mi vida es para los gatos», pero no tardó en conocer a otro jubilado que depositaba las basuras donde lo hacía ella y que también tenía un gato. Enseguida entraron en la rutina de hacer el amor cada semana. Y pronto tuvo que quedarse también con el animal. Ahora tiene muchos más, porque otros dueños de gatos la cortejan y, aunque fea y vieja, su vida sexual sigue siendo muy activa al lado de todo varón que tenga un gato y esté solo en la vecindad.

 

El hereje

 

A Michael Jacobs, in memoriam