Cubierta

Hans-Georg Gadamer

MIS AÑOS DE APRENDIZAJE

 

 

Traducción de

Rafael Fernández de Maruri Duque

Herder

Portada

Diseño de la cubierta: Claudio Bado y Mónica Bazán

Traductor: Rafael Fernández de Maruri Duque

Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

 

© 1977, Vittorio Klostermann GmbH, Francfort del Meno

© 1996, Empresa Editorial Herder, S.A., Barcelona

© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona

 

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3090-9

 

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Ficha del libro

Hans-Georg Gadamer (Breslau, 1900-2002) fue un testigo excepcional del paso de la filosofía académica decimonónica a la filosofía propiamente contemporánea representada principalmente por Martin Heidegger, cuyo estilo de pensamiento representó una auténtica sacudida para los estudiantes de los años veinte, y aún hoy conserva su vigor e influencia. Después de la guerra, Gadamer, rector de la Universidad de Leipzig, trató de reorganizar la vida universitaria en convivencia con el espíritu del socialismo de signo soviético. La convivencia fue imposible y Gadamer se trasladó a Frankfurt. Finalmente encontró en Heidelberg su cátedra definitiva, desde la cual, durante un cuarto de siglo contribuyó al pensamiento contemporáneo con la aportación de su hermenéutica filosófica.

Otros títulos de interés:

Rafael Ferber

Conceptos fundamentales de la filosofía

Jean Hyppolite

Lógica y existencia

Hans Jonas

El principio de responsabilidad (ebook)

Karl Löwith

Karl Löwith era un hombre de idiosincrasia inconfundible. Tenía el aire de una profunda tristeza de existir y, a la vez, conservaba la más noble serenidad frente a lo extraño, lo chocante de la existencia que se nos impone. Parecía habitado por una inconcebible impasibilidad. En la uniformidad de su voz, que en casi ninguna ocasión se elevaba hasta la suave insistencia de la del profesor, esa impasibilidad adquiría presencia viva. Incluso cuando hablaba desde la tarima del catedrático, no dejaba de conversar consigo mismo en un diálogo que apuntaba a lo infinito. Con todo, cuantos le conocieron, sabían también de aquel súbito alzarse de su mirada y de esos ojos que delataban su acuerdo, que unían a todos.

Karl Löwith

Asentada en esa impasibilidad yacía una distancia que le era congénita, un sentimiento para la distancia y una conciencia constante de la distancia. La conservaba siempre, distancia con respecto a sí mismo, distancia de los amigos, de los hombres, del mundo. Era su ethos: un aceptar desilusionado las cosas tal y como son, un reconocer la naturalidad de lo natural, aunque también, un mantenerse insistente en aquello que le era próximo. A ello se corresponde su vida. ¿Qué era para él una patria? Ahí estaban sus años de juventud en Munich, el tiempo en que fue prisionero de guerra en el castillo de Génova, los años de estudio en Friburgo y Marburgo, Florencia o Roma, o los posteriores años de docencia en Japón y, finalmente, sus últimos veinte años en Heidelberg. La historia de su vida, que le impusiera algunas amarguras y sinsabores, no fue capaz de rozar aquella última imperturbabilidad que le era propia. Cuando lo veo delante mío en el recuerdo, cuando me imagino su actitud, sus reacciones, su silencio, siempre percibo en él algo intemporal, egipcio. Ni joven, ni viejo, enemigo de todo lo extremo, y con todo irremediablemente excluido de la naturalidad de toda convención, así era como se expresaba su carácter inconfundible. Estaba especialmente determinado por su inmersión juvenil en el carácter latino, que él, después de haber escapado milagrosamente a la muerte, reconociera en los soldados italianos que le custodiaban, y en los que percibió una actitud ante la vida que se ajustaba hondamente a la suya: abandonarse al momento, encontrar natural lo natural, aceptar lo inevitable. Así, Nietzsche y el amor fati eran para él la expresión más natural de sus sentimientos y pensamientos ante el mundo. Amaba la falta de ceremoniosidad, y la defendía. Y sin embargo, su manera de ser suave, recogida en sí misma, tenía una extraordinaria discreción, tanto frente a sí como frente a los demás, que nunca abandonaba tratándose de filosofía. La extravagancia en la especulación le irritaba hasta ponerle furioso, y sin embargo siempre le atrajo averiguar, por así decir, el secreto de lo que se escondía allí detrás. Como transmisor reflexivo de las grandes creaciones del pensamiento tenía un don asombroso para descubrir en medio de lo más áspero de la argumentación lo individual y anecdótico en que salían a la superficie las huellas de lo humano. De ahí que su relación con Nietzsche, su relación con Heidegger, incluso su relación con Hegel, tenían siempre algo de una ambivalencia cargada de tensión. Sabía desentrañar los movimientos más sencillos, naturales y comprensibles de nuestro ser hombres incluso allí donde uno pretendía hablar en nombre del espíritu del mundo, permaneciendo siempre distanciado. En realidad, ambas cosas le eran igual de comprensibles e inalcanzables: la temeridad radical del pensamiento, como se le hizo presente en Nietzsche o Heidegger, y la solidez y escéptica reserva del hijo de patricios nacido en Basilea que era Jacob Burckhardt. Su mirada impasible y ecuánime medía las posibilidades más extremas como variantes diminutas que la naturaleza ha concedido a los hombres.

Los últimos años de su vida se dedicó plenamente al estudio de Paul Valéry, cuyo escepticismo mediterráneo, racionalidad luminosa y natural paganismo le rozaron con el tacto de lo emparentado. Cuando su mano abandonó el último volumen de los Cahiers, ese incansable autorreflexionar y levantar registro de sí mismo a que se entregara Valéry, su vida tocó también a su fin, como si le hubieran puesto un punto.

Realicemos ahora el intento de exponer la vía seguida por su pensamiento desde la perspectiva de un compañero en el camino. Nadie ha expresado tan claramente como lo hiciera Löwith ya en su primer libro que las perspectivas tengan un valor, es más, que las perspectivas no sólo sean vías de conocimiento, sino que constituyan una parte de nuestra auténtica existencia. Este libro, intitulado El individuo en el papel del prójimo perseguía dentro de la magnífica escuela que Heidegger supuso para todos nosotros su propio y principal interés: contemplar al hombre como un individuo, tanto frente a las universalidades esenciales del pensamiento filosófico, como frente a los roles sociales desempeñados por el sujeto. Si quisiéramos resumir en una fórmula breve lo que Löwith trataba por entonces de introducir en la polémica filosófica, hablaríamos de una clarificación de lo que el tú en su radical singularidad y aislamiento significa para el ser hombre. En la situación en que entonces nos encontrábamos, en último término determinada por la crítica de Heidegger a la metafísica occidental, y en especial a la metafísica de los griegos, se trataba de la aplicación específica de una oposición general que también Heidegger había hecho perceptible. La crítica a la afirmación de que el ser humano sea fundamentalmente logos, y de que la esencia de las cosas se encuentre en su eidos, encontraba aquí aplicación al concepto de persona nacido en la tradición romana y que representa en la filosofía más reciente uno de los problemas filosófico-morales más acuciantes. Cuando Löwith percibió, frente al concepto general de persona, la «tuidad», el carácter de tú poseído por el hombre, cuando, de la mano de Pirandello, mostró que el papel que el individuo desempeña en sus relaciones con unos y otros conforma su sí mismo más propio, en cierto sentido estaba sometiendo un aspecto parcial de la tradición idealista de la filosofía a la misma crítica radical que ya había encontrado anteriormente su expresión teológica en hombres como Kierkegaard, Buber, Ebner, Barth, Gogarten y Bultmann. Creo, por ende, que es posible caracterizar muy bien en los posteriores pasos dados por Löwith como joven docente la dirección seguida por su entero devenir espiritual. A partir de este primer punto de partida de una crítica al idealismo Löwith prosiguió apelando a los testigos de esta crítica. Es característico que el primero de sus trabajos posteriores a su ascenso a cátedra se ocupa de la crítica feuerbachiana a Hegel. Otros mojones que jalonaron esta vía fueron sus ensayos sobre Kierkegaard y Nietzsche, los grandes adversarios de la especulación idealista.

También muy pronto hizo su aparición un segundo componente que impulsó la crítica al idealismo en otra dirección, pareciéndome, si se me permite hablar de nuevo como alguien que acompañó a Löwith en su camino, que su incorporación a la institución universitaria, por cuestionable que sea esta última, no fue indiferente en relación con el hecho de que Löwith comenzara en medida creciente a situar los condicionamientos sociales del individuo en proximidad a los condicionamientos personales e intersubjetivos. En ese sentido, fue especialmente el brillante tratado sobre Karl Marx y Max Weber el que situó al lado de la consideración del individuo la cuestión social. En este trabajo, Löwith contrapone dos perspectivas. Por un lado, intenta alumbrar el ideario weberiano desde el punto de vista de Marx, por otro, de ejecutar la misma operación, pero a la inversa. Después enfrentó a Marx y Kierkegaard, a Burckhardt y Nietzsche, a Goethe y Hegel, confrontaciones en las que va produciéndose algo parecido a una transformación en método del conocimiento ganado en la fundamentación del primero de dichos trabajos. La perspectividad —ésta era ya la idea original obtenida en aquel primer intento— es a la vez mostración del ser verdadero. Justamente no era así, como Löwith pareció creer en un primer momento, que la perspectividad de nuestra existencia imposibilite procurarnos una inteligencia del verdadero ser del individuo con abstracción de sus relaciones con los otros. Bien al contrario, el individuo es el todo de las perspectivas. La inteligencia de esta ontología «pirandelliana» permitió a Löwith legitimar sus estudios comparativos de la historia del espíritu.

El método perspectivista no es aplicado arbitrariamente. Cada perspectiva resalta uno de los hilos que componen la urdimbre del ser, urdimbre por lo demás bien real y existente. Con todo, me parece —si se me permite seguir interpretando lo que he visto originarse y madurar con mis propios ojos— que el método perspectivista que Löwith aplica a la historia del espíritu desemboca paulatina y, a medida que es ejecutado, tanto más claramente en una cierta consolidación de determinadas posiciones y puntos de partida a partir de los que cosas diferentes ya sólo se muestran desde esa perspectiva, una suerte de equilibramiento de la balanza en que se pondera el peso de la verdad. Contrapuestos Kierkegaard y Nietzsche, confrontados incluso Karl Marx y Max Weber, lo relativo de ambas posiciones sólo permitiría apreciar su relatividad. Sin embargo, cuando Jacob Burckhardt y Friedrich Nietzsche son observados en perspectiva, está claro que en Burckhardt se revela a Löwith una superior verdad humana. De la misma manera, cualquiera puede apreciar que la posición que Goethe ocupa en relación con Hegel se encuentra también más próxima, es decir, parece a Löwith más verdadera, que su opuesta. Ello acaba teniendo validez para la verdad en el mismo Nietzsche, punto donde probablemente yo aprecie la evolución más notable a que aboca el pensamiento de Löwith: en efecto, con todas las reservas que manifiesta a propósito de su filosofía, Nietzsche termina siendo para él una suerte de punto fijo de apoyo, de testimonio contra lo que denomina historicismo. Pues al parecer era intención de Löwith mostrar que la resuelta radicalización del pensamiento ético pone al descubierto los límites del historicismo.

Cuando nos fijamos en ese equilibrar la balanza entre fenómenos espirituales coordinados entre sí, tal y como Löwith intentara en otros muchos casos, experimentaremos la necesidad de preguntarnos: ¿De acuerdo con qué criterios concede Löwith preferencia a unas perspectivas sobre otras? Pero para ello tendríamos primero que saber: ¿Desde qué lugar es fructífera esta modalidad de consideración? ¿Qué es aquí lo común, cuál es el sistema métrico con el que se ejecutan aquí las mediciones? Creo que bien puede decirse que es fundamentalmente el escepticismo, ese motivo tradicional a la meditación filosófica desde la antigüedad, lo que tienen en común aquellos testigos principales que Löwith gustara de citar, y que dicho escepticismo conformaba igualmente su principal y particular interés. Ciertamente, sin embargo, ese escepticismo recibe un sentido preciso de aquello contra lo que se dirige y en lo que se ejercita. En mi intento por seguir una perspectiva propia sobre Löwith, quisiera bautizar su escepticismo como un escepticismo contra la escuela.

Por «escuela» entendemos los filósofos la forma gremial de la ciencia académica desde Schopenhauer, a la que desde la antigüedad tardía antecediera la modalidad tradicional de formación filosófica escolar. Permítanme describirles la primera aparición de Löwith en la escena académica alemana. Al respecto, recuerdo aún perfectamente la primera vez que me encontré con él. Corría el año 1920, y nuestro encuentro tuvo lugar en la galería de la Universidad de Múnich. Yo no sospechaba en absoluto quién era él, mas mi primera, aunque aún poco definida, impresión fue que el principal interés de Löwith, su verdadera vocación, merced a la cual se produjo su acercamiento al revolucionario radical que por entonces era aún Heidegger, era precisamente la crítica a la escuela, la crítica a la filosofía académica, la crítica a la enseñanza que nos proporcionaba el maestro de la investigación fenomenológica especializada, es decir, Husserl. La crítica a la escuela constituye un motivo muy antiguo. Sigue desde hace siglos a la escuela con la fidelidad de una sombra. Era el alimento de los moralistas franceses, aunque también se manifestara —y con buenos motivos— en el siglo xix, cuando los profesores se hicieron dueños de la situación, limitándose a partir de ese momento a repetir y renovar sin elevarse jamás a la conciencia de su época.

Durante nuestra juventud, el escepticismo de Löwith respecto a la escuela encontró legitimación por vez primera dentro de la misma filosofía académica, en el concepto de lo existencial, particularmente encarnado en la aparición de Heidegger. A la postre, sin embargo, también la filosofía heideggeriana sería víctima del escepticismo de Löwith. Los desarrollos que a ojos de Löwith fue adoptando el pensamiento heideggeriano a partir de El ser y el tiempo, constituían para él la más absoluta contradicción de la proclama existencial que sus primeras reflexiones permitían augurar. No me es posible aquí entrar a analizar pormenorizadamente por qué Heidegger se internara en sendas tan alejadas de los propósitos que animaban a Löwith a la crítica radical de la escuela. Me parece de interés y significativo con respecto al pensamiento de Löwith, sin embargo, que éste se formara en el corazón de esas tensiones.

Una segunda característica del escepticismo löwithiano es, a mi juicio, la conformada por su desconfianza con respecto a toda dogmática, y sobre todo con respecto a la teología filosófica y la filosofía especulativa de la historia. Todas las interpretaciones especulativas de la historia le causaban la impresión de no ser otra cosa que la pervivencia ilegítima y solapada de la Historia de la Salvación. Punto en el que el pensamiento escéptico de Löwith se interna en una vía muy próxima a uno de los motivos centrales de la teología protestante.

Finalmente, su escepticismo con respecto a la historia como tal. Éste es el motivo que desde siempre resultó atractivo para él en la insatisfacción de Goethe con respecto a la historia, en la repulsión que Burckhardt experimentara en relación con el poder, y en las consideraciones intempestivas nietzscheanas. Expresándolo de manera positiva, el motivo de la naturaleza y de la naturalidad se asocia aquí al motivo escéptico.

El concepto de naturaleza parece haber sido especialmente diseñado para la función sistemática que adopta en el pensamiento de Löwith. En general, el público alemán no se apercibe de que la palabra que designa el más natural de todos nuestros conceptos pertenece a otra familia lingüística. «Naturaleza» no es una palabra germánica, debiendo preguntarnos qué es lo que sin embargo presta a este vocablo tan grande poderío semántico como para que en los días de Rousseau y Hölderlin pudiera ya «despertar haciendo resonar sus armas». No es mi intención referirme aquí a la historia de la palabra, pero sí destacar que el vocablo sólo queda fijado conceptualmente y adquiere relevancia filosófica tanto en griego como en alemán en el momento en que la naturaleza procede a contemplarse como lo opuesto a lo humano, como lo opuesto, por ejemplo, al arte, o como lo opuesto al sobrenaturalismo de la ortodoxia eclesiástica, o lo que es lo mismo, cuando ya no mienta la pura natura rerum, la «naturaleza de algo». Subyace una profunda, objetiva, verdad al hecho de que el escéptico invoque, recurra, a la naturaleza. El escepticismo se dirige en última instancia contra las vaporosas creaciones del espíritu que filosofa. Así, contra la disolución especulativa de todo lo sólido y vigoroso, Löwith busca hacer valer la naturaleza como lo constante de la realidad, el granito que todo lo sostiene.

En el tema de la naturaleza y de la naturalidad toma la palabra el motivo más antiguo de la metafísica occidental, el motivo de la physis, sin duda en forma polémica, es decir, en la forma de una polémica apuntada tanto contra el carácter abstracto de la filosofía como contra el espíritu del pensamiento técnico de la modernidad. De hecho, el interés filosófico fundamental de Löwith llegó a ser el reconquistar como cuestión filosófica el horizonte de problemas de un mundo unitario. Sirvieron a ese fin tanto una serie de tratados consagrados a la crítica de la existencia histórica (1960), y a la crítica de la tradición cristiana (1966), como algunas contribuciones a la labor de la Academia de Ciencias de Heidelberg.

De este modo, la vía del escepticismo hizo de él el abogado de las más antiguas verdades de la metafísica occidental. A mi juicio, en el arco trazado por su pensamiento encontramos la prueba de una de las auténticas funciones filosóficas del escepticismo: demostrar aquello que ningún escepticismo puede derribar porque resiste como verdad superior.

Índice

Infancia en Breslau

Recuerdos de Marburgo

Años de estudio

Años de nadie

Años de docencia

Paul Natorp

Max Scheler

La impresión demoníaca

Aversión a las construcciones abstractas

El diálogo continúa

Oskar Schürer

Max Kommerell

Leipzig

Miedos

Ilusiones

Interludio frankfurtiano

Karl Reinhardt

Hans Lipps

Heidelberg

Karl Jaspers

Martin Heidegger

Gerhard Krüger

Karl Löwith

Notas

1. Al respecto, cf. la obra fundamental de Hermann Cohen: Das Prinzip der Infinitesimalmethode und seine Geschichte (1883).

2. Con carácter introductorio véase la Psychologie nach kritischer Methode (1888); segunda edición completamente revisada bajo el título: Allgemeine Psychologie nach kritischer Methode (1912).

3. Cf. Paul Natorp, Philosophie. Ihr Problem und ihre Probleme (1911), pág. 157 s.

4. Cf. Paul Natorp, Hermann Cohens philosophische Leistung (1918), p. 33.

5. Cf. Paul Natorp, Bruno Bauchs «Immanuel Kant» und die Fortbildung des Systems des Kritischen Idealismus, en Kantstudien 22, 1918, págs. 426-459.

6. En ello fue precedido por Hegel. La dialéctica hegeliana del «mundo invertido» (Fenomenología del espíritu, pág. 97 ss., F.C.E., México 1966) piensa el «mundo suprasensible» del entendimiento como «un tranquilo reino de leyes»; la «imagen constante del fenómeno inconstante», es decir, el eidos platónico, es la ley. Aquí yace la raíz de la imagen neokantiana de Platón.

* El autor usa alternativamente las palabras Drang, que remite al élan vital de Bergson y que equivale a «impulso vital», y Trieb, una palabra usual ya en la filosofia kantiana y, sobre todo en la terminología de Freud, que en las traducciones modernas se ha traducido por «pulsión». Pese a ser un poco artificiosa, esta palabra es necesaria para evitar la confusión con el concepto de «instinto», que no es lo mismo que Trieb. (n.d.e.)

7. Gerhard Krüger nació el 30 de enero de 1902 en Berlín, recibiendo formación en el instituto Friedenau. Tras comenzar estudios en Tubinga, dio fin a éstos en Marburgo, donde ascendió a cátedra no titular. Después de 1933 hizo las veces de sustituto durante un semestre en Gotinga y Frankfurt/Main. Por último, alcanzó el grado de profesor numerario de filosofía en la Universidad de Frankfurt. Sus actividades como profesor habían desplegado todo su brillo con anterioridad siendo profesor no titular en Marburgo desde 1929, luego como profesor de filosofía en Múnich en el período 1940-1946, y por fin en Tubinga entre 1946-1952.

 

 

 

 

La editorial agradece la disposición de las fotos a: Sra. Erika Kommerell, Hinterzarten; Sr. Hans Saner (administrador de los sucesores de Karl Jaspers, Basilea) y a la Sra. Dr. Ingeborg Schnack (editora alma mater philippina, Marburgo).

Infancia en Breslau

Un niño nacido a principios de este siglo, que vuelve a sus recuerdos más de setenta y cinco años después, un hijo de profesor, profesor a su vez más tarde, ¿qué podría contar? ¿Lo que fue? ¿Pero qué en particular? Sin duda, no sólo aquello que despide un pasajero resplandor entre los más tempranos recuerdos de su infancia: la roja redondez de un queso Edam, la rueda de viento girando frente a la ventana en la calle Afföller de Marburgo, el servicio de bomberos que arrastrado por pesados garañones pasa atronando el puente Schuh en Breslau; lo íntimo y fútil de las reminiscencias tempranas burlan toda posibilidad de su comunicación. Más les interesan a los hombres actuales los primeros recuerdos en que se han inscrito los progresos de la civilización técnica: la transición de la luz de gas a la eléctrica, los primeros automóviles —qué sacudidas, semejantes a un temblor de tierra—, o más tarde, durante la Primera Guerra Mundial, aquel paseo con mi tío en un vehículo del ejército, un breve trayecto incluso a cien kilómetros por hora, ¡sensacional! El primer cine, el primer teléfono en casa y su impresionante manivela giratoria —núm. 7756—. ¿Por qué será que uno sigue acordándose de esas cosas? Mi primera bicicleta —todavía podían verse a menudo adultos andando en bicicletas de tres ruedas—, el primer Zeppelin sobre Breslau, la noticia del hundimiento del Titanic, que, por lo que pude pescar en las sobremesas de mis padres, me tuvo bastante más preocupado que la guerra de los Balcanes, «cuando allá abajo, en las profundidades de Turquía, los pueblos se hacían pedazos entre sí». Finalmente, el estallido de la Primera Guerra Mundial, mi inflamado celo juvenil y la seriedad, para mí tan extraña, de mi padre. Una escena en la mesa me causó profunda impresión. Al explicarnos mi padre que las víctimas mortales del hundimiento del Titanic eran tantas como los habitantes de un pueblo grande, rechacé esa comparación despreciativamente diciendo: «Bah, sólo un par de pueblerinos.» Luego tuve que disculparme con la muchacha de servicio, que como es natural procedía del campo, una lección que nunca olvidé.

También los vientos de la tradición nacional-militar prusiana soplaron sobre mi niñez. En las vacaciones de verano, en Misdroy, hice todos los años las veces de soldado diligente y estratega en una «compañía playera», a la que los oficiales del estado mayor planteaban sus problemas estratégicos. En nada estaba tan interesado por entonces, desde 1912, como en la «estrategia», a modo de una apropiación infantil del arte de la guerra napoleónico y de los estudios militares sobre las guerras de liberación, que por aquellas fechas llenaban las páginas de los periódicos. Supusieron que haría carrera militar; hasta que los sueños de la interioridad, la poesía y el teatro, me apartaron de todo aquello.

Igual de infantil fue mi participación en la exposición del centenario de 1913 en Breslau en conmemoración de las «guerras de liberación», para el niño de trece años un sentimiento de orgullo patriótico en el que se sintió confirmado en toda regla. Me causó especial satisfacción que una pieza de nuestro viejo jardín, una urna de arenisca de estilo clasicista, se expusiera en el terreno destinado a la exposición. Tampoco olvidaré cómo conocí las primeras pastas cocidas en aceite de coco en el vecino parque de atracciones, un pedazo de propaganda colonial alemana. Algo como el aceite de coco era para los ricos silesios de entonces, nadando en abundancia de huevo y mantequilla, algo nuevo y extraño: era una extravagancia.

Otra de las líneas universales que se iban entrelazando poco a poco para darnos forma era la escuela. Desde el maestro de viejo cuño, que aunque ya no nos pegara, seguía arrojando la tiza a los niños que se distraían y al que le encantaba dar «coscorrones», pasando por el maravilloso juego de aprender otros idiomas, hasta las figuras a menudo tan singulares de los profesores, con sus tics, maneras de hablar y, sobre todo, con sus puntos débiles.

La impresión que me causaron las honras fúnebres por el primer profesor caído en la guerra fue profunda, porque en ellas el director, aquel hombre tan temido, se vio embargado por la emoción. Acontecieron otros enigmas, motivo de algunas reflexiones, como por ejemplo el desacuerdo de dos profesores en torno a la cuestión de si la religión nace o no del temor. El arrojo del ilustrado pertinaz que defendía la primera tesis me impresionó bastante más que la beatería de su rival, cuyas santurronas clases de griego echaron de todos modos tantas cosas a perder. Luego, la guerra fue también acercándose a nuestra quinta. Los llamamientos a filas hicieron que los cursos superiores fueran reduciéndose. Del campo de batalla iba llegando la noticia de las muertes. Fueron años de hambre. Guerra, revolución, examen final, y comienzo de los estudios universitarios; todo aparecía aún rodeado por el sueño de la vida.

Al abandonar la escuela y empezar la universidad, a comienzos de la primavera de 1918, yo tenía 18 años. Cualquier cosa menos un muchacho que hubiera madurado tempranamente, no era más que un chico tímido, torpe y reservado. Nada señalaba hacia la «filosofía»; adoraba a Shakespeare y a los griegos, así como a los clásicos alemanes y, sobre todo, la lírica, pero siendo escolar no había leído ni a Schopenhauer ni a Nietzsche.

Durante los años de conflicto Breslau fue un lugar tranquilo, provincia en un sentido casi patriarcal, más prusiana que Prusia, y alejada de los frentes.

Mi padre era químico farmacéutico, un investigador notable, una personalidad consciente, orgullosa de su trabajo, capaz y activa, y un hombre que encarnaba de manera muy acusada una educación autoritaria de la peor especie, pero a la vez preñada de las mejores intenciones. Era un científico en cuerpo y alma, aunque sus intereses se extendieran a otros muchos ámbitos del saber. Recuerdo que una vez, durante la guerra, tuve que recoger de su instituto un armazón de alambre del que precisaba para una conferencia que dio en casa ante un pequeño círculo de personas; era el modelo atómico de Bohr de 1913. En otra ocasión tuve que hacerle una relación del trabajo escrito de un químico francés, creo recordar que sobre la teoría de los anillos bencénicos, pues él no conocía el idioma. Por contra, citaba a Horacio con mucha más fluidez que yo, hasta ese punto mi época era ya testigo de la decadencia de la vieja «escuela». Desaprobaba de todo corazón mi inclinación por la literatura y el teatro, y en general por las artes poco lucrativas. Yo mismo no tenía ni mucho menos claro lo que estudiaría. Lo único que no admitía duda era que serían «ciencias del espíritu».

Cuando, siendo aún un tímido muchacho de sólo dieciocho años, empieza uno a tratar de orientarse por su cuenta y riesgo en los estudios, al principio se encuentra por completo desorientado, dispersándose sin remedio. Probé a curiosearlo todo, germanística (Th. Siebs) y romanística (A. Hilka), historia (Holtzmann, Ziekursch) e historia del arte (Patzak), musicología (Max Schneider), sánscrito (O. Schrader), islamística (Praetorius). Por desgracia no hice filología clásica. La escuela apenas había motivado mis intereses en esa dirección. Sin embargo, Wilhelm Kroll, un narrador fascinante y muy chistoso, era un amigo de mis padres al que yo admiraba mucho, y que siempre manifestó interés por mí, defendiendo —como hiciera también años más tarde el físico Clemens Schaefer, al que podía considerarse medio filólogo— mis inclinaciones académicas frente a la opinión de mi padre.

De la psicología apenas si me ocupé. Sucedió así: lleno de celo y curiosidad, me había confeccionado un plan sistemático de estudios de acuerdo con la lista de lecciones. «Sistemático» significaba: todo lo posible. Y también: lo más temprano posible. Así, a primera hora de una mañana de abril de 1918, a las siete, me encontré —no era más que un chico de ciudad insuficientemente alimentado que no hubiera dado la talla para ser soldado— en un curso de psicología. Me imaginaba que sería interesante. Pensaba vagamente en el profundo conocimiento del alma humana de Shakespeare o Dostoievsky. Entró entonces un profesor que llevaba un hábito negro —aparentemente de un sacerdote católico— presentándose ante un auditorio en el que filas enteras de bancos estaban ocupadas por alumnos vestidos de parecida guisa. Empezó a hablar con gran elocuencia en un lenguaje incomprensible para mí, era suabo. A mis oídos llegaba una y otra vez la palabra «kemir», pero tuvo que pasar un buen rato hasta que finalmente caí en la cuenta de que lo que quería decir era «químico» (Chemiker). Por fin, algunas horas después, nuestro profesor expuso algunas observaciones de W. Stern sobre psicología infantil. Lo que dijo me pareció muy curioso. Hice entonces de tripas corazón, y después de la hora fui a preguntarle si lo que nos había explicado no sería al revés. Se quedó perplejo, volvió a mirar los dibujos en la pizarra y me contestó: «¡Pues sí, tiene usted razón!» Me pareció excesivo que un muchacho de dieciocho años tuviera que corregir a su profesor, y no volví a aparecer. Nuestro hombre era el excelente investigador de la filosofía de la Edad Media Matthias Baumgartner, que de acuerdo con el concordato tenía que dar clases de «psicología», de la que apenas tenía conocimiento, a los seminaristas.

Mi emancipación de la casa familiar se produjo a cuenta de la lectura de la obra —Europa y Asia— de un escritor mediocre, Theodor Lessing, una crítica enfática y sarcástica de la cultura que me entusiasmó. Había, por tanto, otras cosas en el mundo aparte de capacidad, trabajo y disciplina prusianas. Más tarde, al tropezarme con análogas posiciones crítico-culturales en el círculo de Stefan George, profundizaría, en un nivel superior, en esta primera orientación personal. Como es natural, el desligamiento del mundo de valores de mi educación trajo consigo una modificación de mis creencias políticas, algo que ya fomentaba el afán de contradicción de aquellos años. Los representantes de los partidos democrático, conservador y socialdemócrata —hoy nombres olvidados, entonces acreditados— supusieron para mí el encuentro ante todo con la oratoria política y con las ideas democrático-republicanas, ajenas a mi educación familiar y escolar. Pese a ello, es posible preguntarse hasta dónde permanecería viva la huella temprana del influjo que en mí había impreso el entorno familiar. Es significativo que un día —siendo todavía alumno del último curso de secundaria— cayeran en mis manos las Consideraciones de un apolítico de Thomas Mann, que me parecieron extraordinarias. Poco después, en sentido análogo, la segunda parte de O lo uno o lo otro de Kierkegaard despertó mis simpatías por el asesor Guillermo y, sin sospecharlo, por la continuidad histórica. Hoy diría: Hegel acabó triunfando sobre el danés.

El primer libro de filosofía que leí siendo estudiante fue la Crítica de la razón pura de Kant, publicado por Reclam (Kehrbach). Pertenecía a la biblioteca de mi padre. En su época, al hacer el examen de doctorado, los estudiantes de ciencia tenían también que superar una pequeña prueba obligatoria de filosofía, y como es natural —en Marburgo— mi padre se vio obligado a meterse a Kant en la cabeza. (Quien le ayudó a hacerlo fue el joven Albert Görland.) De esta suerte, la Crítica se convirtió en primera lectura durante mis primeras vacaciones académicas, a los dieciocho años. Si mi memoria no me engaña del todo, puede decirse que «empollé» el libro, pero sin que la eclosión de aquel huevo produjera en mí ni un solo concepto claro o distinto.

Tampoco tuve buenas relaciones con la biblioteca de la universidad. Un día, pese a mi timidez, cobré el valor suficiente para solicitar un libro que nos habían recomendado ese primer semestre, Libertad y forma de Cassirer. Al preguntar por él al día siguiente, el encargado de los préstamos, un hombre hosco y manco, me devolvió de malos modos y sin decir palabra la solicitud de préstamo, adornada además de un cero que para mí constituía todo un enigma. Fue suficiente para intimidarme definitivamente.

De todos modos me quedé con los filósofos. Bien es verdad que no permanecí mucho tiempo en las clases del patético predicador seglar Eugen Kühnemann, cuya voz afectada y fulminante retórica me introdujo en los misterios del «cuadrado lógico», y con el que me sucedió en cierto modo como a Sócrates enfrentado a la pompa de Protágoras: que sonaba demasiado bonito, y uno quedaba aturdido en vez de aprender. Otra cosa fueron la pulida dicción de Richard Hónigswald y las sinuosas cadenas argumentales de Julius Guttmann. Los tres eran neokantianos. Cursando el tercer semestre, fui admitido con carácter de excepción en el seminario que Hönigswald conducía con mano sabia. Aún me acuerdo del tema sometido a discusión y de la manera en que me «destaqué»: no terminaba de vislumbrar porqué la relación entre palabra y significado habría de diferenciarse de la establecida entre significado y signo. Esas primeras tentativas filosóficas estaban ya señalando el camino que habría de recorrer. Ese camino me condujo a Marburgo.

Max Kommerell

Para Max Kommerell el hacer poético —siempre más un sufrir que un hacer— fue el alfa, el omega, y el centro conductor de su vida. Allí donde sirvió a la ciencia, aquello que fue como pedagogo, como amigo y como más íntimo conocedor de las personas más amadas, lo fue como poeta, abierto al embate de lo ente, esforzándose por la respuesta más exacta. Así, es difícil poner un límite al recuerdo del poeta Kommerell. Sus trabajos poéticos, desde sus primeras publicaciones, hasta los poemas maduros de quien fuera prematuramente llamado por la muerte, son sin duda la expresión más inmediata y el más puro ir cobrando forma de su poesía. ¡Pero cuán profundamente no alcanzan sus esfuerzos interpretativos en la misma manera originaria de formular respuestas al ser, hasta qué punto no son hallazgos verbales del poeta para sus más esenciales experiencias! Qué fuego creativo irradiaba en todo instante su persona, tanto en los más delicados temblores del corazón como en la libertad majestuosa de su trato con los hombres y las cosas. Era uno de los hombres más sensibles, porque era uno de los más creadores. Su obra poética era manifestación de esa viveza creativa, en que manaba el torrente de su vida, destinado a un fin tan temprano.

Podemos contar su historia posando la mirada en el espejo de su obra. Pero importa contarla como debe contarse la historia de un hombre que vivía de un modo absolutamente poético: como la historia de sus experiencias y decisiones esenciales que llevó a cabo para todos nosotros y considerándolas como las nuestras.

Max Kommerell

En 1928, el joven de veintiséis años descuella con un libro, El poeta en tanto guía en el clasicismo alemán, que de un solo golpe hace ostensible el singular rango de su temperamento poético y científico. La nueva y expresiva óptica bajo la que nos muestra a Klopstock y Herder, Goethe y Schiller, Jean Paul y Hölderlin, junto con el resultado de su penetrantísima profundización —y juvenil idealización— en el tesoro más preciado de la cultura alemana, tuvo que aparecerse al contemporáneo imparcial como un milagro, e incluso sus rivales vieron de inmediato que aquello que, incomprensiblemente, fluía de la pluma de un simple mozalbete, era nada más y nada menos que una obra maestra. Provenía del círculo de las revistas de arte. El magistral educador que había elevado a este joven a tan sobresalientes méritos literarios era Stefan George. Conviene tener presente que en las humanidades —a diferencia de la investigación matemática— la genialidad de las obras juveniles no sólo es rara, sino que no es en absoluto posible a menos que el joven genio encuentre un gran profesor y educador que le abra a un mundo de valores coherente y universal. No sin justicia, se ha reprochado a los libros del círculo de revistas de arte lo uniforme de su esquema teórico interpretativo. El ejemplo de Max Kommerell muestra que el mundo de valores de George no sólo no es obstáculo para un gran talento, sino que, al contrario, puede desarrollar y elevar éste a lo grandioso. ¿Acaso no es ésta la finalidad última de toda disciplina: capacitar a aquellos que se crían en ella para que su propio crecimiento les permita dejarla atrás? El mundo moderno, en el que lo original es venerado, olvida con demasiada facilidad que la única originalidad valiosa es aquella que supera la tradición. La obra maestra juvenil que señala los comienzos de Kommerell permanecía aún por completo dentro del mundo de George, pero con una frescura y cromatismo que dejaba ya adivinar la riqueza de su prosélito. El joven poeta jura decidida obediencia a sus mentores Jean Paul, el bardo de las umbelas en flor de la tierra nativa, y Hölderlin, el vate clarividente del ángel de la patria. Por la misma época consintió —tras innumerables intentos— en publicar un primer trabajo poético: diálogos figurados, pero para entonces sus inicios poéticos e interpretativos eran indivisibles para él.

Aún habría de sobrevenir un año de penosas conmociones para el joven poeta, sobre el que recaerían dolorosas e irrevocables decisiones. Con sus mismas palabras:

 

Weiterleben will ich zwar,

Ob ich es vermag, bleibt offen.

Zwischen kaum gewagtem Hoffen

Und Verzweiflung welches Jahr!

 

(Seguir viviendo quiero,

Si acaso pueda, está por verse.

¡Qué año éste, entre mi desesperación

Y este tener esperanza osado apenas!)

 

No es difícil reconocer tres de ellas. Por empezar con la más manifiesta: Kommerell asciende al rango de catedrático de literatura en Frankfurt, adoptando de este modo —sin duda contra la voluntad de George— el estatus de un hombre de ciencia. La segunda de estas decisiones concierne a sus relaciones con Stefan George. Se produce una ruptura personal, y Kommerell empieza a desligarse del vínculo espiritual que le une al círculo. Con esta decisión tan difícil enlaza la tercera: con la muerte del más íntimo amigo, la apasionada amistad de su juventud encuentra trágico final.

Estas tres decisiones, que luego determinarían el entero curso de su vida, constituyen en el fondo un único proceso, en el que Kommerell se condenó a ser él mismo.

La primera de ellas falla en contra de la libre existencia en el círculo esotérico del poeta, así como contra su relación exclusiva con ese reino interior, y a favor de la ciencia y de la forma público-estatal de la cultura espiritual y de la educación de la juventud. Le obligó tanto a él como a la institución a la que se incorporó a enfrentarse a diversas tensiones y cargas emocionales. Podemos decir en honor de ambos que demostraron ser capaces de tolerarse. Con mayor saña tuvieron que luchar en el interior de Kommerell sus múltiples potencias poéticas y científicas. Sólo su entrega apasionada, en verdad poseída, al trabajo, sostenida por su férrea voluntad y por la peculiar frescura y energía de su espíritu, le permitieron soportar hasta el fin la tensión de su existencia poética y científica, así como, lo que casi amenazó con aplastarlo, transformarla en fecunda reciprocidad. Los criterios y reglas externas fracasaron con él. El dominio verdaderamente magistral del oficio, la asombrosa vastedad y actualidad de su saber, la seguridad de su mirada crítica que le permitía reconocer rápidamente lo esencial y fértil, excluyendo a un tiempo lo accidental, todo ello se hallan en el trasfondo de sus publicaciones. Fuerza vivencial y vehemencia verbal daban a sus exposiciones de Jean Paul y Schiller, Goethe y Kleist, con las que promovió en verdad decisivamente el conocimiento de estos poetas y de la poesía en cuanto tal, la apariencia de creaciones poéticas libres, situadas. fuera del ámbito científico. Por contra, todos estos trabajos se apoyaban en los estudios más minuciosos, haciendo prosperar nuestros conocimientos como ninguna otra investigación ajustada a reglas preconcebidas. Son sin duda manifestación del encuentro del poeta con los poetas y nos hablan de su historia íntima. Juventud sin Goethe: más en el encabezamiento que en el texto, esta disertación muestra una dirección del pensar y el poetizar de Kommerell. Pues en cuanto al contenido, la alusión a la veneración de George por la juventud apenas era ya digna de crédito entonces. Al tomar conciencia entonces de lo discutible del sistema de valores ávido de poder de su maestro y de la ponderación de toda poesía en sus fuerzas rectoras, su mirada, aleccionada por Nietzsche, le descubrió el misterio laberíntico de los estratos anímicos. Las figuras ricas en evocaciones de Jean Paul se fusionaron en un verdadero sistema de situaciones anímicas, en Schiller descubrió al psicólogo oculto, en el obvio psicologismo de Kleist la notoriedad del enigma inexpresable del hombre. Pero entonces dio también el salto más allá de lo psicológico en la órbita de otros mundos poéticos completamente distintos. Calderón se le apareció como una perspectiva insuperable en la contemplación dramática del mundo. Shakespeare y la era de la tragedia de caracteres por él dominada se convirtieron en el episodio que constituyen dentro del conjunto de la literatura mundial. La tragedia francesa se hizo patente en su derecho y condición autónomas en el trabajo erudito en torno a Lessing y Aristóteles; la Commedia dell' Arte, el guiñol, las formas de vida hieráticas de China, le atrajeron con su magia irresistible, porque en ellas se ampliaba su conocimiento de los modos de la poesía y de la vida.

Pero ante todo el intérprete hubo de ser poeta allí donde importaba conocer la materia prima de la figuración poética. Ahí tenían que unirse la sabiduría exenta de prejuicios de la infancia con la fuerza de la ciencia. Así, su inaudito conocimiento de las leyendas y de los sueños le proporcionó la inteligencia de las leyes y vías de la fantasía poética, a los que ningún método es capaz de encaminar, pero que no obstante representan conocimientos de soberana evidencia. De este otro origen del conocimiento habla nuestro poeta en un poema que sigue al epígrafe Instrucción por el cuento:

 

Weihen haben auch die Kleinen,

Die du Grosser niemals lernst

Und von denen streng und ernst

Sie dich auszuschliessen scheinen;

Wo sie schwere Rätsel lösen;

Es nicht wissen und vergessen,

Wie sie damals sich gemessen

An dem geistergrossen Bösen

Und so siegreich, dass um Gnaden,

Die vielleicht ein Kind verschenkt,

Mancher seine Stirn beladen

An so süsse Wange senkt.

 

(Misterios tienen también los pequeños

Que tú, adulto, nunca aprenderás

Y de los que severa, seriamente,

Parecen a ti excluirte;

De allí donde descifran difíciles enigmas;

No saben y olvidan

Cómo entonces se midieron

Al gran espíritu del mal

Y tan victoriosos que, solicitando la gracia

Que tal vez un niño obsequie,

Alguno su cargada frente

Posa en tan dulce mejilla.)

 

El hecho, sin embargo, de que el joven admirador del arte profético hölderliniano se inclinara al final tanto por la sencillez melódica como por el encanto silencioso la lírica del Goethe anciano, o que el joven devoto del rigor estilístico del maestro Stefan George homenajeara al fin la audaz ligereza de los sonetos a Orfeo, caracteriza asimismo su camino hacia la madurez. Aquí un iniciado había aprendido de sí mismo que el poeta como guía no representa la pretensión más sublime, sino la más delicada, frente a la eterna valía del bardo. Lo que la poesía es como potencia anímica ordenadora sólo puede serlo siendo única y enteramente poesía. Los últimos pensamientos de Kommerell sobre los poemas rechazan decididamente toda exigencia a la poesía que espera de ella el cumplimiento a modo de sentencias proféticas. Así, incluso de Hölderlin hace resaltar: «Lo que Hölderlin designa como acontecimiento existe para nosotros sólo en su poesía.» A la ciencia a la que servía, a la ciencia de la poesía alemana, Kommerell le mostró de la más penetrante manera que para poder ser, tiene que ser ciencia de la literatura mundial.

Contentémonos, sin embargo, con la alusión a lo poético originario de sus trabajos científicos. Que incluso como pedagogo seguía siendo poeta, expuesto y accesible a los misterios del crecimiento en las almas jóvenes, nos lo da a conocer este poema de su época tardía:

 

           Schülerschaft

 

Ich lehrte dich ein hohes Ding:

Wie droben streng die Lichter stehn —

Dass es dir durch die Seele ging.

Mit keinem Wesen, das gering

An Art war, wollte ich begehn

So zarte Weihe. Ein Gekling

Schien dich von weitem anzuwehn.

Du hobst dein Antlitz auf. Ich fing

Es an zu lesen, zu verstehn.

Dann schwieg ich still und liess geschehn,

Was jetzt von dir an mich erging —

Und so, und im Vorübergehn,

Wardst du mir selbst ein hohes Ding.

 

           (Ser discípulo

 

Te enseñé algo elevado:

Cómo arriba están las luces rigurosas

Que traspasó tu alma.

Con ningún ser que fuera

De especie diminuta, quise yo celebrar

Una consagración tan delicada. Un tintineo

Pareció rozarte desde lejos. Empecé

A leerlo, entenderlo.

Después permanecí en silencio y dejé que fuera

Lo que ahora pasaba de ti a mí

Y así, y en el pasar,

Algo elevado fuiste tú mismo para mí.)

 

Permítanme ahora hablarles de las dos posteriores decisiones que se demostraron determinantes para él, aunque menos en sus obras científicas que en la figuración poética: la separación de Stefan George y el paso a la edad madura. Un primer volumen de poemas Leichte Lieder (1931) nos deja adivinar los sufrimientos de aquella primera decisión. La despedida del maestro de su juventud lo entregó en brazos de una libertad aún incompleta y extrañamente imprevista:

 

Eine halbbewusste Haft

Wie sie uns im Traum erschlafft

Macht mich, wenn

Ich zu schöner Leidenschaft

Mich ermanne ungewiss —

Oder nenn'

Es den ersten, aber bis

Heute nicht verschmerzten Riss!

 

(Una prisión a medias conocida

como la que en sueños nos debilita

me hace, cuando

para una hermosa pasión

el valor recobro, dudar

¡O llámalo

el primero, y hasta hoy

aún desgarro sin consuelo!)

 

Ya la forma de estas sencillas canciones revela la presencia del placer y el dolor de la singularidad que se ha ganado a sí misma. Los mejores de estos versos poseen también una sombra de aislamiento, de parcial enmudecimiento en el dolor, y nos hablan de la insatisfacción del que echa de menos el sostén tan poderoso de su educador hasta entonces señor de su cariño. De la violencia que la gran voluntad de Stefan George hiciera al joven, nos transmite algún vislumbre un testimonio poético perteneciente a una época posterior:

 

           Der Abschied des Lehrers

 

Sein Haupt war silbern und er sass bei uns,

Mit Blicken, die ein Angedenken sind;