Fernando Iwasaki

 

 

Ajuar funerario

 

 

 

 

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Fernando Iwasaki, Ajuar funerario

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-554-5

 

© Fernando Iwasaki, 2013

c/o Silvia Bastos Agencia Literaria

© De esta portada, maqueta y edición, Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

© Ilustración de cubierta: Fernando Vicente

 

 

Voces / Literatura 38

 

 

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A Merle

que está de miedo.

 

 

 

 

 

 

Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él.

 

Edgar Allan Poe, El demonio de la perversidad

 

 

 

La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.

 

H. P. Lovecraft, El horror en la literatura

 

 

 

No nos une el amor sino el espanto.

 

Jorge Luis Borges, El otro, el mismo.

 

 

 

 

 

 

Y ahora, abra la boca.

 

El dentista

 

 

 

 

 

 

Los antiguos peruanos creían que en el otro mundo sus seres queridos echarían en falta los últimos adelantos de la vida precolombina, y por ello les enterraban en gruesos fardos que contenían vestidos, alimentos, vajillas, joyas, mantones y algún garrote, por si acaso. Los arqueólogos, esos aguafiestas del eterno descanso, bautizaron como «ajuar funerario» aquel melancólico menaje, sin saber que así revolucionarían el siempre vivo negocio de las pompas fúnebres.

¿Por qué conformarse con cargadores de librea o un ataúd tallado a mano, si por un pequeño suplemento uno puede lucir alicatado de alhajas en su propio velatorio? Las funerarias de mi país –más pomposas que fúnebres– han rescatado el milenario arte de empedrar difuntos con insignias, medallas, leontinas, collares y cualquier abalorio capaz de conferir la piedad de un obispo, el aplomo de un general o la majestad de un Inca. Más tarde, una vez consumida la capilla ardiente, discretos monosabios recogen la bisutería de la muerte para investir y vestir a otros cadáveres.

Las historias que siguen a continuación quieren tener la brevedad de un escalofrío y la iniquidad de una gema perversa. Perlas turbias, malignos anillos, arras emputecidas... un ajuar funerario de negras y lóbregas bagatelas que brillan oscuras sobre los deshechos que roen los gusanos de la imaginación.

 

 

F. I. C.

Sevilla, invierno de 1998

 

Día de difuntos

 

 

Cuando llegué al tanatorio, encontré a mi madre en­lutada en las escaleras.

–Pero mamá, tú estás muerta.

–Tú también, mi niño.

Y nos abrazamos desconsolados.

La habitación maldita

 

 

Llegué sin reserva porque para eso soy cliente habitual, pero no quisieron darme la única habitación que les quedaba. A regañadientes me entregaron la llave y se ofrecieron a buscarme una suite en otro hotel de la cadena, mas yo estaba muy cansado y subí sin hacerles caso.

La decoración no era la misma de las otras habitaciones: las paredes estaban llenas de crucifijos y los espejos apenas reflejaban mis movimientos. Recién cuando me eché en la cama reparé en la pintura del techo: un Cristo viejo y enfermo que me miraba sobrecogido. Me dormí con la inexplicable sensación de sentirme amortajado.

Un clavo de frío me despertó, y junto a la cama una mujer de niebla me dijo con infinita tristeza: «¿Por qué has sido tan imprudente? Ahora te quedas tú». Desde entonces sigo esperando que venga otro, para despertarlo con mis dedos de hielo y poder dormir de una vez.

Que nadie las despierte

 

 

Nada me produce más horror que volver a casa de madrugada por cualquiera de esas flamantes autopistas que circunvalan mi ciudad. Los carteles fosforescentes me infunden un sosiego adormilador, y las luces de los coches se disuelven líquidas en la cremosa oscuridad. Me hipnotiza ese veloz resplandor que engulle las líneas blancas de la autovía y me pregunto si acabaré en la cuneta o contra los pilotes que reverberan gelatinosos, casi difuminados por los pinceles de mis párpados.

De pronto pienso en las niñas y me enderezo, me abronco, me pellizco. Ellas desean verme al despertar, y si muero mientras duermen les condenaría a una feroz vigilia de pesadillas. Pero el sueño en la carretera me envuelve con redes sutiles y bostezo como los túneles o cabeceo al viento como las soñolientas adelfas, cuajadas en la insoportable monotonía de las regueras. A lo lejos brilla turbia la ciudad y en la duermevela busco las farolas de mi calle, la luz del portal de casa, la lámpara de mi mesilla de noche...

Ya en la cama me acurruco junto a mis hijas, abrazo sus cuerpecitos tibios y beso sus mejillas como flanes. Entonces me arrasan las lágrimas y estremecido por la inercia de la velocidad me invade una sonámbula sensación de zozobra. Tal vez aún estoy en la autopista, acaso jamás llegué a casa. Y demudado espero hasta el alba porque no quiero despertarlas y que descubran que quien las sueña soy yo.

W. C.

 

 

Era la primera gasolinera en varios kilómetros y sus­piré agradecido porque los intestinos se me disolvían entre retortijones. Un hombre sin párpados me señaló un corredor devorado por la penumbra y hacia allí caminé de baldosa en baldosa, como un equilibrista que no quiere que el público descubra que lleva las mallas descosidas. En el baño no había espejo ni luz, y el chapoteo de mis pasos delataba dos dedos o tres de un líquido sin nombre. El primer clínex lo gasté limpiando a ciegas la rueda. Al darme la vuelta pateé algo así como un casco de moto y me senté sujetándome los pantalones para que no se empaparan.

La sensación de alivio y beatitud sólo duró unos segundos porque alguien cerró la puerta con llave desde afuera. Pensé en mi coche y en el ordenador portátil que estaba en el asiento trasero. Pensé en el hombre sin párpados con mis corbatas de seda. En todo eso pensaba cuando un gruñido líquido brotó de las entrañas del alcantarillado.

Sentado en el retrete percibí que algo veloz y delirante subía por las tuberías. Sus uñas crepitaban metálicas y los sorbos de la criatura eran tan intensos como el chasquido de sus mandíbulas. El segundo clínex se me ca­yó en aquel charco espeso. Me incorporé hacia la puerta sin soltar mis pantalones cuando algo salió del guáter con la potencia de las focas de los circos rusos. Caí de bruces al suelo.

La conciencia del asco era más fuerte que los mordiscos. Con el tercer clínex me limpié la boca. El casco de moto tenía dos cuencas vacías.

Las reliquias

 

 

Cuando la madre Angelines murió, las campanas del convento doblaron mientras un delicado perfume se esparcía por todo el claustro desde su celda. «Son las señales de su santidad», proclamó sobrecogida la madre superiora. «Nuestro tesoro será descubierto y ahora el po­­pulacho vendrá en busca de reliquias y el arzobispo nos quitará su divino cuerpo.» Después del santo rosario nos arrodillamos junto a ella. Hasta sus huesos eran dulces.

Animus, finibus

 

En la biblioteca de Wurzburg monseñor Scheps halló en 1885 los manuscritos de Prisciliano, obispo de Ávila y quemado en la hoguera por hereje. Prisciliano sostenía que Satanás –humillado por Dios– decidió crear una nueva raza a su imagen y semejanza. Un mundo que fuera en sí mismo una blasfemia, un remedo obsceno de la obra divina. Para salvar a esa estirpe maldita Dios envió a su Hijo, quien murió en vano por los pecados de una raza condenada

Prisciliano fue ejecutado en Tréveris en el 385 después de Cristo. Los teólogos que le condenaron enloque­cieron. Mil quinientos años más tarde, monseñor Scheps se suicidó en los jardines de la biblioteca de Wurzburg.

Réquiem por el ave madrugadora

 

 

Yo no deseaba ser enterrado, pues siempre me repugnó la idea de poblar una tumba con la misma mueca. Me entusiasmaba en cambio imaginar que, aún después de la muerte, mi corazón podía seguir latiendo, mis ojos gozando de la belleza y mis riñones esculpiendo filosos cálculos dentro de anónimos cómplices en ese juego irracional y materialista de aferrarse a la vida. Pero tuve la mala suerte de fallecer antes que mi esposa y mis órganos nunca fueron donados, ni mis satisfechos escombros desguazados e incinerados.