Juan Carlos Méndez Guédez

 

 

Hasta luego,
míster Salinger

 

 

 

 

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Juan Carlos Méndez Guédez, Hasta luego, míster Salinger

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-569-9

 

© Juan Carlos Méndez Guédez, 2007

© De la fotografía de cubierta, Nicolás Melini, 2007

© De esta portada, maqueta y edición, Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 89

 

 

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A Raquel, Esther y Aura. Una foto que me abriga.

 

A Ernesto, Juan Carlos y Nicolás, panitas burdas, convives, panaderías, compinches; esos hermanos que vamos siendo en esta madrileña familia.

 

A Carmen de Reinoso, quien me enseñó lo abuela que era una ternura de madrina, allá en la calle Maury de un lugar que se llamaba Venezuela.

 

 

 

 

 

 

A la vuelta de la esquina

un ángel invisible espera...

A la vuelta de la esquina te seguirá

[esperando vanamente

ese que no fuiste, ese que murió

de tanto ser tú mismo lo que eres

 

Álvaro Mutis

 

 

 

En cada barco de este puerto

tengo fletado mi equipaje;

aunque me vean aquí mañana

[por los muelles,

estoy a bordo...

 

Eugenio Montejo

El ojo insomne de las peceras

 

Todavía me ponen triste las peceras ¿sabes? Una tristeza como de luz blanca, como de agua detenida, fosforescente, como de burbujas y vidrio. Y yo mirando y mirando, porque la pecera iba creciendo en mis ojos, la pecera cada vez era más grande, cada vez era más burbujas.

Y a veces sueño con un ojo que me observa.

De allí me ha quedado esa necesidad de no mirar. De llegar a las casas y voltear el rostro cuando tropiezo con uno de esos rectángulos de vidrio. Fijarse entonces en las paredes, detallar uno de esos cuadros ingenuos con flores, casas en medio de la montaña, bodegones. Porque todavía me ponen triste las peceras. Aquella pecera. Una pecera en la casa de los vecinos. Una pecera que se iba expandiendo en las pupilas a medida que transcurrían las horas y el reloj repetía sus campanadas. El ruido de la pecera. La bom­bona de oxígeno lanzando pequeños murmullos, llenando de planetas la superficie del agua. Y otra vez el reloj. ¿Las ocho ya? Entonces sonaba en el portal un silbido y los niños de la casa corrían a abrir. La pecera como el ojo inmenso de un gigante. Tú, confuso, pensando en ese ojo, porque Isabel, la mamá de los niños, llegaba hasta la sala ¿este se vuelve a quedar aquí? y luego desaparecía en el cuarto dejando un rastro de perfume, falsas perlas, pendientes de oro.

Hoy no, decías. Hoy no. Hoy no quiero. Pero a las ocho y diez sonaba puntual el teléfono y contestaba la abuela de los vecinos. No se preocupe, aquí está con nosotros. No hay problema. Le daremos la cena, lo acostaremos en el sofá. Sí, no se preocupe, en la tarde estuvo ensayando.

Y venía otra noche con la mirada flotando sobre esa pecera. Tu madre en la oficina. La máquina de escribir repiqueteando horas y yo prefiero estar allí, yo prefiero estar contigo, le rogabas, pero las veces que lo intentaron fue un fracaso. Te aburrías en los escritorios. Jugabas con los clips. Hacías muñequitos con los vasos Dixie. El tiempo pasaba y tu madre continuaba archivando carpetas, escribiendo en la máquina, llenando cuadros minúsculos, hasta que te dor-mías en la alfombra, exhausto. Y salían de madrugada. La autopista desierta y al fondo los cerros llenos de luces. Así hasta que una mañana no entregaste los trabajos que ha-bían pedido en el colegio. Advertiste que habías estado en la oficina con tu madre: Horas extras, expliqué. Necesitamos el dinero. Horas extras, maestra. No me creyeron. Llamaron a mi mamá. Ella les contestó que era cierto. Eso es irregular, contestaron, un niño no puede estar de madrugada en una oficina, un niño tiene que estar en su casa durmiendo, contrate a alguien, dígale al padre. Pero como decirles que tu papá, que tantos años. Y tu madre habló con los vecinos. Les pagaría una cantidad cuando ella tuviese que dormir en el trabajo.

–La abuela dijo que ellos podían cuidarte.

Todavía me ponen triste las peceras. Nunca podía saber si me aguardaba un día normal. Mamá en casa, la telenovela, el aroma de su comida, el olor a madera del piano, o si debería quedarme largo rato contemplando esa pecera de mierda, mirando a la abuela, oyendo los gritos, oyendo los quejidos de Isabel, su voz rugosa como una lija, cochino, límpiate bien la boca cuando comes. Y tú bajando el rostro, pasándote la servilleta por los labios como si estuvieses desprendiendo una mancha, como si estuvieses quitando el moho de una pared.

Porque nunca la olvidas. Y esta mujer que ahora va entrando a la cafetería podría ser su hija. Se parece mucho. Tiene las mismas piernas y un gesto muy coqueto cuando aprieta los labios. Sí. Puede ser su hija.

–Tú decías que te gustaba estar en esa casa. Tú parecías divertirte.

En el día me agradaba estar allí. Los chicos de Isabel: una niña, un niño. La pelota contra la pared, ahora los carritos, ahora la pelota, ahora el castillo, ahora la niña, ojos lindos, rostro lindo. Y la abuela, una señora silenciosa que cocinaba todo el tiempo. Y durante las mañanas la pecera sólo parecía un agua inmóvil en la que nadaban peces tontos. Figuras de colores que se opacaban con el brillo espeso del sol. Pero a medida que avanzaba la tarde aquella pecera comenzaba a crecer, comenzaba a resonar con más fuerza y cuando oscurecía la casa quedaba tomada por esa luz blanca, por esa mirada mortecina de los peces, por esos animales gélidos abriendo la boca, tropezando con los vidrios, contemplándome.

Entonces el silbido. Isabel llegaba de nuevo y te miraba. La abuela seguía cocinando, cantaba canciones en voz baja y alguna vez discutían. Nos viene bien el dinero, la plata no la regalan, el muchacho casi no molesta. Y luego un murmullo apagado. ¿Qué contestaba, Isabel? Sus ojos furiosos. Lávate las manos que vamos a cenar más temprano. Lávatelas bien, con jabón, y quita esa cara que pareces idiota.

–Nunca me contaste nada. Nunca me dijiste que te disgustaba estar allí. No podíamos hacer otra cosa, hijo, tú lo sabes.

Lo sabías. Sabías que los rodeaba una lluvia de facturas. Conocías el rostro de tu madre cada vez que llegaba una nueva factura: la casa, la escuela privada, clases de francés, clases de inglés, giros del piano a crédito, profesora de piano, profesor de pintura, enciclopedia gigante.

Vivíamos en una zona pobre. En unos edificios peque-ños, achatados, de apartamentos minúsculos. Apenas al cruzar la calle comenzaba el barrio con chabolas de cartón, las calles de tierra, los disparos en la madrugada, las aguas malolientes, los hombres con cicatrices en el abdomen.

Vivías en la frontera. Así la llamabas años después. La frontera. La línea. Y tu madre intentaba alejarte de ese otro lado de la calle que estaba allí como una advertencia, como una amenaza. En los mismos edificios se burlaban de ti. El mariquito que estudia francés, el mariquito del piano, el mariquito que no viene a las canchas a jugar baloncesto.

Una vez escapaste. Dejaste de ensayar escalas, te fuiste a la cancha: jubiloso, pleno, sintiendo que te picaba la piel, que te ardían las encías con una felicidad nerviosa. Los muchachos te dejaron jugar con ellos pero a los pocos minutos sentiste un codazo en la nariz. La sangre. El mundo rojo. Tú en el suelo. El hijo de Isabel sonreído con el balón entre sus manos. Alguien intentó ayudarte, pero el resto siguió jugando. La sangre. Volviste al piano. Ensayaste cinco horas seguidas con la nariz inflamada hasta que te tocó ir a casa de los vecinos. La abuela te curó con un hielo, te puso una gasa, pero esa noche Isabel llegó como siempre: perfume, perlas falsas, y tú eres idiota, muchacho, seguro te dejaste pegar. ¿Por qué no te defendiste? A este tanto estudiar lo está poniendo idiota.

–Ella me dijo. Sí. Ella me contó que te habías escapado a la cancha. Fue Isabel.

Me castigaron tres semanas sin ver la televisión. No protesté. Contemplaba la cancha con aire perplejo y seguía con el piano. Una y otra vez. El piano carísimo. El piano que era como una estridencia en ese sitio de la ciudad, un malentendido, un error copando la mitad de aquella casa. El piano que pagaríamos cinco años. Necesitamos las horas extras, profesora. El piano que empezó a aburrirte a los pocos meses, pero tú allí, volcado en las teclas. Para que mamá me observe, el Rubinstein de la zona obrera. Algo que no pudiste decir en ese entonces pero que dices ahora, recordando. Los dedos tercos, los dedos agarrotados, torpes sobre el piano bellísimo.

Y por esos días llegó a casa de los vecinos una niña pequeña. Una gordita. Otra nieta de la señora a la que debían hacer unos exámenes médicos. Isabel se notaba más irritable que nunca. Llegaba a la casa dando gritos. Se encerraba en el baño, salía envuelta en un albornoz, el pelo cubierto con una toalla, y miraba la televisión con gesto serio. La niña caminaba por la casa, quebraba algún adorno, llenaba de baba los muebles. Coño, esta niña debería estar con mi hermana, cada quien tiene que ocuparse de sus propios hijos.

Y estar en esa casa te hacía más torpe, más olvidadizo, más extraviado. Una noche fuiste al baño y luego saliste a toda carrera porque tu mamá te llamaba por el teléfono para avisar que no llegaría tan tarde, que la esperaras despierto, que te había comprado un libro con pinturas de Van Gogh. Colgaste feliz. Volteaste para comentárselo a la abuela de los muchachos. Se escuchó un largo grito. Isabel rugía. Daba alaridos y apareció en la sala señalándote con el dedo. Acercó su rostro feroz y te reclamaba algo. Caminaste tras ella. La pequeña había entrado al baño y con sus manos fue sacando uno a uno tus mojones y los arrojó frente al cuarto de Isabel. Mírame los pies, coño, mírame los pies. Las sandalias llenas de una materia pastosa. Las uñas pintadas, cubiertas de mierda. Baja la poceta, baja la cadena cuando vayas al baño, coño. Y tú balbucías. Nunca te pasaban esas cosas, perdónenme, nunca se me olvida hacerlo. Es la primera vez. Lo juro.

Cuando llegó mi madre, Isabel salió a recibirla y estuvo media hora reclamando. Enséñale modales también. No sirven tantas clases de piano si no sabe bajar una cadena. Y mamá pedía disculpas, se mordía el labio, me observaba con una mirada que iba desde la compasión hasta el reproche. Nos marchamos. Tú habías perdido las ganas de mirar el libro de pinturas pero lo aferrabas con tus dedos, como si contemplando aquellos girasoles pudieses olvidar la ver-güenza. Ya iban a abrir la reja cuando Isabel se asomó y desde el pasillo gritó: por cierto, mujer, deberías arreglarte el pelo, pareces una sirvienta, dale buenos ejemplos al niño. Y tu madre sonrió desolada. Van Gogh hijo de puta. A quién puede gustarle Van Gogh, decías tú, sin hablar, callado, sin hablar.

Pocos días antes de que la niña gordita volviera a su casa me dejaron solo con ella. La abuela y los hijos de Isabel tuvieron que ir a un acto en el colegio. La nena lloraba, abría la boca y soltaba berridos como los de un animal. Estuve un rato tratando de leer. No podía. La niña seguía dando gritos en su cuna. Te acercaste. Le diste un pellizco en la pierna. Le torciste la piel y sentiste que todo el cuerpo te temblaba. Que te calles, coño, que te calles. La niña gritó con más fuerza. Me fui hasta la sala a mirar la pecera. Un ojo enfermo, muy blanco. Peces idiotas subiendo, bajando, subiendo, bajando. Algas verdes que se bamboleaban. Tuve miedo. Lo van a saber. Isabel se pondrá furiosa. Lo van a saber. Luego me sentí culpable. Pensaba en la niña, le debe doler, soy una plasta, y por eso la saqué de la cuna. La cargué, empecé a susurrarle una polonesa. La niña al principio me rechazó, se batía, se agitaba, pero poco a poco se fue quedando dormida en mis brazos. Cuando retornó la abuela con los hijos de Isabel se sorprendió. Que bueno que la calmaste, pobrecita, dijo la señora.

Nunca te descubrieron. Pero sentías que ya no eras el mismo. Estuviste semanas silencioso, estudiando y estudiando piano. Golpeaba las teclas y la profesora te decía que estabas perdiendo técnica, que más bien buscaras un tambor, que no fueses bruto. Y muchas noches quedabas de nuevo frente a la pecera: luz enfermiza, foco en medio de ese apartamento en penumbras donde Isabel veía la telenovela y le daba manotazos a la abuela cuando no la dejaban escuchar.

Tu mamá debería cortarse el pelo bien bonito, te dijo la niña de Isabel una tarde, sus ojos bellos, su cara bella, su boca apretada en un gesto coqueto y dulce. Debería cortarse el pelo bien bonito y no trabajar tanto. Mi mamá se lo corta siempre y se maquilla, y un día nos va a conseguir un papá con un carro muy grande y una casa todavía más grande y saldremos de aquí y yo no te veré más y me vas a hacer falta, comentó y sentí algo que no supe definir, algo que ahora, recordando, puedo reconocer como la ternura, como una mezcla de compasión, de miedo.

Así me dijo. Y debe ser ella. La mujer hermosa que está frente a mí tomando una coca cola es la hija de Isabel. Podría acercarme a saludarla. Es ella.

–Verdad que sí. Se mudaron con un señor. Pero eso fue mucho después del accidente. Se mudaron todos. ¿Y dices que hoy viste a la hija?

Isabel me sorprendió. Lindísima. La veía lindísima, con unos vestidos violetas, ajustados. Qué bonita Isabel cuando se acomodaba en las noches para salir. Yo hasta olvidaba la pecera burbujeando frente a mis ojos. Porque Isabel se desentendía de todos en la casa. Apenas daba gritos para que le trajeran las medias o unos zapatos. Y empezaba a verse bonita. Sin mirarme. Sin tiempo para lanzarle cachetadas a los hijos o insultar a la abuela por servirle la comida fría.