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Juan Carlos Méndez Guédez

 

 

Ideogramas

 

 

 

 

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Juan Carlos Méndez Guédez, Ideogramas

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-571-2

 

© Juan Carlos Méndez Guédez, 2012

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 173

 

 

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A Fernando Iwasaki, pana mío

que inventa las risas boliguayas

 

 

 

A Andrés Neuman, que viaja en el siglo y

hace feliz la risa

 

 

 

Al recuerdo de Fortunato Guédez,

mi abuelo que sembraba café

 

 

 

 

 

 

 

El cuerpo

Es la cicatriz de la infancia.

Susana Roth

 

 

 

Escribo porque a veces mi cicatriz no sueña,

y su insomnio me asusta.

Ana Merino

 

 

 

Lo más asombroso es que no duele –dijo el hombre–. Así es como sabes que empieza.

Ernest Hemingway

 

 

 

La vida es triste, y eso le gusta.

Ernesto Pérez Zúñiga

 

Huellas

 

 

Tordo

 

El anciano nunca prestó atención al pájaro. Incluso comentó a su hija que los animales traían enfermedades, que esparcían un olor áspero, como de vegetales descompuestos. Pero el lunes cuando el ave amaneció muerta se apresuró a sacarla de la jaula. La acarició unos segundos y la envolvió con un periódico deportivo que se había traído desde el bar. Luego fue al patio, buscó un lugar cerca de sus tomates y sus petunias: un lugar sombreado, apacible, donde la brisa soplaba como un ronco zumbido; abrió un pequeño agujero y allí la enterró.

Cuando despertó el resto de la familia, el anciano explicó lo sucedido y le dio a su nieto un manotazo cariñoso. Después se marchó al bar. Allí pidió un vino blanco. Exigió que estuviese frío, que no fuese ni muy seco ni muy dulce. Mientras lo saboreaba, recordó la melena rojiza de una mujer que paseaba junto al lago en un verano anterior.

Al acabar su copa el anciano avanzó unos metros hacia una mancha de pinos. Se detuvo junto a un árbol. Lo abrazó. Lloró en silencio un buen rato, restregó su rostro contra el tronco. Sin querer se hizo daño en una ceja; se abrió una herida imperceptible.

Colocó su oreja en la madera preguntándose si en lo más profundo del árbol no permanecería el remoto canto de los cientos de pájaros ausentes que alguna vez pasaron por sus ramas. Le pareció que la madera crujía un poco, como si intentase silbar.

Volvió a casa. En el parque infantil vio a un vecino con el que tropezaba todos los días: un hombre de lisos cabellos. Alzó el brazo para saludarlo y siguió adelante.

Dudó si retroceder al bar para llevarse el periódico con las noticias del fútbol; si tomar una taza de café. Continuó su camino. Acarició la pequeña gota de sangre que mojaba su ceja. Le gustó esa sensación palpitante; ese dolor.

 

 

Vuelta a la patria

 

A mi lado un niño no deja de saltar.

Contemplo mis zapatos. Pienso en la última vez que regresé de vacaciones a casa. La idea era visitar a mis padres; vender el carro, luego traerme el dinero a España.

A la semana comprendí que no sería sencillo; quizás pedía un precio excesivo; quizás lo anunciaba en periódicos que ya nadie leía.

Un lunes desperté temprano. Miré el carro en la calle: lleno de polvo; con esa impresión de ruina inminente. Me pareció distinguir un bulto debajo; una sombra pardusca y quieta. Bajé. Cerca de las ruedas distinguí un perro echado. Pensé en regresar a mi cama. Me gustan los perros. Estaba bien que descansara un rato, que durmiera ¿por qué no? Igual me detuve. El sol: un brochazo cálido sobre el rostro del animal. Volví a acercarme. Los ojos del perro poseían una inmovilidad tersa: la luz se hundía en ellos. Golpeé el suelo con la palma de mi mano. Comprendí lo que sucedía. El hocico abierto, la lengua de un color sulfuroso, una marca pequeña cerca del cuello.

Me quedé en cuclillas. Mis padres bajaron intrigados para saber qué sucedía. Les señalé. Nos quedamos contemplando el perro. Estuvimos mucho rato junto a él: parecía una figura de bronce. La luz entraba en sus pupilas como una aguja de oro.

Miré a mis padres: quise preguntarles qué hacer, cómo hacer, cómo mover ese perro que permanecía debajo de mi carro. Mañana olerá muy mal, murmuré.

El perro siguió mirando el sol, lleno de una inabarcable, de una indestructible dulzura.

 

 

El ojo de la patria

 

... y el señor del parque parece aburrido cuando le hablo y le pregunto y le cuento que mi madre es la señora que fuma y fuma en el banco de madera y él me dice que su madre y su padre están muy lejos muy lejos y yo descubro que habla parecido a Amancio pero luego ya no me habla más porque se mira todo el tiempo sus zapatos y yo sigo jugando y pienso que mi madre está triste porque Amancio no ha vuelto desde la semana pasada y yo también podría estar un poco triste porque Amancio es tranquilo y no fuma y no juega con mi madre porque el amigo anterior de mi madre se llamaba Santiago y entonces el pecho de mi madre se la pasaba como lleno de ojos rojitos marrones amarillos y un día vi cuando madre discutía con Santiago y él la apretó contra la pared y jugando le apagó los cigarrillos en el pecho y yo le pregunté a ella si no dolía y ella que no que no que no dolía tanto que no comentara nada que jamás apareciese cuando Santiago se ponía tontito y jugaba con ella y la lanzaba contra la pared y la aplastaba de broma y que en esos momentos me encerrase me tapase los oídos me fuese lejos promételo enano promételo que te esconderás júramelo y yo sí sí madre aunque en esos tiempos yo no dormía porque sentía que mi madre me estaba mirando siempre siempre porque el pecho lo tenía lleno de ojos hasta que al Santiago lo mataron en una carretera peleando con dos sudacas que son muy malos todos los sudacas menos Amancio y llevan cuchillos todos y se emborrachan y nos quitan el trabajo y viven en árboles hasta que les enseñamos a rezar y ya se bajan a quitarnos el trabajo y a usar sus cuchillos y así no supimos más de Santiago que a mí me olía como a orina sino de Amancio que es tranquilo y sólo se bebe una cerveza y se duerme y nos trae gominolas y prepara unas judías negras sabrosas aunque hace varios días que no vuelve y mi madre no para de fumar y yo pienso que ojalá Amancio vuelva y regrese y vuelva porque Amancio no le pone ojos a mi madre y me gusta dormir si madre no está llena de ojos que nunca dejan de mirar y que nunca duermen como Amancio que descansaba en el sofá que llenaba la casa de silencio que dormía dormía y mamá fuma y fuma mucho como si ya pensase que Amancio no regresa como si estuviese esperando a otro como si ella misma fuese a darle cigarrillos para que otro vuelva a ponerle ojos para que el otro que no ha llegado que no es Amancio no se vaya no se vaya no se vaya...

 

 

La maestra y Margarita

 

Un sueño que a veces se repite: su antigua profesora de historia le ruega que acuda a una calle en el centro. Ella se distrae, se olvida. Luego su profesora la llama por teléfono, le dice que se quedó esperando, que esa misma tarde debía morir y que como ella no acudió a la cita debió posponer su muerte.

Cuando despierta de ese sueño se siente culpable. Hasta para morir se necesita al otro. Luego recuerda a su profesora; una señora guapa, muy conservada, a la que una vez paseando por el barrio encontró con una camisa cortísima bajo la que resplandecía un hermoso ombligo.

La mujer respira hondo y enciende otro Camel. Luego hunde su dedo en su propio ombligo. ¿También será bello? Mira a su hijo que juega en el parque. No recuerda el ombligo de su niño. Cuando lo piensa le aparece el ombligo de su hermana: zorra más que zorra, mil veces zorra, o el de su vecina Ricarda, a quien le encanta la llegada del verano para mostrarse entera.

La mujer piensa luego en los ombligos de sus antiguos amantes. Le parece que jamás se ha detenido a mirarlos, como si tuviese miedo de comprobar que son feos, que se ven como agujeros en paredes derruidas.

Hunde su dedo dentro del ombligo. Suena su móvil y al ver el número no responde. Hunde su dedo. Clava la uña hasta que siente un calambrazo. Piensa en su profesora. Cierra los ojos. No te preocupes. La próxima vez acudiré a nuestra cita.

 

 

Percusiones

 

Mi hermana no volverá a responder mis llamadas. Así es ella. Tan elemental. Permanece siempre en la obviedad de las imágenes. Nunca intenta hurgar más allá de la piel de una situación. Ahora dirá: abrí la puerta de casa, avancé hasta mi cuarto. Ahora dirá: allí vi a mi hermana acostada en la cama, las piernas abiertas, el rostro sudoroso, la mirada perdida en el techo y ahora dirá: Amancio sobre ella, dentro de ella, girando con ella: Amancio, su piel lechosa, sus jadeos de niño chico.

No aceptará nunca mis argumentos. No querrá comprenderlos. Porque lo tuve claro esa tarde; la vecina no dejaba de coquetear con Amancio, no dejaba de mostrarle sus muslos lustrosos, sus caderas sonoras, excesivas, sus brazos morenos. Tarde o temprano él terminaría rendido a los pies de esa leona egoísta. Por eso me sacrifiqué. Era lo correcto. Me lo tiro yo. Luego le digo que no vuelva a intentarlo con nadie más. Así lo calmaré, así lo alejaré del peligro real que es la Ricarda.

Mi hermana regresó antes de tiempo. Fue el fallo. Tardé un rato en mirarla en el quicio de la puerta. La observé unos segundos con complicidad, con ternura. Entiéndeme, lo hago por ti, lo hago por ti. Ahora todo está en orden.

Luego no supe por qué bajé mi mano, por qué oculté una cicatriz que tengo en mi rodilla al sentir que mi hermana se llenaba de ojos para mirarme con odio. Esperé un rato para no interrumpir a Amancio, se veía feliz, se veía pleno. Cuando ya me pareció que se relajaba un poco le susurré: márchate, debo conversar con mi hermana.

Pero ni ese día ni ningún otro ella quiso hablarme.

Nunca responde mis llamadas, como si su móvil estuviese muerto.

Y ahora bebo un té con Amancio, y ambos suspiramos desolados. Nunca hemos vuelto a hacerlo, ni siquiera mencionamos el tema. Nos une el naufragio; la ira de mi hermana, su silencio: y sobre todo su imposibilidad de comprender algo muy sencillo: lo que ves no es lo que sucede sino tan sólo una de sus partes.

 

 

Isla a la deriva

 

Antes de dormir, cada noche, la abuela le hablaba de una isla que a veces llamaba San Borondón y otras Bararida.

Amancio no pensó en esa historia cuando la rama de un árbol cayó sobre su mano.

Después del mareo descubrió una boca rojiza asomando cerca de la muñeca. Llamó a la abuela y ella le llenó de querosén la herida para que no se infectase.

Eso fue todo.

Luego el olvido. La vaga impresión de un accidente cuya señal no aparecía en su piel.

Hasta que muchos años después, cuando se vino a España, conoció a Margarita y ella señaló la pequeña marca. Y él, sorprendido, admitió que nunca más había vuelto a verla, te juro que pensé que lo había soñado, que jamás había tenido esa cicatriz. La marca que aparece, que desaparece, como esa isla de la que hablaba abuela y que se alzaba en medio del mar y luego se borraba.

Porque ahora la marca ha vuelto a desaparecer. Y Amancio le pide a Ricarda, o a la hermana de Margarita, que la miren, que la busquen, pero ninguna de ellas logra captar el más mínimo rastro.

Entonces él vuelve a casa. Busca y busca. Imagina en su piel un mapa, una ruta, y sin abrir los ojos hurga buscando el borde áspero de una isla, su silueta fluctuante, su sombra.

Y contempla su mano durante horas. Y regresa extraviado, exhausto. «Lo imaginé –piensa–, no sucedió nunca», y se quita de los labios un remoto sabor de viento.

 

 

El viejo y la sal

 

Miró su cabellera rojiza en una vidriera. Le gustó.

Dio una vuelta por el barrio. Compró un champú de fresa y una crema humectante. Habló con Amancio por el móvil. Su amigo otra vez estuvo un rato comentándole sobre una mancha que se le extraviaba dentro de la piel. Quedaron en verse más tarde. Le pareció un hombre extraño; en realidad todos los hombres le resultaban cada vez más extraños.

A lo lejos vio al anciano. Dudó si acercarse a saludarlo o fingir que era miope. Le pareció que el hombre arrojaba en la basura una jaula.

Ricarda prefirió ocultarse tras una parada de autobús.

Un par de años atrás se quedó a solas con el anciano en el ascensor. Él le dijo una frase amable. A ella le gustó la aspereza que parecía emanar de su piel. Al quedarse encerrados entre la segunda y la tercera planta ella se asustó un poco, pero el hombre colocó una mano poderosa sobre sus hombros. Dos minutos después ella le abrió la camisa y comenzó a besarlo. Le gustaba esa maraña de cabellos negros, grises, blancos, esa sensación salina, como de playa que brotaba desde sus poros. El anciano quedó feliz, incrédulo. Ella siguió lamiéndolo. Sus manos bajaban hacia el pantalón cuando hundió su nariz en el ombligo del hombre.

Se detuvo.

Una centella.

Una punzada.

Le dio una palmadita en la tripa al anciano y se puso de pie.

Usted perdone, le dijo y se dio la vuelta para no mirarlo a los ojos.

Luego comenzó a pulsar el botón de las urgencias. Suspiró pensando que los bomberos tardaban demasiado en abrir el ascensor.

El ombligo de los viejos huele a azufre, pensó.

 

 

Madrid, 2010

La nieve sobre Madrid

 

A Nicolás Melini

 

Hundió su rostro en la toalla gris que su esposa colocó junto al lavabo. Tardó varios segundos en descubrir que estaba llorando en silencio. Se entregó a esa sensación. Le gustó. Era como bucear en el fondo de un río, como moverse en una quietud de burbujas y lodo. Pensó en un alga; pensó en el movimiento bamboleante de un alga.

Al salir del baño Rubén preparó el desayuno. Comieron todos sin sentarse a la mesa y él se puso una corbata color aceituna. Repitió el nudo cuatro veces. Intentó parecer elegante pero siempre le salió un bulto deforme, una rana aplastada.

Su esposa terminó de vestir a la niña. Luego murmuró que los esperaba en el estacionamiento con el coche en marcha. Rubén siguió peleando con la corbata hasta que la guardó en el armario. Cuando ya iban a bajar sonó el teléfono fijo. Manuela le dijo que había preparado hayacas, que cuando pasase por la tienda le regalaría una. Él se sintió eufórico y se lo comentó a su hija.

Desde la tele, una rugosa voz informó de innumerables atascos que colapsaban la ciudad. Él pensó en la hayaca. Imaginó que mordía aquella masa dorada y que el olor humeante de las hojas de plátano saltaba hasta su rostro. Lástima que debiese compartirla con su esposa. A ella no le gustaban pero él se la ofrecería por educación; ella comería un par de trozos. Luego mirarían hacia el frente; en silencio.

Cuando salieron del edificio la niña soltó una carcajada feliz. Las calles brillaban, centelleantes, con el espesor inesperado de la nieve. Él quedó paralizado mirando caer los copos: pensó que el aire se deslizaba en cámara lenta, que el mundo entero parecía nadar en un mar gelatinoso. Se preguntó si quienes habían crecido conociendo la nieve experimentaban esa sensación de tiempo goteante. Luego pensó en sus tías: Rogelia; Antonia; Estrella. Pensó mucho rato en su tía Estrella. Solía escribirle cartas larguísimas cuando se mudó a España para contarle cada detalle sorprendente que iba encontrando. Luego Estrella envejeció. Quedó ciega. Él se limitó a llamarla unos pocos minutos al final de mes.

La nieve flotó sobre las calles.

Rubén se tapó el rostro para ocultar un bostezo inesperado.

El ojo termina por acostumbrarse a un nuevo lugar, pensó. Ahora nada lograba sorprenderlo. Como si la ciudad se hubiese ido aplanando dentro de él.

Caminó unos pasos. Recordó que a la tía Estrella le gustaban las hayacas. Unas hayacas con garbanzos y papas que él apenas comía porque siempre prefirió las hayacas caraqueñas: más guiso, más tocino y hasta sus dos pequeñas almendras como una sorpresa, aguardando ocultas en algún lugar del relleno.