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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Kate Hewitt. Todos los derechos reservados.

OSCURAS EMOCIONES, N.º 2132 - febrero 2012

Título original: Kholodov’s Last Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-463-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

ESTABAN a punto de robar a aquella mujer. Sergei Kholodov observaba con la mirada de la experiencia y algo de cinismo mientras un grupo de pilluelos le ponían unos periódicos delante de la cara a aquella muchacha extranjera. No, en realidad era una mujer de unos veintitantos años. Con esos dientes tan perfectos, ese pelo y ese abrigo rojo, sin duda era estadounidense.

Llevaba un rato frente a la catedral de San Basilio, observando las cúpulas en forma de bulbo, con un mapa en la mano, cuando se habían acercado a ella, hablándole como si se tratara de algo urgente. Sergei sabía bien lo que pretendían, pero era evidente que ella no. La extranjera se rió, dio un paso atrás agitando los papeles y sonrió. Sonrió, no tenía el menor sentido común.

Sin duda los chicos se habían dado cuenta también y por eso la habían elegido. Era obvio incluso para él, que estaba a más de veinte metros de distancia. Estaba claro que era un blanco fácil. La rodearon sin apartar los papeles de su cara. Sergei la oyó reír de nuevo mientras decía en un ruso muy rudimentario:

–Spasiba, spasiba, nyet…

Sergei siguió observando mientras uno de los golfillos metía la mano en el bolsillo del abrigo de la chica. Sabía lo rápido y sigiloso que se podía llegar a ser mientras se buscaba el bulto de una cartera o el crujir de los billetes. Conocía la emoción del peligro y la satisfacción, mezclada con el desprecio que se sentía cuando se conseguía robar algo.

Con un suspiro de resignación, Sergei decidió finalmente que lo mejor era intervenir. No sentía demasiada simpatía por los estadounidenses, pero aquella mujer y era obvio que no tenía la menor idea de que estaban a punto de quitarle su dinero. Se acercó a grandes zancadas, los turistas y charlatanes se apartaban a su paso de manera instintiva.

Agarró del cogote al chico que tenía la mano en el bolsillo de la joven y vio con satisfacción cómo corría en el aire, tratando en vano de huir. Los otros pilluelos sí que escaparon, por lo que Sergei sintió lástima por el que había agarrado; sus amigos no habían tardado en abandonarlo. Lo zarandeó ligeramente.

–Pohazhite mne –«dámelo», le dijo.

El muchacho protestó y aseguró varias veces que no tenía nada.

En ese momento, Sergei sintió en el hombro una mano suave y al mismo tiempo sorprendentemente fuerte.

–Por favor –le dijo la mujer en un ruso con mucho acento–, suéltelo.

–Le estaba robando –le explicó Sergei sin volverse a mirarla y volvió a zarandear al chico–. Pohazhite mne.

La mujer le apretó el hombro. No le dolió, pero le sorprendió tanto que por un instante aflojó la mano con la que tenía agarrado al golfillo, que aprovechó la oportunidad. Le dio una patada en la entrepierna que hizo que Sergei lanzara varios juramentos y luego salió corriendo.

Sergei contuvo la respiración para tratar de controlar el dolor, después se puso recto y miró a la mujer, que tuvo la desfachatez de mirarlo fijamente con gesto de indignación.

–¿Satisfecha? –le preguntó él con ironía.

Ella abrió los ojos de par en par al tiempo que su rostro se tornaba casi violeta.

–Habla mi idioma.

–Mejor que usted el mío –respondió Sergei–. ¿Por qué se ha metido? Ahora no podrá recuperar el dinero.

Ella frunció el ceño.

–¿Qué dinero?

–Ese chico al que ha defendido tan amablemente estaba robándole.

La mujer sonrió y meneó la cabeza.

–No, no, está usted equivocado. Sólo intentaba venderme un periódico. Se lo habría comprado, pero no entiendo tanto ruso como para leer el periódico. Estaba exageradamente ansioso –admitió, sin duda tratando de ser justa–. ¿Conoce esa palabra?

–Sí, conozco esa palabra y algunas otras –dijo Sergei, que apenas podía creer que pudiera haber alguien tan ingenuo–. No estaban ansiosos, simplemente intentaban timarla –enarcó ambas cejas y le preguntó–: ¿Conoce esa palabra?

Parecía sorprendida y ofendida, pero optó por pasarlo por alto y menear la cabeza.

–Lo siento. No entiendo demasiado ruso, pero no creo que esos chicos pretendieran hacerme nada malo.

Sergei apretó los labios.

–Compruébelo, si quiere.

–¿Que compruebe?

–Mírese los bolsillos.

Volvió a menear la cabeza, con la misma ingenuidad y la misma sonrisa.

–En serio, sólo intentaban…

–Compruébelo –insistió él.

Sus ojos adquirieron un intenso brillo azul, que revelaban algo bajo tanta dulzura, algo salvaje y poderoso que despertó el interés de Sergei, quizá incluso el deseo. Era bastante guapa; tenía los ojos color violeta y un rostro de rasgos delicados, aunque con ese enorme abrigo no se podía ver mucho más que eso. Finalmente se encogió de hombros y levantó las manos a modo de rendición.

–Está bien, si quiere que lo compruebe…

Sergei fue viendo cómo se reflejaban en su rostro las distintas emociones que iba experimentando. Confusión, impaciencia, incertidumbre, incredulidad e indignación. Había visto aquel proceso muchas otras veces, normalmente de lejos y con media docena de billetes en la mano.

Pero entonces se dio cuenta de que en realidad no estaba indignada, quizá dolida, pero enseguida volvió a mover la cabeza, esa vez con una aceptación que sorprendió a Sergei y despertó su curiosidad.

–Tiene razón. Me han quitado el dinero.

¿Por qué no le molestaba? Se preguntó Sergei, molesto.

–¿Por qué llevaba dinero en el bolsillo? –le preguntó con la mayor suavidad que pudo.

Ella se mordió el labio inferior con un gesto que atrajo la mirada de Sergei y volvió a despertar su interés. Tenía los labios carnosos y rosados y el modo en que se los mordía con aquellos dientes perfectos le provocó cierta tensión en una parte muy concreta del cuerpo.

–Acabo de estar en el banco –dijo en tono de explicación, no defendiéndose–. No me había dado tiempo a guardarlo.

Sergei la había visto allí de pie, observando la catedral con el mapa en la mano. Había tenido tiempo de sobra. Pero bueno, ¿qué más le daba a él? ¿Por qué se molestaba siquiera en tener esa conversación? No era más que otro turista estadounidense. Había visto muchos, desde los que observaban con los ojos desorbitados la tristeza de un auténtico huérfano ruso a los que evaluaban con ojo crítico y llevaban consigo todo un ejército de terapeutas y psicólogos con el fin de asegurarse de que ningún niño estaba excesivamente mal. Como si tuvieran la menor idea. Y después estaban los turistas que, como aquella mujer, invadían la Plaza Roja y observaban el Kremlin, los almacenes GUM y todo lo demás como si fueran simples antigüedades extrañas, en lugar de lo que eran, testigos de la desgarradora historia del país. Sergei no tenía tiempo para ninguno de ellos, y desde luego, tampoco para ella. Ya había empezado a darse media vuelta cuando oyó una expresión ahogada de horror.

Se volvió a mirarla.

–¿Qué?

–Mi pasaporte…

–¿Llevaba el pasaporte en el bolsillo del abrigo?

–Ya se lo he dicho, acababa de estar en el banco…

–El pasaporte –repitió Sergei porque realmente le costaba creer que alguien pudiera cometer la tontería de llevar el dinero y el pasaporte en un bolsillo abierto del abrigo mientras cruzaba la Plaza Roja.

–Ya lo sé –dijo con una sonrisa compungida–. Pero tenía que cobrar unos cheques de viaje y he tenido que enseñar el pasaporte…

–Cheques de viaje –repitió una vez más. Aquello no hacía más que mejorar, o más bien empeorar, según se mirase. Jamás habría pensado que alguien siguiera utilizando un método de pago tan obsoleto.

–¿Por qué demonios utiliza cheques de viaje? ¿No sería más fácil llevar una tarjeta de crédito? –y más seguro. A no ser, claro, que la llevara en el bolsillo del abrigo junto con el número secreto, como seguramente habría hecho aquella mujer. Simplemente para ayudar a los ladrones.

La vio levantar la cara y mirarlo de nuevo con los ojos brillantes y llenos de fuerza.

–Prefiero los cheques de viaje.

Esa vez fue él el que se encogió de hombros.

–Muy bien –se habría marchado de allí rápidamente de no ser por el modo en que desapareció la sonrisa de su rostro y empezaron a temblarle los labios. La desolación empañó su mirada de un modo que Sergei sintió una punzada en el corazón, una emoción que no le gustaba nada y que no se había permitido sentir desde hacía años. Pero aquella mirada de tristeza que ella ni siquiera había querido que viera le hizo sentir tal emoción. Y eso lo puso furioso.

Hannah sabía que había sido una tontería llevar el dinero y el pasaporte en el bolsillo del abrigo. Tendría que haberlo guardado todo en el bolso, pero la belleza de la catedral de San Basilio la había distraído, las coloridas cúpulas que parecían clavarse en el cielo. Debía reconocer que se había quedado pensando en que aquél era su último día de viaje, que al día siguiente estaría de vuelta en el estado de Nueva York, abriendo la tienda, haciendo inventario y tratando de que todo funcionase, y lo cierto era que la idea le había hecho sentir cierta tristeza, o quizá arrepentimiento. No sabía muy bien qué era, sólo sabía que no quería sentirlo.

Y ahora aquel ruso la miraba con aquellos ojos azules que se clavaban como dos puñales. Hannah no tenía idea de a qué se dedicaba, pero desde luego resultaba muy intimidante. Llevaba un abrigo de cuero negro con vaqueros negros; no era una indumentaria muy colorida, ni alegre. Tenía el pelo de un color castaño bastante habitual, pero lo llevaba muy corto y su rostro era tan frío y deslumbrante que a Hannah había estado a punto de parársele el corazón nada más verlo.

Y ahora esto… el dinero que le quedaba había desaparecido, junto con su pasaporte. Y su vuelo de regreso a Nueva York salía dentro de cinco horas.

–¿Qué? –le preguntó el hombre bruscamente.

Se había vuelto hacia ella con evidente impaciencia. Todo su cuerpo, fuerte y tenso, irradiaba poder. Parecía haberse girado hacia ella en contra de su propia voluntad, e incluso de su sentido común.

–Supongo que sabe que tiene que ir a su embajada.

–Sí…

–Allí la ayudarán –le explicó muy despacio, como si ella no comprendiese ni su propio idioma–. Le expedirán un nuevo pasaporte.

Hannah tragó saliva.

–¿Cuánto tiempo suelen tardar?

–Supongo que sólo unas horas –la miró enarcando una ceja–. ¿Eso le supone algún problema?

–La verdad es que sí –admitió ella con una ligera sonrisa en los labios, a pesar del pánico que se le había instalado en la boca del estómago porque empezaba a ser consciente de lo terrible que era la situación en la que se encontraba. Iba a perder el vuelo y se quedaría en Moscú, sin pasaporte, sin dinero.

Muy mal.

–A lo mejor debería haberlo pensado mientras deambulaba por la Plaza Roja –respondió el hombre–. Podría haberse colgado un cartel del cuello en el que pusiera que era una turista, lista para que le robaran.

–Es que soy una turista –señaló Hannah en tono razonable–. Pero no comprendo por qué le molesta tanto. No se han llevado su dinero, ni su pasaporte.

El hombre se quedó mirándola y la expresión de rabia se convirtió en algo parecido a la sorpresa.

–Tiene razón –dijo después de un momento–. No tengo ningún motivo para preocuparme –reconoció, pero no se dio media vuelta sino que siguió mirándola como si fuera un misterio que no conseguía descifrar.

–De todas maneras –dijo Hannah–. No me importa que se hayan llevado mi dinero –en realidad no le habría importado si no hubiera sido el único que le quedaba–. Seguro que lo necesitan más que yo, al menos ahora podrán comprar algo de comer.

–¿Cree que van a utilizarlo para comprar comida?

Hannah meneó la cabeza.

–No me diga que estarán comprando droga o algo así. Hasta los niños de la calle necesitan comer y ésos no debían de tener más de doce años.

–Eso es mucho cuando se vive en la calle –le recordó el hombre–. Y la comida es fácil de conseguir; sólo hay que robar algo de un puesto o esperar en la puerta de atrás de algún restaurante. Nadie utiliza el dinero para comprar comida a menos que sea estrictamente necesario.

Hannah lo miró, sorprendida por un tono que indicaba que sabía bien de lo que hablaba y desconcertada por la ferocidad de aquellos ojos azules.

–Lo siento –murmuró Hannah–. Y gracias por ayudarme.

El hombre hizo algo parecido a asentir.

–¿Va a ir a la embajada? –le preguntó como si estuviera haciendo un gran esfuerzo al preocuparse por ella–. ¿Sabe dónde está?

–Sí –no lo sabía, pero no iba a darle más motivos para que pensara que era tonta–. Gracias por ayudarme.

–Que tenga suerte –dijo él.

Hannah se despidió con un leve movimiento de cabeza y se alejó de allí.

Una vez lejos de aquel hombre y de su intensa presencia, el pánico se alojó en su interior y se convirtió en una pesada carga. No obstante, se puso bien recta, levantó la cara, por si acaso él estaba mirándola, y siguió caminando hacia el otro extremo de la plaza. Tendría que mirar el mapa para buscar dónde estaba la embajada de Estados Unidos.

Dos horas después consiguió llegar por fin a la embajada, pero allí le comunicaron que debía denunciar el robo a la policía de Moscú, donde le darían un impreso que debía llevar a la embajada para poder solicitar un pasaporte nuevo.

Hannah esperaba que pudieran darle algún documento con el que le permitieran viajar, una especie de salvoconducto para poder escapar. Y volver a casa.

La mujer de la embajada la miró sin un ápice de comprensión o de interés. Hannah se dijo a sí misma que seguramente escuchaba todo el tiempo ese tipo de historias y que su trabajo no era ayudarla a ella, simplemente informarla. Pero Hannah tenía un nudo de angustia en la garganta.

–Pero mi vuelo sale esta misma noche.

–Cámbielo –le dijo la mujer–. Su pasaporte tardará varios días y después tendrá que solicitar el visado de entrada.

¿Visado de entrada?

–Pero si lo que voy a hacer es marcharme.

–La persona de contacto que tenga en Rusia tendrá que responder por usted –le explicó al tiempo que le daba un impreso.

Lo primero que vio Hannah en aquel papel fue los cien dólares que costaba la emisión del nuevo pasaporte.

–El único contacto que tengo es el hotel en el que me alojo –le dijo, cada vez con más desesperación–. Creo que no…

–Vaya a la policía –le aconsejó la mujer–. Es lo primero que debe hacer –apenas había terminado de decírselo cuando hizo un gesto para que pasara el siguiente.

–Pero… –Hannah no se movió de la ventanilla, se acercó un poco más y murmuró, avergonzada– : No tengo dinero.

Eso tampoco despertó la menor compasión por parte de la funcionaria.

–Sáquelo de algún cajero o utilice su tarjeta de crédito.

Claro. Eso sería lo más normal. El problema era que Hannah no tenía tanto dinero en el banco y se había deshecho de las tarjetas de crédito después de ver los gastos que habían acumulado sus padres antes de morir. Quizá no había sido la decisión más acertada, pero después de saldar todas aquellas facturas, había prometido no endeudarse jamás. La mujer de la embajada debió de ver algo en su rostro porque le dijo, con cierta impaciencia:

–Entonces llame a alguien que esté en Estados Unidos para que le envíen dinero.

–Sí –respondió ella, consciente del tremendo problema que tenía–. Gracias –añadió y, afortunadamente, no le tembló la voz.

Hannah salió de allí al frío de la tarde de primavera. Estaba haciendo un verdadero esfuerzo por no dejarse llevar por el pánico. Normalmente era una persona fuerte, que trataba de ver el lado más positivo de las cosas.

Pero ahora estaba oscureciendo y no tenía dinero, ni pasaporte, ni demasiadas opciones. Tal y como le había aconsejado la mujer de la embajada, podría llamar a alguien, pero no lo veía fácil. Si lo hacía, y lo cierto era que no se le ocurría rápidamente nadie a quien llamar, esa persona tendría que aceptar el cobro revertido de la llamada y, después de escuchar el relato de los hechos, tendría que hacer más de setenta kilómetros para llegar a Albany y desde allí enviarle varios cientos de dólares, como mínimo. Tenía que pagar el pasaporte, un hotel, la comida y quizá incluso otro billete de avión. La cifra podría convertirse en miles de dólares.

No tenía ningún amigo con tanto dinero. Ella había utilizado todos sus ahorros para pagar aquel viaje, aun a sabiendas de que era algo loco e impulsivo, dos cosas que ella no era nunca. Claro que quizá sí estuviera un poco loca y fuera tonta, como le había dado a entender el hombre de la Plaza Roja. De otro modo no se explicaba que estuviera allí, sola en medio de Moscú sin un lugar al que ir y sin saber qué hacer.

Se tragó el nudo de pánico que tenía ya en la garganta. No estaba del todo perdida. Tenía algo de dinero en el banco, lo suficiente para ganar un poco de tiempo…

¿Y después?

–Aquí está.

Hannah parpadeó para enfocar la mirada en el origen de aquella voz. Allí encontró con enorme sorpresa al hombre de la Plaza Roja, que se acercaba a ella con el ceño fruncido. Parecía un ángel vengador y sin embargo Hannah sintió cierto alivio al verlo allí. Una cara conocida.

–¿Qué hace aquí?

–Quería asegurarme que había solucionado lo del pasaporte.

–Es muy amable –dijo ella con cautela porque, después de tres meses viajando, había aprendido a ser precavida–. Pero no era necesario.

–Lo sé –levantó ligeramente la comisura del labio, de forma tan inapreciable que ni siquiera podía considerarse una sonrisa.

Sin embargo ese leve movimiento hizo que Hannah se sintiera algo más segura y fuerte. También le provocó un escalofrío. Era muy atractivo, reconoció para sí.

–¿Ha solicitado el pasaporte? –le preguntó él.

–No, pero me han dado el impreso –levantó el papel sin demasiado entusiasmo–. Por lo visto antes tengo que ir a la policía a hacer la denuncia.

–Hay mucha falta de organización –dijo, menean do la cabeza con pesar–. O mucha corrupción. O quizá las dos cosas. Va a tardar horas en hacerlo.

–Estupendo –sólo quedaban tres horas para que saliera su avión, así que estaba claro que ella no iría a bordo.

–¿Le queda algo de dinero? –le preguntó de pronto.

Hannah se encogió de hombros, pues no quería reconocer la verdad.

–Un poco –dijo–. En el banco –pero no lo suficiente para pagar el pasaporte, el hotel y los demás gastos. Ni mucho menos.

–¿Tiene tarjeta de crédito?

Debía de haber hablado con la señora de la embajada. O quizá lo sabía todo.

–Pues… no.

Movió la cabeza de nuevo, esa vez con incredulidad.

–¿Se va de viaje a Rusia, ni más ni menos, sin llevar una tarjeta de crédito y sin tener ahorros?

–Dicho así suena bastante estúpido, ¿verdad? –admitió Hannah. No iba a explicarle que no quería endeudarse, ni los motivos por los que desconfiaba de las tarjetas de crédito–. Lo que ocurre es que este viaje era algo así como la oportunidad de mi vida.

Él la miró con escepticismo. Claro.

–¿De verdad?

–Sí, de verdad. No me mire así. Creo que no me había sentido tan censurada desde que estaba en el colegio.

De pronto soltó una carcajada que Hannah no esperaba. Sonrió, contenta de que al menos tuviese sentido del humor.

–Sólo me sorprende –explicó, de nuevo con gesto severo–. ¿Lleva mucho tiempo viajando?

–Tres meses.

–¿Y no ha tenido ningún problema antes de éste?

–Nada tan serio. En Italia me cobraron de más en un restaurante y topé con un revisor de tren muy grosero…

–¿Eso es todo?

–Supongo que tengo suerte. O la he tenido hasta hoy.

–Debe de ser eso. Me imagino que no debería preguntarle si tiene algún seguro de viaje.

Eso ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Hannah esbozó una sonrisa.

–No.

–¿No debería preguntárselo, o no lo tiene?

–Usted elige.

Volvió mover la boca para sonreír y Hannah sintió que se le aceleraba el pulso. Tenía una actitud muy dura, que intimidaba e incluso daba miedo, pero era increíblemente guapo. Incluso sexy, sobre todo cuando sonreía.

–¿Tenía intención de quedarse mucho tiempo en Rusia?

–Lo cierto es que mi avión sale… –hizo una pausa para mirar el reloj– dentro de dos horas.

La miró con los ojos abiertos de par en par.

–¿Hoy es su último día?

–Por lo visto, no. Parece que Rusia quiere que me quede un poco más. Para marcharme necesito un pasaporte y un visado de entrada.

El hombre meneó la cabeza una vez más, parecía haberse quedado sin palabras. Hannah comprendía su reacción porque la verdad era que había sido una tonta. Habría sido tan fácil evitar todo lo sucedido. Una tarjeta de crédito, un bolsillo con cremallera y un poco más de sentido común.

–Al menos tendrá alguien a quien pedirle que le envíe dinero.