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PENSAMIENTO HERDER

Dirigida por Manuel Cruz

Roberto Esposito

Comunidad, inmunidad y biopolítica

Traducción de Alicia García Ruiz

Título original: Termini della politica. Comunità, immunità, biopolitica

Traducción: Alicia García Ruiz

Diseño de la cubierta: Claudio Bado

Maquetación electrónica: produccioneditorial.com

© 2008, Roberto Esposito

© 2009, Herder Editorial, S. L.

© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-3080-0

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

www.herdereditorial.com

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Créditos

Índice

Prólogo: De lo impolítico a la biopolítica

Capítulo 1: La ley de la comunidad

Capítulo 2: Melancolía y comunidad

Capítulo 3: Comunidad y nihilismo

Capítulo 4: Democracia inmunitaria

Capítulo 5: Libertad e inmunidad

Capítulo 6: Inmunización y violencia

Capítulo 7: Biopolítica y filosofía

Capítulo 8: El nazismo y nosotros

Capítulo 9: Política y naturaleza humana

Capítulo 10: Totalitarismo o biopolítica: para una interpretación filosófica del siglo xx

Capítulo 11: Por una filosofía de lo impersonal

Notas

Información adicional

Prólogo

De lo impolítico a la biopolítica

1. Me parece útil, a fin de presentar esta edición española –debida a la atención y a la estima de mi amigo Manuel Cruz–, sintetizar en algunas páginas el itinerario filosófico que recorre el presente libro. De lo impolítico a la biopolítica, a través de la dialéctica antinómica entre comunidad e inmunidad: éstos son algunos de los nodos fundamentales de una línea de investigación que inicié hace por lo menos veinte años y que en absoluto está agotada,1 como demuestra mi último libro sobre el concepto de lo impersonal,2 de próxima aparición en castellano. El hecho de que también esta última categoría de lo impersonal –como ya sucedió con la de lo impolítico– nazca con un carácter negativo, asumiendo sentido sólo a partir de su contrario, testimonia una primera relación de mis reflexiones con aquella modalidad de pensamiento que, sobre todo a partir de Derrida, ha tomado el nombre de «deconstrucción».

No obstante, para entender el significado que desde el principio atribuí al término de impolítico3 es necesaria también la referencia a la Destruktion heideggeriana. Frente a la opción de tomar una difusa postura en la filosofía política contemporánea –filosofía dirigida, sobre todo en el mundo anglosajón, a una aproximación de tipo normativo–, lo que me parecía urgente, a comienzos de los años ochenta, era someter el léxico político moderno a la misma destrucción-deconstrucción que Heidegger había reservado a los conceptos fundamentales de la tradición filosófica. La convicción implícita en esta posición era la de que todos los términos de la política han asumido o están desde el principio marcados por una inevitable inflexión metafísica que bloquea su poder de significación. Ya por los años treinta, por otra parte, Simone Weil había escrito que «se pueden tomar casi todos los términos, todas las expresiones de nuestro vocabulario político, y abrirlos. En su centro se encontrará el vacío».4

¿Por qué, desde entonces, esta sensación de vacío, este desecamiento semántico de nuestros términos políticos? Naturalmente, para responder a tales preguntas se podrían invocar las grandes transformaciones históricas que han convulsionado el escenario internacional tras las dos guerras mundiales y, no con menor fuerza, los cambios operados en las dos últimas décadas. Yo creo, sin embargo, por no dar una respuesta reductora o parcial, que debemos referirnos a una dinámica de más larga duración, que concierne a todo el léxico político moderno, de modo inseparable a todo aquello que Heidegger reconoció en la constitución misma del lenguaje conceptual de nuestra tradición. Aunque no podemos entrar a fondo aquí en esta cuestión, digamos que el carácter metafísico de la filosofía política moderna se revela en su tendencia a identificar el sentido de las grandes palabras de la política con su significado más inmediatamente evidente. Es como si la filosofía política se limitase a una mirada frontal, directa, a las categorías de la política, siendo incapaz de interrogarlas de manera transversal, de sorprenderlas por la espalda, de remontar hasta las fuentes de su sentido y, de este modo, hasta lo impensado mismo. Todo concepto político posee una parte iluminada, inmediatamente visible, pero también una zona oscura, que sólo se dibuja por contraste con la de la luz. Puede decirse que la reflexión política moderna, deslumbrada por esa luz, ha perdido completamente de vista la zona de sombra que recorta los conceptos políticos y que no coincide con el significado manifiesto de éstos. Mientras este significado es siempre unívoco, unilineal, cerrado sobre sí mismo, el horizonte de sentido, en cambio, es mucho más amplio, complejo, ambivalente, capaz de contener elementos recíprocamente contradictorios. Cuando se reflexiona sobre ellos, todos los conceptos más influyentes de la tradición política –poder, libertad, democracias– ponen de manifiesto que poseen en el fondo este núcleo aporético, antinómico, contradictorio; están expuestos a una verdadera batalla por la conquista y la transformación de su sentido.

Precisamente es este elemento contradictorio lo que capta la atención de la perspectiva de lo impolítico. ¿De qué modo y con qué propósito? Ante la dificultad de definirla en positivo –dar una definición completa de lo impolítico acabaría por convertirla en su opuesto, en una categoría de lo político– se puede decir mejor aquello que no es que lo que es. Lo impolítico no es una ideología, porque desmonta todas las oposiciones tradicionales de la política moderna –empezando por las de izquierda y derecha, conservación y progreso, reacción y revolución. Pero lo impolítico tampoco es una filosofía de la política porque no instituye, sino que más bien critica, toda relación funcional, instrumental, entre filosofía y política, ya sea entendida como condicionamiento de la filosofía por la política o como prescripción de la política por la filosofía. Lo impolítico, en suma, no tiene nada de postura meramente apolítica o antipolítica, porque no contrapone a la política ningún valor trascendente o superior. Eso no es óbice para que exista una esfera externa al conflicto político y a las fuerzas que lo determinan, pero –y he aquí su elemento característico– lo impolítico rehúsa al mismo tiempo toda forma de legitimación ética, o incluso teológica, de tales fuerzas; toda tentativa de conferir valor al hecho desnudo de la política, es decir, al enfrentamiento por el poder. El ejercicio del poder –que constituye el fondo primario e ineliminable de lo político– no tiene alternativa en la civitas humana. Puede ser regulado, contenido dentro de reglas que eviten unos efectos demasiado destructivos, pero no puede ser eliminado en cuanto tal. Y, sin embargo, esto no significa que pueda ser representado como un bien o, incluso como el Bien, desde el momento en el que el Bien, en cuanto tal, es irrepresentable en el lenguaje de la política, siempre conflictiva como el resto de nuestra alma: dividida, lacerada por deseos, instintos y pasiones a veces irreconciliables.

Esta imposibilidad de representar el Bien, la justicia, el valor último, está rigurosamente custodiada por lo impolítico como algo insuperable. De ahí la oposición respecto a toda forma de teología política: ya sea la católica –que precisamente propone, o al menos admite, un plano de superposición entre poder y bien– o ya sea la teología política moderna, de derivación hobbesiana –que, por el contrario, produce una progresiva despolitización neutralizadora. El lugar específico de lo impolítico –lugar, como ya se ha dicho, negativo, intraducible a términos positivos– se sitúa en la distancia crítica entre despolitización moderna y teología política.

Así, rehusando la lógica hobbesiana de neutralización del conflicto y situándose de este modo en sus antípodas, la perspectiva de lo impolítico rechaza igualmente todo retorno a la antigua representación teológico-política, toda declinación de lo político en términos de valor y todo lugar trascendente de fundación de lo político. Lo impolítico excluye la existencia de realidad alguna que escape a las relaciones de fuerza y de poder. Por eso, la extensión del poder coincide con la de la realidad. Es esto lo que prohíbe entender lo político bajo cualquier acepción dualista, como algo que positivamente se contrapusiera desde el exterior al lenguaje del poder. En este sentido, el punto de vista de lo impolítico se identifica con el gran realismo político que parte de Maquiavelo o, antes aún, de Tucídides, pero contemplado desde su reverso: desde los márgenes mudos a partir de los cuales se traza toda palabra de la política, desde el confín invisible que circunda la acción política como su límite infranqueable. Lo impolítico es el no-ser de lo político, aquello que lo político no puede ser, o convertirse, sin perder su propio carácter constitutivamente polémico.

Por ello, como ya se ha dicho, lo impolítico es refractario a toda forma de filosofía política, a su modalidad necesariamente representativa. La filosofía política –tenga la inspiración que tenga– alcanza a comprender el núcleo conflictivo de lo político solamente ordenándolo en la unidad, presuponiendo una conciliación y, de este modo, eliminándolo en cuanto tal. Está forzada a marginar simbólicamente el conflicto. Por esta razón, al contrario que lo impolítico, la filosofía política acaba por negar la facticidad de lo político y, en consecuencia, a su vez, lo impolítico niega la filosofía política. El segundo no puede crecer sino sobre la hipótesis del fin de la primera.Sólo para lo impolítico es posible pensar la política. La tarea de lo impolítico es precisamente pensar la política en aquello que tiene de irreductible a la filosofía política. Una tarea que puede ser asumida por la filosofía política sólo a condición de autoproblematizarse en cuanto tal, de deconstruirse como filosofía política, de hacerse filosofía de lo impolítico. Y, de este modo, hacerse determinación de sus términos, más allá de los cuales no hay nada: el silencio del poder. Lo impensado. Es este silencio –lo impensado por el poder– lo que, al menos en esta etapa de mi investigación, me parece el espacio de responsabilidad del pensamiento.

2. La concentración de mi reflexión sobre la categoría de comunidad5 –iniciada a finales de los años ochenta– constituye al mismo tiempo un desarrollo y una modificación respecto a la elaboración de lo impolítico. Es un desarrollo en el sentido de que aferra con el término de comunidad uno de los conceptos más cargados de implicaciones metafísicas y, en consecuencia, más necesitados de deconstrucción. Y es una modificación en el sentido de que traslada la voluntad deconstructiva desde el plano de una analítica de la finitud al de una ontología del cambio. Partamos del primer punto. Si el eje rector de la metafísica moderna está constituido por el presupuesto de la subjetividad, ninguna otra categoría como la de comunidad tiene un significado estable. Es esta primacía del sujeto –entendida como completa presencia ante sí mismo y, de este modo, como posesión plena de su propia sustancia– lo que vincula en un mismo marco onto-teológico a todas las filosofías de la comunidad del siglo xx. Así, más allá de las evidentes diferencias, lo que une el organicismo alemán de la Gemeinschaft, el neocomunitarismo americano y la ética de la comunicación de Habermas y Apel –pero, también, de algún modo, la tradición comunista misma– es justamente una concepción de la comunidad constituida enteramente contra el trasfondo de la categoría de sujeto. En todas estas filosofías comunitarias, comunales y comunicativas, la comunidad aparece como una cualidad, un atributo, que se añade a uno o más sujetos convirtiéndoles en algo más que simples sujetos, en tanto radicados en –o producidos por– su esencia común. Se trata de sujetos de algo mayor, o mejor, que la simple subjetividad individual, pero que se deriva en última instancia de ésta y que se corresponde con la misma como su extensión cuantitativa.

Toda la semántica –y también la retórica– identitaria de viejos y nuevos comunitarismos camina en esta dirección hipersubjetivista: la comunidad se entiende como aquello que identifica el sujeto consigo mismo a través de su potenciación en una órbita expandida que reproduce y exalta los rasgos particulares de éste. El resultado es que se remite la comunidad a la figura del proprium: se trata de comunicar cuanto es común o propio, de modo que la comunidad queda definida por las mismas propiedades –territoriales, étnicas, lingüísticas– que sus miembros. Éstos tienen en común su carácter de propio y son propietarios de aquello que es su común.

Como se sabe, una primera y potente deconstrucción de este constructo metafísico se debe a Jean-Luc Nancy. En su ensayo sobre la communauté désoeuvrée,6 así como en todos los ensayos sucesivos en los que ha retomado el tema, la comunidad no se entiende como aquello que pone en relación determinados sujetos, ni como un sujeto amplificado, sino como el ser mismo de la relación. Decir, como hace Nancy, que la comunidad no es un ser común, sino el modo de ser en común de una existencia sin esencia o coincidente con la propia esencia, equivale a hacerla romper con una tradición orgánica y particularista que parece regenerarse continuamente de sus propias cenizas.

El nuevo espacio de investigación que personalmente he abierto dentro de esta cantera se sitúa en un retroceso prospectivo y genealógico de la mirada sobre la etimología latina del término. Si bien es cierto –como precisamente sostiene Derrida–7 que, en la medida en que es declarada indecidible, inconfesable, inoperante, la comunidad no logra liberarse del todo de su significado moderno, esto no sucede con el horizonte de sentido del concepto originario de communitas, que se ubica desde el principio sobre otro plano respecto a la reconversión moderna que ha sufrido. El término munus, del cual procede el de communitas, en su significado convergente de ley y de don, de ley del don, rompe desde el comienzo el nudo que todo el comunitarismo contemporáneo ha estrechado entre comunidad y proprio, ligándola así a otro sentido. Si nos atenemos a su significado originario, la comunidad no es aquello que protege al sujeto clausurándolo en los confines de una pertenencia colectiva, sino más bien aquello que lo proyecta hacia fuera de sí mismo, de forma que lo expone al contacto, e incluso al contagio, con el otro. En este último pasaje es evidente el desplazamiento que se registra hacia la perspectiva de lo impolítico. El vacío, en este caso, el «afuera», no se sitúa en los confines externos de lo político, no es un simple negativo de un positivo, sino más bien el ser mismo de la comunidad expuesto al propio cambio. Pero este movimiento –de una filosofía de la presuposición, como es todavía la de lo impolítico, a una filosofía de la exposición– admite la apertura de un eje ulterior de investigación, centrado en la categoría de inmunidad o de inmunización.

También en este caso, la etimología ayuda a comprender el sentido: si la communitas es aquello que liga a sus miembros en una voluntad de donación hacia el otro, la immunitas es, por el contrario, aquello que exonera de tal obligación o alivia de semejante carga.8 Así como la communitas remite a algo general y abierto, la immunitas reconduce a la particularidad de una situación definida precisamente como algo que se sustrae a la condición común. Esto se pone de manifiesto en la definición jurídica de acuerdo con la cual está dotado de inmunidad aquel que no se encuentra sujeto a una jurisdicción que afecta a cualquier otro ciudadano común. Pero también se reconoce en la acepción médica y biológica del término –donde la inmunización, natural o inducida, implica la capacidad del organismo de resistir, mediante sus propios anticuerpos, a la infección que porta un virus procedente del exterior. Superponiendo ambos sentidos –el jurídico y el médico–, se puede concluir que, si la communitas determina la ruptura de las barreras protectoras de la identidad individual, la immunitas es el intento de reconstruirla en una forma defensiva y ofensiva contra todo elemento externo que venga a amenazarla. De ahí tanto la necesidad como el riesgo implícitos en las dinámicas de inmunización, cada vez más extendidas en todos los ámbitos de la vida contemporánea. Cuando la inmunidad, aunque sea necesaria para nuestra vida, es llevada más allá de un cierto umbral, acaba por negarla, encerrándola en una suerte de jaula en la que no sólo se pierde nuestra libertad, sino también el sentido mismo de nuestra existencia individual y colectiva. En otras palabras, se pierde la circulación social, aquel asomarse a la existencia fuera de sí que yo defino con el término communitas. He aquí la contradicción que he intentado iluminar: aquello que salvaguarda el cuerpo –individual, social, político– es también aquello que impide su desarrollo. Y aquello que también, sobrepasado cierto punto, amenaza con destruirlo. Por otra parte, semejante contradicción –esta conexión entre protección y negación de la vida– está implícita en el mismo procedimiento médico de in­munización. Como se sabe, para vacunar a un paciente se le enfrenta con una enfermedad, se inserta en su organismo una porción controlada y sostenible; lo cual significa que, en este caso, la medicina está hecha del mismo veneno del cual debe proteger –como si para conservar la vida de alguien fuera necesario hacerle de alguna manera ensayar la muerte, inyectarle el mismo mal del cual se le quiere poner a salvo. Usando el lenguaje de Benjamin, se podría decir que la inmunización a altas dosis es el sacrificio del viviente –esto es, de toda forma de vida cualificada– a la simple supervivencia. La reducción de la vida a su desnuda base biológica.

3. Estas últimas expresiones conducen a la etapa final de nuestro recorrido, esto es, a la categoría de biopolítica.9 Respecto a la investigación acerca de lo impolítico y, tras ella, sobre la communitas, mi trabajo sobre biopolítica representa un desplazamiento semántico posterior que, sin perder el contacto con los anteriores, los desarrolla en una dirección que en parte es novedosa. Si, como ya se ha dicho, mis trabajos precedentes se inscriben en una metodología deconstructiva, los de la biopolítica tienen, en cambio, un pliegue más explícitamente afirmativo –uso de modo intencionado el vocabulario de Deleuze, con el que comparto el presupuesto de fondo de que la tarea primordial de la filosofía sería la de construir conceptos adecuados a los acontecimientos que implican y a los que transforman. El otro referente de la fase más reciente de mi trabajo está constituido por la línea teórica que liga la genealogía de Nietzsche con la ontología de la actualidad de Foucault. Es conocido que el concepto de ontología, como quiera que sea que se lo decline, remite en todo caso a Heideg­ger. Pero, en mi caso, con una diferencia de fondo, que ocupa el centro de mis últimos dos libros (Bíos y Terza Persona) y que concierne al tema de la vida biológica en cuanto externa, o al menos liminar, a la reflexión heideggeriana. En relación con la tematización de lo impolítico y también de la communitas, se puede decir que ese «afuera» que circundaba, o recortaba, el espacio de lo político deviene algo sumado a la vida misma en su significado específicamente biológico. Si durante una larga fase, coincidente con toda la época de la política clásica, la vida es considerada externa y, por momentos, totalmente extraña a la acción política, a partir de la época moderna tal exterioridad, tal «afuera», no sólo penetra en las dinámicas del poder, sino que deviene objeto principal del mismo. Esto significa –y he aquí el salto respecto al discurso precedente– que la retirada o la afasia del léxico político no se limita a cerrar el cuadro en términos impolíticos, sino que abre otro escenario, muestra otra lógica, nacida de las viejas categorías, que es justamente la de la biopolítica.

Como se sabe, más allá de sus precedentes en los primeros años del siglo XX, la biopolítica es una noción puesta en circu­lación por Foucault en los años setenta, con argumentos y resultados de gran interés. Sin embargo, el discurso de Foucault se suele tomar en bloque –aunque yo mismo he tratado de localizar tanto algunos elementos de incompletitud en su trabajo como contradicciones internas, a partir de una oscilación no superada entre una lectura positiva, productiva, y otra negativa y trágica, de la relación entre política y vida. El hecho de que esta alternativa hermenéutica, interna a sus textos, haya encontrado hoy una radicalización en los trabajos de Antonio Negri,10 por una parte, y de Giorgio Agamben,11 por otra, confirma la antinomia presente desde el principio en la elaboración foucaultiana de la biopolítica. Es como si en el momento mismo en el que se elaboraba hubiera sido caracterizada, constituida, por un hiato semántico que la demedia en dos partes recíprocamente incomponibles. O componibles sólo al precio de la sumisión de una al violento dominio de la otra. Esto se debe a que Foucault pensó los dos polos de la biopolítica –el bíos y la política– como originalmente separados y sólo más tarde recompuestos, de un modo que tiende siempre a someter uno a la captura absorbente del otro. De ahí la impresión de división interna, cuando no de verdadera antinomia, que presentan los textos biopolíticos de Foucault –que tal vez no sea ajena a su decisión, a fines de los años setenta, de abandonar el tema para pasar a otro argumento. Aquello que, en todo caso, bloqueaba su discurso se sitúa en la alternativa estéril entre las dos interpretaciones presentes y en contraste del concepto de la «nuda vida», tal como ha seguido siendo caracterizado en debates posteriores: o bien aparece sometida y aprisionada por un poder destinado a reducirla a simple base biológica, o bien es la política la que aparece subsumida y disuelta en el ritmo productivo de una vida en continua expansión. Es como si entre estas dos interpretaciones extremas, opuestas y especulares, faltase una argolla que los uniera, un tramo analítico capaz de desbloquear el discurso de una forma más articulada y compleja.

Por mi parte, he intentado habilitar este nodo teórico mediante la categoría de inmunización, a la que ya me he referido y que en todo caso constituye el eje de rotación o el canal por el que fluye toda mi investigación. ¿Por qué hago uso de esta categoría? ¿Y de qué modo es capaz de completar el vacío semántico, el hiato, que en Foucault queda abierto entre los dos términos del concepto de biopolítica? En la medida en que, como ya se ha dicho, la categoría de inmunidad se inscribe precisamente en la encrucijada –sobre la línea de tangencia entre la esfera de la vida y la del derecho. Pero el paradigma de inmunización admite un paso más allá, en tanto investiga la división entre las dos interpretaciones prevalecientes de la política –la afirmativa y productiva y la negativa y mortífera. Ya se ha visto cómo tales declinaciones tienden a constituirse en un modo de alternancia que no prevé puntos de contacto o líneas de cruce: o el poder niega la vida o la vida neutraliza el poder. Ahora bien, la ventaja del paradigma inmunitario reside precisamente en el hecho de que estos dos vectores de sentido –positivo y negativo, conservador y destructivo– encuentran finalmente una articulación interna, porque la inmunización, en cuanto forma de protección negativa, los contiene a ambos ligándolos en un único bloque semántico. Esto significa que la negación no es la forma de sujeción violenta que el poder ejercita en el exterior sobre la vida, sino el modo contradictorio en el que la vida intenta defenderse, cerrándose a aquello que la circunda –a la otra vida. De ahí la dialéctica, interna a la misma comunidad, que, a un mismo tiempo, la conserva pero también bloquea su desarrollo, la salva pero la pone en riesgo de implosión. Como ha sostenido Derrida en sus trabajos más recientes, el proceso de inmunización corre siempre el riesgo de deslizarse hacia una especie de enfermedad autoinmune que ataca el propio cuerpo que querría defender, conduciéndolo a la destrucción.

No obstante, a diferencia de Derrida y en mayor sintonía con otros autores, como Donna Haraway12 y Peter Sloterdijk,13 yo extraigo de la dialéctica indivisible entre comunidad e inmunidad otra consecuencia, que de algún modo perfila la posibilidad de una noción potencialmente afirmativa de biopolítica. Revolviéndose contra sí misma en forma de autoinmunidad, la dinámica de inmunización tiende a contradecirse, abriéndose a una posible transformación. Tal como sucede en los procesos biológicos de tolerancia inmunitaria, en los que se admiten trasplantes de órganos de otros cuerpos, o también en el proceso de embarazo, que abre el cuerpo femenino a la concepción de otra vida, también los sistemas inmunitarios del cuerpo social pueden alcanzar un punto de inversión capaz de reconstruir la relación con la communitas y con el munus que ésta porta dentro de sí como su dimensión originaria. En este caso, también la biopolítica, hoy extendida de modo irreversible debido a la globalidad de la experiencia contemporánea, puede experimentar un cambio de forma respecto a la declinación tanatopolítica que ha asumido sobre todo en la primera mitad del siglo pasado, pero también hoy día, que no se encuentra en absoluto erradicada. Para que eso fuera posible, haría falta cambiar la idea difusa de que la vida humana pueda ser salvada de la política; se trata más bien de que la política hoy ha de ser pensada a partir del fenómeno de la vida. Pero, para que la vida pueda señalar un horizonte diferente para la política –literalmente: revitalizarla–, es necesario que, a su vez, ella misma sea pensada en toda su complejidad; esto es, que sea rescatada de aquella reducción a la nuda base biológica que fue el sueño, trágicamente cumplido, de la biopolítica nazi. Si la vida es considerada como el simple hilo vertical que une el nacimiento con la muerte, en un desarrollo predeterminado, ciertamente no podrá decir ni dar nada a la política, sino que se limitará necesariamente a un poder ciego respecto de sus fines y destructivo en sus medios. Pero, si la vida es entendida en su irreductible complejidad, como un fenómeno pluridimensional que en cierto sentido está siempre más allá de sí mismo y si es pensada en su profundidad, estratificación, discontinuidad, en la riqueza de sus fenómenos, en la variedad de sus manifestaciones, en la radicalidad de sus transformaciones, el escenario puede cambiar. El viviente, entonces, podrá devenir no sólo una fuente de inspiración de nuevas preguntas para la reflexión filosófica, sino también la coordenada para una rotación capaz de cambiar enteramente la perspectiva. ¿Qué es, qué puede ser, una política que ya no piense la vida como objeto, sino como sujeto de política? Una política, así, ya no sobre la vida, sino de la vida. Son preguntas que, evidentemente, no pueden responderse en una investigación individual, sino que reclaman un esfuerzo colectivo al que estamos todos convocados.

Roberto Esposito