José María Merino

 

 

La realidad quebradiza

Antología de cuentos

 

Edición de Juan Jacinto Muñoz Rengel

 

 

 

 

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José María Merino, La realidad quebradiza. Antología de cuentos

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-575-0

 

© José María Merino, 2012

© Del prólogo: Juan Jacinto Muñoz Rengel, 2012

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Vivir del cuento 2

 

 

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Viaje al centro de la mente
de José María Merino

 

¿Y a quién no le han hecho alguna vez la pregunta? Siempre la misma pregunta: ¿Qué hay que hacer cuando se pretende analizar a un autor, es decir, analizarlo de verdad, examinarlo a fondo? Bueno, no es tan difícil. Todo el mundo lo sabe, o al menos debería saberlo. Es algo que nos enseñan en el colegio a una edad muy temprana. En primer lugar, se debe localizar al escritor en cuestión; después hay que tratar de lograr una aproximación, procurar conocerlo, charlar con él, engatusarlo, y así, de esta manera, traerlo hasta el hospital; es entonces cuando entre chistes y comentarios sobre el tiempo se tumba al narrador a todo lo largo de la mesa de operaciones de la sala del quirófano, se afilan los bisturís, se hacen restallar sus hojas aceradas en el aire, y entre carcajadas se procede a practicar el más completo análisis que puede llevarse a cabo sobre un ser humano: la exploración de su cerebro.

Las páginas introductorias de este libro son justo eso: el informe detallado de cómo se logró viajar con éxito al interior del cerebro de José María Merino, acceder a los recovecos de su mente y, para beneficio de la posteridad, rescatar valiosos datos y los asombrosos materiales que ahora usted sostiene entre sus manos.

 

 

Fase preoperatoria

 

Examen físico. El paciente Merino Alonso, José María, a sus más de setenta años cumplidos, es un hombre delgado, de complexión atlética y elegantes maneras. Este buen porte, unido a sus grandes ojos azules de mirada intensa, a su barba cana cuidadosamente recortada, y a sus siempre impecables chaquetas y corbatas, ha llevado a muchos de sus colegas escritores –y escritoras– a resaltar su noble aspecto de hidalgo, su estampa de sabio quijotesco, su aura de legendario caballero de la mesa redonda del Reino de León. Y esta es la única prueba que necesitamos aquí para afirmar que el sujeto se encuentra en una extraordinaria forma física.

 

Historia completa del paciente. José María Merino es un leonés de La Coruña. Es cierto que nació en la ciudad gallega un 5 de marzo de 1941, pero aquella no fue más que una de las eventualidades de la guerra civil, que había obligado a su padre de tendencias republicanas a huir de León en busca de amparo. Una vez de vuelta en su ciudad, la infancia del autor transcurrió entre los volúmenes y enciclopedias de la biblioteca paterna. Allí, en la biblioteca, se comenzó a despertar su curiosidad por las letras y por las historias de ficción, esa primera llamada que luego recrearía en tantos de sus cuentos con protagonistas juveniles. Allí, en aquella ciudad, en las pequeñas aldeas y en los paisajes leoneses, se situarán también los sucesos fantásticos de su primer libro de relatos, Cuentos del reino secreto. Cuando José María Merino crece, decide, ahora por voluntad propia, cambiar el escenario de su vida, y se traslada a Madrid para estudiar Derecho en la Universidad Complutense; es el mismo cambio que reflejarán años después los escenarios de sus Cuentos del Barrio del Refugio, que transcurrirán en los alrededores de la iglesia de San Antonio de los Alemanes, una de las parroquias de la Real Hermandad del Refugio, ubicada en la Corredera Baja de San Pablo, así como en el sinfín de callejuelas bohemias y decadentes comprendidas entre las calles Fuencarral y San Bernardo. Ya licenciado, el escritor deja atrás esa época feliz y melancólica de pensiones, tabernas, cafeterías y librerías de viejo, prepara unas oposiciones e ingresa en un cuerpo de funcionarios al servicio del Ministerio de Educación, donde desarrollará casi toda su carrera laboral; más tarde, también colaborará con la Unesco en proyectos para Hispanoamérica, y entre los años 1986 y 1989 dirigirá el Centro de las Letras Españolas del Ministerio de Cultura. Es el Merino adulto –que como demuestran sus obras conserva intactos en su interior al Merino niño y al joven Merino, integrándolos entre las capas de su organismo como si se trataran de muñecas matrioskas– quien contrae matrimonio con María del Carmen Norverto Laborda, catedrática de Contabilidad de la Empresa y Estadística de Costes, que llegará a ser durante años vicerrectora de la Universidad Complutense de Madrid donde estudió su marido. De inmediato, María del Carmen se convierte en un pilar fundamental del trabajo creativo del narrador leonés, es su apoyo incondicional en los tiempos difíciles y aún hoy la primera crítica y lectora de todo lo que escribe. Sus dos hijas, María y Ana Merino, acabarán siendo también profesoras universitarias, y la segunda de ellas, además, una reconocida poeta. Y en medio de tanto revuelo, fue sólo a partir del año 1996 que José María Merino tomó la determinación de dedicarse de forma exclusiva a la literatura, es decir, a escribir sus libros de cuentos y novelas, sus ensayos, memorias, obras juveniles y minificción, a colaborar con revistas literarias, a impartir conferencias, a participar en congresos, y a dar charlas y promover la lectura en instituciones de todos los rincones de España y del mundo, para satisfacción de su inagotable curiosidad y de su no menos sorprendente altruismo. Con el tiempo, la calidad y los motivos de la obra de Merino lo han destacado como un indiscutible pionero de la literatura fantástica española, un autor que luchaba por conquistar nuevos territorios cuando casi nadie más lo hacía dentro de nuestras fronteras. De igual manera, su labor cuentística, su activismo y su incansable afán divulgativo lo convierten también en un abanderado del género del relato corto en nuestro país, responsable en gran medida del actual estado de buena salud del cuento. Ha recibido, entre muchos otros, el Premio Nacional de la Crítica (1986), el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (1993) y los premios Miguel Delibes, Torrente Ballester, Salambó o el Premio Castilla y León de las Letras. Es patrono de honor de la Fundación de la Lengua Española, y desde abril de 2009 ejerce como miembro de la Real Academia Española, donde ocupa el sillón m, con eme de Merino, de magia, de metamorfosis, de memoria, de mito y de muerte. Ese mismo año fue nombrado Hijo Adoptivo de León, para su desconcierto, pues él nunca había imaginado ser otra cosa que leonés.

 

Historia aún más completa del paciente. Expediente X para cápsula espacial. Existen sobrados motivos para pensar que José María Merino ha llegado a establecer contacto con una civilización alienígena, si es que en realidad no es él mismo portador de la semilla de un código genético invasor (algo, por supuesto, suficientemente relevante como para aparecer reflejado en este informe, por si se pudiera dar el caso de que estas páginas terminaran en manos de una especie inteligente distinta de la nuestra). Desde la etapa más primigenia de su escritura, los personajes de sus cuentos han estado obsesionados por la búsqueda de vida exterior, como ocurre en «Buscador de prodigios». Más tarde, algunos de ellos han llegado a relacionarse de hecho con visitantes extraterrestres («Para general conocimiento»), o incluso han acabado sufriendo las mutaciones que, como mensajes encriptados, permanecían latentes en su interior («Papilio Síderum»). Estos últimos se transmutaron en monstruosos insectos justo antes de emprender el vuelo hacia el espacio sideral, y sólo la hipótesis de que Merino tiene en efecto un vínculo con esas formas de vida explica la pormenorizada descripción de esas sociedades que, siempre desde el punto de vista de los otros, es capar de consignar en «Artrópodos y hadanes».

Además, sus relatos sugieren otras muchas puertas dimensionales que nos comunicarían con esos mundos. En «Mundo Baldería», sin ir más lejos, a través de la imaginación y los sueños se podría llegar sin demasiados problemas a esos planetas remotos. Como también se viaja a través de la mente en «Oaxacoalco», en «Sinara, cúpulas malvas» o en «Zambulianos». Y es precisamente una suerte de estado de gracia mental, o de revelación, o de superación trascendente, lo que propicia que el propio profesor Souto, álter ego de Merino, sea elevado a ese otro plano en «Signo y mensaje». Nuestro mundo está lleno de cientos de puertas (no nos olvidemos de «La casa de los dos portales») a otros tantos mundos extraños.

 

Historia aún más completa del paciente. Expediente Y para cápsula del tiempo. ¿Pero el mundo que se abre a través del poder de la música en «All you need is love» es otro mundo o en realidad se trata del pasado? ¿O pudiera ser nuestro futuro? ¿Y si resultase que no sólo nos estuviéramos moviendo dentro de las coordenadas del espacio, sino también en la línea del tiempo? Eso, desde luego, también merecería aparecer mencionado en este informe. ¿Y si Merino fuese en realidad un viajero del tiempo? Algunos relatos, como «El inocente», parecen confirmar esta hipótesis, porque su protagonista es capaz de mezclarse con una turba de soldados de épocas pasadas. ¿Y si Merino en lugar de ser un mero cronista de los testimonios de otros viajeros temporales, como sostiene en cierto prólogo el profesor Eduardo Souto, se hubiese transportado él mismo al futuro a bordo del cronomóvil Cthulhu de la Universidad de Miskatonic? No nos engañemos: esa sería la única explicación satisfactoria a dieciséis de las diecisiete historias contenidas en Las puertas de lo posible (Cuentos de pasado mañana).

Consentimiento informado. Teniendo en cuenta que José María Merino ha estado en el futuro, hace tiempo que sabría que todo esto iba a ocurrir e incluso conocerá mejor que nadie las consecuencias que tendrá esta operación. No obstante, el sujeto ha sido fehacientemente informado de nuestras intenciones quirúrgicas tanto a través de su editor, Juan Casamayor, como a través de su agente, Antonia Kerrigan, y ha firmado todos los documentos legales necesarios, en los cuales se compromete a no denunciarnos ocurra lo que ocurra, y menos aún en caso de grave negligencia por nuestra parte.

 

 

Fase intraoperatoria

 

Inicio de la intervención. Se ha administrado al paciente un tipo de anestesia muy controlada, y su actividad cerebral será monitorizada de forma constante durante todo el proceso. En la intervención se va a utilizar una técnica mínimamente invasiva, para evitar dañar los tejidos, que nos permitirá navegar a un nivel infinitesimal por la mente del escritor. Guantes. Mascarilla. Un foco que proporcione la atmósfera de luces y sombras precisa. Una última carcajada siniestra. Comenzamos.

 

Acceso al área de la curiosidad. Introducimos nuestra nanocámara gamma por uno de los orificios nasales del sujeto, y ascendemos hasta el lóbulo frontal. Allí no tardamos en encontrarnos de pleno con uno de los factores esenciales en la actividad creativa de José María Merino: la curiosidad. El espectáculo es sobrecogedor. Tres esferas concéntricas giran en direcciones opuestas, las unas dentro de las otras, suspendidas en el aire. Como ya habíamos adelantado en la historia del paciente, el interior de Merino encierra todo tipo de misterios. La esfera que hace de núcleo del conjunto rotatorio, tan intacta como si acabara de formarse, es la de la curiosidad infantil, la misma que de niño lo hacía consultar los diccionarios de su padre en busca de viajes fabulosos a través de las palabras; en la franja intermedia se encuentra, fresco como el primer día, el descubrimiento del amor, así como el germen de sus decenas de personajes juveniles, la fascinación por los motivos fantásticos, y la determinación de pasar el resto de la vida explorando los límites imposibles de la mente y del universo; la superficie externa, la esfera de la curiosidad adulta, es la que mantiene viva la llama que mueve al autor a perseguir de forma permanente el conocimiento y a continuar interesándose por la naturaleza de todas las cosas, a interrogar la historia, la ciencia y la filosofía, a maravillarse ante el arte o la música, a observar con atención a sus semejantes, a entablar conversación con individuos de toda clase y pelaje, a recorrer todos los pueblos de España y los rincones del mundo como si cualquiera de ellos, hasta el más modesto, entrañara el más deslumbrante tesoro, a aceptar los más diversos encargos como si cada uno de estos fuera el reto intelectual que siempre había estado esperando. Es la curiosidad lo que hace que el hombre se pregunte por lo que encierran las cosas, más allá de su utilidad inmediata. La curiosidad es el motor de todo, reza la placa que hay atornillada bajo las esferas. No perder nunca la curiosidad.

 

Acceso al área de la memoria. Como tantas emisiones de curiosidad nos han estimulado, nos ponemos de nuevo en movimiento, nos dirigimos hacia el sistema límbico, y acabamos apostándonos en uno de los cuernos del hipocampo de José María Merino. Ante nuestros ojos, se despliega una interminable biblioteca de libros vivos y aleteantes que no cesan de moverse de aquí para allá. «Los recuerdos son simultáneos, brotan todos de un mismo espacio, se ofrecen a la vez como las hojas de un árbol, como los pájaros de una bandada, como las nubes del cielo, y unos tapan a los otros o los cubren sin dejar ver claramente la forma de cada uno». Esta larga frase ondulante ha salido del volumen Intramuros, la obra en prosa de más calado poético del autor, donde la memoria personal y las reminiscencias de la ciudad leonesa se entrelazan hasta confundirse. En este lugar del hipocampo se encuentra todo: esos recuerdos de infancia y reflexiones del libro de memorias Intramuros; los entornos rurales y urbanos de Cuentos del reino secreto; los meandros del río Esla en la novela El caldero de oro; los enclaves y vivencias madrileñas de Cuentos del Barrio del Refugio; la relación del creador con su pareja en El libro de las horas contadas; los elementos autobiográficos y la autoficción; todos los recuerdos reales de una biografía vital, a su vez entreverados con los recuerdos no menos reales de lo que un día fueron creaciones ficticias, escenarios y personajes inventados, y los momentos en los que cada uno de ellos fueron creados. Es más: la propia memoria es uno de los grandes temas de la literatura de Merino. La memoria como evocación y reconstrucción poética, la memoria como base de la identidad, la memoria confusa como motivo de la distorsión fantástica… Pero en este último caso, hay ya más componentes imaginativos que de recuerdo, así que seguimos la estela de las últimas imágenes revoloteantes y nos encaminamos hacia el hemisferio derecho.

 

Acceso al área de la imaginación. En el hemisferio derecho todo es una fiesta. El medido orden que mantenía la hilera de pájaros-libro se rompe y todo comienza a transformarse en un aparente caos, los lomos se desencuadernan, las hojas y las imágenes se barajan unas con otras e inician un vuelo libre. Sólo un ojo muy experimentado podría distinguir que las bandadas que se cruzan entre sí dibujan un nuevo orden, configuran una estructura superior al modo de las piezas de un caleidoscopio. Entonces la memoria se vuelve del todo confusa, y es imposible recordar, como en «Imposibilidad de la memoria», o los recuerdos se enredan, como en «Maniobras nocturnas», o son completamente reemplazados por otros, como en «La memoria tramposa», haciendo insostenible la identidad, abocándonos a la disolución del yo, o dando lugar a un nuevo yo y a una vida distinta con cada recuerdo escindido, como en «Bifurcaciones». Pero el irresistible poder seductor de lo caótico nos empuja a seguir avanzando, y, casi sin quererlo, nos acabamos internando en las profundidades del área de la imaginación. Poco a poco, la creatividad va dejando atrás los recuerdos de experiencias reales, y comienza a utilizar otros mecanismos para lograr la disolución personal: los protagonistas se van perdiendo en su propio intramundo, en los laberintos de su obra, como en «Oaxacoalco» o en «Un personaje absorto», o la espiral de la metaliteratura se los acaba tragando, como en «El caso del traductor infiel» o en «El viajero perdido», o son los sueños los que deforman la realidad, como en «La noche más larga», «El soñador», «Cautivos», «Viaje interrumpido» o «Círculos». A veces es aún peor, a veces no es un bucle metaliterario ni un bucle de los sueños, sino la devastadora pérdida del lenguaje la que provoca la completa anulación del yo y la identidad, tal y como sucede en «Las palabras del mundo». Cuando nos queremos dar cuenta, también nosotros nos hemos perdido en la maraña de túneles tortuosos de esta imaginación perturbada. Vagamos sin rumbo durante horas, o días, o semanas, o meses. ¿Cuánto tiempo se necesita para surcar toda la obra de ficción de José María Merino? Es como si flotáramos a la deriva en un océano inabarcable, sin avistar la costa en ninguno de los puntos cardinales del horizonte. Durante el largo periplo, nos encontramos con jóvenes mujeres que se trasforman en peces, niños que se metamorfosean en pájaros o gárgolas que cobran vida; hemos llegado a ver hombres duplicados, fantasmas de adolescentes, de padres de familia, de soldados y hasta de algún alemán lunático, genios demoniacos embotellados, e incluso a la mismísima Parca en varias ocasiones; ha sido un viaje delirante a través los parajes más exóticos y sus arquitecturas imposibles, una incursión a la locura en la que no han faltado azulados extraterrestres con crestas punkis, alienígenas con antenas, alas y un abultado abdomen, robots y computadoras con conciencia propia, y todo tipo de criaturas híbridas modificadas genéticamente. Justo antes de dejar atrás el remolino de galerías alambicadas y su fuerza de succión, nos tropezamos con un artista tratando de modelar el caos, intentando dar forma al desequilibrio y a la desproporción en una enorme escultura con aspecto de crisálida, como en el cuento «Los paisajes imaginarios». Y el personaje, que en este instante levanta la mirada y parece amenazarnos con unos profundos ojos azules, guarda un inquietante parecido con el propio Merino.

 

Acceso al área del lenguaje y de la habilidad formal. Llegar hasta el Área de Broca no es cosa fácil. Cualquiera que alguna vez haya recorrido las sinuosidades del lóbulo frontal con la intención de abrirse paso hasta el Área de Broca lo sabe. No obstante, es una expedición necesaria, porque ahí se encuentra el meollo del asunto, la factoría final donde se articula todo lo que reúne la memoria y todo lo que combina la imaginación. El taller –quizás aún más en contraste con lo abigarrado de los dominios de la imaginación– se muestra llamativamente limpio y ordenado. En las mesas hay apenas algunas bandejas con papeles, los instrumentos de escritura están relucientes y bien alineados, y casi todos los materiales se encuentran archivados en los grandes ficheros que visten de arriba abajo las paredes. Acaso por todo eso el estilo de José María Merino es tan claro y equilibrado, sencillo en su apariencia, complejo en su estructura, y formalmente intachable. Es, además, un estilo simbolista, en el mismo sentido en el que lo son las obras de Hoffmann, de Kafka, o de Edgar Allan Poe; influencias que están en efecto registradas en los ficheros designados con las letras H, K y P. Por otra parte, como puede comprobarse por la distribución y las etiquetas de los archivadores, el escritor leonés gusta de trabajar todo tipo de géneros: coqueteó con la poesía (de lo que es prueba Sitio de Tarifa, su primer libro publicado, o Cumpleaños lejos de casa o Mírame Medusa y otros poemas; si bien luego la poesía lo terminó abandonando), ha escrito más de una docena de novelas y un puñado de nouvelles, se ha aventurado en varias ocasiones en el terreno de la literatura juvenil, con magníficos resultados y reconocimientos, no se cansa de bucear en el ensayo, en las memorias, en los artículos de investigación, en la crítica literaria, y, sobre todo, no deja de escribir cuentos y más cuentos y, desde hace más de diez años, incluso minicuentos. Y no acaba ahí la cosa, no hay más que echar un vistazo a las paredes de esta habitación para deducir que, no contento con eso, Merino es también un apasionado de algunos subgéneros de nuestra tradición literaria, como lo son la novela histórica (El caldero de oro, El oro de los sueños, La tierra del tiempo perdido, Las lágrimas del sol o Las visiones de Lucrecia), y muy en especial el fantástico y la ciencia ficción. Así que en este momento nos sentimos muy excitados, porque se trata de una ocasión sin precedentes: ¿Quién no se ha preguntado alguna vez cuáles son los temas fantásticos de José María Merino? ¿Cuáles son esos temas exactamente? Cualquiera podría más o menos deducirlos, sí, un poco a ojo, ¿pero quién ha podido como nosotros contrastar de manera directa todos sus motivos?… Según las fichas, estos son: la metamorfosis, el fantasma, el doble, las anomalías espacio-temporales, los universos paralelos, la metaficción y sus bucles, el poder mágico de algunos objetos y lugares, la creación de inteligencia artificial, la presciencia, la identidad y la disolución del yo, el sueño, el mito, y las relaciones entre lenguaje y realidad. Ya está dicho. Esos son. En cuanto a la ficción científica, nos limitaremos a transcribir algunas de sus influencias, siguiendo el orden alfabético que disponen los cajones: Brian Aldiss, Isaac Asimov, J. G. Ballard, Fredric Brown, Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Ursula K. Le Guin, Theodore Sturgeon, Julio Verne, H. G. Wells.

 

Acceso al área de la personalidad. Continuamos nuestra exploración por el lóbulo frontal, recorremos un largo trayecto de milímetros y milímetros, y cuando intentamos acceder a la corteza prefrontal nos ocurre algo muy extraño. En la corteza prefrontal se sitúan los rasgos de la personalidad, y cada vez que tratamos de alcanzar esta zona, algo nos expulsa y nos arroja hacia atrás. En nuestras pantallas aparece un mensaje de error. No nos rendimos, y probamos a penetrar en la corteza desde varios puntos distintos, pero el aviso se repite: error, error, error. Es como si alguna suerte de campo de fuerza invisible protegiera este compartimento. Toda la corteza prefrontal está rodeada por una placa transparente, que hace las veces de escaparate, y a través de la cual podemos leer siempre la misma información: José María Merino es un ser humano normal. Esta misma idea se reproduce sin apenas variaciones por todas partes, abundando en la normalidad apabullante de Merino, quien por lo que se ve debe de ser un tipo normalísimo, cordial y educado en el trato con los demás, generoso, buen marido y padre, cortés, normal, normal, meticulosamente normal, tan normal que nos resulta imposible pensar que no oculte un terrible secreto en su interior. error. error. error. acceso restringido. Nada. No hay manera. Nos vemos obligados a abandonar nuestro intento. Pero en uno de nuestros embates nos ha parecido ver algo. Juraríamos que hemos visto algo. Alguien podría pensar que se trata de algo del tipo verde y con escamas. Pero no, diríamos que más bien en realidad se trataba de antenas y de élitros.

 

Nanocirugía: viaje al mundo de lo micro. Como ya no nos quedaba demasiado por inspeccionar en esa escala, reducimos varias milmillonésimas partes más la proporción de nuestra visita digital, y nos disponemos a estudiar los microrrelatos que desde hace diez años han proliferado por doquier en la obra de José María Merino. El tejido cerebral del autor leonés, obedeciendo a una extraña estructura fractal, según nos vamos aproximando y sumergiendo en él, adopta una forma vegetal, de arbolitos y parterres en miniatura, que va aumentando en nosotros la impresión de encontrarnos en medio de un jardín. De repente, estalla delante mismo de nuestras narices, como una flor que germina, un primer minicuento:

 

Ojo, entre las formas de la ficción brevísima hay algunas carnívoras, que llegan a morder. Pero sólo se las puede identificar desde la experiencia. Lo mejor es no acercarse. Si las ves muy hurañas, da un rodeo. [Minicuentos carnívoros]

 

Un tanto intimidados por esta advertencia, seguimos abriéndonos camino entre la floresta con cuidado de no tocar donde no debemos, mientras pensamos en cuánto ha crecido este jardín desde que, en 1990, Merino se animara a plantar los primeros esquejes, de modo casi experimental, en el libro colectivo La mano de la hormiga. Y entonces, otro:

 

Para el vigoroso crecimiento del cuento minúsculo es muy conveniente el arte de la poda: hay jardineros enloquecidos que sueñan con conseguir un minicuento que no precise texto, ni título. [La podadera]

 

Estas condenadas minificciones parecen leernos el pensamiento, y cada vez tenemos más ganas de salir de aquí y de concluir de una vez por todas nuestro viaje. Pero la espesura nos impide ver los límites de esta plantación interminable, y es que el leonés, después de publicar Días imaginarios en 2002, repitió en 2005 con Cuentos del libro de la noche, y aún una vez más en 2007, sumándole a los microrrelatos anteriores un buen número de inéditos en La glorieta de los fugitivos. Incluso en El libro de las horas contadas, en 2011, se colaron por docenas. Agotados, atemorizados, progresivamente histéricos, apretamos todos los botones del panel de control, los golpeamos con las manos abiertas, y antes de salir del cerebro de José María Merino como un rayo, como una culebrilla eléctrica, lo último que oímos es:

 

–Si supieras lo que he menguado –dijo el relato, y terminó. [Sin título]

 

 

Fase postoperatoria y resultados de la intervención

 

De nuestro largo viaje a través de los pliegues y comisuras del cerebro de José María Merino –que en estos momentos se encuentra por completo recuperado y no padece efectos secundarios visibles– nos hemos traído de vuelta con nosotros dos cosas: Una) la sensación de desasosiego y vértigo de habernos asomado a los abismos de una mente turbulenta que es y seguirá siendo insondable, aun contando con la ayuda de la más avanzada tecnología; y Dos) un buen número de asombrosos materiales que hemos logrado sustraer directamente de los recónditos archivos de la mente del narrador.

Nuestro pequeño hurto, que algunos llamarán antología, tiene unas enormes ventajas para todo aquel que todavía no ha vivido nunca la experiencia de leer a Merino. Por un lado, las personas que deseen acercarse por primera vez al escritor no tendrán que secuestrarlo, ni someterlo a una operación, ni comprometerse a viajar a través de sus redes neuronales durante no se sabe cuánto; algo a tener en cuenta, entre otras cosas, porque a estas alturas el autor ya estará prevenido y se mostrará más desconfiado. Y por otra parte, ningún nuevo lector se verá obligado a elegir uno de entre sus muchos títulos publicados, como tampoco tendrá que enfrentarse a la gruesa edición de sus cuentos completos; porque este hurto, o préstamo, o antología que ahora usted sostiene entre sus manos no reúne todos sus cuentos, sino que es una selección escogida, una selección única, una selección privilegiada, segada de raíz en el mismísimo centro de la mente creadora. Y estos valiosos documentos han sido escogidos como lo haría el mejor ladrón de guante blanco con el más estrecho maletín: cuando tuvimos oportunidad tratamos de sisar una muestra distintiva de cada uno de los libros de relatos de José María Merino, agrupadas aquí bajo los títulos de los volúmenes originales, siguiendo el orden de publicación; procuramos que estos cuentos fueran los más representativos y celebrados de su obra, las piezas más estimadas, los que, como las piedras preciosas, mejor han envejecido con el paso del tiempo, los más poderosos, los más dinámicos, los más imaginativos y deslumbrantes; también, por supuesto, en su conjunto pretenden conformar un breve catálogo de las principales inquietudes fantásticas del autor, junto a algunas de sus visiones interplanetarias y futuristas. Adheridos a la cola de la selección, hay además una docena de microrrelatos. No nos pregunten cómo llegaron allí. No lo sabemos. Se colarían por algún resquicio, quedarían prendidos en alguna parte. Es sabido que en su naturaleza perniciosa está reproducirse y multiplicarse. Probablemente, en estos momentos ya sean más de una docena.

Ah, una última cuestión. Estos insólitos materiales pueden acabar resultando una lectura peligrosa; y no sólo por el riesgo de contagio del virus de la minificción, o porque se trate de materiales robados en el descuido de una operación consentida. La lectura de este libro en sí misma puede resultar temeraria. Quizás usted también debería firmar algunos formularios, como en su día hizo nuestro paciente, en los que declare que ha sido informado. Estos relatos pueden alterar su concepción del mundo, y dejar todo tipo de secuelas. Graves secuelas. Síntomas feos y fatales. En serio. Nosotros declinamos toda responsabilidad desde este momento. Luego no diga que no se lo advertimos.

 

 

Juan Jacinto Muñoz Rengel

La realidad quebradiza
Una antología de cuentos

Cuentos del reino secreto

La casa de los dos portales

 

Cuando estuve allí esta Semana Santa, habían tirado la casa de los dos portales. En su lugar se va alzando la estructura de una construcción de varios pisos.

Acaso por haber transcurrido ya tantos años, el cambio no me produjo la emoción que debiera. Sin embargo, sentí en una parte lejana y profunda de mí el alivio de saber que aquella casa y su portal trasero ya no existían. Y cuando, por esas casualidades que ocurren, me encontré con Publio, al que no veía después de veinticinco años, tras las palabras de reconocimiento y salutación, eso fue lo primero que me dijo:

–¿Sabes que han tirado la casa de los dos portales?

 

Publio, los gemelos y yo íbamos juntos al colegio. Quedábamos citados en la Plaza Circular y, cuando estábamos todos, emprendíamos la marcha recorriendo la calle Julio del Campo y atravesando Padre Isla, para tomar la de la Torre.

La casa de los dos portales estaba más o menos a esa altura, donde se cruzan Padre Isla y la calle de la Torre. Era un enorme caserón de ladrillo, cubierto de pizarra, con un primer piso y un alto abuhardillado. Tenía dos portales, pero ninguno de ellos estaba orientado hacia la calle: en esa dirección quedaba uno de los muros laterales, con grandes ventanales rodeados de hiedra. Los portales daban, cada uno por opuesto lado, al espacio de terreno que rodeaba la casa: una pequeña finca cerrada por un alto muro de ladrillo, que tenía esquirlas de cristal embutidas en su cresta. Al fondo de uno de los lados se podía ver un trozo de jardín enmarañado y la puerta de un cobertizo. El muro de ladrillo aislaba la finca de las construcciones aledañas. En la parte que daba a Padre Isla, tenía una sólida y oxidada portalada de reja.

La contemplábamos cada día, al pasar. Estaba abandonada desde hacía muchos años, y de aquel ámbito que ninguna presencia humana había atravesado en tanto tiempo, entre el follaje asilvestrado y libre del jardín y el hermetismo de las inmóviles persianas, se desprendía una emanación misteriosa, llena de atractivo.

El padre de Publio, que era procurador, se ocupaba también de la administración de casas, y estaba encargado de la venta de aquella. Publio contaba sobre ella una confusa historia de muertes y huidas a América, que los demás escuchábamos con una mezcla de incredulidad y fascinación.

Yo creo que habríamos contemplado aquella casa varios centenares de veces, en todas las estaciones –en los oscuros días del invierno, cuando el hielo cubría de escarcha las ramas de los árboles, y en la primavera, cuando empezaban a brotar en la hiedra las hojas nuevas, de un brillante verde claro, y los pájaros llenaban el jardín con su algarabía; cuando aparecían, allá por junio, desordenadamente, flores diversas en los abandonados parterres, y en otoño, cuando el suelo se ponía amarillo con las hojas secas que abatían los primeros vientos–, sintiendo siempre cómo aquel lugar despertaba en nosotros la misma nostalgia de selvas vírgenes, de ruinas de fantásticos templos o fortalezas, de algún reino secreto.

Aquel curso buscábamos cualquier lugar solitario para nuestras reuniones. Éramos un grupo de exploradores recorriendo al albur el corazón de un continente desconocido. Los días en que empezó a templar, íbamos a la confluencia de los ríos y, entre las mimbreras y las zarzas que se enredaban bajo los chopos, mientras las gaviotas, tan exóticas tierra adentro, sobrevolaban las aguas, imaginábamos singladuras llenas de peligro en tierras de pirañas y reductores de cabezas.

Una mañana luminosa nos quedamos contemplando la casa de los dos portales largo rato. Alguien comentó entonces en voz alta el deseo común: sería una extraordinaria exploración la de aquella casa, el jardín salvaje, la cochera, las habitaciones donde la soledad llevaba tanto tiempo estancada.

Publio puso muchos inconvenientes. Su padre era severo y, si descubría que le escamoteaba las llaves, le castigaría con dureza. Nosotros argumentábamos que sería solamente una vez, una tarde, y que lo haríamos de modo sigiloso, aprovechando la quietud de la sobremesa, sin que nadie nos viese.

Tardó bastante tiempo en determinarse. Al fin, pasados los exámenes, en ese lapso atribulado que transcurre hasta la entrega de las calificaciones, se decidió. Habíamos quedado en el Reloj, a las cuatro en punto. El sol de junio brillaba en las calles vacías y de las casas manaba un susurro tranquilo.

Publio portaba la gran llave de la reja y otras dos más pequeñas, de arcaico modelo, correspondientes a los portales. Al parecer, la cochera no estaba cerrada con llave.

 

Por dentro, el jardín era mucho mayor de lo que aparentaba desde la calle. Entre la vegetación hirsuta, quedaba una fuente de piedra con un angelote desnudo sujetando una cabra por los cuernos, así como dos bancos. En la cochera, cuya puerta tardó bastante en ceder a nuestros empujones –ya que la madera estaba crecida y raspaba contra el suelo–, había un gran Hispano-Suiza de color morado oscuro, cubierto de polvo, y entre los resquicios del alero –el cobertizo no tenía cielo raso– habían anidado las golondrinas y los pardales.

Estuvimos un rato dentro de la cochera; primero en el coche, moviendo los traspuntines, cambiando las velocidades y girando el enorme volante; luego, revolviendo en los viejos cachivaches que se amontonaban contra la pared del fondo. Al fin nos dirigimos al portal delantero de la casa y, mientras los gemelos vigilaban desde la reja el paso de algún transeúnte, Publio y yo, con bastante esfuerzo, abrimos la cerradura y empujamos la puerta. Asustándonos, cayeron sobre nuestras cabezas pedazos del yeso que cubría el dintel, resquebrajado y enmohecido.

Unos pasos más adelante comenzaba la escalera que llevaba al primer piso y al desván. La casa tenía muchas habitaciones, todas ellas vacías de muebles. Entreabrimos con precaución las persianas y la luz de la tarde iluminó los entarimados polvorientos y las paredes en que estaban impresas las huellas de cuadros, armarios y cabeceros desaparecidos.

Una extraña mancha, en la madera del suelo de una gran sala, dio pábulo a aquellos rumores de ocultos homicidios que nos relatara Publio. Así, la casona solitaria iba adquiriendo, poco a poco, una dimensión adecuada a nuestros sueños de aventura.

Cuando ya no nos quedaba por explorar ningún rincón, nos dimos cuenta de que, a lo largo de nuestro minucioso registro, no había aparecido la puerta correspondiente al portal trasero que la casona presentaba en su exterior.

Inspeccionamos con atención cuidadosa la pared del fondo del recibidor, que sonaba a vacío, pero no encontramos ninguna abertura. Al fin, los gemelos hallaron, en el pequeño hueco bajo la escalera, disimulada entre los cuarterones de madera que cubrían el tercio inferior del muro, una puertecita cerrada, que no tendría más de setenta y cinco centímetros de alto y acaso cincuenta de ancho.

El descubrimiento de aquel escondrijo enardeció nuestra curiosidad, y el mismo Publio –que mantenía en toda la aventura una actitud de tutela, como velando por los intereses del propietario– apenas opuso resistencia a la idea de deshacer el firme cerramiento de aquella pequeña puerta. Los gemelos, que venían provistos de algunas herramientas, se aplicaron a la tarea con un fuerte destornillador y, al poco tiempo, la cerradura saltó y la puerta se abrió con chirrido de bisagras.

Efectivamente, había unos cuantos escalones y abajo una puerta similar a la de la fachada que, sin duda, daba a la trasera de la casa. Por alguna decisión de los propietarios, el ámbito total de aquel portal había quedado disminuido, y la salida reducida a aquella puertecita disimulada.

Atravesamos a gatas el vano y bajamos luego las escaleras. La cerradura se abrió suavemente. Salimos al exterior, que en aquella parte era apenas un callejón flanqueado por el alto muro. Al fondo no había comunicación alguna con el jardín, y el muro se cerraba bruscamente contra la pared del edificio.

Nos sorprendió la oscuridad. Abstraídos en nuestra peripecia, el tiempo había pasado y era necesario retornar a casa. Percibimos entonces, en el muro que daba a la calle, algo no advertido anteriormente: un gran boquete tras la hiedra, y muchos ladrillos desmoronados. A la luz del crepúsculo, todo el muro tenía un aspecto ruinoso.