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Felipe R. Navarro

 

 

Hombres felices

 

 

 

 

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Felipe R. Navarro, Hombres felices

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-528-6

 

© Felipe R. Navarro, 2016

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 224

 

 

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¡Ya pasó mucho! Puede pasar más... ¿No? –Y prosiguió–: ¡Puede no pasar nada! Qué más da. ¡Solo importa ser un poquito felices!

Fogwill

 

 

 

Nadie es feliz aquí, pero disimulamos muy bien.

Manuel Vilas

Soy el lugar

 

A un hombre que no cree en fantasmas la vida se le ha llenado de ídem –los ídem son como los fantasmas, pero prescinden de la parafernalia clásica; sobre todo prescinden de la sábana blanca, supongo que para no ser confundidos con otras cosas, por ejemplo con una huelga sanitaria, en caso de aglomerarse excesivamente, como le ocurre a este hombre–. Así que como decía, a este hombre la vida se le ha llenado de ídem, de fantasmas; usaré indistintamente ambos términos para evitar confusiones –o para alimentarlas–.

¿Cómo distinguir a los fantasmas de los ídem, esto es, cómo conocer de su presencia si en ausencia del tradicional blanco flotante diríase, por los pocos estudios que se disponen sobre ellos, que no existen, o que son al menos invisibles? Este hombre, pragmático, ha estudiado siquiera someramente el asunto antes de intentar alcanzar conclusiones. De pronto sintió que a su alrededor todo era turbio, como a quien el rostro se lo envolviese un fino visillo gobernado por el viento, y lo achacó a la vista, a problemas de visión, y entonces ha acudido al oculista, que aparte de vista cansada –no confundir con mirada cansada– no concluyó nada más. Es cierta turbiedad pero es también cierta viscosidad en los movimientos, como lastrados, como si su vida transcurriese un poco a cámara lenta ahora, como si le tirasen de pies y manos delicada pero persistentemente, y ha visitado al traumatólogo: ningún diagnóstico concluyente –aunque sí le encontraron un menisco algo tocado que le dará problemas en el futuro, si alcanza a llegar al futuro–. Al neurólogo ha acudido después, al neurólogo le ha dado el hombre, antes pragmático y siempre concienzudo, la siguiente explicación –mejora la explicación en cada nueva visita médica– de sus síntomas: es como si viviese rodeado de un suave y casi transparente polímero. El neurólogo ha hecho una anotación, pero no sabemos el contenido de esa anotación.

Pero así es, en definitiva; el hombre sale a la calle, carece de diagnósticos, continúa trabado, como quien viviese en el interior de una medusa, como si de pronto tuviese tres kilos de más. Buscando y buscando para intentar deshacerse de ese peso se encuentra con el concepto de bioma, ese mundo de células ajenas que cargamos con nosotros. Pero eso se integra –¿se integra?– con nosotros, y lo que él siente es otra cosa, como un repentino exceso de peso. ¿Los problemas del mundo, las penas del mundo, las culpas del mundo, han recaído sobre él? Porque ha acudido a la mitología, de ese modo ha acudido a la religión, a formularles preguntas; también sin resultado.

Solo le resta la terapia, debe estar volviéndose loco. Consume pastillas, unas por prescripción, otras por afición. Bebe a veces. Todo resulta traslúcido, aunque cierre los ojos y caiga sobre su sofá casi inconsciente así es, después lo es aún. Visita regularmente a un psicólogo. Y pone nombre a otros de sus problemas, pero al cabo todo sigue, es, similar a la vida de una mosca caída en un bote de cola, ve al psicólogo como en la niebla, paga las sesiones y tiene la sensación de que los billetes que entrega, si los soltase sin ponerlos sobre la mano del terapeuta, flotarían sobre el horizonte gelatinoso en que se ha convertido su vida.

Abandona la terapia. Piensa en huir, lejos. ¿Le seguirá esa sensación, le seguirán los fantasmas adonde vaya? Conduce rápido. Tan rápido como puede y le dejan y no le cogen. Y cuando llega, allí están de nuevo la leve oscuridad, el aire ocupado. Siente miedo entonces, ya siente miedo. No le ayudan ni la ciencia ni la química ni la religión ni nada. El psicólogo, en realidad psicóloga, le ha dicho que en el campo hay caminos y que esos caminos los hizo alguien a base de caminar una y otra vez por ese mismo lugar, hasta que la hierba acabó aplastada, y seca, hasta que las semillas acabaron arrastradas por los pasos y no quedó nada que crecer, un paso y otro paso y otro paso, y hubo un camino. Setenta euros y ha aprendido a hacer un camino en el campo. Se encierra desesperado en el baño y ahí están, atravesando paredes, puertas, atravesando sentimientos; un paisaje mucilaginoso. Y bueno, acaba por creer en los fantasmas, en los ídem más bien por aquello de la ausencia de parafernalia clásica. E incluso un día penetra en la multitud de una huelga sanitaria, por ver si los ídem ante tanta blancura flotando en el aire echasen de menos esa condición tradicional y se quedasen allí, con otros, demorando la vida de otros. Sin éxito –no solo su intento, sino también la protesta–.

Se resigna. Será así. Siempre. Y no será. Un día. Le molesta a veces hasta lo indecible vivir así. Y como es hasta lo indecible, no lo dice. Solo aguantará. Se hace una solemne promesa: llegado el caso, él no será un fantasma, un ídem de esos, no andará molestando a la gente por ahí colgado de sus vidas. Y, recién hecha la promesa solemne, le asalta una duda: ¿quién será el que lleva la gestión de esos asuntos fantasmales? ¿Tendrá, llegado el momento, la posibilidad de elegir?

Orígenes del turismo

 

 

 

... hasta ese fin de uno mismo que suele llamarse cima.

René Char

 

 

 

El valle se abre bajo sus pies, pero a estas alturas –¿desde estas alturas?– casi ya ni mira el paisaje; solo sube, y sube. Empuja. Remonta la ladera. Habrá un momento, no por aguardado menos doloroso, en que la roca escapará otra vez de sus manos, y con un estrépito ronco que crece hasta perderse como rocío sobre las copas de los árboles y cultivos, rueda, de nuevo, hacia el valle. Entonces, algo huérfano de esfuerzo cuando sucede cada vez esto, se yergue, el hombre se yergue, se frota la espalda y los cuádriceps y las manos. Detenido, contempla el terreno, el ensanchamiento del horizonte que se desliza, y finalmente comienza una vez más el descenso; en busca una vez más de la roca.

Pero se está demorando más de lo habitual: la piedra ha rodado, el hombre no desciende. Mira, ahora, hacia arriba: resta poco hasta la cima. Realiza una acción imprevista, casi sin orden mental previa: sigue trepando, sube un poco más. Corona. Y allí se yergue, se frota la espalda y los cuádriceps y las manos. Contempla el terreno al otro lado. Es similar el valle de la vertiente opuesta, los cambios de color, las masas arbóreas, es similar: pero no es el mismo. No es el mismo. Estira el cuello, con los ojos cerrados; esboza una sonrisa con los ojos cerrados. Los abre, se da la vuelta, y por la ladera de siempre se deja caer.

Otras veces desciende calmo, cansado: cansado por adelantado. Pero ahora baja a toda velocidad, leyendo los cambios del terreno, equilibrándose con los brazos abiertos en cada apoyo. Lleva media sonrisa, los latidos disparados, la respiración a todo pulmón, quemazón muscular. Cuando alcanza el lugar donde reposa la roca, el terreno aplastado por el peso, comienza a frenarse. Jadea, se repone: ha sido una buena bajada. Con el resuello recuperado mira a su alrededor; se inclina a veces, recoge cosas –desde aquí, desde este lado de la página, no podemos verlas–, busca entre las ropas dónde meterlas. Entonces se dirige hacia la roca. Comienza –una vez más– a empujar.

Cuando tras un largo y conocido esfuerzo está ya cerca del lugar desde donde pudiera ser que la roca escape cuesta abajo una vez más, el hombre comienza a sacar palos, trozos de rama, de entre las ropas; girándose con dificultad y soportando el peso filoso en la espalda –aunque en algunas zonas la roca comienza a estar más roma de tanto constante roce–, el hombre atina a clavarlos en el terreno, entre salientes del terreno, los asegura con piedras pequeñas que alcanza haciendo andar a los dedos. Empuja otro poco y asegura, empuja otro poco, y asegura. Así hasta que en un determinado momento, no por aguardado menos doloroso, percibe un temblor repentino de miembros y terreno, y sabe que debe apartarse o la roca le aplastará en su caída –algunas veces ha dudado sobre si no sería mejor dejarse aplastar–. Se hace a un lado en la pendiente, y el instante llena el tiempo, es una sombra que lo ciega, un deslumbramiento. La roca arranca a rodar, venciendo su peso y la resistencia del terreno abrupto. Y se detiene, entonces se detiene. ¡Se detiene! La roca queda calzada por los obstáculos que ha creado algo más abajo, apenas unos metros: la roca no corre, no desciende: ¡se detiene!

Miremos ahora al hombre: el sudor alcanza los bordes de la sonrisa. Cierra los ojos, se apoya en sus rodillas, mueve la cabeza, y uno no sabría si asiente o niega o qué. Los abre, está sonriendo, abre los ojos, da varios pasos hacia abajo entonces, pone la mano izquierda sobre la roca: acaricia la roca, mientras la circunda para ponerse tras ella de nuevo acaricia la roca. Afianza los pies, afianza las manos: empuja. Metro a metro, y peleando dentro de cada metro por cada centímetro, empuja. La roca parece ir recogiendo todo el peso del espacio que va quedando atrás. Duele cada vez más. Duele más que nunca. Sin más: duele. Empuja el hombre, rueda la roca, grita el terreno. Y corona, entonces corona: está en la cima, la roca no se mueve, es un objeto inanimado la roca, llena el plano que habitan juntos por vez primera. El hombre se apoya en la roca, apoya la frente en la roca, se mueve pegado a ella, como vigilándola, contempla la otra ladera que cae hacia el otro valle. Sonríe: debe ser idiota el hombre, porque se ocupa en empujar una y otra vez una roca que se empeña una y otra vez en caer, y ahora la ha empujado aún más arriba, hasta la cima: ¿dónde está la gracia? Pero sonríe. Me atrevería a decir que es feliz el hombre. Contempla el horizonte que vio por vez primera en la anterior ascensión: el mundo se aleja hacia la fina línea gris saltando de valle en loma, de color en color. Pegado a la roca da unos pasos atrás, se coloca tras ella, afianza las manos, afianza los pies, ¿qué va a hacer?

Empuja.

El empujón es leve, pero la roca pierde su estabilidad, rueda, y cae. Rueda y rueda pendiente abajo con un estrépito ronco, abriendo un camino de polvo y restos arrancados, el hombre la mira rodar y saltar y achicarse mientras el ruido que creció se aleja y va perdiéndose como el final de un aguacero sobre el nuevo paisaje, hasta que cesa, hasta que ya no la ve ni ve levantarse más polvo, ni oye nada: la roca debe haberse detenido. El hombre mira abajo, y mira al frente, y mueve la cabeza, y ahora sí sabríamos decir que asiente, y que se ríe: ríe a carcajadas. Le espera el descenso, anticipando obstáculos que no conoce, abriendo mucho los brazos, bajando todo lo que puede su centro de gravedad, jugando con los apoyos y el peso, a toda velocidad, hasta llegar al lugar en que se ha detenido la roca. Le espera volver a subir, volver a empujar. Pero ríe, ríe a carcajadas; el hombre ríe.

Un modelo

 

Estimado Sr. Edward Hopper:

Visité su exposición en el Arts Center el pasado sábado. Sin embargo, no le dirijo estas líneas para hablarle de pintura. No entiendo de pintura. Me importa una mierda la pintura, francamente.

Me suena haberles visto a usted y a su mujer de compras en la tienda de comestibles de David Spellman. El mismo David fue quien me dijo que era usted un pintor famoso, y me dio su dirección. También me lo ha dicho mi jefe. Mi jefe es el dueño de la gasolinera que está a la salida de Eastham. Creo que incluso alguna vez les he puesto a usted y a su mujer gasolina, me parece que tienen un Buick.

Estuve viendo su cuadro Eastham Outskirts. También se había fijado en él mi jefe. A mi jefe le gusta la pintura. Él me había hablado de ese cuadro. Por eso he ido a verlo. El del cuadro eres tú, James, me dijo mi jefe. Un hombre con la ropa de trabajo sentado mirando la carretera y fumando junto a los surtidores. No te pago para que te sientes a incendiar mi gasolinera, James, me dijo mi jefe. Y me ha despedido. Por eso el sábado fui a ver la exposición, aunque solo busqué ese cuadro para verlo. No debía haberme pintado de ese modo, Sr. Hopper. Usted no tenía derecho a pintarme. David Spellman me dio su dirección, pero mi mujer me ha hecho prometer que no me metería en más problemas de los que ya tenemos. No tengo trabajo y Jenny no hace más que llorar. Ojalá se muera, Sr. Hopper, ojalá arda su casa con usted y todos sus cuadros de mierda dentro. Muérase.

Argos

 

El hombre que avanza oculto por andrajos que son en realidad restos de memoria que lo ocultan del doloroso presente encuentra al perro, y el perro entreabre los ojos y lo mira, cansado, apenas alcanza a olfatearlo y mover la cola de alegría, y encuentra su pasado sentado al telar, pero también recuerda cómo el espacio lo enmarcan blancas, líquidas, gaseosas crestas, y vuelve a mirar al perro que otra vez dormita, camino de la muerte, y se recuerda en el espejo del mar mientras navegaba los años, y se contempla en él, los brazos fuertes cubiertos de sal seca, la inestabilidad de las corrientes tatuada en las plantas de sus pies, y se gira, entonces se gira y sale del lugar, y olvida al perro que muere o está muriendo o ha muerto, y olvida a la mujer que teje, y se olvida a sí mismo, se intenta olvidar a sí mismo al menos, y regresa a su barco que se mece en el puerto con la bodega anegada de soledad, y parte de nuevo en cuanto el viento hace vivir las velas, y con el sol a la espalda un griego llora sentado en una colina desde la que contempla rodar la tierra en dirección al mar y ve empequeñecerse los mástiles, llora por un perro muerto, por una mujer sola, por un hombre solo, y llora por una historia que nunca concluirá, y que no cantará nunca.