Pablo Andrés Escapa

 

 

Las elipsis del cronista

 

 

 

 

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Pablo Andrés Escapa, Las elipsis del cronista

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-577-4

 

© Pablo Andrés Escapa: 2003, 2010

© De esta cubierta, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 29

 

 

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... Porque habiendo de escribir de las historias menudas y olvidadas, lo seguro y forzoso es poner los pies en las pisadas ajenas, como quien hace mapa de tierra incógnita, que por no mentir en las poblaciones, pinta desiertos y soledades.

 

Bartolomé Leonardo de Argensola

 

 

 

 

 

 

 

A mi padre, que sabía callar

Badabia

 

Tumbados boca arriba, sobre la hierba menuda de Orguina, nos alcanzó el olor de la manzanilla y oímos, remoto, el silbido del tren que atravesaba la hondonada del valle. Al abrir los ojos se descubría el cielo y un águila que ahondaba círculos silenciosos entre las nubes. La voz del juez se desprendía lentamente del suelo.

—¿Tú sabías, Gistredo, que las plumas rémiges de las águilas son la mejor materia que existe para escribir privilegios rodados?

En la soledad de la altura se confundían los zumbidos pasajeros y se rizaba el viento sobre las camisas.

—No tenía ni idea, juez —reconocí sin abrir los ojos—. Siempre oí decir que las mejores eran las de ganso.

El juez habrá ladeado un poco la cabeza antes de seguir hablando.

—Las de ganso solo son buenas para las cartas pueblas.

Cuando cesaban la brisa y las palabras se oía nuestra respiración pausada y el roce de la hierba en las suelas perezosas del calzado.

—¿Y las de faisán? —propuse al cabo de un rato.

El juez no contestó. Hay veces que se toma su tiempo para hablar, como esta mañana temprano, en el jardín, cuando me dijo: «coge eso», y yo le pregunté: «qué es», y él siguió caminando hacia la verja sin contestar. Y así continuamos hasta poner los pies en la braña de Chadín, donde nos alumbró el primer sol. Al coronar La Filguerona —el juez delante con la bota y yo detrás con el fardo que él me dio— volvió la cabeza para preguntarme: «¿qué tal vamos con ese peso?». Y no volvió a decir nada hasta llegar a la serrería de Olaja, casi una hora después.

—Las de faisán —dijo el juez cuando le pareció— el mejor oficio que saben es el de fingir una mosca que les gusta mucho a los ingleses del condado de Hampshire cuando se trata de pescar truchas.

—¿Y usted nunca probó con plumas de esas? —le pregunté.

Oí removerse al juez junto a mí y sin abrir los ojos supe que estaría poniéndose de costado, llevándose la mano a la espalda y tensando la boca antes de hablar.

—Las truchas de aquí son más partidarias de las recetas de Juan de Vergara, que en sus papeles defendía el zarapito y nunca recomendó faisanes. Ese escribía también con pluma, pero de cuervo, como buen clérigo.

En la altura de Orguina congregaba el aire presagios de oto­ño, crepitar de bayas, ecos primitivos de labores y de humo que se elevan en el horizonte. Oí al juez incorporarse. Supuse que tendría la espalda llena de hierbas y de tierra seca. La voz progresaba ahora como si estuviera abandonada al aire, como si descendiera hasta la niebla de la que surgían tibios lamentos de rebaños.

—¿Nunca te paraste a pensar que han pasado más de setecientos años, que sepamos, desde que alguien escribió por vez primera el nombre del valle en un pergamino?

Abrí los ojos un momento. El juez hacía girar una flor de manzanilla entre los dedos.

—La verdad es que no, juez —le respondí después de haberlo pensado un poco.

—A lo mejor ni siquiera era de por aquí —continuó él en una murmuración distante—, ni había visto nunca este territorio cuando escribió el nombre.

Cerré los ojos de nuevo.

—¿Y con qué pluma habrá sido? —me atreví a especular.

Venían las dulzuras del monte a confabularse con el sueño cada vez que nos quedábamos silenciosos. La voz del juez regresó de las edades perdidas con una urgencia inesperada.

—Estoy pensando, Gistredo, que no sé lo que os enseñan ahora a los secretarios.

Abrí los ojos casi con inquietud. El juez estaba sentado y me miraba con la cabeza vuelta. Tenía la espalda llena de hierbas rizadas y de tierra seca.

—Por aquí hasta el barbero sabe de qué era la pluma con la que escribieron por primera vez el nombre del valle —prosiguió.

—Bueno, juez —me disculpé—, yo no soy de aquí.

—Eso es lo malo de los forasteros —dijo él abandonando la flor a la suerte del viento—, que nunca son de donde deben.

A ratos silbaba la brisa en los matojos. El juez miraba hacia el valle, que crecía en regiones de sombra cada vez que una nube enturbiaba el sol. Me incorporé. Me fui incorporando despacio, con presagio de calamidades en la espalda sometida tantas horas al peso del fardel que el juez me dio al salir de casa. «Coge eso», me dijo al amanecer mientras cruzaba el jardín. «Y procura no golpearlo.» Luego no volvió a decir nada hasta que pasamos La Filguerona, y de nuevo al llegar a la antigua serrería de Olaja, una hora después, cuando el juez se sentó junto al reguero a fumar y dijo: «pósalo con cuidado».

El juez me tendió la bota de vino. Bebí, bebimos entornando los ojos, dóciles al deleite del líquido sonoro en las gargantas. El relincho de una yegua se impuso sobre las abejas y las urces despeinadas. El juez se secó los labios con el dorso de la mano.

—De ganso albar —dijo entonces, mirándome con severidad—. Era una carta puebla de cuando legislaba Alfonso el Sabio, una carta puebla copiada con una pluma de ganso albar, como todo el mundo medianamente instruido sabe.

Pude haber alegado algo en defensa de mis conocimientos pero no lo hice. Iba a decirle al juez lo bien que conocía el asunto aquel de la legión romana fundadora, y más acá, lo del prisionero de la torre que tuvo un hijo muy caballero que lo quiso vengar sin éxito y dio la intención para un cantar de gesta que también menciona el valle, o el río, pero no dije nada porque vi al juez ensimismado en la melancolía del horizonte. A nuestros pies prolongaba el praderío su sueño de vapores delicados por el que iban a perderse, fugaces, algunos pájaros.

—Badabia —pronunció el juez—. Así lo escribieron.

Nos miramos un momento. Entonces extendió el brazo y me dijo:

—Fíjate bien en lo que se ve desde aquí arriba porque quiero que dejes memoria.

—¿Yo, juez? —le pregunté sin acabar de entender la demanda.

El juez giró la cabeza para mirarme de arriba abajo.

—Gistredo —terminó—, que yo sepa no subió nadie más con nosotros.

 

 

 

A media mañana crecían los rumores del mundo. Nos envolvieron esquilas invisibles, distraídas por el graznido de al­gún ave temeraria. A lo lejos, progresaban las columnas de nubes, como murallas lentas hacia el sol. En los cadozos profundos del río, que en la distancia era un hilero de luz indescifrable, habría inquietudes de sombras y fulgor de algas adormecidas por la corriente. A veces llegaba, inesperado y difuso, el tumulto de una explosión remota.

—Entonces, recurro a las fuentes —supuse en voz alta.

El juez me miró con preocupación.

—Recurre a las fuentes y a los regatos y a las nubes que pasan cada día por encima de los árboles, si eso te sirve para dejar memoria del valle. Después ya te diré yo lo que sobra.

—Me refería a las fuentes literarias, juez —expliqué—. A lo de don Gil y Carrasco, por ejemplo, que dejó escrito que este es un país triste y riguroso en invierno en el que no cesan por entonces las nieves y las tormentas.

El juez se quedó pensativo un momento. Luego se colocó boca abajo antes de hablar.

—¿Y dónde te enteraste tú de lo que dejó escrito don Gil y Carrasco?

—Lo vine leyendo en el coche de línea cuando me destinaron aquí, en el sesenta y cuatro —evoqué con satisfacción de hombre familiar de letras fugitivas. Y estuve tentado de decirle que también sabía lo del caballo del Cid, que pastaba en el Pazcón, y lo de la doncella del lago, que abandona melodías al ponerse el sol, según dicen, por distraer la nostalgia de los caminantes que van solos.

—Así es que dijo que este país era triste y riguroso —murmuró el juez.

—En invierno —precisé yo.

—Tienes buena memoria tú para los adjetivos, Gistredo. De todas maneras —el juez razonaba pasándose una mano por la mejilla— ese Carrasco venía de terreno muy benigno y esto le pareció más frío de lo que es. Además, si no recuerdo mal, pasó por aquí en verano de modo que habrá escrito de oídas lo de triste y riguroso. Y otra cosa —dijo apuntándome con el dedo sin despegar los codos de la tierra—: no sé yo qué tiene de malo que en invierno nieve, ¿y tú?

—Tampoco.

De las colladas vecinas ascendían silbidos aislados y concierto de pezuñas. Flotaban los roquedales entre música de cencerros. En la hondura del valle se alzaba la niebla y se alargaban los caminos, los caminos remotos que acaban en el mar. Estaría el viento recorriendo las choperas y confundiendo en sus revueltas el polvo y las huellas de los caminantes. A la altura de Orguina llegaba a veces el ladrido de un mastín y una voz aislada que gobernaba, invisible, los rebaños.

—Lo que tú tienes que hacer —se extendía el juez boca arriba, echado sobre la tierra— es dejar memoria de los tránsitos, de los que andan de paso por aquí, de los que se quedan y de los que se marcharon. Porque de los montes y las lindes ya se ocupó alguno desde lo de la carta de poblamiento. Y estuvo bien, aunque solo fuera por retener los nombres. Pero hay un fulano en ese documento que tú nunca leíste, que al parecer hizo la casa en el límite con otro concejo. Y cuando el notario cogió la pluma de ganso para describir el territorio que el rey Alfonso pensaba regular por el fuero de Benavente, que es el que se usó aquí, escribió que el piélago del Moro, con la alberguería de Casternal, partía con Cangas por el norte y que la otra linde iba por el Espino, que era cabo de casa de Pedro Martínez de Degaña. Cabo de casa de Pedro Martínez de Degaña —repitió, ensimismado, el juez—. Y nunca más se supo de él ni de la casa que hacía de frontera. Pero ahí siguen el paso del Moro y el Espino. Y pudiera ser que ese tal Pedro hubiese tenido afición a poner lazos o que pescara medianamente con varal de sauce y crin de caballería en el río de Penouta, o que fuese un hombre de mirada larga que no dejara acercarse a nadie por el lindero sin tramar cómo acecharlo, o que tocase algún instrumento, o que fuera muy callado, pero con buen arte para labrar madreñas con hojas figuradas a los lados, y que tuviese una hija capaz de leer los destinos en la mano si un amador se lo pedía con secreto bajo un roble. El caso es que no lo sabremos porque el notario bastante hizo ya con retener el nombre de estos montes y del río. El notario, que se llamaba también Pedro y se apellidaba García de Toledo, y que a lo mejor escribió al dictado o copió lo que tenía delante como mejor supo y cambió algunos nombres por no entender bien la letra. Y pienso yo, Gistredo —terminó el juez—, si ese notario habrá tenido curiosidad por subir hasta aquí a ver qué aspecto tenía el terreno que estaba acotando sobre el pergamino con la pluma biselada de un ganso albar, que es el instrumento que las ordenanzas prescribían para la escritura de cartas pueblas en tiempos de don Alfonso, según es costumbre ignorar ahora entre los secretarios de ayuntamiento.

El juez volvió a estirarse para alcanzar la bota. Sentados, con el rostro elevado a la luz heridora de las nubes, bebimos cerrando los ojos.

—A mí me parece, juez —se lo dije frotándome la pernera con las manos abiertas—, que sería mejor que todo eso que dice lo escribiera usted mismo.

El juez me miró con paciencia.

—Bastante tendré ya con refrendar lo que tú escribas. Y con decirte de qué tienes que escribir.

—Pero, juez —insistí—, ¿qué memoria voy a dejar del valle si llegué aquí en el sesenta y cuatro y desde entonces no pasó nada digno de contar?

El juez suspiró.

—Eso es lo que os pasa a los cronistas, que no sabéis ver la realidad.

—Es que, juez —protesté—, yo no soy cronista, soy secretario.

Y el juez, arrancando unas briznas de hierba, dijo mirando al frente, como si hablara para los pájaros o el viento.

—Yo no sé de dónde os viene la afición a los escribanos por hacer tantas diferencias en el gremio.

Volvimos a recostarnos sobre la hierba. Con los ojos cerrados, el sol era un pozo diverso de luz. Y en esa deleitable ceguera era una dicha azarosa imaginar cuándo se estaría ensombreciendo el camino viejo de Robledo y la ermita de Pruneda, y cuándo alumbrarían, como plata derramada, los canchales de Urbín.

—Además, Gistredo —llegaba tranquila la voz del juez—, no quiero que cuentes grandes cosas. Ni sucesos. Para eso ya tenemos a los periodistas, que de toda la raza de escribanos son los que menos cuenta traen de lo que pasa en realidad. Tú limítate a escribir de lo menudo, para que no nos pase la de aquel.

—La de quién —le pregunté al juez.

—¿La de quién va a ser? La de aquel Pedro de Degaña que en mil doscientos y pico tenía una casa que partía con el Espino y no se supo más.

Suspiré antes de volver a echar un trago de la bota.

—¿Y por quién empiezo? —le pregunté. El juez esperó un poco antes de responder.

—De momento —dijo— empieza por el terreno. Luego ya se irá poblando.

Nos quedamos otro rato en silencio y recostados. Y empecé a pensar en el terreno, a pensar en el terreno por primera vez desde que en el sesenta y cuatro lo viera a través de la ventanilla del coche de línea, como lo ve un viajero de paso al que rehuyen los picachos y las brañas, los vericuetos del monte y las colladas, del que se esconden las venturas del río cuando se adormece en verano y las sendas terrosas que descubren un puente de madera oculto entre los sauces. Y pensé que eso es lo que el juez quería que yo viera, los senderos detenidos y el río inmóvil, como si yo no hubiera sido nunca un forastero que solo ve pasar el agua. Y volví a pensar en el terreno, ahora como podría pensar en el terreno el juez, que lo heredó de su abuelo y de su padre, como si yo saliera de la escuela, recogida entre los chopos, camino de casa, y mis pasos repetidos se hubieran ya quedado entre los demás rumores de la tierra, entre las ruinas que va el tiempo levantando hasta confundirlas con otras voces que pasaron y con otros pasos que dejaron su sombra en el camino. Y por fin, en aquel silencio que nos envolvía, pensé en las memorias perdidas que saben hermanar los campanarios con el cielo cuando se han visto muchas veces, camino del río, o al ladear la cabeza para beber en la fuente de la plaza, o al seguir el vuelo breve de un pájaro. Y casi me quedaba dormido en la imaginación de las cigüeñas altas y de los hombres encorvados por la labor; casi dormido en el recuento de los sagrados nombres de los segadores. A mi lado, la respiración del juez era tan honda que abrí los ojos por ver si dormía.

Fue entonces cuando lo vi. A la luz blanca del mediodía vi a aquel hombre apoyado en el peñasco vecino, el pantalón muy alto en la cintura, las botas casi ocultas por la tela replegada, la cayada pendiente del hombro, los ojos como un agua soñadora, que parece a punto de alejarse. Aquella figura, erigida por el silencio de los pasos que lo trajeron a nuestro lado, saludó levantando la cabeza. Y cuando yo iba a despertar al juez, el juez dijo sin abrir los ojos:

—¿Eres tú, Eladio?

Y Eladio contestó:

—Sí señor. A ver quién, aquí arriba.

Y avanzó unos pasos hasta ponerse junto al juez, que se levantaba sacudiéndose la ropa y le tendía la mano. Después fue cuando el juez se volvió para decirme que Eladio hacía la caldereta como nadie.

 

 

 

Bebimos de la bota por turno: Eladio, el juez y yo. Llegaba la mañana a su final y el cielo amparaba los ambiciosos pulsos del sol y de las nubes. Eladio hablaba despacio. En su voz se desgranaban las cañadas laboriosas del sur, las fatigas del cordel, las virtudes secretas de las plantas. En la voz de Eladio había rincones para contener el inicio de una copla por la que se alejan pastores nombrando montes que quedan a su espalda. Cuando callaba, el silencio parecía abandonarse al eco de una campana perdida. Y de pronto, en la voz de Eladio, surgían barruntos de tormenta para la media tarde.

El juez recorrió el cielo con los ojos asintiendo y ofreció de fumar.

—Le decía hace un rato aquí al secretario —dijo sin mirarnos a ninguno, echando humo azul al viento— que no estaría de más que describiera todo esto.

Eladio miró hacia el valle con sus ojos húmedos.

—Y estoy pensando ahora —prosiguió el juez— que a lo mejor nos conviene esperar por la nube.

Me removí inquieto. Iba a alegar algo contra la idea de recibir la lluvia a la intemperie cuando el juez me miró.

—Con la luz que se pondrá antes de llover bien puedes dejar una primera página gloriosa, Gistredo.

Eladio sacudió la boina en la rodilla. Luego dijo:

—Si le da por tronar, aquí arriba no se para.

Había en la concisión de Eladio rigores de profecía —o eso temí yo—, presagios que parecían asumir los vientos que enturbiaban de nieblas los riscos, como gigantes abrumados por el anuncio de la tempestad. El juez se levantó mirando el horizonte para decir que teníamos tiempo todavía. De pie frente a nosotros se quedó observando el fardo que yo había subido hasta Orguina.

—¿Tú qué dices que hay en el saco, Gistredo? —preguntó.

Estudié el bulto antes de responder.

—Eso quise saber yo esta mañana, juez —le dije.

—Pues prueba ahora —insistió él—. Lo que es tiempo, no dirás que te faltó para pensarlo mientras subíamos.

Volví a mirar aquel bulto envuelto en arpillera y calculé lo que pesaba.

—No sé, juez. Supongo que será la merienda.

El juez asintió echando humo. Asintió echando humo y conteniendo la sonrisa. Luego miró a Eladio, que estaba sentado junto a mí.

—¿Y tú qué dices que hay? —le preguntó.

Eladio estiró un brazo para alcanzar la cayada y sin levantarse la pasó sobre mí para tantear el saco con un extremo.

—Yo diría —dijo recuperando la postura y volviendo los ojos hacia el juez— que es una máquina de escribir. Y de las buenas.

El juez se puso en cuclillas y miró el fardo. Luego me miró a mí, con sorna.

—¿Lo ves, Gistredo? La gente de este valle siempre supo ver las cosas. Aquí todos podrían ser cronistas.

Así es que me quedé mirando un momento al juez, antes de volver los ojos hacia la hondonada. Él se incorporó nuevamente y siguió fumando. Al cabo de un rato de no hablar ninguno, abrí el saco. Con las dos manos saqué la máquina, que era la Underwood dorada y negra que guarda el juez en su despacho. Traía puesta una cuartilla. La cayada de Eladio señaló una bandada de patos que iba a perderse por el horizonte. Miré la máquina y volví a mirar el valle, con su provisión de calveros y de escarpaduras, de choperas que retuerce el río y de remotos tejados de pizarra. La brisa hacía ondear la cuartilla blanca, como un pabellón generoso, propicio para recibir el mundo. Dio el juez un rodeo por mi espalda y fue a sentarse junto a Eladio. En la soledad de Orguina, el pálpito de las teclas era un extraño latido que iba revelando nombres y sonidos, descifrando sombras y presagios que se descolgaban ladera abajo.

Sentados en aquella altura no sé si los tres hombres veíamos lo mismo. Pero pensé, mirando la imponente escarpadura de Urbín, envuelta ya entre nubes, que habría sido hermoso tomar una pluma de ganso o del ave que mejor quisieran las ordenanzas, y dar nombre a los montes y a los ríos por vez primera; o darle la razón al viajero romántico, que lo vio todo antes que nosotros y escribir, acaso con pluma de ave del paraíso, aquello de que «a pesar de la nieve y las tormentas, que no cesan en el invierno, las praderas de esmeralda que verdeguean en las llanuras, la simetría de los montes cenicientos y los leves vapores que levanta de la hierba el último sol del verano, le dan a Badabia un aspecto vago y melancólico», como el que traen los pastores en los ojos cuando bajan de las brañas a los caminos en otoño.

Llené una cara de la cuartilla. El juez extrajo el papel de la máquina y lo guardó doblado en el bolsillo del pantalón. Antes de echarnos a andar me pidió que le diera el fardo. Poniéndoselo al hombro, dijo:

—Ahora que le quitaste las primeras palabras se llevará mejor.

Descendimos un trecho en silencio. En el cielo las nubes iban serenando el fulgor de los barrancos.

—Juez —le pregunté después de un rato, cuando tuvimos a la vista la majada—, ¿cómo supo Eladio lo que había en el saco?

Eladio se había detenido y nos miraba, unos metros más abajo. El juez se descolgó el saco antes de hablar.

—Bueno —dijo tanteando la camisa en busca de tabaco—, por lo menos sabía que no era la merienda porque nos la tiene él preparada, ¿verdad, Eladio?

—Verdad, señor juez.

Y volvimos a formar una fila, una fila de tres hombres en silencio que descendía a primera hora de la tarde hacia el valle azulado de Badabia.

 

Una lumbre sobre el mar

 

Al principio, según lo cuentan en el valle, se afirmó entre los otros náufragos la inquietud de que aquel desconocido tuviera trato con los elementos porque no había temblado cuando barullaba la tormenta en las velas; y que más creció el estupor al verlo burlarse de las tribulaciones trepando al palo de mesana. Desde aquella altura frágil le hacía encomiendas a la tempestad y sujetaba al viento con recados y saludos para los de tierra adentro. En la paz de las arenas que los recibieron después de la zozobra, estuvo él sentado frente a los demás y la hoguera le sembraba de resplandores el rostro hermoso.

—«Cuéntanos, pues la noche quiere por fin sernos propicia, cómo te prendió esta inquietud —le dijo entonces uno de los navegantes, que jugaba a distraer del fuego pálidas llamitas sobre el extremo de una vara.

—»Sí, y háblanos de tu tierra, de tus parientes, dinos tu nombre para que podamos llamarte como siempre te llamaron —le dijo otro, ofreciéndole una botella de licor dorado...»

 

 

 

En las tabernas de los puertos se confabulan al atardecer los murmullos y la penumbra. Las palabras asedian mesas y rincones con su rumor de espumas, como una marea de voces y de humo que sube y baja por las paredes y acaba desmayada en un ángulo donde un hombre, fatigado de luchar contra la sal, se adormila. Y predicaban esas voces, que al atardecer parecen un sueño, que el desconocido usaba sombrero de paja en alta mar y que tenía ojos que sabían ver en la distancia. También decían que nadie interrumpió sus palabras junto al fuego de una playa, que fueron parecidas a estas, según es fama que las trajo al valle de Badabia un tal Liñán, mercader de sal y de fanales en los remotos otoños, cuando la sal y los fanales aún se mercaban por virtud de arriería:

 

 

 

Hasta que una mañana de febrero, llegábamos oscilantes sobre el carro. El señor Bautista nos esperaba con los brazos apoyados en el muro de piedra que cercaba la huerta. Desde tan modesta fortaleza preguntaba: «¿cuándo va a llevarte tu tío a que veas el mar?».

Yo esperaba a que mi tío contestase, pero él seguía silencioso guiando a la yegua roja entre los frutales hasta detenerse en el rincón despejado del pozo. Desde allí miraba al señor Bautista y luego al cielo. Y antes de bajarse del pescante para esparcir el abono que traíamos en la carreta, decía: «a ver si cambia el aire».

Después venían otras mañanas de escarcha y meses de lluvias y tardes crecientes; triunfaban luego zumbidos en el aire y hogueras nocturnas. Y, al fin, se asentaban los calores y maduraba la fruta. Entonces, en aquellos días de cerezas y tumulto entre la hierba, se renovaba la dicha ignorada del mar. Ocurría así: detenían los hombres la labor para beber, y al levantar los ojos, aventuraban esplendores remotos, cielo adelante. Cada cual, según su costumbre, imaginaba. Los que segaban en la ribera extendían el brazo hacia la curva del río y pronunciaban su nombre; decían que seguir su senda umbrosa era el modo más seguro de ganar ese horizonte libre de semillas donde el cielo y el agua se abrazan sin estorbos, como antiguos hermanos. En la invención del mar, los segadores de las laderas altas descuidaban el río en favor de las querencias misteriosas del aire. Cuando recuperaban un momento su estatura de la servidumbre de la hierba, extendían la mirada en busca de los temblores del viento en el campo no segado. Muchas veces el rumor del mar ausente era el silbido viajero que volaba de los labios de un segador para celebrar en la distancia el descanso compartido con otro, que respondía al saludo con la mano levantada; y también era el mar la canción de los sauces en la distancia, agitados junto al agua quieta de la tablada. Desde su media altura en la ladera sabían algunos segadores encontrarse con sus sueños de agua ancha secundando aquellos vuelos por un horizonte complicado de cigüeñas y de nubes blancas, como velas favorables.

Entre los que segaban en lo alto estaba mi tío Ricardo. A mi tío la nostalgia del mar se le revelaba mejor que a ningún otro hombre en el valle y en esa ensoñación no era precisa la fatiga de la siega, que es el calendario más propicio para que los hombres renueven otros confines, libres de sacrificios conocidos. Bastaban modestos signos en el aire o los imprevistos sonidos del mundo para traerle el mar. El primer desvarío del humo sobre los tejados otoñales le hacía detenerse camino de la cuadra. Sin posar el cubo de la leche asentía mirando hacia las chimeneas abrumadas por las nubes. Desde la ventana de la cocina yo podía ver que le crecía el pecho al respirar con más hondura antes de recuperar el paso. Y ese humo sobre las pizarras y ese peso inmenso del cielo los días entoldados, eran el mar. Una vez que me llevaba a la grupa de la yegua roja camino de la braña, bastó el grito de un cuervo para que él señalara su vuelo. Y aunque no hubo palabras, yo noté que la mano de mi tío apretaba la mía sobre las riendas de la yegua y entendí que aquel gesto era como el de las demás ilusiones que le sorprendían en mitad de los trabajos y de los días. La mano de mi tío sobre mi mano era como decir que gritaba el cuervo porque había mar y quería compartir con nosotros aquella inmensa certeza.

En los mediodías ciegos de la hierba los hombres buscaban el alivio del agua y yo la repartía. Llegaba en la yegua roja, que corría a solazarse en la frescura del río cuando la desmontaba. Con las manos inundadas en la orilla asentía tercamente, hociqueando la superficie del agua antes de beber. Los hombres esperaban sudorosos y bebían por turno de una jarra de cristal que, al elevarse o al pasar de mano, sabía fingir un sol apresurado en su interior. El segundo hombre que bebía en la ladera, después de don Justo Cabrios, el maestro, era el señor Bautista. Cuando llegaba a su altura el agua, el señor Bautista se pasaba un pañuelo por los labios antes de beber y al acabar extraía una pipa del bolsillo trasero del pantalón, la sacudía en la pernera, se la llevaba a la boca sin encender, y allí la dejaba, como en un abandono soñador, el tiempo que duraba el reparto del agua. Yo esperaba a que me devolviese la jarra antes de preguntarle, señalando al horizonte:

—¿De dónde vienen aquellas?