Miguel Ángel Muñoz

 

 

El síndrome Chéjov

 

 

 

 

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Miguel Ángel Muñoz, El síndrome Chéjov

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-566-8

 

© Miguel Ángel Muñoz, 2006

© De la fotografía de cubierta, Gettyimages, 2006

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 59

 

 

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Para Blanca.

En este iempo

como en el otro

tiempo.

 

 

 

 

 

 

El relato, que nació como cuento –contar un cuento, acto intenso y breve de transmisión de historias– se enfrenta, cuando el escritor lo toma como modo de expresión propia, con educadas reticencias y censuras. El escritor de relatos, de libros de relatos, envidia la suerte del novelista, a quien le basta la culminación de su obra y la confianza de un editor para que cesen las suspicacias y su novela pase a existir: criticada en casos excepcionales, reseñada las más de las veces, será objeto de burla o ­halago, escarnio o alabanza. Vendida o maldita, recomendada o ignorada, la novela ha conseguido que no se la cuestione per se, como artefacto, que nadie conceda o niegue el privilegio de la existencia a la marca registrada «novela». Sus perfiles –que el escritor contemporáneo sabe imprecisos– parecen nítidos para el reseñista y el público en general. Por más que se les disfrace de nivolas o de purgas del corazón, en la novela puede despertar desconfianza la carga que atesta la sentina, el rostro mal­encarado del capitán que conduce la nave o el agua veloz o pútrida que recorre el casco del barco, pero lo que no suele ser objeto de discusión es el barco mismo. Parece que todos, como Larsen, hayamos trabajado en un astillero y conozcamos sin esfuerzo la diferencia entre un ­balandro y una goleta, una corbeta y un velero, y admiremos esos inventos sin preguntarnos para qué sirven hoy día o a qué logros nos conducen, extasiados por el prestigio de su belleza como en aquel western, Winchester 73, en el que un rifle perfecto, «uno entre mil», pasaba de mano en mano deslumbrando a los que lo poseían por breve tiempo sin que la naturaleza metálica y guerrera del arma despertase inquietud alguna, ni preguntas, únicamente el ferviente deseo de poseerla y dispararla. Del mismo modo, comprar la novela y leerla.

El novelista, astuto, escribirá de vez en cuando, eso sí, artículos a doble página en los que proclamará sin género alguno de dudas la consabida y quejosa «muerte de la novela». La reflexión sobre la muerte de la novela no es más que el intento elegante del escritor por seguir haciéndose oír como intelectual en una época que sólo le admite como novelista.

Añora protagonizar una sorda lucha en la que se debata, pero nunca se cuestione, su influencia social. Si el escritor ha perdido ya el control de los ricos salones sociales y su voz suena hueca al oído del poder político, permítasele al menos la presencia constante en los medios de comunicación y el control de la mayoría de los países que recorren el mapa en que se convierte la superficie habitable de las librerías.

Debería alejar de mí esta nociva ironía. Al escritor de relatos siempre le quedará el estímulo gozoso de la lectura de aquellos escritores que le enseñaron a amar el género y que siguen siendo publicados y leídos. Porque se publican más libros de relatos que nunca, y debería colegirse de esto que lo insinuado más arriba no es sino la neurótica necesidad del novato escritor de reclamar un espacio propio. La maquinaria industrial atiende a este género como es debido, podría replicarse. Quizás sea cierto, y ante esa relativa buena salud literaria –con magníficos autores que dedican bellas colecciones a este género; todas las editoriales publican sin parar libros de relatos–, este prólogo, del que los lectores impacientes ya se deberían haber evadido, no exista sino como réplica también quejosa a los lloros de los amigos novelistas.

Para mí está claro. En España al relato se le respeta, pero no se le admira. El escritor, que por naturaleza es uno y a veces hasta trino –novelista, cuentista, poeta–, una vez se ha integrado en la maquinaria productiva edi­torial, se alejará con rapidez –por grande que sea su amor hacia él– del cultivo del relato. Las editoriales aconsejan a los autores de relatos el paso a la novela, también los agentes literarios –la venta del autor es su venta, su beneficio se mira en el beneficio del escritor, y será siempre mayor en la novela– y uno ha sentido pesar al leer reseñas de críticos por lo general atentos y brillantes sobre fantásticos libros de relatos escritos por autores españoles en las que la coda final era una invitación urgente al autor a su paso a la novela. «Si uno sortea el vado del relato, el siguiente obstáculo que superar es el ­arte mayor», parecen decir. Así, se provoca en el escritor una prematura y maligna escisión, por lo que normalmente decide mantener la cometa del relato a resguardo de los vientos, y entregarse a la voracidad playera y alegre y ­rica de la novela. Será precisamente en los aburridos veranos de la costa cuando se echará mano del obsceno doctor Hyde y se le pedirá al novelista que vuelva al antiguo redil y escriba alguna pequeña y fresca historia con la que entretener los enflaquecidos periódicos de agosto.

Afortunadamente, hay maestros vivos que se niegan a aceptar la consigna de que el relato sea el arte menor de la literatura, la serie B del ejercicio de la imaginación. Su tenaz persistencia en el apego a los mundos propios del relato parece un asidero calmo para los que amamos ­cada vez más este género, sin dejar de admirar también profundamente –y pretender transitar igualmente ese camino– la novela. De entre los muertos se pueden rescatar tres nombres que ratifican que la dedicación al relato como género es estimulante y plena para el escritor: Antón Chéjov, Raymond Carver y Katherine Mansfield nunca escribieron novelas, y no las necesitaron para ahondar en el mundo con sus historias. Aunque Borges, otro corto genial, añadía que en su biblioteca personal incluía novelas «porque también ellas entraron en mi vida». Así con todos los autores; pese al estamento literario –por qué no utilizar este término vagamente sociológico–, la vocación, la pasión literaria del escritor debe ser lo suficientemente fuerte para cumplir únicamente con sus íntimos proyectos literarios, sean del género que sean.

Tras esta ingenua soflama sobre el derecho del autor a escoger el medio de expresión literaria que prefiera en cada momento –y que parecería obvia e innecesaria si estos tiempos no fueran los que son– me queda responder a un último reproche que se les hace comúnmente a muchos libros de relatos: la exigencia de una coherencia interna, de una cohesión narrativa, de un tema que a modo de reconocible estribillo recorra cada uno de los cuentos que componen una colección de relatos –la palabra colección, con su aura fetichista, reconforta al que urde estas tramas leves y concisas–. Se les pide que sean un Mahler y no un Debussy. El motivo, otra vez, parece ser esa lejana añoranza de la forma novelística, ese autoritario deseo del río caudaloso y no de la bella laguna mórbida. Ese lector pretende cruzar los relatos como si saltara capítulos engarzados por una comunión de personajes identificables. El que lee de ese modo un libro de relatos pretende tan sólo permanecer a salvo, y en absoluto disfrutará de la esencia del relato corto como miniatura, principio fundamental que entendió a la perfección aquel nadador de John Cheever que recorrió el mundo atravesando las piscinas de su urbanización: «Se le ocurrió que si atajaba por el sudoeste podía llegar a su casa nadando». El mundo del relato es el del atajo, y para desbrozarlo no sirve el machete, sino la navaja.

¿Por qué el libro de relatos, propongo, no puede ser leído del mismo modo en que vivimos las semanas? Un día descubrirá intensidades o matices distintos a otro, bendito sábado, sesteado domingo, aburrido lunes, excitante martes, y así. A nadie se le ocurre opinar sobre la escasa sustancia vital de tal existir y pretender que nos expresemos en una permanente orgía megalómana con vidas anuales o quinquenales, pero nunca diarias. Un ­libro de relatos no ha de tener necesariamente un novelístico tono general, porque los libros de relatos, las colecciones de relatos pueden ser perfectamente nada más que sucesivas historias editadas con una encuadernación bella, y que el lector puede ir leyendo en el ­modo en que mejor le plazca o convenga, como imagino que se hacía en las antiguas veladas con radio de fondo.

Pero es que además, estilísticamente hablando, ya lo advirtió Francisco Ayala en el prólogo de Los usurpadores, la mejor colección de relatos escrita en España en el siglo pasado –según pienso en el momento en que esto escribo–: «El lector reparará sin ajena ayuda en cómo los requerimientos internos de cada relato han determinado la técnica de su desarrollo literario».

Tal convencimiento ha regido la elaboración de estos modestos primeros relatos: cada relato ha de buscar su voz íntima, aun a riesgo de no encontrarla en muchas ocasiones; hasta tal punto el relato ha de generar una vida propia que sólo dentro de sí puede hallar los recursos con que ser expresado, con que «nacerse», diría. Pessoa lo expresó en parecidos términos refiriéndose al hombre –siempre acaba por aparecer Pessoa–: «Somos cuentos contando cuentos, nada». En este libro se han incluido once relatos creados por otras once voces que se han pretendido distintas; he buscado en cada historia la perspectiva que más intensamente pudiera llegar a contarla, desde una prudente distancia o purgado por las ­palabras ajenas de un personaje con el que no siempre estaba ­de acuerdo. Me gustaría pensar que este volumen pue­de trasladar al lector a una sensación de feliz lectura de una hipotética recopilación de relatos de once ­autores distintos. Pienso, en todo caso, que ese puede ser un camino que seguir. Walter Benjamin distinguía entre el escritor que señalaba y el que tocaba. Quisiera investigar esta segunda opción.

Ojalá el tiempo me dé la oportunidad, a lo largo de los años, de escribir más de cien relatos que me convenzan. Sueño con recorrer la escritura de esa colección íntima con la difícil dicha absoluta que con mucha más facilidad me hicieron vivir los relatos de los otros, los mundos de los otros. Cuando veo en mis estanterías los volúmenes de cuentos completos de John Cheever, de Julio Cortázar, de Katherine Mansfield, de Raymond Carver –nunca me haré con los más de mil que se le calculan a Antón Chéjov– tengo la seguridad de que los caminos que puedo recorrer al leerlos son tan amplios y sugestivos como la más estimulante de las novelas.

Mientras tanto, sirva el anhelo de Maupassant –que algo sabía de relatos y novelas– cuando imaginaba un público que pidiera a los escritores: «Háganme algo ­bello, de la forma en que más les convenga y según su temperamento».