Miguel Ángel Muñoz

 

 

Quédate donde estás

 

 

 

 

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Miguel Ángel Muñoz, Quédate donde estás

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub 978-84-8393-552-1:

 

© Miguel Ángel Muñoz, 2009

© De la fotografía de cubierta: Rawaa Bakhsh, 2009

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 119

 

 

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Quiero ser Salinger

 

Así, como lo oyen, escritor pero Salinger. Nacer en cualquier sitio, Almería por ejemplo, conservar de mi época como objetor un retrato que legar al futuro –lo reconozco: quedan mucho mejor esas fotos de servicio militar, rostros jóvenes y desafiantes, cabezas rapadas–. O sea, escritor pero Salinger, decía, ser capaz de escribir una obra maestra, pongamos por caso un título cualquiera, Amores impecables, ese u otro, pero obra maestra, cuidado, romper al primer intento el centro de la diana, y luego diluirme en un par de libros añadidos y retirarme no a una granja, en África o Connecticut, pero sí a un cortijo en la sierra de María, a lo lejos, que quede claro, lejos de urbanizaciones para ingleses ricos decoradas con campos de golf, vivir dentro de la espesura y acogido por un silencio invencible, o mejor, se me ocurre otro lugar, recluirme en una casa de peones camineros, a la sombra de la ventolera levantada por una central eólica cercana. Lugares así, que nadie conozca, y de vez en cuando bajar a Almería y pasear por el centro con mi gorra de béisbol y mis tenis Paredes, sucios y desgastados, y agredir a algún periodista avezado que quiera captar mi imagen. Gestos así, pero Salinger, es decir, insociable e inhumano, pero maestro; esparcir hijos secretos por este mundo trágico, fomentar un carácter indócil, recibir con insultos una biografía entrometida de alguno de esos hijos a los que no quiero ver ni en mis frecuentes pesadillas, se me ocurren mil cosas, amenazar con el crimen a quien me siga, recibir los cheques de mi editor a través de doce apóstoles interpuestos que no saben a quién sirven de correos. Escaramuzas, estrategias, existen infinitas formas de esconderse. Perpetuarme como una leyenda y dejarme barba de profeta y no reemplazar los dientes caídos. Disfrutar con las puestas de sol y reafirmarme en que el mundo, esté yo en él o no, no tiene solución. Reírme a carcajada limpia cuando a finales de año hablen en la radio de los favoritos para el premio Nobel y nunca me mencionen, como si fuese no un fantasma, sino un muerto. Estar aquí pero formar parte del sueño. Ya saben, ser escritor, pero Salinger. Y entonces, cuando yo decida, morirme.

Ropa de verano

 

 

 

Para Andrés Neuman, que escuchó

la voz de la escritora difunta.

 

 

 

Abro las puertas del armario empotrado, y me parece que descorro el telón de un gran teatro.

El vestidor no solucionó, cariño, nuestros problemas de espacio. Nos prometimos tener toda la ropa ordenada y no poner cosas por medio, que la casa mostrara en todo momento una limpieza resplandeciente, el orden metódico que debe ser, y aquí me tienes, la cama sepultada por trajes abiertos y vestidos desabotonados que parecen delicados espantapájaros, y cajas y departamentos de plástico transparente llenos de ropa por todo el suelo. Estoy sentada en el escabel, plisando pensativa la tela de los bañadores de los niños.

Toda nuestra intimidad, amor, desplegada alrededor de mí, y me da la sensación de que está esperando, sin urgencia, a que yo tome una decisión.

Pienso en todas estas cosas.

Pienso en nuestra común obsesión por la organización, que nos unió en su tiempo más que ahora. El reconocimiento del enfermizo interés que los dos sentimos, amor, por los cubiertos bien clasificados en su cajón y los objetos apresados en sus lapiceros, estrechó el lazo del sentimiento. La confesión de aquella neurosis compartida duplicó nuestra confianza, reforzó nuestra ternura. Me excitó imaginar un mundo repartido contigo, amor, en el que nuestra casa fuese para los dos como un pulido tablero de ajedrez por el que todas sus piezas, auténtico marfil de elefante, podrían desplazarse con elegancia sin rayar jamás el suelo. Nuestro mundo se construiría a la medida del encuadre de una de esas imágenes que miro en las revistas durante horas: casas sin habitantes con libros enormes y pesados, abiertos sobre las mesas, y cortinas que parecen jamás descorridas, y jabón sin utilizar en el lavabo, casas que son fotografiadas con sumo cuidado por fotógrafos que se descalzan y contienen el aliento, para no perturbar aquella atmósfera.

Qué alegría, amor, lo digo de verdad, completamente en serio, que tú tuvieses un empleo tan bueno en la constructora, que nuestros ingresos fueran tan altos, y me quedase todo el tiempo del mundo para emplearlo en casa, consultando las revistas y encontrando la decoración perfecta para nuestro hogar. Me dijo el chico de los almacenes que decoración y decorado derivan de la misma palabra, y que hay que disponer una casa con parecido afán al que prepara un plató para rodar una romántica película de fuertes colores pastel, de esas que nos obligan en el cine, mi vida, a esperar a que acaben las letras del final para recomponer el maquillaje de tanta lágrima, y poder salir sonrientes junto a la fila de los que entran a ver la película, todavía sin pena en sus ojos.

Agradezco tu brillante idea de comprar ese televisor extraplano, que es como un cine casero, colgado de la pared del salón, sin necesidad de apoyarlo en ninguna mesita baja, que luego ya sabes, amor, porque te lo he contado muchas veces, que cría unos filos de polvo con los que no es cosa de pelear, porque la batalla está siempre perdida. Allí arriba, en la pared, a mitad de camino entre el cielo y la tierra, la televisión es como un cuadro, un adorno lleno de vida, y contribuye con perfección a crear un ambiente de moderna funcionalidad. Qué alegría también, amor, que personas con la misma mentalidad que nosotros lleguen a los departamentos de diseño de las empresas, auténticamente dispuestos a mejorar nuestra vida, a hacerla más fácil. Eso me permite ahora llorar a gusto, a solas, contigo lejos, mientras veo una película en nuestro salón, sin necesidad de esconder las lágrimas ni de tener que entrar a ponerme de nuevo colorete y lápiz de labios en esos aseos de los cines, que siempre huelen, de verdad, amor, no sabes hasta qué punto, a ambientador rancio de la más baja calidad.

Porque la verdadera esencia del matrimonio está en los años. No en el tiempo, sino en los años, en los meses que pasan, trayendo prosperidad y cosas que compramos con ella, y que al acumularse en las estancias de las casas requieren de nosotros un mayor compromiso, una entrega consecuente a ese patrimonio que no es otro que la cifra de la entrega, del amor. Los armarios son los mensajeros del amor. Si tenemos cajones donde ocultar las cosas verdaderamente importantes de una pareja, ya no precisamos del rubor adolescente del tiempo de novios, cuando no disponíamos de ninguna protección que no fueran los brazos de tu pareja, y cualquier frase íntima podía avergonzarnos. Tú sabes, amor, que mi expresión puede resultar ahora fría, pero todo está, como entonces, dispuesto para ti, separado en los compartimentos precisos, para que el día que vuelvas te muevas por ellos con soltura. Una pareja sin cajones es un proyecto sin futuro.

De esos sitios escondidos surgen las sorpresas. Ayer David quiso asustarme. Durante una hora lo busqué en vano por toda la casa. Miré por las ventanas de cada habitación, atravesé el jardín, me asomé tras cada árbol, crucé atemorizada toda la urbanización que tu empresa construyó –cada vez estoy más convencida de que reservaste para la familia la mejor vivienda–, y seguí el camino hasta la playa, que estaba tranquila, muy tranquila, ya de verano, amor. Algo desesperada, terminé por tumbarme en la cama, vencida por la broma, en esta cama llena ahora con los espantapájaros que antes eran nuestros trajes elegantes, y que se han quedado pequeños o feos. Alejandro llegó del colegio. El pobre se asustó al encontrarme viva en la casa que, tan en silencio, parecía muerta. Pero él me dio la respuesta. Los juegos compartidos entre ellos, y nunca con los padres, mantenían a oscuras y protegidos sus secretos fraternales. Alejandro, riéndose de mis miedos, corrió la puerta del armario empotrado, y entre ropas excesivas, en el centro de aquel desorden oculto que parecía preparar una rebelión para hacerse con la casa al completo, encontramos a David, cubierto con una de mis faldas, estampada con flores del trópico, y con los ojos cerrados, agotado por su propia broma, que como todas las bromas, cuando duran demasiado en el tiempo se vuelven tedio, y sueño.

No sé si también había cierto ánimo de burla en la sorprendente caja que he encontrado hace un rato entre toda esa ropa vieja y usada, y también ropa de verano que ya había que poner en circulación, que sacar a la vida, aunque sólo fuera por este año, porque ya sabes que detesto repetir colores o modelos. Repetir ropa es el modo más sencillo de aferrarse fiel a un pasado que nunca debería ser más próspero que el presente de la ropa nueva y de temporada.

Hoy me levanté de la cama segura de la tarea a la que dedicaría el día. La broma de David me había dado la idea. Apenas desayunaron, los niños se fueron a correr por la playa. Querían celebrar el primer baño del verano. Te enorgullecería, amor, comprobar la responsabilidad con que Alejandro me prometía que cuidaría de su hermano. Y el pequeño David, para hacerme entender que era merecedor de la confianza de un adulto, se agachó y sin dejar de mirarme de reojo quiso demostrarme que al fin había aprendido a atarse los zapatos. El moño era imperfecto, pero moño. Los besé a los dos y los dejé ir. Me tomé un café bien cargado y uno de esos sobres para el dolor de garganta que descubrí gracias a ti. Con el calor, siempre vienen mis primeros resfriados. No me regañes, que puedo imaginar tu cara. Me vuelvo cada noche en la inmensa cama solitaria, y protejo todo lo que puedo la cabeza para que la boca no se quede abierta. Pero no soy capaz de evitarlo. El aire nocturno me reseca la garganta, y comienzan los dolores. Y los picores. Este año han vuelto los mosquitos. Con la tarde casi acabada, las marcas de sus picaduras no han desaparecido todavía. Los niños, después de comer, han bajado otra vez a la playa. Quieren celebrar el segundo baño del verano. Alejandro me ha prometido que cuidará de extender sobre la piel de su hermano la crema protectora. Yo me he venido arriba para seguir con la ropa de verano.

Como te decía, David me dio la idea de ordenar todas las ropas. Esta mañana me acerqué hasta el vestidor, y no supe qué ponerme. La luz de la mañana se filtraba acariciadora a través de los bloques de cristal azul mediterráneo que con tan buen criterio, a sugerencia tuya, encajamos en la pared. Mi piel desnuda también apreciaba la calidez de esa luz suave. Pero, agitada por la tos y el dolor de garganta, me sentía algo deprimida. Repasé el vestidor, y la mayoría de aquella ropa me resultaba extraña, como si fuera de otra persona. Se había transformado, con el segundo día de calor veraniego, en el recuerdo agobiante y anticuado de un invierno que no podremos evitar recordar con desaliento. El invierno de nuestra forzada separación. Me hice fuerte y me dispuse a cambiarlo todo, a expurgar los armarios, a sacar la ropa que todavía sirviera y a hacer con el resto paquetes compactos que mandaré a la caridad.

¿Te figuras, cielo, cruzarnos por la calle con mendigos vestidos con nuestra ropa, disfrutando los colores que elegimos para ella porque combinaban con nosotros a la perfección?

Quizás sea mejor echarla al bidón del patio y prenderle fuego.

Elegí finalmente una camiseta gris, con bordes negros en las mangas, que deja ver el ombligo, y un pantalón de lino color beige. Me sentía cómoda, y atractiva para ti. Conozco tus gustos. Te habría gustado verme.

Dejé libre el vestidor, tiré al suelo toda la ropa vieja. Fui al dormitorio y descorrí el telón del teatro. Abrí las puertas del armario empotrado, y eso me pareció, ya te lo dije antes.

Tras dejar a un lado los bañadores de los niños, he abierto ahora de nuevo la sorprendente caja. Cuando la encontré, hace un rato, escondida tras una montaña de viejos juguetes arrumbados, me ha asaltado la inquietud que produce en alguien de temperamento metódico y ordenado, como es mi caso, y también el tuyo, descubrir un elemento nuevo, que desconocía, y que transmite, desde el lugar donde ha permanecido largo tiempo oculto, una sensación de orden subvertido.

Durante los meses negros mencionaste varias veces, lo recuerdo bien, «los papeles», de los que tanto se habló durante el juicio. Varias veces te pregunté por ellos, y me aseguraste con una sonrisa de circunstancia que te habías desprendido de todos. «Ya están deshechos en agua», afirmaste. Debería haber recelado de esa frase. En los últimos tiempos tu palabra no era tan de fiar. Ocurrió cuando yo aludí repetidamente al arreglo de la casa, a la necesidad que teníamos de desprendernos de los trastos viejos, y aseguraste con una convicción burlesca que ibas a hacer con ellos una gran fogata en el jardín. «Cuando los niños comiencen el colegio», pero lo cierto es que las cosas terminaron por amontonarse en el fondo de los cajones y del gran armario empotrado. Del orden metódico habías pasado a la apariencia sin método. Fue culpa mía permitir esa cultura del escondrijo y la acumulación. Tenía que haber advertido que cuando me prometías haber destruido todos los «papeles» comprometedores, los recibos y documentos internos de la constructora, las pólizas y las fotocopias de los cheques a tu nombre con cantidades exageradas que compartías con tu jefe, podías estar faltando a tu palabra de hombre disciplinado al que ese comportamiento metódico había permitido triunfar tanto en la familia como en los negocios, hasta el momento fatídico del juicio y la posterior caída y la prisión. Pero tuviste que dejar que algunos papeles sobrevivieran, para que tuviera la oportunidad de verlos, para que mi ciega inocencia con respecto a los otros, los que se presentaron en el juicio y nunca vi, y en los que no creí jamás, quedase corrompida. Cuando se habló de esos papeles en los periódicos, en esos días en que borraron el nombre de mi marido, el que yo siempre gemía a la hora del amor, y te bautizaron de nuevo con las palabras «soborno», «tráfico de influencias», «connivencia con el fraude», «comisiones ilegales», me limité a replicar, escueta: «Los periodistas sólo dicen la verdad cuando callan».

Ahora, después de revisar esos papeles cuyo contenido no entiendo, y en esa oscuridad está su peligro, esos papeles atados con bramante y forzados hasta el fondo de la caja de zapatos, como hacen los niños con impericia cuando obligan la pieza del rompecabezas en el lugar equivocado, después de este rato de pena, amor mío, no podré volver a afirmar con convicción que no sabía nada.

No me duele tanto por mí como por nuestros hijos. No podré defender a su padre con la misma seguridad, y poco a poco se filtrarán en sus conciencias los comentarios oídos por ahí, los chismes a los que es tan aficionada esta urbanización que tu empresa construyó robándole espacio a la playa.

Ya que llevo un rato pensando, voy a hacerme también una pregunta: ¿Habrías quemado esos papeles si hubieses cumplido tu promesa de hacer un fuego con todas las cosas viejas? Prefiero no pensar que has esperado a estar ausente para entregarme, de un modo misterioso y paranormal que no soy capaz de explicar, este secreto punzante.

Durante una hora tus secretos, hasta tu imagen, han desaparecido de mi mente. Sonó el timbre. No he tenido tiempo de cerrar los cajones, de recoger las ropas. El vestidor seguía vacío, el perchero metálico que lo cruza temblaba con los brillos de la tarde. He cerrado la puerta del dormitorio para que el desorden no quedase a la vista, aunque sabía que fuese quien fuese la visita, yo no permitiría que subiera al lugar del caos. No he tardado en alarmarme, conforme bajaba las escaleras, con la idea de que no se tratara de una visita sino del anuncio de un percance, de Alejandro llorando como el niño que todavía es, con su hermano pequeño perdido, o quemado por el sol, o ahogado por el segundo baño del verano. Al cruzar el salón mis pies han resbalado un poco en el suelo encerado. Me he fijado en la chimenea: apagada hasta el invierno próximo, pero no inútil, sino ahora decorativa, elegante.

El autor del timbrazo exigente, con un repique de contundencia, ha sido el vecino, padre del otro David, el mejor amigo de nuestro David. Hace unas semanas que pasa por aquí con excusas peregrinas. Se lleva a nuestro hijo de excursión, protege del viento los tallos frágiles del jardín, me acerca bizcochos cocinados por su esposa. Se comporta con naturalidad: el que ambos tengamos el mismo hijo, es decir, dos hijos con el mismo nombre, parece respaldarlo ante los posibles celos de su mujer. Sé que a ella no le importa toda esta cabalgata de afectos vecinales: es su eficaz modo de compadecerme.

No les ha ocurrido nada a nuestro David ni a Alejandro. El vecino simplemente quería que este domingo fuéramos a la barbacoa que han organizado en su jardín. La primera barbacoa del verano. «Los niños lo pasarán bien, vendrán sus amigos comunes del colegio.» Le he preguntado por los padres de los amigos del colegio. Nuestro vecino me ha mirado fijamente a los ojos y me ha prometido que me sentiría su invitada especial. Uno de sus párpados ha comenzado a vibrar nerviosamente. Ha mirado de reojo mis hombros desnudos, el borde de la camiseta que yo me había puesto pensando en ti, aunque no pudieras verla. Su mirada no ha sido lasciva, sino de una delicadeza excepcional, como si le hubiese avergonzado oír el soniquete seductor de sus palabras y se hubiese encontrado, al apartar ruborizado la mirada, con la sorprendente recompensa de un hombro desnudo de mujer.

Los papeles han vuelto a mi cabeza, cruzando el pensamiento con el mismo pesado rodar de los títulos de crédito finales de las películas, cuando aprovecho para secarme las lágrimas si la cosa es de llorar. Pero tras ellos, aunque parecía que la filmación iba a terminar, han llegado los otros papeles, los de las cartas que habían quedado a oscuras durante todo el tiempo, doblemente escondidas, bajo las pólizas y las fotocopias de los cheques. Las encontré también en la sorprendente caja, atadas con un fino lazo negro. Ahora lo confieso en mis pensamientos porque sé que estos pensamientos no son cartas. Lo bueno de pensar y no hablar, o no escribir, cosas parecidas, es que te ahorras decir cosas que pueden herir al otro. Ahora lo confieso porque el timbrazo de nuestro vecino, la visita de nuestro vecino ha sido como esa oportuna llamada del reloj que nos saca de la pesadilla. Sin dudarlo un instante, cuando la imagen de los papeles y las cartas enviadas por un nombre de mujer desconocido para mí, y que no era yo –que nunca te he escrito más de dos cartas de compromiso– volvieron a mi cabeza, con el vecino delante de mí, invitándome a salir, dispuesto a integrarme de nuevo de su mano en la sociedad que nos había rechazado con tu entrada en la cárcel, he sentido la necesidad de un pensamiento libre, que no se refiriera a ti. He aceptado su invitación, y he respondido con otra galante sugerencia: una copa, o una oportuna visita cuando él pueda y no tenga nada que hacer en casa, con su familia.

Se ha alejado con una sonrisa, como la de los días de paga en la época del colegio y los embustes.

 

El día ha sido largo. Los niños se han acostado. Tengo unos minutos para pensar. En el borde de la cama, he mirado la foto en la que nos abrazamos cariñosos en la góndola veneciana. Llevas el pelo largo en esa imagen. Tu aspecto es bello y provocativo. Muchas noches he mirado esa foto antes de cerrar los ojos. Hoy también. Por qué no.

Las ropas están recogidas. He metido muchas cosas en cajas. Mañana decidiré qué haré con ellas. Y con los papeles y las cartas, no temas, amor, dejaré que se consuman en la chimenea. Aunque ya sea día de verano, encenderé la chimenea lo justo para quemarlos. No creo que nunca hablemos de ellos. Aunque me quedará siempre la duda: ¿habrías quemado las cartas de haber estado en casa al empezar las vacaciones de los niños, sabiendo que era el momento de revolver los armarios?

Por la ventana abierta se cuela un delgado sonido de olas sin fuerza, como cansadas de tanto día. Yo también me noto agotada.

Ahora que estoy en la cama, apenas cubierta por la sábana, miro el armario empotrado, que he dejado abierto. Recuerdo el día en que vino el carpintero a instalarlo. Se movía por nuestro dormitorio con eficacia y profesionalidad, como si la intimidad de los demás no fuese para él sino tablas de marquetería. Eso me ofendió al principio, pero cuando comprobé su trabajo me sentí admirada, y contenta. Aquel hombre viejo, con las gafas al borde de la nariz y la espalda encorvada, que no hablaba apenas, parecía haber reflejado en las medidas, en los compartimentos del armario, todas nuestras necesidades, como si supiera cada cosa que iba a albergar o ya conociera nuestras pertenencias. Nos parecía que nunca se llenaría al completo.

Hoy, al menos he aliviado algo su carga. Cierto orden ha vuelto a la casa, que ahora está en silencio. Por un momento he imaginado tu celda. Quisiera poder verla a solas, cuando tú hayas salido de allí, para imaginar cómo han sido tus movimientos en ella durante tu estancia. Sé que nunca se me dará tal oportunidad, y por eso jugueteo con esa perversa fantasía. Decorar tu celda como si fuese un cuarto de estar, imaginar las posibilidades de ese espacio, tan sencillo de ordenar, con pocos elementos. Un estilo minimal. Acabo como empecé. Divagando sobre el orden. Es un tema que me ayuda a coger el sueño.

Antes de apagar la luz, voy hasta el armario. Al cerrar sus puertas me siento como la princesa que clausura su castillo para los intrusos. El teatro echa el telón. Ahora sí que ha llegado por fin la temporada de verano.

Las dos hermanas

 

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