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Ficha del libro

 

Victoria Camps es catedrática de Filosofía moral y política de la Universidad de Barcelona. Ha sido senadora independiente por el Partido Socialista y consejera del Consejo Audiovisual de Cataluña. Actualmente preside la Fundación Víctor Grífols i Lucas y el Comité de Bioética de España. Ha escrito diversos libros entre los que destacan: Virtudes públicas, Paradojas del individualismo, El siglo de las mujeres, La voluntad de vivir, Creer en la educación y El declive de la ciudadanía.

 

Otros títulos de interés:

 

Judith Shklar
Los rostros de la injusticia

Amelia Valcárcel
La memoria y el perdón

Antonio Valdecantos
La moral como anomalía

Carlos Pereda
Sobre la confianza

Antonio Campillo
El concepto de lo político en la sociedad global

Nancy Fraser
Escalas de justicia

Victoria Camps

El gobierno de las emociones

 

 

Herder

 

 

 

 

 

Nuestros pensamientos son las sombras de nuestros sentimientos,
 siempre más oscuros, más vanos, más sencillos que éstos.

NIETZSCHE

Y ya es curioso que otra vez nos encontremos con la paradoja.
 La moral humana del liberalismo elude al hombre verdadero, a
 sus problemas efectivos de sentimiento. Elimina al hombre en
 su verdadera y humilde humanidad, dejando de él una pura
 forma esquemática.

MARÍA ZAMBRANO

 

La primera cosa que es necessita per a sentir una passió és saberla
 expressar.

JOSEP PLA

 

Agradecimientos

 

La andadura de este libro empezó en una serie de cursos de postgrado que dediqué a estudiar el lugar de las emociones en la ética. La necesidad de analizar, explicar y ordenar mis primeras intuiciones, así como las sugerencias y los comentarios de los alumnos a lo largo de los cursos, fue una preciosa ayuda para que el libro tomara forma. Mi primera deuda es con quienes me siguieron en esos primeros esbozos y, en especial, con los alumnos del máster 2009-2010, con quienes ya pude discutir un diseño bastante elaborado de este trabajo.

En abril de 2009, José Luis García Delgado me invitó a dar un curso en la Fundación «La Caixa» sobre las emociones morales. Le agradezco especialmente la ocasión que me brindó de poder exponer y reformular mis ideas al respecto. Otra ocasión similar fue la invitación de Javier Gomá a dar una de las conferencias de filosofía que organiza en la Fundación March. Allí pude exponer de nuevo una parte de lo que aquí desarrollo, discutiéndolo después con un grupo de colegas en el seminario que siguió a la conferencia. Las muchas aportaciones que me hicieron han servido para dar la forma definitiva a este ensayo y mejorar sus aciertos, si tiene alguno. De los errores soy la única responsable.

 

Índice

Portada

Créditos

Cita

Agradecimientos

 

Introducción

1. ¿Qué son las emociones?

2. Aristóteles. La construcción del carácter

3. Spinoza. La fuerza de los afectos

4. Hume. El sentido moral

5. Sin vergüenza

6. La compasión frente a la justicia

7. La indignación y el compromiso

8. Las razones del miedo

9. La falta de confianza

10. La construcción social de la autoestima

11. ¿Tristes o enfermos?

12. La educación sentimental

13. Los afectos políticos

14. La fuerza emotiva de la ficción

Bibliografía

Notas

Introducción

 

¿Por qué es tan difícil que la ley moral dirija efectivamente nuestras vidas? ¿Por qué, entre las numerosas razones que condicionan la conducta, las razones éticas cuentan tan poco? Hay una respuesta sencilla y rápida a estas preguntas y es la siguiente: no basta conocer el bien, hay que desearlo; no basta conocer el mal, hay que despreciarlo. Si la respuesta no es equivocada, de ella se deduce que el deseo y el desprecio, el gusto y el disgusto son tan esenciales para la formación de la personalidad moral como lo es la destreza en el razonamiento.

Este libro parte de la hipótesis de que no hay razón práctica sin sentimientos. Nadie que no sea ajeno a la psicología o a las neurociencias discute ya esta tesis. Todas las ciencias sociales parten hoy del supuesto, exagerándolo a veces, de que somos seres emotivos y no solo racionales. De la mano de tal supuesto, lo que me propongo hacer aquí es analizar cuál es el lugar de las emociones en la ética. Las emociones son los móviles de la acción, pero también pueden paralizarla. Hay emociones que nos incitan a actuar, otras nos llevan a escondernos o a huir de la realidad. Todas las emociones pueden ser útiles y contribuir al bienestar de la persona que las experimenta, para lo cual hay que conocerlas y aprender a gobernarlas. Es posible hacerlo, porque las emociones, al igual que otras tantas expresiones humanas, se construyen socialmente. Es el contexto social el que enseña a tener vergüenza o no tenerla, el que sienta las bases de la confianza, el que indica qué hay que temer o en qué hay que confiar, el que propicia o distrae de la compasión. Cambiamos de mentalidad o de opinión porque han cambiado también nuestros sentimientos. Así se explica el progreso hacia la no discriminación de todos aquellos que, porque eran vistos como diferentes, provocaron durante mucho tiempo disgusto y rechazo.

El gobierno de las emociones es el cometido de la ética. Fue visto así desde antiguo, desde que los griegos, y en especial Aristóteles, entendieron que la ética consistía en la formación del carácter (ethos) de la persona, y que el gobierno de las ciudades requería buenas leyes pero también buenas dosis de elocuencia y persuasión para que las leyes se aplicaran correctamente. Una perspectiva que conectaba a la ética con la educación más que con una lista de preceptos, normas o deberes que había que cumplir. Los deberes y los derechos vinieron luego, con la Modernidad y el individualismo que los primeros derechos y libertades trajeron consigo. Los griegos no hablaban de deberes, sino de virtudes o del conjunto de cualidades que debía adquirir la persona para lograr la excelencia. No especularon mucho sobre el fundamento de la ética ni perdieron demasiado el tiempo en preguntarse por qué hay que ser moral. Les preocuparon más las actitudes de las personas: qué actitudes eran más favorables para convivir en la ciudad y cuáles contribuían a entorpecer la vida en común. Un punto de vista que no ponía en duda que el alma (la psique, como la llamaban los griegos) tuviera sentimientos, y que éstos, no siempre ordenados, debían ser administrados por la facultad racional. Administrados y gobernados, pero no suprimidos, ya que, a fin de cuentas, el carácter, el ethos o la manera de ser de la persona se traducía en una serie de disposiciones o actitudes que, para ser efectivas, debían seguir teniendo un componente afectivo o emotivo. La educación moral –la paideia– iba destinada a hacer de cada uno un ser justo, prudente, magnánimo, temperante, valiente, es decir, una persona habituada a reaccionar ante las distintas situaciones en que podía encontrarse poniendo de manifiesto su capacidad para la justicia, la prudencia, la generosiad o la valentía, sintiendo, por tanto, todos esos valores como algo propio, incorporado a su manera de ser.

El gobierno de las emociones trata de algunos filósofos –antiguos, modernos y posmodernos– que han visto la ética desde esa perspectiva e intenta explicar por qué es necesario que la entendamos así. Desde hace unos años, acuciado por el desarrollo de la psicología, el lenguaje de las emociones se ha impuesto en todos los campos, para poner de relieve que lo emotivo ha sido un aspecto incomprensiblemente ignorado o preterido por las ciencias sociales y humanas. Puede que la más culpable del error sea la filosofía misma, que, incluso en la Antigüedad, cuando la ética olvidaba menos el componente sentimental de la conducta, a los sentimientos los llamó «pasiones», subrayando con ello el carácter pasivo de los mismos y el hecho de que la persona los padecía como algo inevitable y, con frecuencia, molesto y perjudicial. La vergüenza, la ira, el miedo, son sentimientos que nos sobrevienen y, o bien nos impiden actuar, o nos llevan a hacerlo de la forma equivocada e irracional. De ahí que la ética se fuera entendiendo más y más como el dominio y la erradicación de las pasiones, y la sabiduría práctica, como el conocimiento que conseguía reprimirlas e intentaba eliminarlas. El cristianismo, primero, y el racionalismo que culmina en la filosofía de Kant, después, contribuyeron a difundir esa concepción excesivamente racionalista de la ética.

El discurso actual sobre las emociones pretende corregir esa tendencia y distanciarse del racionalismo hegemónico. La moralidad no se reduce solo a una especie de clasificación de las acciones como buenas o malas, correctas o incorrectas, de acuerdo con unas normas aprendidas, sino que es también una sensibilidad de acuerdo con la cual uno siente atracción hacia lo que está bien y repulsión hacia lo que está mal. No es solo un conocimiento de lo que se debe hacer, de lo que está permitido o prohibido, sino también un conocimiento de lo que es bueno sentir. También la ética es una inteligencia emocional. Llevar una vida correcta, conducirse bien en la vida, saber discernir, significan no solo tener un intelecto bien amueblado, sino sentir las emociones adecuadas en cada caso. Entre otras cosas, porque, si el sentimiento falta, la norma o el deber se muestran como algo externo a la persona, vinculado a una obligación, pero no como algo interiorizado e íntimamente aceptado como bueno o justo. La persona equitativa no es la que paga impuestos para evitar la inspección de Hacienda y la multa que le caerá si no desembolsa lo debido, sino la que se identifica con el imperativo moral de que es bueno redistribuir la riqueza. La coacción de la norma y la amenaza de sanción en caso de incumplimiento ayudan y contribuyen a la formación moral, pero no consiguen una formación íntegra y duradera. El individuo tiende a escapar de la norma si no la ha convertido en parte de sí mismo, si no llega a habituarse a ella porque la siente como la norma adecuada. Para algunos filósofos, las emociones no solo son algo que nos ocurre sin provocarlo ni quererlo, sino que pueden acabar siendo parte esencial del carácter moral. De esta forma, la ética o la moral deben entenderse no solo como la realización de unas cuantas acciones buenas, sino como la formación de un alma sensible. En palabras de Hutcheson: «Aquello que se siente como bueno constituye un deber; quien carece de un alma sensible es incapaz de reconocer deber alguno».1

Una persona con carácter o sensibilidad moral reacciona afectivamente ante las inmoralidades y la vulneración de las reglas morales básicas. Siente indignación, vergüenza o rabia ante lo ocurrido en los campos de exterminio, los horrores de las guerras, las torturas de las cárceles, las hambrunas, la corrupción que corroe a las instituciones políticas y a quienes las administran. Esa reacción afectiva es necesaria para orientar la conducta en contra de lo que se proclama como inaceptable e injusto. El que carece de afecciones morales es apático, no se apasiona por aquello en lo que dice creer. Nada le motiva ni le moraliza porque vive desmoralizado. Dicho de otra forma, carece de moral en el sentido de entusiasmarse por lo que merece la pena. Vive en la indiferencia porque no ha hecho suya, no ha incorporado a su manera de ser, la diferencia que existe entre el bien y el mal.

Resaltar el papel de las emociones en la ética es un modo, quizá el único, de abordar el poco tratado problema de la motivación moral, un problema que la filosofía racionalista más bien elude porque nunca ha sabido dar respuesta a una pregunta secular: ¿por qué el conocimiento del bien no nos hace buenas personas? Y es que son las emociones o los sentimientos las que proporcionan la base necesaria al conocimiento del bien y del mal para que el ser humano se movilice y actúe en consecuencia con ello. Lo decía ya Platón en La república al preguntarse por qué hay que rechazar la tiranía. Y respondía más o menos esto: la rechazamos porque tememos la inseguridad en que vive el tirano y porque nos repugna participar en un sistema en el que se ejerce una relación tiránica. Ésa es la razón. El origen de lo racional está en el placer y el dolor, pensaba a su vez Adam Smith, autor no solo del libro que marca los orígenes de la economía liberal, sino de una Teoría de los sentimientos morales. Aprobamos aquello que nos satisface. Y la raíz de la moral es la simpatía o la empatía con los sentimientos ajenos. Esa empatía nos conmueve, en tanto que la indiferencia ante el placer o el dolor ajenos nos subleva, sentimos que es inhumana. Teniendo en cuenta que la ética es una necesidad derivada de la realidad social del ser humano, el fin de la educación moral tendrá que ser una cierta comunidad de sentimientos que nos haga partícipes y miembros de una misma humanidad. Comunidad de sentimientos que nos vaya indicando qué es lo que debe concernirnos por encima de todo.

Para que esa comunidad de sentimientos se construya habrá que distinguir entre lo que acaece inevitablemente, porque viene determinado por la naturaleza de las cosas, y lo que, por el contrario, depende de nosotros. Es una lección que nos enseñaron los estoicos y que han tenido en cuenta los filósofos más atentos a la función de los sentimientos. Hay hechos inevitables que no dependen de nosotros, y hechos evitables que sí dependen y está en nuestras manos impedir o cambiar. Crecer, envejecer y morir es inevitable, como lo son un terremoto o una inundación, por lo menos, mientras no sepamos conjurarlos y evitar que ocurran. Es evitable, en cambio, envejecer con amargura y desesperación; puede evitarse que los efectos desastrosos de un terremoto dañen especialmente a las personas más débiles. Pues bien, la moral actúa en el ámbito de lo evitable, de lo que puede ser de otra manera. Lo evitable es lo que debe provocar en el ser humano sentimientos de ofensa, de rabia, de vergüenza o de desesperación. Reaccionamos con rabia cuando «es ofendido nuestro sentido de la justicia», escribe Hannah Arendt, pues «para responder razonablemente [ante una tragedia insoportable] uno debe sentirse afectado, y lo opuesto a lo emocional no es lo racional, sino más bien la incapacidad para sentirse afectado, habitualmente un fenómeno patológico, o el sentimentalismo que es una perversión del sentimiento».2 En efecto, el sentimentalismo es el sentimiento sin la guía de la razón. Emociones y razón han de ir de la mano en el razonamiento práctico: las emociones por sí solas no razonan; las razones contribuyen a modificarlas y reconducirlas.

Me propongo, en las páginas que siguen, desarrollar la vinculación estrecha entre razón y emoción. Lo haré de la mano de los tres filósofos que han entendido y explicado mejor, a mi juicio, tal vinculación: Aristóteles, Spinoza y Hume. Pero mi objetivo no es únicamente recordar algo que no fue la línea predominante de la filosofía que más directamente hemos heredado, sino también reaccionar contra un peligro que acecha a un posible giro de 90 grados en el enfoque del comportamiento humano. Vivimos en la actualidad lo que Michel Lacroix ha llamado «el culto a la emoción»,3 cuya liturgia consiste en darle la vuelta a lo que ha prevalecido hasta ahora, sustituyendo el reduccionismo racionalista por un reduccionismo emocional. En ese movimiento confluyen varias cosas: un rechazo de las múltiples represiones que han pretendido modelar exageradamente el comportamiento; una nostalgia romántica por la diferencia individual y la bondad natural –no social– de la persona; un desarrollo de la psicología cognitiva como la ciencia rectora y la única que explica el comportamiento humano y resuelve sus disfunciones. Cualquiera de los ámbitos de la actuación humana, sea el trabajo, la política, el ocio o la educación, tiende a ser abordado desde esa perspectiva exclusivamente emocional. La consigna viene a ser ésta: puesto que las emociones son tan importantes, no las toquemos, dejemos que se expandan y que se manifiesten en toda su pureza. ¡Vivan las emociones! Más aún: preservemos la fibra más emotiva de cada individuo, abandonemos los razonamientos y vayamos directos al corazón. Emocionarse es bueno, razonar es perverso. De esta forma, el empresario se preocupa por el clima emotivo que modela las actitudes de los trabajadores; el político se decanta con facilidad hacia el populismo y la demagogia; los padres dan rienda suelta a los deseos de sus hijos y en la escuela desaparecen las reglas porque la represión es traumática; la publicidad comercial vende «experiencias», «sensaciones fuertes» o, directamente, «emociones». En suma, hay que sentir en lugar de aprender a pensar. Las emociones se convierten en un objeto de culto.

Para Lacroix, ese culto a la emoción «representa el apogeo del culto al yo». Es la culminación de un individualismo que ha puesto al sujeto en un pedestal que nada debe derribar. Lo que distingue a una persona de otra es, precisamente, su sensibilidad, su parte emotiva, no la racional que tiende a unificarlo en el seno de un todo despersonalizado. No hace falta insistir en que esa explosión de las emociones es la negación de la ética entendida como algo que viene a ordenar lo que de por sí es caótico y merece evaluaciones distintas. El ser humano está dotado también de razón y no solo de emociones, debe desarrollar lo que los griegos llamaron la actividad contemplativa, el pensamiento, y aprender a admirar lo admirable y a rechazar lo que no lo es, para lo cual debe tener razones que le indiquen qué es digno de admiración y qué no es admirable bajo ningún aspecto. Ha de aprender a sentirse afectado por los objetos nobles y valiosos, por los comportamientos íntegros y justos. Para lo cual tiene que haber adquirido una capacidad de discernimiento y de saber distinguir lo que vale de lo que no vale. Una capacidad que nunca hay que dar por supuesta porque es fruto de un largo y me temo que inacabable aprendizaje. Menos aún en una época en la que la publicidad nos conduce a admirar precisamente aquello que de admirable no tiene nada.

No solo la acción individual precisa el componente emocional que la motiva, también éste es imprescindible para la acción política. Pero la política tampoco debe ser reducida a pura emoción. Hoy preocupa más la desafección política que la razonabilidad de las decisiones y del comportamiento en general de los políticos. Es un síntoma de que constatamos el valor de lo emocional, pero no sabemos muy bien cómo manejarlo. Unos siguen mirando con recelo el papel de los sentimientos en política; otros los utilizan descaradamente de manera populista y manipuladora. Precisamente, lo que hay que evitar son los antagonismos, no apostar por las emociones sin más ni por la racionalidad pura, pues ni los sentimientos son irracionales ni la racionalidad se consolida sin el apoyo de los sentimientos. Para ello convendrá incidir más en la naturaleza de las emociones y en el carácter positivo o negativo que pueden tener de cara a unos objetivos que también habrá que determinar. Dichos objetivos pueden ser la felicidad –como quería Aristóteles–, una vida más justa para todos o una convivencia más pacífica. Quizá sean un solo y mismo objetivo, pero habrá que explicarlo. Para llegar a ellos, o, cuando menos, vivir orientados hacia ellos, no cualquier emoción sirve. Enfadarse es, en principio, un sentimiento natural. Lo que hay que aprender es a enfadarse por lo que merece un enfado. Aristóteles construyó parte de su Retórica para enseñar dicha lección: cómo aprender a tener los sentimientos justos o, diríamos hoy, las emociones adecuadas. Hoy nos importa averiguar si ciertas emociones, como la vergüenza, deben recuperarse en un mundo donde lo que abunda es más bien la desvergüenza. Cuál debe ser el papel del miedo en la llamada «sociedad del riesgo». O el de la indignación, de una indignación que debería poder calificarse como «moral».

Es posible gobernar y moderar o incentivar las emociones no solo porque la razón está para eso, sino porque las emociones no son algo supuestamente natural y espontáneo que el individuo posee debido mayormente a su dotación genética. Existe hoy también el peligro de naturalizarlo todo y decidir que lo que se supone natural no es modificable. El entorno económico, social, cultural, ideológico, jurídico en el que se desarrolla la conducta de las personas determina en gran parte los sentimientos. Podríamos decir, creo, que existe un sentir social que la persona interioriza y aprende por contagio con quienes vive. Un sentir manipulable, para bien y para mal. Lo que es peligroso o un riesgo en el siglo XXI no lo fue en otros momentos de la historia; tampoco son los mismos los motivos de compasión o de vergüenza. La economía de consumo depende de su capacidad para producir deseos y la sociedad de la información sabe que los sucesos noticiables son los que llegan a las vísceras del público. Si Aristóteles tuviera que escribir hoy su Retórica, se dirigiría no tanto a los políticos y legisladores como a los publicitarios y los periodistas, a los directores de los innumerables gabinetes de comunicación que tejen la propaganda que adereza los mensajes que deben llegar al público.

La Medea de Eurípides se lamenta de sí misma diciendo: «Sí, conozco los crímenes que voy a realizar, pero mi thymos [pasión] es más poderosa que mis reflexiones y ella es la mayor causante de males para los mortales». Después de muchos años enseñando filosofía de la moral, pienso que la tribulación de Medea es uno de los problemas fundamentales de la ética. Este libro no pretende resolverlo –los filósofos no nos hemos distinguido nunca por resolver los problemas que planteamos–, pero sí formularlo en todas sus dimensiones y ayudar por lo menos a entender por qué actuamos como actuamos.

1

¿Qué son las emociones?

 

El mundo del hombre feliz es distinto del mundo del hombre
 desgraciado.

WITTGENSTEIN

 

Aunque hoy se hable mucho de las emociones, éste no es un concepto que forme parte del acervo tradicional de la filosofía. Los filósofos se han referido mucho a las pasiones, a los sentimientos, a los afectos, centrales estos últimos en la Ética de Spinoza, o en el Tratado de Descartes sobre las pasiones, a las que llama «afecciones del alma». En todos los casos, el término en cuestión evoca algo que el individuo padece, que le sobreviene, que le afecta y que no depende de él. El Diccionario de la Real Academia Española dice, tanto de los sentimientos como de las emociones, que son «estados de ánimo». No es una definición que aclare gran cosa, pero, cuando menos, establece una similitud entre el significado de ambos términos, el sentimiento y la emoción. Los psicólogos y los neurólogos afinan algo más y suelen vincular las emociones y los sentimientos en una secuencia en la que primero se dan las emociones, las cuales producen o son a su vez síntoma de la existencia de ciertos sentimientos. «Si las emociones se presentan en el teatro del cuerpo, los sentimientos se representan en el teatro de la mente», escribe Damasio.1

Uno se sonroja o se le llenan los ojos de lágrimas, y ello significa que estamos sintiendo vergüenza o tristeza. Los filósofos, en cambio, se interesan por las emociones, los sentimientos o las pasiones, desde el punto de vista de la relación que puedan tener con la razón.2 Hoy abunda la tendencia a considerar que existe entre lo sensible y lo racional un continuo, siendo difícil separarlos. Es la tesis de Ronald de Sousa, quien defiende que «la función de la razón es llenar los huecos dejados por la razón pura en la determinación de la acción o creencia».3 De opinión parecida es otro estudioso de las emociones, Robert C. Solomon, que atribuye a las emociones la función normativa y proactiva que siempre se adjudicó en exclusiva a la razón: «Las emociones son racionales y propositivas más que irracionales y disruptivas, se parecen mucho a las acciones, escogemos una emoción como escogemos una línea de acción».4 Las emociones no son algo que me ocurre, sino algo que yo hago.

Desde dicha perspectiva, la filosófica y, en concreto, la de la filosofía práctica, es desde la que me propongo abordar el tema. Desde Platón, y con hitos clásicos, como el de Descartes, la filosofía ha tendido a contraponer la racionalidad al sentimiento, dando por lo general preponderancia a la facultad racional sobre la facultad desiderativa de la que nacen las pasiones, los afectos o las emociones. El énfasis puesto en las emociones en la actualidad pretende revertir o, cuando menos, matizar esa tendencia mostrando que es simplista y falsa. Lo hace, sin embargo, con el peligro de despreciar la función de la razón o de quedarse en el nivel más superficial de lo emotivo. Mi hipótesis de partida es que la ética no puede prescindir de la parte afectiva o emotiva del ser humano porque una de sus tareas es, precisamente, poner orden, organizar y dotar de sentido a los afectos o las emociones. La ética no ignora la sensibilidad ni se empeña en reprimirla, lo que pretende es encauzarla en la dirección apropiada. ¿Apropiada para qué? Para aprender a vivir, que es, al mismo tiempo, aprender a convivir de la mejor manera posible. En el encauzamiento de las emociones tiene una parte importante la facultad racional, pero no para eliminar el afecto, sino para darle el sentido que conviene más a la vida, tanto individual como colectiva. Con esa concepción de la ética de la que parto y doy por buena no estoy descubriendo nada nuevo. Es la que propuso Aristóteles, quien, por otra parte, fue el primer filósofo que se ocupó de sistematizar la ética en una teoría de las virtudes.

Otros filósofos, como Spinoza, Hume y Adam Smith, realzaron y potenciaron también el papel de los sentimientos como núcleo, incluso como fundamento, de la moral. Todos ellos coinciden en poner de relieve la escasa capacidad de la razón por sí sola para mover a la acción, así como la consiguiente necesidad de que el pensamiento racional afecte a la persona, que los principios y las normas se incorporen de tal forma a su manera habitual de ser que produzcan sin demasiado esfuerzo los efectos deseados en la práctica. Se trata, en definitiva, de conseguir que el bien y los deseos coincidan hasta el punto de que no haya diferencia entre ambos. Se trata, dicho de otra forma, de reconciliar lo que, en principio, parece irreconciliable, a saber, que sea posible que la persona quiera hacer lo que le cuesta y no le apetece hacer. O se trata de poder aceptar sin que nada chirríe la célebre aseveración de Spinoza según la cual «no deseamos las cosas porque son buenas, sino que son buenas porque las deseamos». En definitiva, la conjunción de razonamiento y emociones busca un equilibrio emocional que no es pura y simplemente el resultado de una imposición o represión de la razón sobre la emoción. Lo dice muy bien Ignacio Morgado en una excelente exposición de tal equilibrio: «No imponemos la razón a los sentimientos, sino que utilizamos aquélla para cambiar nuestras emociones y la conducta que de ellas deriva».5 Efectivamente, razonando se generan nuevas emociones que suplantan a las que en principio producían sentimientos perturbadores e incovenientes para el bienestar psíquico de la persona.

De las diferentes teorías establecidas para entender y explicar las emociones, la que prevalece y se impone es la llamada «teoría cognitivista», según la cual las emociones tienen un sustrato cognitivo y no meramente sensitivo. La teoría no es en absoluto nueva, pues fue Aristóteles el primero que vinculó las emociones al conocimiento. En la Retórica se refiere a las emociones como «aquellos sentimientos que cambian a las personas hasta el punto de afectar a sus juicios».6 Pero también dirá que los juicios o cogniciones afectan a las emociones y son la causa de que éstas tengan lugar. Hay que profundizar en esa causalidad de las emociones, averiguar qué las produce, con el fin de potenciarlas o evitarlas para que la emoción se dé cuando le convenga al sujeto. También la Ética de Spinoza desarrolla una teoría cognitivista de los afectos, puesto que, como veremos, éstos van siempre acompañados de una idea de los mismos. Esa idea, que es la explicación que nos damos a nosotros mismos de lo que sentimos, puede ser adecuada o inadecuada, según se refiera o no a la causa real del afecto. Hume, a su vez, con su teoría de que el conocimiento se origina en las impresiones sensibles, a partir de las cuales nos formamos ideas de las cosas, incide, asimismo, en el carácter cognitivo que revisten las impresiones sensoriales. Sea como sea, la teoría cognitivista es la que recoge la simbiosis entre sentimiento e intelecto, cuerpo y mente, que ahora intentamos recuperar. Una simbiosis difícil de encontrar de forma satisfactoria en las filosofías dualistas, como la platónica o la cartesiana, para las que a la mente le corresponde pensar y al cuerpo, moverse y actuar siguiendo las órdenes de la mente. Consagran tales filosofías la concepción que muy bien supo ridiculizar Gilbert Ryle, varios siglos más tarde, como la del «fantasma en la máquina». La teoría sensitiva, no cognitivista, de William James es muy similar a la de Descartes. Para ambos, la realidad exterior es la que provoca los cambios corporales que dan lugar a la emoción. La concepción de James se resume en la conocida afirmación «No lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos». Lo determinante es fisiológico.7

Según las teorías cognitivistas, por el contrario, la estructura de las emociones está constituida por creencias, juicios o cogniciones, además de por los deseos. Así lo entiende, por ejemplo, Donald Davidson, quien pone de manifiesto que la acción humana se explica a partir de unos deseos o «pro-actitudes» y a partir de unas creencias. De un modo parecido, Justin Oakley, en un libro dedicado a las emociones y la vida moral, define a las emociones como «un complejo de afectos, cogniciones y deseos».8 Emociones como el miedo o la compasión consisten, en efecto, en modificaciones corporales o psíquicas que indican que hemos visto, oído o adivinado algo que nos afecta, que produce en nosotros una suerte de conmoción en principio física: un susto, un sobresalto, una mueca de disgusto, un temblor. Aunque la afección de entrada es corporal y está provocada por algo externo a nosotros, en el fondo de ella yace algún pensamiento o creencia relativo a lo que acabamos de percibir, y que nos lo señala como algo temible o digno de atención. Por eso, porque sentimos que estamos ante algo que es una amenaza o algo que suscita nuestra empatía, de la emoción sentida deriva una tendencia a actuar, el deseo de evitar o, por el contrario, de mantener aquello que la ha causado. El temor a que me roben, a perder el trabajo, a perder las amistades, a tener un cáncer, se funda en creencias derivadas de experiencias propias, ajenas o divulgadas con profusión hasta convertirse en un lugar común. Esas creencias, perfectamente fundadas en muchos casos, son las que provocan el miedo y las que alimentan a su vez el deseo de evitar el daño. Todos los sentimientos se explican por conocimientos o creencias que las sustentan. La pasión amorosa se basa en la creencia de que la persona amada lo tiene todo, se puede confiar en ella, es atractiva, es interesante y guapa, por lo que uno desea que esa creencia no se frustre, sino, al contrario, se refuerce por el contacto con la persona querida. Las emociones pueden proceder de creencias o cogniciones equivocadas, de hecho, muchas veces ocurre así. En cualquier caso, la causa de una emoción determinada es siempre una cierta visión de las cosas que genera rechazo o deseo de permanencia.

Tanto el componente cognitivo de las emociones como el desiderativo interesan especialmente para la perspectiva moral sobre las mismas. Nos importa saber qué las provoca y cómo influyen en la conducta, qué creencias las alimentan y qué motivaciones para actuar derivan de ellas. Desde tal punto de vista, las emociones han sido definidas también como «disposiciones mentales» que generan actitudes.9 Su vinculación con el deseo las convierte, efectivamente, en disposiciones a obrar, que proporcionan a la persona una orientación, la cual viene dada por las creencias que uno tiene sobre la realidad, y se proyecta hacia un objetivo propiciado por el deseo. Las creencias proveen a la persona de una «imagen del mundo que habita», mientras los deseos le proporcionan «objetivos o cosas a las que aspirar». El puente que vincula las creencias al deseo es el estado emotivo. Dicho de otra forma, las creencias crean un mapa del mundo y los deseos apuntan a recorrerlo o, por el contrario, a evitarlo. Es más, si las emociones tienen que ver con una forma determinada de entender el mundo y provocan un comportamiento reactivo consecuente con esa visión, las emociones presuponen una «cultura común», un sistema de creencias y prácticas compartidas.10 Es decir, que sentimos y nos emocionamos de acuerdo con el entorno en el que hemos nacido y en el que vivimos.

Desear un objetivo no es conseguirlo. Por ello, los deseos suelen quedar satisfechos o frustrados, lo que hace que se desarrolle en nosotros una determinada actitud hacia aquello que ha originado la satisfacción o la frustración. Si el amor es correspondido, se fortalece y genera optimismo hacia la vida en general; si no lo es, produce decepción, desengaño y malhumor también generalizados. Cuanto más potente es el deseo, más empapa el conjunto de la existencia. De ahí que una de las maneras de gobernar las emociones sea evitar que las aspiraciones de uno se concentren en una sola cosa. Una postura sabia tras un deseo frustrado es procurar que tal deseo, en circunstancias similares, no vuelva a producirse, lo cual, en algunos casos, significará modificar, asimismo, la creencia que suscitó la emoción y el deseo subsiguiente. La persona amada deja de tener las cualidades maravillosas que le suponíamos y se muestra como la suma de todos los defectos, el viaje prometedor acaba enfureciéndonos con la agencia de viajes que nos lo vendió como inigualable. De esta forma, la suma de deseos satisfechos o frustrados contribuye a modificar las fuentes cognitivas que los generaron y a hacer que lo que, en principio, nos afectaba en sentido positivo deje de hacerlo si las expectativas se han frustrado. Esta sucesión de actitudes positivas o negativas se refleja en el comportamiento de cada uno y, a la larga, conforma eso que llamamos «carácter».

 

 

Emociones positivas y negativas

 

Si las emociones son disposiciones mentales que generan actitudes –dicho de otra forma, son maneras de ser–, no tiene mucho sentido referirnos a ellas como algo que el individuo padece y, por lo mismo, le impide actuar como él quisiera. Jon Elster tiene un estudio amplio sobre las emociones y la racionalidad o la irracionalidad de las mismas. Parte de la convicción de que es equivocado preguntarse si las emociones son acciones o pasiones. Seguramente tienen un componente pasivo, en la medida en que le sobrevienen al sujeto, pero tienen también un componente activo, porque incitan a reaccionar de la forma que sea. En consecuencia –propone Elster–, habrá que verlas como racionales o irracionales, o como apropiadas o inapropiadas, teniendo en cuenta que la explicación para considerarlas de un modo u otro es que contribuyan o no al bienestar subjetivo de la persona que experimenta la emoción. La perspectiva desde la que Elster analiza el tema no es exactamente la de la ética. Por eso se refiere únicamente al bienestar subjetivo y no al bienestar de todos, que sería una forma más apropiada de verlo desde el punto de vista de la ética. En cualquier caso, tanto si lo que buscamos es la felicidad individual como la colectiva, con vistas a tal fin las emociones serán negativas o positivas, contribuirán a acrecentar el bienestar, la justicia o cualquiera de los valores morales, o a disminuirlos. En un sentido similar, Oakley afirma que una emoción es buena si va dirigida o corresponde a algo bueno o «relacionado con el florecimiento humano».

Pero ¿qué significa, en el siglo XXI, el florecimiento humano? ¿Podemos seguir utilizando la expresión aristotélica de la «excelencia de la persona», la areté, como la finalidad que nos constituye? Es cierto que hoy se habla de excelencia a muchos propósitos. Pero la pregunta complicada es: ¿podemos determinar qué virtudes o cualidades conforman hoy la excelencia de la persona? La respuesta a esta pregunta nos lleva a un debate estéril (como tienden a serlo la mayoría de los debates filosóficos), pero que no por ello deja de ser un debate interesante. Es estéril desde un punto de vista utilitario que consideraría que es inútil plantearse cuestiones que carecen de respuestas claras. Pero esos debates aparentemente inútiles también contribuyen a entender mejor ciertos conceptos que utilizamos con profusión sin pactar antes su significado. Uno de ellos es, precisamente, el de excelencia. Hay filósofos que opinan que el discurso de las virtudes es imposible en sociedades complejas y plurales como las que hoy conocemos. O es imposible desde el pensamiento moderno, centrado en el individuo, y en la libertad o autonomía de la persona como derecho fundamental. Si definimos al sujeto moral como el que es capaz de elegir la forma de vida que quiera, parece lógico que ese sujeto sea «el hombre sin atributos», alguien a quien no es legítimo exigirle unas determinadas cualidades, puesto que ello le restaría libertad para decidir cómo ser. Esta opinión la defiende con entusiasmo Alasdair MacIntyre en su mejor libro, Tras la virtud. Un libro que, como dice bien el título, expresa al mismo tiempo la nostalgia y la melancolía por una sociedad en la que era posible determinar de antemano cómo debía ser la persona considerada buena. Desde la Modernidad, explica el filósofo, el vínculo entre «la persona tal como es» y «la persona tal como debería ser» es inexistente. Ese vínculo se da en Aristóteles, que no tiene problema ninguno para definir al hombre como «animal social». La filosofía cristiana también da por supuesta una definición de la persona como creatura divina que debe obediencia a Dios. Pero, cuando la persona ya no puede definirse sino como autónoma y libre, pensar en su excelencia, de un modo unitario, no solo es imposible, sino seguramente también algo dogmático y, en definitiva, poco ético.

Mi punto de vista difiere del de MacIntyre en el aspecto siguiente. Pienso que el conjunto de derechos humanos que se han constituido como los mínimos de una moral universal hace a la persona sujeto de unos derechos y también de un compromiso, individual y colectivo, para que tales derechos se mantengan y se cumplan. La persona no puede definirse ya como el animal social o político cuya excelencia radicaría en la dedicación a la política (entendida ésta en su acepción más noble, hoy en el más absoluto olvido). Aun así, en una democracia, el individuo es ciudadano y, como tal, es sujeto de derechos pero también de deberes. Los deberes son lo que llamamos «virtudes cívicas», que consisten en el conjunto de obligaciones que comprometen con lo público o con el interés general, que harán del individuo, en principio interesado solo por sí mismo y los suyos, una persona dotada de civilidad. En eso consiste la ética pública, que no es en absoluto prescindible en un Estado democrático y de derecho. Desde tales premisas y recuperando el tema de las emociones, habrá que ver qué emociones son apropiadas y por qué lo son para que el compromiso de la persona con lo público se produzca, se mantenga y no desfallezca. Para que la ciudadanía no caiga en la desmoralización, como hubiera dicho Aranguren.

Defender las emociones en la vida moral no es incurrir en un sentimentalismo o en un moralismo flojo y sin fundamento. Por lo menos, intentaré evitar que mi propuesta se entienda en tal sentido. Es, por el contrario, poner de manifiesto la importancia moral de tener emociones apropiadas en el grado apropiado y en las situaciones apropiadas. «Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y en el momento correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.» La cita es de Aristóteles y encabeza uno de los libros que han contribuido más, para bien y para mal, a que las emociones adquirieran una preponderancia inusitada en la investigación social. Me refiero a Inteligencia emocional, de Daniel Goleman, un libro destinado a explicar no solo que las emociones cuentan en las relaciones humanas y profesionales, sino que es necesario y posible administrarlas con inteligencia.

Para conseguir gobernar las emociones, habrá que analizarlas y decidir la conveniencia de las mismas para desarrollar una personalidad que tenga en cuenta los principios y los valores éticos. Es la tarea que ocupó a Aristóteles, tanto en sus Éticas como en la Retórica, y también a Spinoza en su Ética. Filósofos más cercanos a nosotros, como Nietzsche, se muestran igualmente adversos a un racionalismo encumbrado que ha ahogado el peso de los sentimientos. Sartre es otro ejemplo en una breve teoría de las emociones que me parece interesante reseñar aquí porque, aunque directamente no hable de ello, nos ayudará a abordar el tratamiento ético de las emociones.11

Sartre parte del tratamiento psicológico de las emociones y, en concreto, de William James, para poner de relieve que es insuficiente. Al psicólogo solo le importa el hecho emotivo, focalizado en una serie de manifestaciones corporales o fisiológicas de las que la persona toma conciencia. Una teoría que afirma que «estamos tristes porque lloramos» es una teoría mecanicista que no se enfrenta a lo que el fenomenólogo piensa que es importante, a saber, el significado de las emociones y el lugar que ocupan en la conciencia. De acuerdo con esa búsqueda de significado, Sartre piensa que, en principio, las emociones no son más que una forma brusca de resolver un conflicto o un fracaso, una manera de eludir una dificultad que se nos presenta. La niña tímida que enrojece y rompe a llorar cuando alguien le riñe o la muchacha que, al encontrarse frente a un examen que no sabe resolver, rompe la cuartilla y sale del aula responden emotivamente a algo que eluden resolver. El proceso emotivo ocurre en la conciencia, pero esa conciencia, siempre en la opinión de Sartre y en clave fenomenológica, es irreflexiva, pues no es una conciencia de lo que voy a hacer, sino más bien una «conciencia del mundo». El miedo a una calle oscura, la ira ante un oprobio, la compasión por un niño famélico, son emociones que me llevan a ver el mundo de una manera determinada: el mundo en el cual hay seres que odian, situaciones peligrosas, daños incomprensibles. Por eso, Sartre entiende la emoción a la vez como «una forma de aprehender el mundo» y como una «transformación del mundo».

 

Cuando los caminos trazados se hacen demasiado difíciles o cuando no vislumbramos caminos, ya no podemos permanecer en un mundo tan urgente y difícil. Todas las vías están cortadas y, sin embargo, hay que actuar. Tratamos entonces de cambiar el mundo, o sea, de vivirlo como si la relación entre las cosas y sus potencialidades no estuviera regida por unos procesos deterministas sino mágicamente.12

 

Sin ser plenamente consciente de lo que hace, la conciencia cambia la dirección para ver las cosas de otra manera. Se produce en la persona algo parecido a lo que describe la fábula del zorro y las uvas: como no puede alcanzarlas, dice que están verdes. La frustración produce un cambio en la manera de aprehender la realidad: las uvas están verdes, no merece la pena esforzarse en cogerlas.

Sea como sea, sin embargo, el punto de partida es que la emoción acaece como consecuencia de un fracaso, «el origen de la emoción es una degradación espontánea y vivida de la conciencia frente al mundo». Algo aparece como insoportable y el sujeto se dispone a vivirlo de otra forma. Es así que la conciencia se arroja a ese mundo que Sartre califica como «mágico» y, como tal, «cautiva» a la conciencia, la hace presa de sus cadenas. Al contrario de lo que quizá tendamos a creer, «la emoción no es una modificación fortuita de un sujeto que, por otra parte, permanecería sumido en un mundo invariado». No, el mundo se transforma a los ojos del sujeto porque la emoción altera el mundo: nosotros constituimos la magia del mundo. Y todo ello forma parte de «la estructura de la conciencia», es algo que nos constituye. «La emoción no es un accidente, sino un modo de existencia, una de las formas que comprende (en el sentido heideggeriano de Verstehen) su Ser-en-el-Mundo.»

porque estoy furioso»es

 

Upheavals of Thought,13juicios

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Por eso Nussbaum recalca la importancia que tiene el despertar de las emociones en el niño, porque le proveen de una especie de mapa del mundo. Le dicen de qué hay que protegerse, qué es bueno y qué es malo, qué es temible, cuándo hay que enfadarse y cuándo hay que reírse. Aprendiendo a emocionarse, el yo se va llenando de contenidos que, desde una valoración moral, diremos que son apropiados o inapropiados. Así, por ejemplo, del aprendizaje emocional se nutren los prejuicios, algunos de los cuales –el sexismo o el machismo, sin ir más lejos– están muy vinculados a un narcisismo y una autosuficiencia que lleva a autoengañarse sobre la propia vulnerabilidad, y a despreciar o maltratar a quien aparece a los ojos de uno como una pobre mujer indefensa y desgraciada por el hecho de serlo, necesitada de ayuda. Esta visión de uno mismo, o del grupo al que uno pertenece, raíz también de prejuicios xenófobos y racistas, impide que se desarrollen emociones de empatía o compasión y fomenta el odio y el desprecio.

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