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Paola Tinoco

 

 

Oficios ejemplares

 

 

 

 

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Paola Tinoco, Oficios ejemplares

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-550-7

 

© Paola Tinoco, 2010

© De la ilustración de cubierta: Gian Carlo Tinoco García, 2010

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 128

 

 

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Cenicienta humillada

 

Aquello era casi un ritual desde hacía tres años: él bebía, la insultaba, y los que estuvieran presentes en ese momento hacían como que no pasaba nada. Esta vez el pleito había sido en una de esas fiestas en las que ambos acostumbraban retirarse hacia la madrugada, pero Gabriela no soportó más allá de las doce para salir furiosa diciéndose que sería la última.

Se sintió estafada, porque hasta el momento era sólo la acompañante de aquel malacopa y no había ningún beneficio en ello. El trabajo que había prometido conseguirle cuando empezaron a salir nunca llegó, y los contactos que aseguró tener para ayudarla a relacionarse eran fantasmas. Todo lo que podía esperar era una noche de sexo mediocre y la promesa de un vestido nuevo. A pesar de eso, Gabriela se quedaba con él. Tenía peores recuerdos de otras relaciones, en esta por lo menos no había golpes o esposas ofendidas que la amenazaran.

¿Tenía encanto para las relaciones conflictivas? Probablemente, pero no había encontrado la manera de salir de ello y de pronto ni siquiera lo estaba buscando. El problema no era ya que Roberto le hubiera gritado en público, sino que él era un pobre diablo y aquello que antes no importaba era ahora muy pesado de cargar.

El enojo estaba a punto de hacerla soltar unas lágrimas cuando otro de los invitados salió a tomar el aire. Eran los únicos que estaban fuera de la casa así que el hombre se sintió con cierta obligación a conversar y se acercó a ofrecerle un cigarro. Ella lo aceptó aunque en realidad no fumaba. Al verlo de cerca se dio cuenta que era uno de los observadores de su altercado con Roberto.

–El tipo es un patán, ¿eh? –comentó el extraño mientras encendía el cigarro de ella y luego el suyo. Por su cabeza pasó la idea de que la chica se ofendiera como sucedía tantas veces cuando alguien trataba de defenderlas y ellas no querían ser defendidas, pero no sucedió.

–Vaya que lo es, el muy idiota. Si tuviera dos monedas por cada vez que me ha ofendido en público o en privado, sería rica y no vendría a estas fiestas aburridas para conseguir un empleo.

–¿Está buscando uno? Porque yo le pagaría más de dos monedas por permitirme insultarla.

Gabriela abandonó su rostro serio y rió de buena gana con lo que parecía un chiste de aquel bien vestido sesentón.

–¿Bromea?

–No –respondió el hombre en tono serio–. Le pagaría mil pesos si se dejara insultar en público como hoy se lo permitió a su novio.

–Ese imbécil ya no es mi novio.

–Lo que sea. ¿Qué me dice? ¿Acepta el trato?

–¿Es en serio? –preguntó de nuevo incrédula.

–Completamente.

Gabriela pensó en el dinero que le estaban ofreciendo antes que otra cosa cruzara por su cabeza. Cuando volvió los ojos a su interlocutor decidió no hacer caso de aquella extraña propuesta.

–Está loco...

–Quizá sólo un poco necesitado de respeto –insistió el viejo.

–¿Y gritarme en público lo hará respetable?

–Probablemente no, pero tendré atención... Déjeme a mí con mi historia, no se la voy a contar, sólo diga si acepta lo que le propongo.

Ella miró al suelo y luego se dirigió a él.

–¿Cuándo sería eso? –respondió con timidez.

El hombre dio una calada a sus cigarro y se quedó pensativo unos segundos antes de responder.

–En un par de semanas me reuniré con unos amigos a tomar la copa. Usted vendría como mi acompañante y...

–Y usted tiene claro que no vamos a tener sexo.

–Clarísimo. A mi edad resulta más excitante la idea de insultar a una bella mujer que hacerle el amor.

–¿Puedo preguntar por qué?

–No, no puede. Acepte el dinero si le viene bien. Gabriela buscó en su bolso una libreta y no encontró más que una servilleta de papel. Ahí escribió su teléfono y se lo entregó.

–Aquí tiene mis datos. Llámeme. Y ahora me despido, no pienso regresar a la fiesta con ese tarado que me insulta gratis.

–Hace usted bien. Los insultos gratuitos son de mal gusto.

 

***

 

El sábado por la tarde ella estaba decidida a decirle que no al hombre que conoció en la fiesta. Estuvo pendiente del teléfono y había ensayado lo que le diría: «Perdone, pero lo he pensado mejor y la verdad no me siento capaz de dar tal espectáculo... No lo haré». Espectáculo. Ya había dado una docena de ellos de manera gratuita, pero la propuesta no dejaba de tener tintes de locura. Cuando el viejo la llamó, Gabriela se olvidó de su discurso. Quedaron en verse a las ocho en el portal de su casa. «Vestido de coctel, no lo olvide». Ella le pidió recordar que no habría sexo. Él le aseguró que no le interesaba más que su resistencia a la humillación.

El hombre pasó a la hora acordada. Ella y él diferían en lo que quería decir «vestido de cóctel». Miró su reloj y le dijo que conocía una tienda de ropa que cerraba a las nueve, así que debían darse prisa para comprar un vestido más apropiado para el lugar a donde irían. Ella presintió que ahí terminaría con el dinero que recibiría.Los vestidos de cóctel son caros, pensó. Adivinando lo que ella pensaba por el rostro serio y pensativo de su acompañante, le aseguró que ese gasto no mermaría su sueldo. Gabriela aceptó encantada. La ropa nueva le hacía sentir que ella también era nueva al momento de ponérsela, aunque al final terminara haciendo las mismas tonterías que acostumbraba la vieja Gabriela.

Un rato después el coche se detenía frente a una residencia al sur de la ciudad. Desde su llegada, el hombre la presentó como su amiga, con una mirada divertida cuya intención era hacer pensar a sus conocidos que eran algo más que eso.

Los comentarios agradables sobre su vestido y el trato amable la hicieron olvidar el motivo de su presencia en aquel lugar. Las copas de flauta y la gente bien vestida la impresionaban, estaba encantada de poder estar en aquella reunión. Por momentos pensaba que el hombre se arrepentiría y todo quedaría en un intento por dar un espectáculo. Él bebía brandy. El tercero en una hora. Eran casi las doce y la fiesta estaba en su apogeo cuando Gabriela se acercó para decirle al oído que necesitaba hacer una llamada.

–¿Y a quién? –preguntó en voz alta. Ella se sorprendió por el tono, pero respondió que llamaría a una amiga.

–¡Qué amiga ni qué ocho cuartos! ¿Ya te aburriste? ¿Te diste cuenta de que tu vocabulario de cien palabras no alcanza para hablar con nadie aquí?

Gabriela sintió un golpe en el estómago y lo miraba con los ojos muy abiertos.

–¿Por qué me dices eso? Sólo quiero hacer una llamada, no creo que eso...

–¿Por qué te digo esto? Porque es cierto. ¿Te has dado cuenta de cómo te expresas? Seguro que no. Eres una ignorante. Tanta insistencia en venir a conocer intelectuales y ahora estás aburrida y quieres buscar a una amiga. Seguramente tan tonta como tú, como para responder al teléfono a estas horas.

Ella guardó silencio. Entonces cayó en cuenta de que su trabajo había empezado. Las mejillas estaban encendidas y los ojos le brillaban por el enojo que sentía. Era genuino su malestar, la gente que hacía unos momentos sonreía amablemente al hablarle, la miraba ahora con morbosa atención. El hombre continuó:

–Que te quede claro que te traje por el acostón que tuvimos, no porque crea que vas a hacerme quedar bien, aquí ya todos saben que eres mi puta.

–Te estás pasando –musitó levantando la cara para verlo a los ojos.

–Me importa una mierda tu pudor. ¡Anda, vete! No quiero incomodar a mis amigos con tu presencia, espérame en el coche –ordenó y Gabriela salió sin despedirse. Sentía que el hombre se había extralimitado, pero pensó en el dinero. Se lo había ganado, así que obedeció.

El hombre llegó al estacionamiento unos minutos después. La miró y le habló en voz baja:

–Estamos a punto de terminar... ¡Vamos! Idiota, ¡sube al coche! ¿No entiendes el castellano? –dijo aumentando el tono.

Una vez en el asiento del conductor, el rostro adusto del hombre se transformó en una enorme sonrisa de satisfacción.

–Lo hizo usted muy bien ¿eh? Tome, aquí está su dinero –dijo extendiendo cinco billetes e doscientos pesos hacia ella. Gabriela los tomó y los metió en su bolso.

–¿Puedo preguntar por qué...

–No, no puede preguntar nada... Pero sí le diré algo, y espero no ser impertinente: su belleza resplandece cuando se le humilla. Sus mejillas se ponen rojas y los ojos se le iluminan. Le tiemblan los labios. Sin ánimo de ofenderla gratis, debo decir que cualquiera querría humillarla con tal de ver ese esa mirada.

No sabía si aquello era un halago o una afrenta. Ante la duda, lo primero que hizo fue agradecer el comentario. Si se había equivocado, podría decir que era ironía.

–Gracias... Aunque por un momento pensé que iba a golpearme.

–Eso no. El trato fue humillarla verbalmente en público. Nadie va a llamar a la policía por unos cuantos insultos.

El resto del camino a casa Gabriela guardó silencio, pensaba en lo difícil que había sido pasar por aquello, pero también recordó que no había un trabajo que el primer día resultara sencillo. Luego hizo cuentas. Mil pesos por tres horas de su vida no eran poco. Incluso había sido agradable la reunión, a pesar del final. Aquello bien podría considerarse la representación de un personaje en una obra de teatro, ¿por qué no? Con la ventaja de que, siendo ella tan sensible, los gritos siempre iban a subirle ese color a las mejillas. No recordaba otra cosa que le saliera tan bien como dejarse maltratar y morderse la lengua para no responder a los ataques verbales.

Antes de bajar del coche se volvió para decir algo.

–Puede conservar mi teléfono. Si necesita que trabaje para usted en otra ocasión, llámeme

–Lo haré, linda. Gracias, fue una gran noche –dijo él con cara de haberse quitado un peso de encima.