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Ignacio Padilla

 

 

Los reflejos y la escarcha

 

 

 

 

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Ignacio Padilla, Los reflejos y la escarcha

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-545-3

 

© Ignacio Padilla, 2012

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 178

 

 

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Para Paco y Rodrigo, mis hermanos

 

 

 

 

 

 

 

It was the curse of mankind that these incongruous faggots were thus bound together –that in the agonized womb of consciousness these polar twins should be continuously struggling. How, then, were they dissociated?

R. L. Stevenson, Dr. Jekyll and Mr. Hyde

 

I
Reflejos solos

 

Pesca de rojo y cielo

 

Madre se está muriendo, dijo ella de repente, y su voz resonó diáfana en el aire, desprovista casi de emoción, ajena a la que veinte años atrás usaba para despertarlo a él desde la litera superior y contarle sueños que rara vez tenían que ver con sus padres, no digamos con la muerte. La vi el martes y ya no pudo reconocerme, añadió, ahora en un tono más severo, convencida ya de que el mejor momento para decir que alguien querido va a morir es cuando menos viene al caso, y cuando el otro no se lo espera. O cuando entendemos que nunca habrá un instante propicio para anunciar algo así, o simplemente porque de pronto el otro nos parece inaceptablemente dichoso, demasiado absorto en pensamientos amables que no logramos descifrar, complacido en la imponencia de un ocaso como aquel, tan nítido que a ella se le vino encima de improviso y necesitó decir algo fatal para no asfixiarse.

Pero ¿asfixiarse de qué, si llevaban tres días inmersos en algo muy parecido a la felicidad? Fue eso, se diría ella más tarde. Fue que la dicha y la belleza también ahogan. A esa hora el mar había adquirido una consistencia vaporosa, como si un ser inmaterial cobijase a las olas para descansarlas de las hostilidades del sol. El cielo, replegado sobre su propio atardecer, mostraba una reticencia cósmica a inundar con su fulgor el embarcadero, la playa, los acantilados, la casa. Desde donde se encontraban todavía era posible creer que nada había cambiado desde la última vez que estuvieron allí. Pensar que la casa en la playa aún les pertenecía, que no estaba ya carcomida por el salitre y el tiempo. Desde allí podían no recordar que ahora, a sus espaldas, se alzaban las tapias despostilladas, y que en el cobertizo de la casa dormitaba el viejo pescador que había accedido a recibirlos por unos días a cambio de una cantidad de dinero que a cualquiera habría parecido exorbitante, pero que para ellos era poca cosa a cambio de sentirse a salvo como hacía años, cuando eran niños y nada más parecía importarles.

Horas antes el mismo anciano les había ayudado a recordar las minucias de la pesca. Les había enseñado cómo preparar los aparejos y les había prodigado las advertencias necesarias para que su escapada al embarcadero no resultase un fiasco. Entre otras cosas les advirtió que los peces ya no picaban como antes, aunque con un poco de suerte lograrían un par de buenas piezas que él mismo estaba dispuesto a cocinar si le financiaban un buen trago. Ellos atendieron con paciencia sus indicaciones, pero cuando al fin le preguntaron si creía posible capturar un pez con los colores de la sangre y el cielo, el viejo los miró como quien mira una aparición. Esos peces no existen, no por aquí, sentenció.

Ahora recordaban que la negativa del pescador les había incomodado. No es que pensaran que su palabra en esos mares fuese ley. Fue más bien la sensación de que el escepticismo del anciano les pareció la coda de una progresión de dudas que venían asediándoles desde que llegaron. Ya no podían negar que su vuelta a la playa tenía algo de ilusorio. La posible inexistencia del prodigioso pez de su infancia ponía en entredicho la dimensión de una alegría que recordaban plena. ¿Lo habrían soñado? ¿Se habrían inventado la común memoria de un pez soberbio hallado en compañía de su padre en las lindes de su niñez? De repente todo, el pez, sus padres y hasta su pasado en la playa, comenzó a desquebrajarse con un crujido apenas perceptible pero suficiente para que por una grieta mínima pudiera escucharse ya la floración de esa amargura que, en los días por seguir, los cercaría hasta estamparlos en la incandescencia de lo irrecuperable.

 

* * *

 

La primera noche se desvelaron elucubrando dónde estaría ahora su padre. Recostados en el mismo cuarto donde antes había estado su litera, jugaron a adivinar en qué abismo se habría perdido aquel hombre alguna vez benévolo, o qué lugar último de la memoria lo habría engullido después de su partida intempestiva, una mañana remota que ellos recordaban hoy con un culpable sentimiento de alivio, el mismo que fingieron no sentir aquella vez, cuando su madre, confundida y deshecha, les avisó de que su marido se había ido para siempre. Ese día ninguno de los dos preguntó nada. Escucharon a la madre procurando no mostrar que sabían perfectamente por qué su padre se había marchado. Como sabían también el motivo por el cual, algunos meses antes, el hombre había perdido el entusiasmo por llevarles a la casa de la playa. En aquel lapso su madre no cejó de preguntar las razones para que la familia no volviese al plácido lugar que tanto les había costado adquirir y mantener. Lo preguntaba a todas horas, pero su marido replicaba sólo con afirmaciones vagas y postergaciones mientras evitaba mirar la cara resignada de sus hijos, ahora transformados en dos espigados adolescentes que no sumarían fuerzas con su madre. De común acuerdo se inventaban tareas escolares y distracciones urbanas para no volver a la playa, se sumaban a la reticencia del padre aunque extrañaran de veras la arena menuda, la crecida nocturna de la marea, el naufragio de las tortugas en una rada que tuvieron siempre reservada para ellos y su padre.

Cuando llegaban las tortugas, padre e hijos se levantaban al alba. La madre, declaradamente inepta para andar por esos roquedales del demonio, apenas los sentía desperezarse, desayunar cualquier cosa, salir de puntillas por la puerta trasera. Caminaban primero un buen trecho hasta que la arena terminaba abruptamente en un bastión de rocas que ellos escalaban con la agilidad de exploradores a punto de descubrir un nuevo océano. Bajaban después surcando charcas pobladas de organismos diminutos que el padre les señalaba con su sabiduría de biólogo aficionado. Una a una les explicaba las funciones de aquella fauna insólita, les recitaba sus nombres técnicos, organizaba para sus hijos aquel universo niño mientras ellos tenían la sensación de estar asistiendo al nacimiento del universo, al arranque de una pléyade de organismos de los que su padre era amo y señor. En menos de una hora podían recorrer la historia íntegra del planeta, asistir a la agitación de seres frágiles y tenaces que huían unos de otros, reproduciéndose y devorándose en el desorden aparente de la charca, un desorden que sin embargo anunciaba la concatenación misteriosa y exacta de la vida.

Ya en la rada se encontraban de frente con las tortugas, y al verlas les parecía que habían dado un salto prodigioso de una era geológica a otra. Era como si los organismos de las charcas hubiesen crecido en una fracción de segundo y ahora estuviesen allí, desovando con la lentitud desconcertada del quelonio. Había que ver a aquellos bichos recluidos en caparazones que metros atrás habían sido apenas costras raquíticas. Ante esos castillos palpitantes los niños se sentían más desnudos que nunca. Sólo verlos apretaban la mano del padre, arrobados, un poco temerosos, y se dejaban arrullar de nuevo por la voz paterna que volvía a nombrarlo todo para ellos, esa voz acogedora que al renombrarles el mundo los envolvía en el huevo de una inocencia que prometía durar para siempre.

 

* * *

 

Oyó reverberar en las olas el eco de su voz y giró la cabeza para comparar el rostro impasible de su hermano con el que aparecía en la foto que ella llevaba siempre en el bolso: la frente estrecha, la nariz pequeña y un poco femenina, los labios delgados y la barbilla hundida, similar a la de su padre. Esa tarde, por primera vez, su hermano le pareció otro, como si también eso hubiera cambiado sin aviso. Lo vio distinto y le enervó no poder culparlo por haber heredado de su padre la indómita belleza que ni a ella ni a su madre había tocado en justicia compartir.

Lo que no pudo perdonarle entonces fue que fingiera no haberla escuchado hablar de la inminente extinción de su madre. Le indignó que le advirtiese con su silencio que no estaba listo o dispuesto a permitir que ese atardecer perfecto se contaminase con noticias de su madre senil o con imágenes de suciedad hospitalaria y ancianos babeantes. Lo vio tan necio, tan fingidamente ausente en el punto preciso donde se sumergía el anzuelo, que no resistió la tentación de decirle, más alto esta vez: Di algo, no seas niño. A lo que él, acorralado, se encogió de hombros en señal de que juzgaba innecesaria aquella charla. Sin apartar la vista de la línea de pesca, le dijo al fin que si hablaban espantarían a los peces. Es verdad, replicó ella, y resignó una sonrisa que mezclaba la disculpa y una tristeza bien explicable.

Horas después ella se recriminaría haber mencionado a su madre cuando estaban en el embarcadero. Pero para entonces todo se habría ido al diablo, y los desacuerdos iniciales se habrían acumulado hasta adquirir una dimensión monstruosa. Entendería que los primeros signos del desastre suelen ser así: imperceptibles casi, tan nimios que apenas provocan sonrisas y parece que se olvidan enseguida. Así había ocurrido al principio, aun antes de que el viejo pescador les anunciase que en ese mar no encontrarían peces con los colores de la sangre y el cielo. Algo habían reñido sobre el tipo de carnada que debían usar, otra o la misma de la que habría usado su padre aquella vez de hacía muchos veranos. El pescador había intervenido para proponerles carnadas de plástico que a su entender eran las únicas adecuadas para favorecer una pesca exitosa. Ninguno de los dos estaba seguro de que aquella fuese una buena idea, pero igual accedieron porque ya les ganaba el ansia de terminar la disputa, bajar al embarcadero y revivir la tarde en que vieron surgir de las aguas aquel pez prodigioso que su padre destrabaría cariñosamente del anzuelo. El animal todavía boqueaba cuando lo depositaron en la mesa de la cocina. Al verlo la madre emitió un grito que nunca supieron si era de repugnancia o de admiración. Dijo que jamás había visto algo así, y que más les valía investigar primero si era comestible. El padre accedió a disgusto, pero ellos no tanto, pues en cierto modo ya habían devorado mentalmente aquel animal fabuloso: lo sentían en el cuerpo, lo sabían transformado en una súbita embriaguez, en el imparable desbordamiento de la dicha que ahora añoraban aunque a la postre los hubiese perdido. O tal vez por eso mismo.

 

* * *

 

Al día siguiente de la pesca milagrosa bajaron a desayunar y les extrañó no encontrar a su padre en la casa. Antes de entrar en el dormitorio y ver a su madre dormida, ya habían comenzado a abrigar malos presagios. Recorrieron la casa entera buscando al padre. Por fin se asomaron a la terraza y reconocieron su silueta en el embarcadero. Al verlo de lejos, encorvado y vencido, supieron que algo no iba bien. Muy despacio bajaron y lo llamaron. El padre giró la cabeza al escucharles, sólo un momento, y devolvió la vista al agua. Cuando cruzaron la playa para alcanzar al padre sintieron que los pies se les helaban. Entonces vieron que en el agua flotaba el cadáver del pez color de sangre y que su padre lo observaba con una ensimismada deliberación que no se interrumpió con la llegada de sus hijos.

Nunca más volvieron a la playa. Los meses que siguieron fueron un calvario de evasivas y abatimientos a los que sólo la madre debió añadir la incertidumbre. Cuando el padre se marchó definitivamente, ella acabó de derrumbarse ante los ojos prevenidos de sus hijos. Se le escabulló la vida en cobijar una mezcla de nostalgia y rencor que le encaneció el entendimiento hasta reducirla a un espectro. Sus hijos la cuidaron apenas lo necesario para recluirla en un asilo, y si bien al principio la visitaban, dejaron de hacerlo con regularidad según notaron que se aproximaba el final, o algo muy parecido al final. La abandonaron, pues, en la misma medida en que ella se había ido abandonando a su intermitencia entre el olvido y el recuerdo. La dejaron sin mucha culpa hasta el martes en que la hija decidió ir a verla, justo antes de que volviese con su hermano a la casa de la playa.

Ella misma no sabía por qué había ido a visitar a su madre. Días más tarde, mientras esperaba en el embarcadero una nueva pesca portentosa, pensó que la visita a la anciana había sido una intuición, y una despedida. Hacía varias semanas que no iba al asilo, y de inmediato tuvo claro que su madre no duraría mucho. La vio acabada, desprendida ya. Sólo en un momento su madre pareció reconocerla. Estaban en el jardín, esperando en silencio la conclusión de la visita, cuando la anciana le apretó la mano y le dijo: Su padre los vio esa noche, hija, y no se los perdonó nunca. Luego dejó de apretar. La hija volteó a mirarla para encontrarse sólo con una anciana nuevamente absorta, como quien no ha dicho nada. Fue entonces cuando ella supo que su madre iba a morir. Le dio un beso en la frente y casi corrió fuera del hospital. Se está muriendo, se está muriendo, se repetía sin saber qué debía sentir. Y siguió repitiéndolo hasta la tarde en el embarcadero, cuando su hermano le advirtió que si hablaban espantarían a los peces.

Así estuvieron todavía unos minutos, hasta que se hizo de noche y cambiaron por tristeza la esperanza de atrapar el pez de sangre. Iban a marcharse cuando él sintió el cordel tensarse. Ella gritó de gusto. Por un instante fue como si estuvieran verdaderamente de vuelta y nada pudiera estropear su pesca memorable. Tiraron juntos de la caña. De pronto ella volvió a gritar, pero su grito ahora era distinto: prendida del anzuelo, alzada un metro sobre el agua, una serpiente enorme sangraba por la boca. Su dermis oleaginosa rebotaba en desorden los destellos de la luna. El asco y la sorpresa hicieron que él se limitase a contemplar cómo la serpiente se retorcía en el cordel hasta asfixiarse. Ella lloraba.

 

Síntomas de un mal patibulario

 

Fue él quien instruyó a mi hermano en las artes de matar como Dios manda. En vano busco ahora recordar un solo día de nuestra infancia en que mi padre no subiese hasta la alcoba para explicarle que un verdugo, hijo mío, debe recordar primero que el reo de muerte no es un cerdo sino un hombre culpable. Con el ánimo inflamado e ignorando mi presencia, insistía luego en cuán importante era vigilar que nadie osara nunca llamar víctima a un ahorcado, pues la mera analogía obligaría entonces al verdugo a concebirse como el asesino que no es. Aquellas, afirmaba el viejo hacia el final de sus lecciones, podrían parecer a más de uno indicaciones banales. Pero en esas minucias semánticas, como él solía llamarlas, se jugaba la cordura del verdugo y, con ello, el honor de nuestra estirpe.

Matar era para mi padre lo mismo una obligación que un privilegio. El destino nos había ungido con un don que sólo merecían quienes eran capaces retribuirlo con sangre fría. Quizá por eso el viejo añadía a veces que la parte más difícil del oficio de verdugo está menos en vencer el suelo del cadalso que en saber mantenerse impávido a la hora de observar las aéreas pataletas del ahorcado que desparrama el alma por los genitales. Los demás testigos pueden, si es su gusto, desviar los ojos o apartarse para vaciar la entraña sincopando sus jadeos con los del moribundo. El verdugo, por su parte, está obligado a mantenerse ecuánime en su puesto, aguardando el último suspiro para anunciar al médico del penal que todo está hecho.

Hoy sé que nada envanecía tanto a mi padre como esa última señal, esa rara autoridad para identificar a la muerte como a una amante antigua aunque aún apetecible. No bien llegaba a este punto de sus lecciones, el pecho se le expandía tanto que lo hacía parecer más grande, y no creo mentir si digo que por momentos se mecía al borde de las lágrimas.