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Eduardo Berti

 

 

Lo inolvidable

 

 

 

 

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Eduardo Berti, Lo inolvidable

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-540-8

 

© Eduardo Berti, 2010

© De la ilustración de cubierta: Gary Powel / Getty Images, 2010

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2010

 

 

Voces / Literatura 144

 

 

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Ya que nada verdadero tengo para contar –porque nada digno de mención me ha ocurrido– me he dedicado a la ficción de modo mucho más descarado que los demás. Pero en una sola cosa seré veraz: en decir que miento.

Luciano de Samósata, Relatos verídicos

 

 

 

 

 

 

 

Para Mariel y para Ulises

 

El inicio

 

Hijo y padre caminan en silencio hacia la escuela, a menos de quince minutos de su casa. La mano de uno, más pequeña, va como perdida en la mano del otro; la palma suda y los dedos tiemblan un poco. Es el primer día de clases. Las dos siluetas avanzan recortadas contra un cielo crepuscular. La escuela es un viejísimo edificio, antes blanco, ahora grisáceo, semioculto tras un par de árboles torcidos y flacos. Por cómo mueven las cabezas y miran alrededor queda claro que, si no es la primera vez, es la segunda que acuden al lugar, luego quizá de la visita de admisión o de la inscripción. Pero esta vez cuenta distinto, es el bautismo, es el paso trascendental, mucho hablaron entre ellos y también con las mujeres del hogar: hermana y madre. Una de ellas afirmó: «Yo te enseñaría por mi cuenta a leer y a escribir, pero la escuela es otra cosa, es una experiencia más grande». Otra habló de estar orgullosa y lo felicitó.

A medida que se acercan, el movimiento es mayor. Unos entran y otros salen de la escuela: chicos de siete, ocho, diez años; adultos con un par de libros bajo el brazo. Los alumnos avanzados escrutan a los novatos sin el menor disimulo. Los novatos, por su parte, tienen el raro instinto de reconocerse, no así el valor o el impulso de saludarse.

Por fin el silencio se rompe entre ellos dos. «Estoy feliz», se oye. Y también: «Quién lo habría dicho». Y por último: «¿Trajiste un cuaderno y algo para escribir?».

Las manos se han separado y ahora están mucho más sudadas. El nuevo alumno le pregunta al otro, al experimentado, si él también se sintió así en su primer día de clases. «Por supuesto», es la respuesta. El nuevo alumno sonríe. Luego se le ocurre decir: «¿Y si los otros estudiantes…?», pero una ráfaga de viento se lleva el final de la frase.

«Ya lo hablamos, ¡no hay que pensar en los demás!», llega a oírse por encima de la calma reinstalada.

Los dos siguen caminando, sin volver a unir las manos, sus pasos son tan iguales que uno parece el reflejo joven del otro, y así como algunas bandas musicales dejan de tocar de súbito, en un acuerdo perfecto, sin una seña que preanuncie la maniobra, casi de idéntica manera ellos se detienen a un tiempo, en total sincronización, y uno palmea con suavidad la espalda levemente encorvada del otro.

«Hay un café en la esquina, ¿lo ves?», pregunta el que dio la palmada.

«Sí, lo veo, ¿por qué?».

«Te espero allá, papá. ¿Está bien?».

«Sí, está bien», contesta el otro algo mecánicamente. Sólo al cabo de unos pasos (ya está dentro de la escuela, ya lo hizo, ya sus pies pisan el patio) gira y grita a la espalda de su hijo: «¡Son tres horas! ¿Qué vas a hacer, tanto tiempo?».

Sonriéndole desde lejos, el hijo saca un libro que tenía guardado en un bolsillo y hace, abriéndolo, la mímica de leer, una mímica que nunca osó efectuar por un antiguo prurito, el mismo que aún impide a él y a las mujeres del hogar leer delante del padre una revista, un libro o lo que sea.

La mímica no ha caído mal, por el contrario. De modo que el hijo se aproxima al café blandiendo el libro, bien visible, como quien carga con orgullo algún trofeo, como quien carga con cuidado algo valioso.

En ese libro, se dice, están las letras que su padre finalmente va a aprender.

 

La carta vendida

 

 

 

Inspirado en un breve apunte del «Writer’s Notebook», de W. Somerset Maugham

 

 

 

Las dos familias –que, en el fondo, constituían una sola– se habían resignado ya a ese ritmo de vida. De una década a esta parte, los dos hombres partían de abril a septiembre, a una remota cantera del sur. Muy raras veces se les unía un compañero, otro empleado golondrina. Dos mañanas por semana recibían la visita breve y eufórica de Ramírez, que en un camión tembloroso y destartalado se llevaba lo recogido y de paso verificaba el estado general de las cosas; pero casi siempre se encontraban solos, sin más consuelo que la radio, audible en las noches de nubes bajas, o las cartas que traía el mismo Ramírez, medio sucias y abolladas en las puntas. Era como si con las piedras le pagasen al bueno del camionero por unas pocas palabras emborronadas.

Diez años de esta vida habían bastado para endurecerlos, casi tanto como la materia con que lidiaban. El más viejo de ambos, Lurueña, rumiaba que la actual sería su última temporada en el sur. ¿No le había dicho el médico, hacía algunos días, que era hora de cuidarse y de hacerse estudios? El otro, Castro, no se planteaba nada por el estilo. Mientras le fuese posible alzar una piedra, seguiría trabajando allí.

Porque no había mayores alternativas, constantemente hacían lo mismo: trabajar, dormir, charlar, jugarse bromas y volver a trabajar, hasta perder la noción exacta del tiempo. En cierto modo, sentían que durante esos meses el mundo no existía fuera de aquella triste zona pedregosa. La labor era tan monótona y tan poco interesante que podían hacerla con la mente en blanco. Nadie les había explicado con qué fin juntaban las piedras. Saberlo no les quitaba el sueño, tampoco. Pero por supuesto que había algún propósito; por supuesto que con esas piedras se construían murallas, se conformaban viviendas, caminos, muelles... Toda una serie de cosas, todo un mundo de piedra domesticada.

Cuatro montículos rodeaban o incluso estrangulaban la casa en que dormían: un barracón, en realidad, con cuatro paredes de lata y con un techo inclinado, hecho del mismo material, que en las frecuentes noches de lluvia se volvía, más que ruidoso, escandaloso. Si un día en que el cielo estaba azul se trepaban al montículo de piedra más elevado (Castro le decía «montaña»), alcanzaban a ver, bien lejos, la silueta alborotada de un puerto. Era lo único ajeno al trabajo que ofrecía el horizonte y, aun así, se trataba de una imagen laboral.

Cada año que volvían a la cantera, les parecía –aunque era imposible, sí– que las piedras se habían multiplicado, como una selva que volviese a crecer. Ocurría más bien que los seis meses en su hogar, desde noviembre hasta marzo, agigantaban la impresión de lo extraído y empequeñecían lo restante.

De las temporadas pasadas recordaban muy pocos hechos que hubiesen alterado la rutina. Apenas un accidente del que Lurueña había escapado de milagro. Apenas unas tormentas, pero ninguna tan fuerte ni pertinaz como la de ese año.

A principios de junio, cosa inédita, habían debido interrumpir su faena por doce días. Ni Ramírez apareció en aquel lapso. Lo hizo tan sólo al menguar la tempestad, trayéndoles en un caja de cartón (una caja de zapatos, se diría) toda la correspondencia acumulada.

No era infrecuente que Castro recibiese más cartas que Lurueña. Así ocurría desde un inicio. Sólo que esta vez la desproporción parecía exagerada: quince o más cartas para uno y ninguna para el otro.

En julio no volvió a llover, excepción hecha de algún chaparrón nocturno, pero Lurueña siguió sin recibir cartas. Poco a poco comenzó a envidiar a Castro. Con la antena de la radio no captaba nada que le interesase, como si la tormenta hubiera enrarecido el aire al punto de llevarse las canciones y las voces que a él le gustaban.

Sería el 2 o 3 de agosto cuando, viendo que Ramírez seguía sin traerle noticias, Lurueña le pidió a su amigo que le prestase una carta, una cualquiera. Necesitaba leer, enterarse de lo que ocurría ahí afuera, más allá de esa muralla rasa que los envolvía. «De ningún modo», exclamó Castro, poco menos que indignado ante la idea.

Una semana después, Lurueña volvió a la carga con la propuesta siguiente: si la próxima visita del camión no ponía fin a su espera, iba a pagar por una de las tantas cartas para Castro. «¿Pagar?», repitió el otro como corrigiéndolo. Pero acabó por aceptar, aun cuando primero adoptó el mismo tono escandalizado que en la conversación anterior.

Ramírez se hizo presente dos días más tarde. Cargó el camión, como solía hacerlo, con el motor en marcha. Se disculpó porque seguía sin conseguirles el tabaco que le habían encomendado y ya estaba por retirarse cuando se tocó la frente con la palma de una mano, murmuró «ay, casi se me olvida» y le entregó a Castro una bolsa negra que contenía dos cartas en total. «Son para vos», explicó.

Tan pronto como se fue el camión, Castro le propuso a Lurueña que eligiese un sobre al azar. Lurueña metió una mano en la bolsa negra, arrebató el sobre más grande sin dejarle ver a Castro ni siquiera la caligrafía exterior y, a cambio, extendió unos billetes. Trabajaron el resto de la mañana, comieron excepcionalmente separados porque cada cual quería leer sin sentir ni la respiración del otro ni el crepitar molesto de la carta ajena. Continuaron trabajando por la tarde sin cruzar sino frases de circunstancia y, al llegar la cena, Castro no aguantó más y le preguntó a su amigo qué decía la carta vendida.

«Algo que no te importa», contestó Lurueña de mal modo.

«Por lo menos podrías decirme quién escribe».

Lurueña se negó con vehemencia a dar esa información. La noche terminó a los gritos, con los dos hombres peleados.

Castro se dijo al despertar que el otro le dejaría leer, tarde o temprano, esa carta que en rigor le pertenecía. Por el contrario, Lurueña pasó la semana entera sin hablarle. La actitud era desmedida, incomprensible. Ya habían tenido otras discusiones violentas, pero ninguna había concluido de este modo. Estaba claro para Castro que, lejos de animarse gracias a la compra de esa carta, Lurueña se veía opacado, casi un retrato vivo de la amargura. ¿Y si en la carta se hallaba, precisamente, la razón de su malhumor?

Lleno de intriga, ansioso por recobrar la carta vendida, ofreció el doble del dinero abonado en su momento. «¿Volvértela a vender? Ni loco», respondió Lurueña, burlón.

Aparte de ser amigos, eran cuñados desde que Lurueña había esposado a la única hermana de Castro. Por la diferencia de edad (Castro era trece años menor), su vínculo no excluía un trasfondo filial. Por experiencia, Castro sabía que Lurueña, toda vez que le decía no, se volvía obstinado e imposible de convencer. Así que planeó apoderarse de la carta por medios menos diplomáticos.

Al cabo de cuatro visitas del camión (porque con esos hechos pautaban su tiempo), Castro pasó a la ofensiva. Tras dedicar unas noches a escudriñar el rincón donde dormía el otro, había advertido una bolsa, la misma bolsa negra traída por Ramírez, en la que Lurueña guardaba con certeza los objetos que estimaba más valiosos.

Ya que Lurueña era de dormir de un tirón, proyectó quitarle la carta por la noche, leerla de prisa y ponerla nuevamente en su lugar sin que él fuera a darse cuenta. La maniobra resultó más complicada. Su compañero, precavido, había sellado aquella bolsa con cinta adhesiva y dispuesto una cuerda fina o un hilo que corría hasta el pulgar de algún pie, de modo que, no bien Castro quiso quitarle su tesoro, una especie de alarma se activó y despertó a Lurueña.

Lo que siguió no fue una discusión tranquila, sino una pelea salvaje. Lurueña saltó de la cama y agarró a Castro del cogote, al tiempo que lo insultaba.

De las trompadas que se dieron, una sonó diferente. Castro vio que Lurueña se desmoronaba, como si su cuerpo se hubiera hecho pedazos, disgregándose en mil piedras. Enseguida, con una frialdad que le causaba horror, concluyó que su amigo estaba muerto.

Por un instante se olvidó completamente de la carta. Repitió el nombre de Lurueña, le roció la cara, presionó su pecho... A las cuatro de la mañana abrió por fin la bolsa y se puso a leer. Reconoció la letra de su hermana. La carta se dirigía a él, pero se refería a Lurueña. Es más: no hablaba de ninguna otra cosa.

«Tiene una grave enfermedad, pero no hay que decírselo. No quiero que lo sepa. Solamente quiero que le ahorres disgustos y esfuerzos». Apartó la vista y la posó en las piernas desparramadas de su amigo. El dedo gordo del pie izquierdo aún llevaba atado el hilo del extraño dispositivo de alarma. Sin pensarlo, se echó en el suelo y lo desató. Luego regresó a la carta, releyó dos o tres frases como si ahora entendiera mejor, salteó otras y al final supo: «Tiene, a lo sumo, para seis meses de vida».

Afuera se había levantado un viento que preparaba el amanecer. En unas horas, cuando llegase Ramírez, hallaría el cadáver al sol, al pie del mayor montículo. «Un accidente», le diría. La misma cosa con su hermana. «Se cayó de pronto. Estaba débil, sin dudas». ¿Para qué hablar de la carta vendida, de la pelea o del mal golpe? Había matado, en un sentido, a alguien ya muerto.

 

Diario de una lectora de diarios

 

Jueves 6 de julio

Me pongo a escribir porque al fin tengo algo para contarte. El muchacho del quiosco hoy no me trajo el diario. Fui a quejarme. Camino al quiosco se me ocurrió la idea de pedirle que me traiga un ejemplar de cada uno de los diarios. ¿Cuántos son? Ni él lo sabe, así que nos ponemos a contarlos. Traígame todos los diarios, todos. Tendrías que haberle visto la cara al pobre.

 

Sábado 15 de julio

Es agotador. Empiezo a las ocho de la mañana. Paro para almorzar y después sigo hasta eso de las siete de la tarde. Leo los diarios como se leen los libros, en perfecto orden, de la primera hasta la última página. Tengo que hacerlo así para no saltearme nada. Al principio probé otros métodos. Por ejemplo, leer primero la sección política de cada uno de los diarios, después la sección deportes, después la de espectáculos, después las páginas internacionales. Pero no, el de ahora es el mejor método.

 

Domingo 20 de agosto

Lo siento pero tuve que tirar tu ropa. Es raro, no sentí gran culpa. Ya sé que te dije que la iba a donar, pero no tengo tiempo. La tiré. Hay días que este trabajo de los diarios me lleva doce horas y me deja sin fuerzas, sobre todo los fines de semana. Entonces dejo algo para el lunes. Generalmente el martes me reactualizo y aprovecho para ordenar. Como tiré la ropa, ahora tengo lugar en tu armario para guardar los diarios que ya leí. Cada vez que viene de visita, Ana dice que tengo que tirar los diarios. Para qué guardarlos, mamá. Tu olor ahora se mezcla con el olor a tinta de los diarios, pero no es un olor nuevo sino una pugna entre olores.

 

Viernes 1.° de septiembre