Friedrich Nietzsche

Obras - Colección de Friedrich Nietzsche


Índice
Obras - Colección de Friedrich Nietzsche

Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para ninguno
Prólogo de Zaratustra
Los discursos de Zaratustra
De las tres transformaciones
De las cátedras de la virtud
De los trasmundanos47
De los despreciadores del cuerpo
De las alegrías y de las pasiones58
Del pálido delincuente
Del leer y el escribir
Del árbol de la montaña68
De los predicadores de la muerte73
De la guerra y el pueblo guerrero
Del nuevo ídolo
De las moscas del mercado
De la castidad
Del amigo
De las mil metas y de la «única» meta93
Del amor al prójimo
Del camino del creador
De viejecillas y de jovencillas
De la picadura de la víbora
Del hijo y del matrimonio
De la muerte libre
De la virtud que hace regalos
Segunda parte de
Así habló Zaratustra
El niño del espejo139
En las islas afortunadas149
De los compasivos
De los sacerdotes
De los virtuosos
De la chusma
De las tarántulas177
De los sabios famosos
La canción de la noche186
La canción del baile
La canción de los sepulcros193
De la superación de sí mismo198
De los sublimes
Del país de la cultura206
Del inmaculado conocimiento214
De los doctos
De los poetas
De grandes acontecimientos237
El adivino
De la redención
De la cordura respecto a los hombres
La más silenciosa de todas las horas
Tercera parte de
Así habló Zaratustra
El caminante
De la visión y enigma 280
De la bienaventuranza no querida 289
Antes de la salida del sol294
De la virtud empequeñecedora301
En el monte de los olivos314
Del pasar de largo
De los apóstatas
El retorno a casa335
De los tres males
Del espíritu de la pesadez
De tablas viejas y nuevas363
El convaleciente413
Del gran anhelo425
La otra canción del baile
Los siete sellos (O: La canción «Sí y Amén »)433
Cuarta y última parte de
Así habló Zaratustra
La ofrenda de la miel
El grito de socorro447
Coloquio con los reyes
La sanguijuela 465
El mago469
Jubilado
El más feo de los hombres
El mendigo voluntario
La sombras501
A mediodía
El saludo
La Cena518
Del hombre superior
La canción de la melancolía
De la ciencia
Entre hijas del desierto
El despertar
La fiesta del asno567
La canción del noctámbulo579
El signo

De mi vida. Escritos autobiográficos de juventud
[Diciembre, 1856] Dos apuntes de Navidad
[Julio 1857] El Leusch y el valle de Wethau
[Agosto-septiembre, 1858]
[Octubre 1858] Mi vida
[Febrero, 1859]
[Julio-agosto,1859] En Jena
[Agosto-octubre, 1859] Pforta
[1859] La fiesta de Schiller en Pforta
[Marzo, 1860]
[Mayo 1861]
[1862] Euphorion, Cap. I 55
[Octubre, 1862]
[Octubre, 1862]
[Noviembre, 1862]
[Julio, 1863] Para las vacaciones
[Septiembre, 1863] Mi vida
[Febrero de 1864] Mi actividad musical en el año 1863
[27 de marzo de 1864] Sobre los estados de ánimo
[Julio-agosto, 1864]
[Agosto, 1864]
[31 de diciembre de 1864] Sueño de una noche de San Silvestre
[1865] [Conciertos y teatro en el invierno 1864-5 en Bonn]
[Julio-agosto, 1865]
[Agosto-diciembre 1865] Nota previa
[Enero, 1866]
[Mayo de 1867]
[Septiembre 1867- abril 1868] Mirada retrospectiva a mis dos años en Leipzig, del 17de octubre de 1865 al 10 de agosto de 1867
[Primavera-otoño de 1868] Observaciones sobre mí mismo
Otoño de 1868 - primavera de 1869]
[18691 Curriculum de Basilea
APÉNDICE: Fatum e Historia
NOTAS

Más allá del bien y del mal. Preludio a una filosofía del futuro
Prólogo
Sección primera De los prejuicios de los filósofos
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Sección segunda El espíritu libre
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Sección tercera El ser religioso
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Sección cuarta Sentencias e interludios
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Sección quinta Para la historia natural de la moral
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Sección octava Pueblos y patrias
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Sección novena ¿Qué es aristocrático?
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296
Desde altas montañas Épodo

El Anticristo
Prólogo - Inversión de todos los valores
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62

De mi vida.
Escritos autobiográficos de juventud

(1856 - 1869)

Contenido

[Diciembre, 1856] Dos apuntes de Navidad
[Julio 1857] El Leusch y el valle de Wethau
[Agosto-septiembre, 1858]
[Octubre 1858] Mi vida
[Febrero, 1859]
[Julio-agosto,1859] En Jena
[Agosto-octubre, 1859] Pforta
[1859] La fiesta de Schiller en Pforta
[Marzo, 1860]
[Mayo 1861]
[1862] Euphorion, Cap. I 55
[Octubre, 1862]
[Octubre, 1862]
[Noviembre, 1862]
[Julio, 1863] Para las vacaciones
[Septiembre, 1863] Mi vida
[Febrero de 1864] Mi actividad musical en el año 1863
[27 de marzo de 1864] Sobre los estados de ánimo
[Julio-agosto, 1864]
[Agosto, 1864]
[31 de diciembre de 1864] Sueño de una noche de San Silvestre
[1865] [Conciertos y teatro en el invierno 1864-5 en Bonn]
[Julio-agosto, 1865]
[Agosto-diciembre 1865] Nota previa
[Enero, 1866]
[Mayo de 1867]
[Septiembre 1867- abril 1868] Mirada retrospectiva a mis dos años en Leipzig, del 17de octubre de 1865 al 10 de agosto de 1867
[Primavera-otoño de 1868] Observaciones sobre mí mismo
Otoño de 1868 - primavera de 1869]
[18691 Curriculum de Basilea
APÉNDICE: Fatum e Historia
NOTAS

[Diciembre, 1856]
Dos apuntes de Navidad



Jueves, 25.12.1856


Hoy, «primer día de fiesta». Es el día más hermoso del año. Si en la Nochebuena nos alegramos más bien por los regalos, es hoy cuando más se disfruta de ellos. Esta mañana llegaron también mis amigos Gustav y Wilhelm para admirar mis regalos. Después de comer, fui a casa de Gustav e hice lo mismo. Estábamos invitados en casa de Pinder para el reparto de regalos, por lo que nos trasladamos allí a las seis. De su abuela recibió seis volúmenes de relatos de viajes y el juego del terceto, de su abuelo, todos los regentes de Prusia y muchos cuadernos de escritura. De su padre, una maravillosa colección de minerales que, en gran parte, contiene piedras recogidas por él mismo.


Naumburg, 26.12.1856


Por fin he decidido escribir un diario en el que confiar a la memoria todo aquello, tanto triste como alegre, que conmueva a mi corazón. Mi intención es que, pasados los años, pueda aún recordar la vida y los ajetreos de este tiempo y, en particular, los que a mí se refieren. Ojalá que esta decisión se mantenga firme aunque surjan en el camino multitud de obstáculos importantes. Y así, pues, quiero comenzar:

Ahora precisamente nos encontramos en medio de las alegrías de la Navidad. La esperamos y vimos colmada nuestra espera, la disfrutamos y, ahora, otra vez nos amenaza con abandonarnos. Hoy estamos ya en el segundo día de fiesta. No obstante, un sentimiento de felicidad irradia resplandeciente desde la primera tarde de Navidad hasta la otra, que, con pasos poderosísimos, acude al encuentro de su destino.

Quiero referir, junto al comienzo de mis vacaciones, también el comienzo de la alegría navideña. Salimos de la escuela; teníamos por delante el tiempo entero de las vacaciones y, con el, la más hermosa de todas las fiestas. Ya hacía unos días que, en nuestra casa, se nos había prohibido la entrada a ciertos lugares. Un velo de misterio difuminaba como la niebla todas las cosas, para que, luego, el rayo triunfante del sol de la fiesta del nacimiento de Cristo fuera mucho más vivo. Se recibieron las visitas navideñas; las conversaciones se referían casi exclusivamente a este único tema; yo me estremecía de alegría cuando, con el corazón lleno de gozo pensando en ellas, me apresuré a visitar a mi amigo Gustav Krug. Dimos rienda suelta a nuestros sentimientos pensando cuáles serían los hermosos regalos que habría de depararnos el día siguiente. Así, con la espera, transcurrieron las horas.

¡Y llegó el gran día!

Cuando me desperté ya entraba la luz de la mañana en mi habitación. ¡Qué tumulto albergaba mi pecho!

Había llegado el día a cuyo término, cierta vez, en Belén, el mundo supo del gran milagro; además, es el día en el que cada año mi madre me colma de ricos presentes.

El día transcurrió con lentitud de caracol; hubo que ir a recoger paquetes a la oficina de correos, con aire de misterio se nos trasladó de la habitación al jardín. ¿Qué habría ocurrido allí mientras tanto? Después fui a la clase de piano, a la que acudo una vez por semana todos los miércoles. En primer lugar interpreté una Sonata facile de Beethoven y luego tuve que hacer variaciones. Por fin comenzó a oscurecer. Mamá nos dijo a mi hermana Elizabeth y a mí: «los preparativos están llegando al final». Esto nos llenó de alborozo.

Luego llegó la tía; la recibimos con tal algarabía, o mejor dicho, con tal arrebato de júbilo que hicimos estremecer la casa. A mi tía la acompañaba su criada, que venía también para ayudar en los preparativos.

Finalmente, antes del reparto de regalos, llegaron la mujer del pastor Harsheim y su hijo.

¡Cómo podría describirse nuestro gozo cuando mamá abrió la puerta! ¡El árbol de Navidad estaba iluminado ante nosotros y, a sus pies, una gran cantidad de presentes!. No salté, no, me disparé hacia el árbol, y, cosa curiosa, caí justo en el lugar que me correspondía. Entonces vi un libro muy hermoso (aunque allí había dos, pues yo tenía que elegir uno), a saber, El mundo legendario de los antiguos, profusamente ilustrado con maravillosas imágenes. Encontré también un patín... *Pero cómo, sólo uno? Cómo se reirían de mí si yo intentara calzarme un patín en ambos pies. Eso parecería algo muy extraño. ¡Mira! ¿Qué es eso que hay allí tan oculto? «Soy yo acaso tan pequeño, tan ínfimo para que no puedas verme», exclamó de improviso un grueso volumen tamaño folio que contenía doce sinfonías a cuatro manos de Haydn. Un escalofrío de gozo me traspasó como un trueno entre las nubes; así pues, de verdad, el más grande de mis deseos se había cumplido; ¡el más inmenso! Al lado descubrí también el segundo patín y, al acercarme a él para examinarlo, encontré de improviso todavía un par de pantalones. Ahora contemplé todos mis regalos en conjunto, preguntando por el nombre de quienes me los habían hecho. ¿Pero quién podría ser aquél que me había regalado tantas partituras? No recibí otra información más que la de que se trataba de un extraño que tan sólo me conocía de nombre. Después se bebió el té y se comió el pastel de Navidad y, una vez que se marcharon nuestros huéspedes y nos invadió el cansancio, nos retiramos a descansar.

[Julio 1857]
El Leusch y el valle de Wethau



Quedé con Wilhelm Pinder en hacer una excursión al Leusch, que decidimos sería al domingo siguiente (éste fue el 19 de julio). Así, a las siete de la mañana salimos de la ciudad por la Jakobsthor [puerta de san Jacobo]. El tiempo era muy agradable, pues hacía menos calor qué en días anteriores. En vez de la polvorienta carretera principal, elegimos el sendero entre los campos, el cual transcurre junto a la denominada Terraza de los Usitas. Enseguida llegamos a las yeserías, donde reposamos un poco. Desde aquí vimos ya ante nosotros el Leusch coronando una altura, con lo que alcanzamos nuestra primera meta.

Entramos en el bosque; aquí todo era frescor, el rocío resplandecía en las ramas, los pájaros cantaban y el tañido de las campanas llamando a la iglesia sonaba maravillosamente al oído, a veces débilmente, y oteas, con más intensidad. La vista desde ahí no es menos bella, puesto que el Leusch se eleva ya considerable-mente sobre Naumburg. En torno al horizonte se extendía un cerco perfecto de montañas, en su centro descansa Naumburg, cuyos campanarios brillaban a los rayos del sol. Desde aquí proseguimos hasta el valle de Wathau, para después tomar el camino del parque comunal hacia casa. Pronto avistamos una oscura cadena de montañas, que se iba haciendo cada vez mas grande y, finalmente, teníamos ante nosotros el valle de Wethau. Los montes que lo rodean están cubiertos de bosque, y tras ellos se eleva todavía otra cadena de montañas azules. Subimos valle arriba a un pequeño lago[...]


Schönburg


Este castillo, construido por Ludwig el saltador, está situado sobre la ribera del Saale, a corta distancia de Goseck. Si se viene atravesando por el pueblo del mismo nombre, se muestra entonces en toda su poderosa grandeza. La elevadísima torre con su punta redondeada, los bastiones que descienden a pico sobre las rocas escarpadas, evocan mucho la Edad Media y, realmente, ninguna comarca ofrece un lugar mejor para un nido de ladrones como ésta, pues un lado lo circunda el Saale y el otro está protegido por los afilados acantilados. Subimos hacia el castillo por el camino aún rodeado por restos del muro que lo limitaba y entramos en el patio de armas, cuya mitad se ha transformado ahora en jardín. Todavía se encuentra allí un pozo muy profundo sobre el que se ha construido un tejadito. El jardín está separado del resto del patio por un muro, pero se comunica con él mediante una puerta. Si miramos a través de las ventanitas, nos encontramos una maravillosa comarca: ante nuestros ojos se extiende una vasta pradera surcada sinuosamente por el Saale, que parece una voluta de plata entre los montes limitados por viñedos. Al fondo está Naumburg cubierto con un velo grisáceo; a un lado, Goseck, un lugar muy importante en la historia de la construcción del castillo. Todavía hay aquí una antigua salida del castillo, a cuyo costado sus habitantes han plantado pequeños huertecillos; aún quisimos llegar por ella a lo alto de la torre. A través de una estrechísima entrada, en la que se puede advertir el grosor de los muros, se llega al lóbrego interior. Cuatro escaleras de escalones muy anchos conducen a otros tantos pisos; en el primero de ellos todavía hay una vieja chimenea. Llegando arriba, quedamos consternados de asombro ante la panorámica, que se extiende hasta Weisenfels. Aquí tuvimos el sublime placer de contemplar la puesta de sol. El astro se ocultaba lentamente mientras sus rayos doraban las torres de Naumburg y Goseck. En aquel momento todo era quietud en la naturaleza. Nieblas grisáceas subían del río, cesó el canto de los pájaros y el campesino regresaba a su cabaña paterna buscando el descanso de sus fatigas diurnas, pues el sol ya se había ocultado dando paso a la noche. Nosotros también dejamos el hermoso castillo, nos despedimos de sus almenas y cedimos nuestro lugar ala luna, cuyos rayos resplandecían sobre el edificio.

[Agosto-septiembre, 1858]




De mi vida

I

Los años de la niñez

1844-1858


Cuando somos adultos solemos acordarnos únicamente de los momentos más significativos de nuestra primera infancia. Aunque yo no soy adulto todavía y apenas si he dejado a mis espaldas los años de infancia y pubertad, he olvidado ya muchas cosas de aquel tiempo, y lo poco que sé, probablemente sólo lo retengo porque lo he oído contar. Las hileras de años pasan volando ante mi vista como si se tratase de un confuso sueño. Por eso no puedo remitirme a alguna fecha concreta de los diez primeros años de mi vida. Sin embargo, aún poseo algo claro y vivo en mi alma, y eso es cuanto desearía, uniendo luces y sombras, plasmar en un cuadro. Pues, ¡qué instructivo es poder observar lo diverso del desarrollo de la inteligencia y el corazón y la omnipotencia de la Providencia Divina que los guía!

Nací en Röcken1, junto a Lützen, el 15 de octubre de 1844; en santo bautismo recibí el nombre de Friedrich Wilhelm. Mi padre era predicador de este lugar y de los pueblos vecinos Michlitz y Bothfeld. ¡El modelo perfecto de un clérigo rural! Dotado de espíritu y corazón, adornado con todas las virtudes de un cristiano, tuvo una vida callada y humilde, pero feliz; fue querido y respetado por todos cuantos le conocían. Sus finos modales y su ánimo sereno embellecían las reuniones a las que se le invitaba. Desde el momento en que aparecía se hacía merecedor del aprecio de todos. Sus horas de ocio las dedicaba a las bellas letras, las ciencias y la música. Poseía una notable habilidad como pianista, especialmente en la improvisación de variaciones. [... ... ...]2

La aldea de Röcken se encuentra a media hora de camino de Lützen, al borde mismo de la carretera comarcal. Rodeada de bosques y estanques, es tan bella que el caminante al que por allí conduce su ruta no tiene por menos que dirigirle una amistosa mirada. Sobre todo, llama la atención la torre de la iglesia cubierta de musgo. Todavía puedo acordarme bien de cuando una vez iba con mi querido padre de Lützen a Röcken y, a medio camino, anunciaron las campanas con tono solemne la fiesta de Pascua. Ese tañido resuena tan a menudo una y otra vez en mi interior, que incluso ahora, desde la distancia, me hace recordar con melancolía la añorada casa paterna. ¡Con qué viveza recuerdo el camposanto! ¡Cuántas preguntas no haría, al ver la antigua, antiquísima cámara mortuoria, acerca de los féretros y los negros crespones, de las viejas inscripciones de las lápidas y los sepulcros! Pero si ninguna de estas imágenes desaparece de mi alma, la que menos olvidaré es la del edificio tan entrañable de la casa parroquial, puesto que con tanta fuerza ha quedado grabado en mi memoria. La casa fue construida hacía poco tiempo, en 1820, y por eso se hallaba en muy buen estado. Algunos escalones conducían a la planta baja. Todavía puedo acordarme de la habitación de estudio en el último piso. Las hileras de libros, entre ellos algunos con estampas, y la gran cantidad de pergaminos, hacían de este lugar uno de mis preferidos. Detrás de la casa se extendía un prado de hierba y árboles frutales. Una parte de éste solía cubrirse de agua en primavera, al tiempo que, como de costumbre, también se inundaba la bodega. Ante la vivienda se abría el patio, con el granero y los establos, que conducía al jardín de las flores. Bajo las pérgolas y en los bancos del jardín transcurría casi todo mi tiempo. Tras el vallado verde estaban los cuatro estanques, rodeados por una floresta de sauces. Mi mayor placer consistía en poder ir de un lado para otro entre ellos, admirar el reflejo de los rayos del sol en el espejo de sus superficies y entretenerme atisbando los juegos de los audaces pececillos. Aún debo mencionar algo que siempre me llenó de secreto temor. En una parte de la lóbrega sacristía de la iglesia había una imagen de San Jorge, esculpida en piedra con gran habilidad y de un imponente tamaño. La majestuosa figura, las armas temibles y la penumbra poblada de misterios hacían que la contemplase con miedo. Según cuenta la leyenda, los ojos del santo brillaban de una manera horrible, y todos cuantos lo veían quedaban sobrecogidos de pavor. En torno al camposanto se extienden pacífica y sosegadamente las alquerías y los huertos de los campesinos. La paz y la armonía reinan en cada cabaña, siéndoles ajeno el tumulto de las pasiones. Los habitantes del pueblo sólo lo abandonan en contadas ocasiones, si acaso en la época de las ferias anuales, cuando pandillas de muchachos y de mujeres se acercan hasta la animada Lützen para admirar el gentío y el esplendor de las mercancías. Normalmente, Lützen es una ciudad sencilla y pequeña, que no muestra a simple vista su importancia histórica. Dos veces fue escenario de extraordinarias batallas, su suelo bebió la sangre de la mayoría de las naciones europeas3. Aquí se elevan gloriosos monumentos que proclaman con lengua elocuente la memoria de los héroes caídos. A una hora de Röcken se encuentra Poserna, famosa por ser el lugar de nacimiento de Seume4, aquel auténtico patriota, hombre leal y excelente poeta. Desgraciadamente, ya no se conserva su casa. Desde 1813 estaba en ruinas; ahora, un nuevo propietario ha construido otra, grande y hermosa, en el mismo sitio. El pueblo de Sässen, situado a tres cuartos de hora de distancia, es también interesante debido a un túmulo prehistórico que fue desenterrado allí hace muy poco tiempo. Mientras nosotros vivíamos tranquilos y felices en Röcken, violentos acontecimientos conmocionaron a casi todas las naciones europeas5. La mecha estaba ya dispuesta desde hacía muchos años en todas partes; sólo hizo falta una pequeña chispa para que se organizase el incendio.

De la lejana Francia llegó el primer eco de las armas y el primer canto de guerra. La terrible Revolución de Febrero en París se propagó por todas partes con inusitada rapidez. «Libertad, igualdad y fraternidad» fue la consigna que resonó por todos los países; tanto el hombre humilde como el notable alzaban el acero, unos por una parte y otros por otra, contra el Rey. La lucha revolucionaria parisina fue secundada por la mayoría de las ciudades prusianas y, a pesar de la rapidez con la que se la reprimió, se mantuvo vivo en el pueblo aún por mucho tiempo el anhelo de una «República Alemana». A Röcken no llegaron las oleadas de la insurrección, aunque todavía recuerdo bien el paso por la carretera de algunos carros cargados con grupos de gentes jubilosas y banderas hondeando al viento. Durante esta época fatal tuve además un hermanito, que en el santo bautismo recibió el nombre de Karl Ludwig Joseph, un niño adorable. Hasta entonces siempre nos habían sonreído la fortuna y la felicidad, nuestra vida transcurría sosegadamente como un luminoso día de verano; pero de pronto se formaron negras nubes, los rayos hendieron el espacio y el cielo descargó sus golpes demoledores. En septiembre de 1848 mi amado padre enfermó «psíquicamente»6 de manera repentina. Sin embargo, todos nosotros nos consolábamos pensando en un rápido restablecimiento. Siempre que un día se sentía un poco mejor, pedía que le dejasen predicar e impartir horas de catequesis, pues su espíritu inquieto no podía permanecer inactivo. Varios médicos se esforzaron en identificar la esencia de la enfermedad, pero no obtuvieron éxito alguno. Entonces hicimos venir hasta Röcken al famoso doctor Opolcer, que se encontraba en Leipzig por aquellos días. Ese hombre extraordinario encontró enseguida el lugar en el que tenía que localizarse la enfermedad. Para nuestro espanto diagnosticó un reblandecimiento cerebral, que aunque aún no era desesperanzado, sí era muy peligroso. Mi querido padre tuvo que padecer terribles dolores, pero la enfermedad no remitía, sino que de día en día se manifestaba con mayor intensidad. Finalmente hasta le privó de la vista, por lo que tuvo que soportar en eterna oscuridad el resto de su suplicio. Esta situación se prolongó todavía hasta julio de 1849; entonces llegó el día de la liberación. El 26 de julio cayó en un profundo letargo del que apenas si despertaba de vez en cuando. Sus últimas palabras fueron: «¡Fränzchen, Fränzchen7! ¡Ven! ¡Madre, escucha, escucha...! ¡Ay, Dios!» Después se durmió callada y dulcemente. †††† el 27 de julio de 1849. Cuando me desperté por la mañana, sentí a mi alrededor llorar y sollozar desconsoladamente. Mi querida madre entró en la habitación bañada en lágrimas, prorrumpiendo en lamentos: «¡Ay Dios! ¡Mi pobre Ludwig ha muerto!». A pesar de que yo era todavía muy joven e inexperto, tenía ya una idea de lo que era la muerte; el pensamiento de saberme separado para siempre de mi querido padre me sobrecogió de pronto y comencé a llorar desconsoladamente.

Los días siguientes transcurrieron entre lagrimas y preparativos para el entierro. ¡Oh Dios! ¡Yo era un huérfano sin padre y mi querida madre, viuda!...

El 2 de agosto se confiaron al seno de la tierra los restos mortales de mi amado padre. La tumba había sido mamposteada a expensas de la comunidad. La ceremonia comenzó a la una del mediodía, al toque de todas las campanas. ¡Nunca dejaré de oir sus sordos tañidos!, ¡Jamás podré olvidar la lúgubre y susurrante melodía del lied «Jesús es mi esperanza»! Por todas las galerías del templo tronaba la música del órgano. Se había congregado una gran multitud de parientes y conocidos, casi todos los clérigos y los maestros de los alrededores. El Sr. pastor Wimmer pronunció el sermón en el altar, el superintendente Wilke habló en la tumba y el Sr. pastor Obwalt, en la bendición. Después se bajó el féretro, cesaron las graves palabras del sacerdote y el más querido de los padres nos fue arrebatado a sus deudos. Un alma creyente perdía la tierra, una piadosa recibía el cielo.

Cuando se priva a un árbol de su copa, se marchita, se vuelve estéril y los pajarillos abandonan sus ramas. A nuestra familia se le había privado de su cabeza principal; toda alegría abandonó nuestros corazones, dominándonos una profundísima tristeza. Pero cuando apenas comenzaban a cicatrizar las heridas, de nuevo fueron dolorosamente desgarradas. Por aquel entonces soñé que oía música de órgano en la iglesia, como la que se toca en los funerales. Al intentar averiguar su causa, se abrió de pronto una tumba y vi salir de ella a mi padre, envuelto en su mortaja. Entró apresuradamente en el templo y enseguida volvió a salir con un niño pequeño en brazos. La losa de la sepultura se abrió, mi padre entró dentro y la tapa cayó otra vez sobre la abertura. En ese mismo instante cesó de sonar la tenue música de órgano y me desperté. El día que siguió a esta noche, el pequeño Joseph se sintió mal de repente, comenzó a tener espasmos y murió a las pocas horas. Nuestro dolor fue inmenso. Mi sueño se había cumplido por entero. Además, el pequeño cuerpo pudo ser todavía depositado en los brazos de nuestro padre. El Dios Celestial fue el único amparo y consuelo que tuvimos en esta doble desgracia. Esto sucedió a finales de enero de 1850...

Se acercaba el tiempo de separarnos de nuestro querido Röcken. Todavía me acuerdo del último día y la última noche que pasamos allí. Al atardecer, jugué con otros niños sabiendo que ésa sería la última vez. La campana vespertina extendía -su melancólico tañido sobre los campos, un mate oscuro se cernía sobre la tierra, en el cielo brillaban la luna y las trémulas estrellas. No pude dormir mucho tiempo. A las doce y media de la noche bajé otra vez al patio. Estaban cargando los carros. La luz tenue de los fanales iluminaba melancólicamente la escena. En aquel momento me parecía imposible que mi hogar pudiese estar en otra parte. ¡Qué doloroso era separarse del pueblo en donde habíamos sentido tanta alegría y tanto dolor, donde quedaban las queridas tumbas del padre y del hermanito, en donde los habitantes del lugar nos habían tratado siempre con amor y amistad! Apenas iluminó la aurora los campos, ya se encontraba el coche rodando por la carretera, llevándonos hacia Naumburg, donde nos esperaba un nuevo hogar. ¡Adiós, adiós, querida casa paterna!

La abuela, acompañada de tía Rosalie8 y la sirvienta, viajaba delante, y nosotros las seguíamos tristes, muy tristes. En Naumburg nos esperaban tío Dáchsel9, tía Riekchen y Lina10. El alojamiento que se había dispuesto para nosotros se hallaba en la Neugasse y pertenecía al comisionista de ferrocarriles Otto. Era algo horrible, tras nuestra estancia de tantos años en el campo, vernos ahora obligados a vivir en la ciudad.

Por eso evitábamos las sombrías calles y buscábamos los espacios libres como pájaros que quisieran escapar de su jaula. Pues eso nos parecían entonces los habitantes de la ciudad. Cuando vi por primera vez el parque urbano se supone que dije con alegría infantil: «¡Oh, mirad! ¡Verdaderos árboles de Navidad!».

Todo me parecía en aquellos primeros tiempos nuevo y desconocido. Las imponentes iglesias y demás edificios, la plaza del mercado con el ayuntamiento y las fuentes; tal cantidad inusitada de gente despertaba en mí gran admiración. Me causaba mucha extrañeza el notar que, por regla general, no toda la gente se conocía entre sí, a diferencia del apacible pueblecito en el que nadie era desconocido para los demás. Y lo que más incómodo me resultaba eran las largas calles adoquinadas. El camino a casa de la tía me parecía que duraba casi una hora. Por lo demás me integré muy pronto en la vida ciudadana; en los primeros cinco minutos hice amistad con todos los de casa. Arriba, en la buhardilla, vivían un carretero y su mujer, gente mayor muy honrada. Mi primera visita fue para ellos: gran admiración me causaron los enseres antiguos, los grabados y las habitaciones. Más tarde fui presentado como alumno al director de la escuela pública.

Debo decir que, aunque al principio me encontraba un tanto confundido entre tanto niño, como ya papá y el señor maestro me habían enseñado algo en Röcken, enseguida comencé a progresar con rapidez. Ya por aquel entonces empezaba a revelarse mi carácter. En el transcurso de mi corta vida había visto ya mucho dolor y aflicción y por eso no era tan gracioso y desenvuelto como suelen ser los niños. Mis compañeros de escuela acostumbraban a burlarse de mí a causa de mi seriedad11. Pero esto no ocurrió sólo entonces, no, también después, en el instituto e incluso más tarde, en el Gymnasium. Desde la infancia busqué la soledad.

Donde mejor me encontraba era en aquellos lugares en los que, sin ser molestado, podía abandonarme a mí mismo. Por lo general, esto sucedía en el templo abierto de la Naturaleza, en donde experimentaba la más verdadera de las alegrías. Una tormenta me ha producido siempre una impresión muy hermosa; el lejano retumbar del trueno y el brillo amenazador de los relámpagos no hacían más que acrecentar mi respeto a Dios. Pronto conocí también a mis futuros amigos: Wilhelm Pinder y Gustav Krug. Pero no fue hasta que entré en el Instituto del candidato Weber cuando surgió nuestra verdadera amistad. Ésta sólo se afianza si la anudan las mismas alegrías y penas; pues tan sólo allí donde los acontecimientos de nuestra vida se rozan con los de otro se unen también las almas. Cuanto más cercana sea la conexión externa, más firme será la interna.

El Sr. candidato Weber, buen cristiano y excelente maestro12, conocía nuestra amistad y procuró no entorpecerla nunca. Aquí se colocó la piedra angular de nuestra educación futura. En efecto, junto a excelentes horas de enseñanza religiosa, también recibimos las primeras lecciones de griego y latín. No estábamos sobrecargados de trabajo y por eso teníamos también tiempo suficiente para ocuparnos de nuestros cuerpos. En el verano se organizaban con mucha frecuencia pequeñas excursiones por los alrededores. Así, visitamos los hermosos castillos vecinos de Schönburg y Goseck Freiburg; después, también Rudelsburg y Saaleck, acompañados, como de costumbre, por el instituto entero. Una excursión en grupo es siempre algo muy excitante: entonábamos canciones populares, practicábamos toda clase de juegos divertidos y, cuando el camino atravesaba un bosque, nos disfrazábamos con ramas y follaje. Los castillos retumbaban con el estruendo salvaje de los camaradas, y esto me hacía pensar en los festines de los antiguos caballeros. En los patios y bastiones se organizaban torneos, de tal manera que era como si reviviésemos en miniatura la época maravillosa de la Edad Media. Después, subíamos a los altos torreones y atalayas para contemplar desde allí arriba el espectáculo del valle dorado por la luz del atardecer, hasta que, al fin, cuando la niebla bajaba a los prados, regresábamos a casa exultantes de júbilo. Todos los años, por primavera, hacíamos una fiesta que, para nosotros, sustituía a la de la cereza. Nos desplazábamos hacia Rossbach, una pequeña aldea cercana a Naumburg, en dónde dos patos esperaban nuestras ballestas. Se disparaba con gran denuedo, el Sr. candidato Weber repartía los premios y todo era alegría y alborozo. En los bosques cercanos jugamos después a guardias y ladrones, pero de manera tan salvaje que los palos y las peleas no cesaban hasta que por fin el candidato Weber anunciaba la hora de regresar. Por aquella época todas las miradas se dirigían con inquietud al desarrollo del conflicto que se había desatado entre Turquía y Rusia. Los rusos habían ocupado enseguida los principados turcos en el Danubio, Moldavia y Valaquia, amenazando la «Sublime Puerta»13. Los turcos parecían ser absolutamente imprescindibles para mantener la estabilidad de Europa, por lo que, tanto los austríacos como los prusianos y las potencias occidentales se pusieron a su favor. Pero todos los intentos de mediación de las cuatro grandes potencias no ejercieron en el Zar Nicolás el efecto deseado. La guerra continuaba y, finalmente, Francia e Inglaterra armaron su ejército y su flota, enviándolos en ayuda de los turcos. El escenario bélico se trasladó a Crimea14 y los enormes ejércitos sitiaron Sebastopol, lugar donde se encontraba el gran ejército ruso a las órdenes de Menschikopf. Estos acontecimientos eran para nosotros algo muy excitante; enseguida tomamos partido por los rusos y, enfurecidos, incitamos a todo amigo de los turcos a presentar batalla. Como teníamos soldados de plomo, e incluso juegos de construcción, no cesábamos de imaginarnos las batallas y el asedio. Levantamos defensas de tierra y cada uno se las ingeniaba para hacerlas inexpugnables. Todos compilábamos pequeños libros que denominábamos «de estratagemas de guerra», mandábamos fundir balas de plomo y aumentábamos constantemente el grueso de nuestros ejércitos con nuevas adquisiciones de soldados. Habitualmente excavábamos un foso siguiendo el plano del puerto de Sebastopol, reconstruyendo fielmente las fortificaciones defensivas y llenando de agua el foso así excavado. Confeccionábamos previamente una gran cantidad de proyectiles de brea, azufre y salitre que, después de haber sido prendidos, disparábamos contra barcos de papel. Enseguida ardían con luminosas llamaradas que aumentaban nuestro entusiasmo. Era verdaderamente un espectáculo muy hermoso ver los proyectiles de fuego silbar rompiendo la oscuridad, cosa que sucedía a menudo, cuando nuestros juegos se alargaban hasta el anochecer. Por último, acostumbrábamos a quemar la flota entera y todas las bombas, con lo que, a veces, las llamas llegaban a alcanzar más de dos pies de altura. Pero no solamente viví tiempos felices con mis amigos, sino también en casa, con mi hermana. Asimismo, nosotros dos edificábamos fortalezas con los juegos de construcción; precisamente, gracias a tanta práctica aprendí todas las sutilezas arquitectónicas. En realidad, todo lo que encontrábamos sobre el arte de la guerra era saqueado tan exhaustivamente que adquirí un gran conocimiento de la materia. Tanto enciclopedias como los libros militares más modernos enriquecían nuestras colecciones; quisimos incluso confeccionar conjuntamente un gran diccionario militar, y ya habíamos trazado planes gigantescos... Pero no deseo anticiparme; todavía tengo más recuerdos que mencionar de aquel tiempo. Un día que estaba en Pobles con mis abuelos15 llegó una notificación del director del orfanato de Halle anunciándonos que estaba dispuesto a acogerme entre el número de huérfanos de la institución. El abuelo de Pobles16 y la abuela de Naumburg1718