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Remedios Zafra

 

 

(h)adas

Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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PREMIO

MÁLAGA

DE ENSAYO

2012

JOSÉ MARÍA GONZÁLEZ RUIZ

Remedios Zafra, (h)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-555-2

 

© Remedios Zafra, 2013

© de las imágenes: véase Índice de imágenes

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Ensayo 186

 

 

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

 

 

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La obra (h)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean, de la escritora Remedios Zafra, fue galardonada con el V Premio Málaga de ensayo concedido el 5 de abril de 2013 en la Casona del Parque, sede del Excelentísimo Ayuntamiento de Málaga. Formaron parte del Jurado Javier Gomá, Estrella de Diego, Espido Freire, Jordi Gracia, Juan Casamayor (editor de Páginas de Espuma), Alfredo Taján (director del Instituto Municipal del Libro), y, con voz pero sin voto, Manuel González (secretario del Jurado). El fallo fue ratificado el mismo día por el Consejo Rector del Instituto Municipal del Libro.

 

 

 

 

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No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. No perderé mi tiempo. (No) Perderé mi tiempo.

Laura Bey citando a Ada Lovelace (primera programadora)

 

 

 

No hay libertad en el empleo del tiempo sin la posesión de los instrumentos modernos de construcción de vida cotidiana.

Guy Debord

 

 

 

La elección (…) es entre fuerzas creativas (…) y fuerzas de domesticación.

Gilles Deleuze

 

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Me proponía escribir sobre la domesticación, sólo que la creatividad irrumpió impetuosamente en cuanto el sujeto fue interpelado.

I. El sonido (de las máquinas) del tiempo propio

 

 

 

 

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(1) El sonido del tiempo propio

 

Gusto del sonido de las teclas de este ordenador de manera casi voluptuosa1. Puede que la razón sea que me fascina (o que me asusta, no sabría precisarlo) que la fuerza creadora que percibo frente a él hable de la increíble potencia humana y que desde esta máquina vislumbre la posibilidad tanto de una vida domesticada como de una posible emancipada. Puede que a dicha razón se sumen las incontables horas que frente a ella oscilo entre el trabajo, la espera, la afición y el descanso.

También a Adela le gustaban los sonidos que emitía su máquina en un tiempo confusamente definido como el tiempo del hogar. La de Adela era una máquina de coser y el sonido se escuchaba hace tres, cuatro y cinco décadas en una casa de un pueblo del sur de Europa. Narraba entonces el compás de la aguja al penetrar su hilado en la tela, entre los brazos, bajo los ojos, sobre la falda y las piernas que, acompasadas, movían el pedal de aquella Singer. Hace años formaban parte del sonido de ese (a veces engañoso) excedente de tiempo de muchas mujeres, cuando hacia la tarde el resto de actividades de la casa se había finalizado. Quedaba ya el tiempo de la costura y, en él, el ruido de una suerte de tiempo propio. ¿Alguien duda de que el tiempo propio tiene un sonido especial?

El sonido del tiempo propio «no es triste». No lo es cuando lo convertimos en algo…, probaré a llamarlo –sólo es una tentativa– «afición» (nótese, inclinación o amor a algo, ahínco, empeño). Qué inefable motivación y qué gran satisfacción la de las horas dedicadas y reiteradas a aquello que gusta; similar al momento de despojo de las máscaras cotidianas en la intimidad del lugar donde vivimos. Porque el amor, como todo el mundo sabe, no es exclusivo hacia un cuerpo que late; se ama también una cosa que se hace y que «nos arrastra». Y en esa forma de amor que parece producirnos y reconocernos por fin en la práctica que repetimos, se buscan los momentos del día, o de la noche, para dejarnos ser en lo que nos atrapa.

¿Acaso no hay en esta práctica liminar «continuada», llámese amateur o profesional, una potencia en ciernes para la genialidad humana o, como poco, para eso tan fascinante que nos hace ser «humanos»? ¿Cuántas ilustres creaciones, firmadas y anónimas, o insignificantes pero poderosas para uno, hermosas, absurdas, copiadas o sutilmente transformadas con letra, harina, hilo, música, cable o pincel…? ¿Cuántos tiempos perdidos, cuántos inventos, historias, preciosos objetos, vestidos, canciones y pensamientos no han germinado en ese tiempo propio entre los artilugios y máquinas que habitan las paredes de nuestras casas? Isaac Newton en su granja en el annus mirabilis2, Steve Jobs en su garaje compartido y Adela frente a su Singer.

«No os desviaréis de la mayoría sin un pequeño detalle que empieza a crecer y que os arrastra [...]. Cualquier cosa puede servir, pero el asunto se revela político»3.

Un desvío y, entonces, una pasión hacia algo, también un hacer, que seduce y arrastra. Y adonde te lleva, un imperativo, o bien dejar de mirar o mirar desde lo que te arrastra. O bien dejar de crear o crear desde lo que te arrastra.

Para muchas personas empujadas por esta tracción, el único añadido que ha servido para diferenciar la afición del oficio ha sido la formación, que legitimaba un dominio y conocimiento de la actividad realizada y, como consecuencia, su argumentación como base para convertir lo que se hace por gusto en un ejercicio profesional y remunerado llamado empleo; un ejercicio que ha podido funcionar como inspiración e incentivo de un posible proyecto de un futuro, de un reconocimiento futuro.

La formación ha sido a menudo el límite, convertido en hándicap por su tradición y negación estructural a determinadas personas, difuminando otras razones de peso. Una de ellas, que con seguridad iniciaría una posible lista, se presenta como una voz interior que suena en este tiempo desde el que me pronuncio. Esta razón hablaría del género4 de quienes ejecutan esa variable actividad llamada afición en un tiempo y espacio propios, de manera en muchos casos indiferenciada de otras tareas que las mujeres han realizado diariamente en las casas como parte del prosumo5 doméstico; distinguidas, las primeras, acaso por una predisposición de deseo y satisfacción en ellas.

No es trivial este asunto de las diferencias y fusiones entre la afición y el trabajo, asunto también del tiempo propio y de lo que en él hacemos, de los nombres y máquinas que en él manejamos, y de las posibilidades que esos nombres y máquinas abren o niegan. Esa vana costumbre que nos inclina(ba) a ese aparato, a esa centralidad o a esa esquina.

No lo es, en primer lugar, porque la tradición de las tareas asociadas a determinados espacios está siendo transgredida hoy con las redes, fusionando muchos de estos límites y difuminando aún más las diferencias entre afición y trabajo. No es trivial porque la afición cuando ha sido tecnológica y creativa nos habla del singular recorrido de quienes hoy acumulan el poder en Internet, de muchas maneras también el poder en el mundo. Me refiero a aquellos que inventan, programan y negocian con los espacios que territorializan y construyen la red; espacios donde se gestan nuestros deseos y relaciones on-line, donde acontecemos como sujetos en un mundo irreversiblemente conectado.

A nadie le pasa desapercibido que las más poderosas empresas que se alzan en el siglo xxi tienen su origen en las aficiones convertidas en trabajo de «hombres jóvenes y emprendedores de la informática y la tecnología», cuyos perfiles son llamativamente similares. Si los creadores de Google, Facebook, YouTube, Apple o Microsoft hubieran sido ancianos posiblemente no llamaría tanto la atención, pese a lo distintivo de la focalización del éxito creativo hoy en edades tempranas. Pero si fueran mujeres todo apuntaría hacia una muy peculiar seña de identidad común. Dejarían de ser los creadores en abstracto para pasar a tener cuerpo y sexo. Si fueran mujeres es probable que alguien se habría ocupado ya de contar con empeño su historia íntima y de describir con detalle sus cuerpos, peinados y vestimentas (imaginen ese giro, imaginen su vida posible, sus nombres posibles, pongamos por ejemplo: Mara Zuckenberg, Stella Jobs, Vilma Gates…). No es trivial y me interesa porque me punza, porque siento que el género de los tiempos y de las tecnologías nos habla de las condiciones del ser y del poder ser hoy con las máquinas que manejamos si partimos de una posición, que es política y no es estática, la de las «mujeres» que, pongamos un límite fluido, crean, programan, prosumen, teclean.

He sido algo torpe menospreciando estas diferencias y enfatizando el sonido del tiempo propio (que no es triste). Probaré a enmendarlo entonces, insistiendo en las distinciones, de haberlas, de las aficiones tecnológicas, preguntando ahora por las máquinas y artilugios que hoy les incumben y rodean, por las personas que los usan, pero también por la visibilidad y carácter de los lugares donde estas prácticas acontecen.

Y las respuestas, a veces visibles pero casi siempre calladas, hablarían de máquinas atravesadas por las sombras del poder, vinculadas a futuros trabajos que a veces son empleos y a veces no; que aluden a valores distintos y a tradiciones diferenciadas para las mujeres, también a peculiares tecnotopías del hogar donde podríamos identificar desde el cuarto de los trastos o el garaje, hasta la habitación de la máquina de coser o la cocina, y más recientemente los «cuartos propios conectados»6; espacios de intimidad y concentración, en apariencia ecuánimes para los sujetos con independencia de sus cuerpos, donde disponemos y manejamos todo tipo de dispositivos electrónicos portátiles, pequeñas fábricas materiales de experiencias, juego, consumo, comunicación, trabajo y producción de cosas inmateriales.

Me parece que estas habitaciones propias conectadas donde el sonido de nuestro tiempo no es triste, incluso donde es posible el silencio, no harían sino desvelar que la localización de la topía creativa está siendo parcialmente transgredida con Internet y con la erosión de las dicotomías trabajo y ocio, profesión y afición, pero también con la que contraponía lo público a lo privado, transformando la visibilidad y el destino potencial de cada práctica. ¿No son acaso estos lugares en sus versiones pre-digitales los espacios que acogieron la realización de muchas de las producciones creativas de letra, hilo, música o pincel que les sugería? Obras creativas cuya pretensión y destino no iba más allá de ser mostradas a los hermanos y padres, a las personas más cercanas, esos familiares que nos visitaban inesperadamente y que rodeaban y alababan forzadamente un dibujo, o que escuchaban pacientes nuestra canción; esos amigos que miraban la maqueta de un invento nunca desarrollado; esa tía que decía querer una bufanda igual a la que nos había tejido nuestra madre, aquel vecino que siempre decía tener un familiar que también escribía, cantaba o que pintaba cuando compartíamos con él nuestra afición...

Personas cercanas que orbitaban en torno a obras producidas con pasión en espacios privados, caracterizados por lo que Barthes llamaba una visibilidad «reducida»7, atributo con el que identifica a la afición, antes de aparecer las redes. Una visibilidad reducida que ahora es subvertida al convertirse los espacios privados creativos en tecnotopías como las habitaciones conectadas; lugares donde la visibilidad es fácilmente aumentada, multiplicada y extendida hoy en ojos y pantallas posibles, deviniendo «otra cosa».

Y se trata de algo todavía indefinido, en tránsito, algo que acontece en el ahora. «Otra cosa» que hace pensar que la plena disposición de conocimiento y de herramientas digitales de acceso, producción y distribución parecen dar hoy a la voluntad y al deseo por conocer (y hacer) mayores dominio y expectativa de la producción creativa a través de la tecnología, o de la mera expresión subjetiva y su proyección pública; especialmente en contextos ya no predefinidos ni diferenciados como lugares de formación, trabajo, descanso u ocio. (Y mientras lo escribo y lo cumplo, resuena en mi cabeza la nota a pie que un estudiante incluía hace unos meses en su proyecto final: «Este trabajo está realizado íntegramente desde mi cama», rezaba en la página número dos).

Pero pasa que la disposición de conocimiento y de herramientas que les sugiero «parecen dar»a la voluntad y al deseo un mayor dominio de la producción creativa, pero me da la impresión de que hay un espejismo en todo esto cuando me posiciono del lado de la potencia. Aquí las cosas no están del todo claras. Porque tampoco es cosa simple delimitar a qué llamamos hoy producción y consumo a través de la tecnología, a quién incumbe, a qué nos orienta y qué limitaciones siguen favoreciendo, como herencias implacables de «un mundo», los lugares y los tiempos, los dispositivos y los cuerpos desde los que «podemos», jugamos, amamos, aprendemos y experimentamos con la tecnología. Porque ¿acaso a amar también se aprende?, ¿quiénes amamos y qué amamos de las tecnologías que hoy usamos? ¿Qué posibilidades de uso, determinación o de apropiación emancipadora permiten las herramientas y espacios de nuestras vidas cotidianas bajo el sonido de nuestro tiempo propio?

Dejo pasar el ruido de las cosas que no me interesan y reitero, sí, que el sonido de las máquinas del tiempo propio no es triste; pero me permitirán esta sospecha, que el tiempo propio es distinto para unos y para otros, que no suena igual. Y su eco pareciera tan cargado de potencias y consignas invisibles, pero diferentes en función de las identidades que nos conforman, que a priori no sabría discernir cuándo el sonido de las teclas martillea y domestica y cuándo emancipa, cuándo y cómo toleramos el poder invisible de la tecnología en la apropiación de tiempos de nuestra vida votidiana. Porque pareciera que no es tanto que (este poder) actúe como potencia que niega y dice «no», sino más bien que actúa como potencia que atraviesa las cosas de los días, produciendo hábitos, heridas, filias e imaginario, suscitando saber y placeres, repitiendo un mundo y unas periferias.

Y a mí me gusta el sonido de las teclas porque, entre otras muchas cosas, ellas me permiten escribir para reivindicar el poder político que acompaña a esta periferia, para hacerlo compartido y enfrentarlo desde la escritura, para hacer reflexivas algunas de las condiciones en las que se relacionan las mujeres con las máquinas y la creación a través de los clásicos y contemporáneos aparatos de gestión de la vida cotidiana. Por eso les propongo algo. Probemos a cambiar la cosa de sitio, a mirar de otras maneras.

 

1. Véase Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona, Paidós, 2010, p. 35.

2. En la Historia de la Ciencia el uso de la expresión annus mirabilis para, entre otros, el 1666 (año en el que diversas catástrofes asolaron Londres) se debe a la coincidencia en ese momento histórico de una documentada revolución científica. Uno de los puntos culminantes fue la concepción de la Teoría de la Gravitación Universal y de algunas innovaciones en óptica y cálculo atribuidas a Isaac Newton, que por temor a la peste había huido de Londres y se había refugiado con su familia en una granja de su propiedad, alejado del ambiente académico y científico de la ciudad. «Allí» desarrolló y culminó todo tipo de experimentos y descubrimientos como las bases de la mecánica clásica, la formalización del método de fluxiones y la generalización del teorema del binomio, poniendo además de manifiesto la naturaleza física de los colores.

3. Gilles Deleuze y Felix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-Textos, 1994, p. 292.

4. Entendido aquí como diferencia sexual culturalmente construida.

5. En este libro nos referiremos a prosumo como la actividad situada entre la producción y el consumo en la que tradicionalmente se han enmarcado las tareas domésticas en el ámbito de la antropología económica. Este concepto se desarrolla con algunos otros matices y acepciones relacionados con el consumo cultural y vinculado a Internet en el capítulo III (Prosumir).

6. Desarrollo esta idea en mi ensayo Un cuarto propio conectado, publicado por la editorial Fórcola en 2010.

7. Roland Barthes, obra citada, 2010.

(2) La educación del gusto. A amar ¿también se aprende?

 

Las Nancy, los cuentos, las Barriguitas, los cromos, la abeja Maya, la cocinita, las hadas, la casa, la pelota, el supermercado, el carrito, los recortables, Mazinger, Dartacán, la comba, Marco, Heidi, Verano azul, las canciones, don Quijote, Naranjito, los muñecos, sus faldas, pantalones, vestidos y complementos y xx litros de rosa pasaron por mis manos, ¡oh, yeah! Los libros, la música pop y los tebeos, ¿dónde los coches, los mecanos, los superhéroes, las cosas azules y negras, la consola, dónde las máquinas con pilas y cables?8.

 

No se trata de la mera cuestión del gusto por la tecnología, por un tipo u otro de tecnología. El gusto también se aprende, tiene escuela, tradición y contexto. No hemos de simplificar la subjetividad en una posibilidad engañosa de elección, en algo fácil y rápido, hasta el punto de malograrla en expresiones sin contexto que sentencian, maniqueas y previsibles, un «me gusta» o un «no me gusta» como fin de una posible argumentación y obviando la historia que esconden. ¿Quién de ustedes no tiene una lista interior de predilecciones y de repulsas educadas?, ¿una de indiferencias?

Se trataría más bien de bucear por las historias de conceptos, prácticas y lugares del gusto por la tecnología. Aunque no quisiera reducirlas bajo un mismo epígrafe (no es este lugar para titulares ni aforismos), sino probar a argumentar nuestras indiferencias, preferencias y repulsas como parte de un contexto y una historia, reivindicando su expresión como parte crucial de una ciencia del poder y de los sujetos. Hacerlo como forma de conocer y transformar el mundo, de visibilizar los hándicaps, buscando vislumbrar una futura generalidad que no discrimine según el género que uno tiene (el que se hace), el lugar donde se crece, el color de la piel o la cuenta bancaria de la familia; una generalidad «que no te reduzca ni te aplaste», «que no me reduzca ni me aplaste»9. Sólo así el gusto por una u otra afición no domesticará, pues no será una sentencia sino una posibilidad. A amar ser libres también se aprende.

Porque hay algo en la intensidad que caracteriza el gusto y la práctica que comienza siendo amateur y que se interroga: ¿en qué medida el deseo o afán por lo que se hace (ese amor educado que parece libre) aporta el carácter de autenticidad de lo que se produce o crea a través de la tecnología?, ¿es esta «intensidad» la que determina una producción creativa hacia su posible futuro, trascendencia y vida pública?, ¿acaso esta intensidad puede ser aislada del contexto que avala mediante sus símbolos la confirmación de la práctica como un modelo identitario futuro y libre: «juego a ser»?

Intento ahondar en las limitaciones que nos encontramos ante estas preguntas, y martillea de nuevo en mi cabeza la necesidad de llevar a la práctica esa pasión bajo una clara demanda: poder imaginar la vida de nuestra actividad como un «proyecto de futuro», imaginarnos allí. Y me parece que aquí la cosa comienza a sentenciar a personas cuyos modelos a ser están previamente denostados como algo sin poder de reacción. Modelos sumamente restrictivos y condicionados, por ejemplo, por la biología, la herencia o los asimétricos imaginarios de los afectos, frente al mundo de la potencia masculina no (tan) restringida, donde orbitan quienes aprenden a amar lo que hacen sin ser presentenciados, pudiendo imaginar ese futuro más allá de la limitación de un contexto reducido al hogar o a la familia («hago esto para la gente que quiero y que me quiere –en el tiempo que me deja libre la gente que quiero y que me quiere–»).

 

8. Laura Bey, Cosas de niños y ausencias, obra artística, inédito, 2012.

9. Roland Barthes, obra citada, 2010, p. 38.

(3) Una tarde de tormenta y algunas nadas

 

Intentar sentarse a la máquina de escribir

una cálida tarde de verano

en una mesa junto a una ventana

en el campo, intentar fingir

que tu tiempo no existe

que tú eres simplemente tú

que la imaginación se extravía simplemente

como una gran polilla, sin intención

intentar decirte a ti misma

que no tienes compromiso

con la vida de tu tribu (…)10.

Era agosto. Finales. También era abril, pero no sólo, porque todos los ruidos de aquellos días se me amontonan y advierto que el sonido del tiempo propio es también silencio… y sonido de tarde de tormenta. Y me parece importante aquí recrearlo para que ustedes revivan aquellos momentos en los que disponían, o tal vez hoy dispongan, de tiempo, de un excedente de tiempo, algo propio. Esa tarde lluviosa junto a la ventana, de sábado en el garaje, en el cuarto, en el desván o en el rincón de los trastos; ese momento en que los demás habitantes de la casa duermen; esa mañana de médicos (al terminar) cuando eres niño… Sí, tal vez cuando somos niños este tiempo se percibe con mayor claridad.

Miraré el mío. Y les diré que cuando era niña disponía de tiempo, espacio y objetos. Que creía en cosas. No tengo claro en qué momento dejé de creer en las hadas; seguramente ni siquiera comencé a hacerlo, pues las ficciones locales equivalentes hablaban de todo tipo de ánimas más cercanas a las brujas y que daban, ante todo, mucho miedo. Probablemente por esta razón preferí pasar de puntillas por ellas y por muchas otras cosas de la tribu. Sí creía sin embargo en lo invisible, ese cajón imaginario que convierte en ignorancia la magia y que te empuja a conocer y a preguntarte por las razones de lo que se percibe y no se comprende, o no del todo. Recuerdo que entonces quería también creer que cualquier destino futuro era posible para cada uno de nosotros, pero sin la ayuda de lo esotérico sólo cabían caminos materiales.

Gustaba en aquel tiempo de acumular y observar, de contar y hacer grupos con las piedras, de probar a programar un conjunto de objetos inertes para desencadenar una acción sencilla que, salvo llevados por la gravedad o la inercia, casi nunca realizaban. Gustaba de leer tebeos y poemas y de copiar las cosas de los libros. Los resultados no importaban, incluso a menudo eran igual a nada, algunas nadas, pero siempre llamaban a volver al día siguiente.

De reconocerlo, sólo ahí percibiría la posible acción de esa hada o musa invisible, como metáfora del impulso que convierte una actividad puntual en algo «necesariamente repetido» que arrastra y te llama a reiterar incansable la tarea implícita en el juego. Sí, recuerdo el tiempo y la entrega pueril pero insistente a esas actividades que conformaban mi afición, y el sonido de fondo de algunas tardes de tormenta.

Allí, entonces, observar lo que acumulaba, como si «cada piedra encontrada, cada flor que cogía, cada mariposa capturada, todo lo que poseía»11 fuera una colección única. Pero también como si cada colección de imágenes y tebeos, de flores y piedras, de insectos, de objetos encontrados, fueran siempre colecciones incompletas, por definición, como un sentido. Comprometían entonces a no olvidar lo que tenía, a buscar lo que faltaba, a identificar la ausencia, a hacerlo conversar para verlo en conjunto y después hilarlo, compararlo, manipularlo, convertirlo en otra cosa. Tareas de búsqueda, archivo, relación, comprensión y planificación, donde es fácil advertir la conformación de procesos presentes en la práctica artística y también en la investigación científica y tecnológica.

Esta actividad creativa que gusta, en sus diferentes variantes, se me devuelve ahora como algo iniciático, y pienso que desde niños nos anima a llenar muchos de nuestros tiempos propios en las obligaciones –suaves pero obligaciones– que genera esa, nuestra afición, derivando a sus futuros sucedáneos y trabajos posibles (a veces profesiones, pero no siempre).

Y si hubo algo que nos interesó fuertemente, que nos apasionó, quizás volveremos. Y quisiera horadar en ello, en lo que nos llama a volver, porque creo que funciona más como herida que como recuerdo. No entendería si no que el deseo por reencontrarnos con aquello que en algún momento vital nos proporcionó sentido a nuestro hacer/ser humano a través de una afición nos llame pasado el tiempo. No son pocas las personas que orientadas por sus contextos o por mera necesidad estudian y trabajan en cosas que no les interesan, para volver después con más ganas a lo que en algún momento les apasionó o inquietó en sus vidas; o a algo que de pronto descubren que les apasiona y les interesa en sus vidas, inventando en muchos casos sus propios oficios. Y no hay modelo de valor ecuánime para todos. Más allá, pienso que hay tendencias estructurales y caminos más horadados, intentos, frustraciones y, en ocasiones, logros.

He conocido a ingenieros que querían ser pintores, maestros que deseaban ser músicos, artistas que querían ser ingenieros, diseñadores que querían ser cocineros, repartidores que querían ser peluqueros, profesores que querían ser empresarios y personas que querían ser algo distinto que les costaba describir; pero, sobre todo, mujeres cuidadoras de vidas a las que se les pasa la suya tan rápidamente que lamentan no haber podido aspirar a ser también para sí mismas. En todos estos casos, incluso cuando la cosa es inefable y tiene forma de frustración, siempre se vuelve a lo que pudo haber sido. No hay romanticismo que nos iguale en lo que nos mueve aunque sí en el cómo nos mueve.

Y, se repite, en cada situación, se repite que cualquier deseo convertido en afición requiere no sólo voluntad, sino posibilidad. Y en ella, «un excedente de tiempo» para la conciencia y para la creación; la disponibilidad de contar con algo que nos pertenece sólo a nosotros y que alimentamos, volviendo. Siempre se vuelve. Algo a priori no predefinido, abierto a la posibilidad y al placer del juego y la imaginación, al reto de la curiosidad y la pregunta por resolver y reiterar, persistentes. Porque para aspirar a ser, este «algo» debe ser opción, debe poder entrenarse, desmontarse y repetirse. ¿No es quien dispone y mantiene un tiempo de autodeterminación quien tiene «oportunidad» de desear y amar lo que hace, oportunidad de alcanzar profundidad creativa e imaginar su hacer como un proyecto de futuro?

Pienso en ello y observo que ese excedente de tiempo opera cuando todo lo esencial está ya realizado o nada más se puede o se quiere hacer en lo que Rich llama la tribu; pero también cuando hoy se relajan los requerimientos de nuestros dispositivos y redes –o nos rebelamos contra– por ocupar nuestra atención y gestionar afectos, contactos, vanidad y búsquedas a través de las interpelaciones de la máquina (¿te gusta?, ¿qué estás pensando?, ¿qué tienes que contar?, comparte, invita, busca, sube, añade, comenta…); cuando las tareas previstas para el día se han cumplido o nos han superado, y queda ahora ser dueños de nuestra elección. Repetir, como una duda, con énfasis de género. Volvamos atrás.

 

10. Adrienne Rich, «Tiempo norteamericano (Tu tierra natal, tu vida)», Poemas, 1963-2000, Sevilla, Renacimiento, 2002, p. 125.

11. Walter Benjamin, «Armarios», en Infancia en Berlín hacia 1900, Madrid, Alfaguara, 1982, pp.105-106.

(4) There’s no time

 

(…) un trabajo de la imaginación, no cae al suelo como un guijarro, a la manera en que puede caer la ciencia; (…) es como una tela de araña: ligada, muy levemente quizá, pero ligada siempre a la vida por sus cuatro costados. A veces la atadura es apenas perceptible; las obras de Shakespeare, por ejemplo, parecen estar suspendidas ahí completas, por sí solas. Pero cuando se estira del hilo, se cuelga por un borde o se rasga por la mitad, una recuerda que esos hilos no los han tejido en el aire criaturas incorpóreas, sino que son obra de criaturas humanas que sufren y que están apegadas a cosas crudamente materiales, como la salud, el dinero y las casas en que vivimos12.

 

He aquí que algunas personas siempre se han quedado sin tiempo. Y nace la sospecha de algo tan obvio como obsceno. O no todos disponemos de tiempo propio o no siempre disponemos de la posibilidad de gestionarlo.

Y me pregunto desde el extrañamiento sobre esta idea, dejando un palmo entre nosotros y la imagen (la imagen de cómo la vida va conformando nuestros excedentes de tiempo y el control sobre su gestión). Me pregunto, con curiosidad que aparenta ser ingenua, que quisiera serlo para no sufrir, ¿es que las cosas groseramente humanas han fagocitado ese tiempo sólo en algunos casos?, ¿sigue siendo el tiempo propio ganancia sólo para privilegiados, quienes tienen dinero, quienes tienen un buen trabajo remunerado, quienes no tienen hijos ni padres a los que cuidar, quienes viven a un lado determinado de una frontera?

Probaré a restringir el foco de lo mirado. He visto vidas donde el tiempo propio ha sido difuminado, aniquilando cualquier vestigio de tiempo sobrante, ocupado por el «tiempo para los otros», habitualmente saciado con la atención a los que nacen, crecen, enferman o mueren o por el remordimiento de no estar atendiendo a los que nacen, crecen, enferman o mueren. Una atención que la crisis económica de este principio de siglo vuelve a alejar de la profesionalización y la responsabilidad pública y devuelve al mundo doméstico más naturalizado e invisible. He escuchado alusiones a escenas reiteradamente observadas en madres, abuelas y hermanas; instrumentalizadas por las industrias de los imaginarios para hablarnos de amor y proponernos objetos de consumo que paguen ese amor o que ayuden a henchir con consumo los tiempos vacíos –de haberlos– para no sufrir con la conciencia. Escenas que hablan de tareas temporalmente profesionalizadas para quienes pueden permitírselo; obviadas por la política en función de quién gobierne; deducidas de un tiempo común asimétricamente repartido e invisibilizado en el hogar, y castigadas socialmente si no se asumen.

Esta mochila esconde la repetición de una serie de minúsculas decisiones, tan pequeñas como para pasar desapercibidas y tan reiteradas como para terminar siendo naturalizadas, asumidas sin gestas ni trascendencia, relacionadas con cosas de afectos, cuerpos y detritus, groseramente humanas; tareas y cosas que han absorbido y siguen haciéndolo gran parte del tiempo propio de muchas mujeres.

Y más recientemente, nace aquí la advertencia de que esta tendencia acontece hoy en un marco pancapitalista y en crisis que retrocede en los pequeños logros de tiempos para todos, un marco que parece anunciar la (re)feminización de la pobreza y de todas las tareas de asistencia a las personas más vulnerables; tareas que hasta hace poco estaban siendo parcialmente asumidas por la administración pública en este sur de Europa.

Un marco además globalizado y en red, donde la afición ya no es fácilmente diferenciada del trabajo y de la gestión del yo virtual, donde nuevas y viejas tareas confluyen en una pantalla.

Y como segunda advertencia, surge la sospecha de si en este entramado se promueve y condiciona a determinadas personas hacia un tiempo orientado al consumo de lo que producen y rentabilizan sólo unos pocos, es decir, a la consolidación de una identidad consumista y precarizada muy por encima de cualquier otra que prime producir, hacer o deshacer el mundo en que se vive, y que mengua en ambos casos la disponibilidad de ese posible tiempo propio de emancipación intelectual y creativa, hoy también tecnológica. Esta es la hipótesis que habríamos de deshojar aquí, observando cómo acontecen y cómo podríamos intervenir en esos posibles condicionantes e incentivos auspiciados por las formas de poder de las tecnologías y sus imaginarios.

La propuesta es hacerlo a través de historias que no ocultan sus contradicciones y mezclas (de hecho, quieren hacerlas reflexivas) sobre cómo se organizan nuestros tiempos y trabajos, el deseo de ser y la pasión por una tarea que seduce y arrastra; sobre cómo acontecen las tareas que oscilan entre la producción y el consumo con las máquinas en el ámbito del hogar, que es también un ámbito del conocimiento; y cómo podemos intervenir y empoderarnos desde la pasión y gusto por la creación y desde las máquinas, superando ese empeño suyo (de los tiempos, espacios y máquinas) por tener «género».

 

12. Virginia Woolf, Un cuarto propio, Madrid, Horas y horas, 2003, pp. 67-68.

(5) El género del empleo del tiempo

 

I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time. I will not waste my time13.

 

Parece que cuando Ada (hija de Lord Byron y considerada la primera programadora) tenía apenas once años, su madre, Annabella Milbanke, la castigaba haciéndole escribir veinte veces esta frase «No perderé mi tiempo». Para Annabella que su hija fantaseara en un papel o especulara con un posible caballo mecánico volador no era buena cosa. Suponía dedicar su valioso tiempo de estudio a la que Annabella consideraba estéril y dañina labor de la imaginación, como hacía su padre, el poeta, estigmatizado en la familia desde el nacimiento de Ada. Para Annabella no perder el tiempo implicaba que Ada realizara en casa y con exigencia, sus múltiples actividades de música, álgebra, lectura y geometría. Tareas planificadas por la madre para la formación de Ada y que, cabe pensar, contribuirían a que años más tarde Ada fuera una brillante matemática.

Cualquier persona interesada por la práctica creativa que hoy reflexionara sobre esta escena, no perdería la oportunidad de resaltar la importancia que para la creación tiene la concentración y el estudio (lo que Annabella llamaba «no perder el tiempo»), pero también la divagación y el juego (lo que Annabella llamaba «perder el tiempo»). Saber perder el tiempo es tan importante para la creatividad como saber organizarlo. También Virginia Woolf valoraba esta potencia cuando en Una habitación propia14 reivindicaba la importancia de «holgazanear» por las esquinas para escribir todo tipo de libros. Sí, perder el tiempo puede ser una forma de ganarlo.

Sin embargo me interesará de momento que giremos la cosa observada hacia otro punto de vista, el sentido de la pérdida de tiempo para mujeres como Ada y su madre. Pensaríamos hoy que el empeño de Annabella para que su hija hiciera unas actividades y no otras es como poco paradójico, si ninguna de ellas podía conducir a Ada, y a ninguna otra mujer de la época (siglo xix, Londres), a la universidad ni a una profesión remunerada. Sí podían en cambio aproximarlas a un matrimonio, a una posición social, a hábitos y conocimientos que le permitirían un determinado «empleo de su tiempo».

Casi dos siglos más tarde, las tareas que hacemos y que vemos desde el inicio de nuestra vida parecen contribuir igualmente a dotarnos de valores y conocimientos que nos permitirán decidir, o aceptar, un determinado empleo de nuestro tiempo. Hoy, en cambio, la educación en esta parte de Europa, y las horas frente a nuestras pantallas y el mundo (en su versión de exceso) que se abre al otro lado, parecen no estar dispuestos a resignarnos fácilmente con un único destino para las mujeres, o no de la misma manera, inquietándonos antes de permitirnos repetir las herencias del pasado.

Pero se me hace que el exceso es también un espejismo de oportunidad, donde nuevas amenazas como la neutralización de nuestra capacidad de atención y la cesión a nuevas formas de opresión simbólica (herederas de siglos de reiteración y camufladas hoy de nuevas pieles) siguen orientando el empleo de nuestro de tiempo en función de nuestras identidades y cuerpos. Esta duda tiene la extensión de un dolor que yo percibo como algo íntimo, pero quiero compartirlo porque se me refuerza en mis cosas y días frente a las pantallas, en el mundo.

Quisiera entonces erosionar esta sospecha, probar a atravesarla y preguntarme desde dentro sobre las formas de usar, perder y ganar el tiempo (significarlo entonces) según contexto. Pero muy especialmente sobre cuándo el tiempo de juego y trabajo tecnológico domestica o emancipa, cuándo se denomina consumo y cuando produce, cuándo vale dinero y cuándo no, cuando tiene género y cuando no, cuando puede conformarse como expectativa de futuro o de una posible vocación tecnológica.

 

13. Laura Bey, Mi vida en la primera IP, obra artística, 2010.

14. «(…) os pido que escribáis todo tipo de libros, sin vacilar ante ningún tema, por más trivial o vasto que sea, (…) soñar con libros y holgazanear por las esquinas de las calles (…) al pediros que escribáis más libros, os estoy apremiando a hacer algo que redundará en vuestro bien y en el bien del mundo en general». Virginia Woolf, obra citada, 2003, pp. 146-147.