Portada: Echadme a los lobos. Patrick McGuinness
Portadilla: Echadme a los lobos. Patrick McGuinness

 

Edición en formato digital: enero de 2020

 

Título original: Throw Me to the Wolves

En cubierta: fotografía de © iStock.com/wwing

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Patrick McGuinness, 2019

© De la traducción, Daniel de la Rubia Ortí

© Ediciones Siruela, S. A., 2020

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17996-87-1

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Cuando muera, echadme a los lobos.

Estoy acostumbrado.

 

DIÓGENES

Un lugar donde siempre es ahora

Cerca del colegio hay un puente. Para llegar a las pistas deportivas del otro lado del estuario, los chicos tienen que cruzarlo, y eso hacen tres veces a la semana, llueva o haga sol. Muy metido en agua ha de estar el día para que se cancele un partido, incluso la más estúpida de las actividades compensatorias. «Es la hora del puto corpore sano», dice el señor McCloud, su profesor de educación física, un fumador empedernido que huele siempre a whisky, que se dirige a los chicos como si fueran amigotes del pub y habla con ellos de personajes históricos como si los hubiera conocido en persona. Puede decirte a qué les huele el aliento, qué tienen entre los dientes, cómo andan o cómo llevan las uñas. A los chicos les cae bien, pese a que es irritable e imprevisible, y, cuando se enfada, se vuelve salvaje y parece capaz de morderte. Es corpulento, con forma de barril, y resuella como un acordeón cuando se agacha a atarse los cordones o a recoger una tiza o un cigarrillo. Tiene mala memoria, confunde sus nombres, llega tarde y se marcha antes de la hora, pero a los chicos les gustan sus chistes. No hace falta decir que son chistes guarros. Algunos de los alumnos mayores van a su casa por la noche a beber, fumar y ver películas. Cuando vuelven, huelen a adulto.

Todos tienen sus motivos para ir al puente: el principal es fumar cigarrillos y beber el vodka o la ginebra que pueden comprar en la tienda de la esquina; más adelante irán para verse con chicas o simplemente para disfrutar de las vistas. Un chico, ahora empresario de éxito, recoge páginas de revistas pornográficas en los alrededores del puente y en las cuevas y peñascos cercanos a los acantilados, hojas tiradas desde los coches o desechadas por pajilleros de matorral después de aliviarse. A menos que tenga mucha suerte, las encuentra empapadas por el rocío, así que se las lleva y las seca en el radiador del colegio para luego venderlas. Hay una lista de precios: las páginas enteras son caras, y hace descuentos por las que están estropeadas o incompletas. También las ofrece en alquiler.

No estamos lejos del puerto, desde donde los barcos, cuyas sirenas pueden oírse cuando el viento sopla en la dirección adecuada, transportan sus toneladas de contenedores a través del canal de la Mancha. Este es un condado acuático, con un sistema venoso de afluentes, bordeado de ensenadas y estuarios, con la costa calcárea hostigada por las olas y sus ríos desaguando en el mar. Es un condado de puentes y embarcaderos y viaductos, y es difícil moverse mucho tiempo en cualquier dirección sin encontrarse con agua. A veces, cuando sube la marea, los puentes parecen peinar el río más que cruzarlo. McCloud los llevó en una ocasión a ver los viaductos de Medway, tres líneas de ferrocarril y de carretera que cruzan el río, donde pronto construirán un túnel hasta Francia que, según él, dejará obsoletos los transbordadores.

El puente une las dos mitades de la ciudad: un lado, refinado, residencial y de clase alta; el otro, una extensión de viviendas de protección oficial, polígonos industriales y centros comerciales de baja categoría. Hay hostales para viajeros que llegan tarde a su transbordador y pubs para los que llegan demasiado pronto. «Dos ciudades separadas por un puente —bromea McCloud cada vez que lo cruzan—. ¿Lleváis el pasaporte, chicos? ¿Os habéis vacunado? Nos adentramos en el continente oscuro...».

Es difícil resistir la tentación de mirar hacia abajo, al lodo marrón del estuario, al cieno y la refulgente arenilla color perla, al pequeño surco abierto por el chorro de agua, delgado como lluvia, que cae por un canalón. Bajo la luz del sol, el fango se comba y se ondula. No necesita mucha luz para parecer vivo. Y atrayente: un cojín de brillante seda marrón. La idea de saltar resulta tentadora.

Al chico le fascina el olor que sube y que arrastra el viento. Es el olor de los estuarios: por un lado, desagüe; por el otro, mar abierto. Debería darse una acusada discordancia, pero aquí armonizan bien, como un plato agridulce: uno es obstrucción, podredumbre y estancamiento; el otro, movimiento, huida y libertad. El muchacho recita el rosario de ciudades portuarias: Zeebrugge, Ostende, Calais, Cherburgo, Dieppe, Róterdam...

Y siempre puedes saltar. Puedes saltar cuando quieras. No es tanto el sufrimiento como la curiosidad lo que te hace mirar hacia abajo y sentir ganas, lanzar tu mente hacia delante e imaginar cómo sería caer; caer y caer y caer. El chico se siente hipnotizado por las vistas, por su plenitud. Pocas cosas dan tanta sensación de totalidad como lo que ve cuando mira hacia abajo. No es el hecho de morir lo que le atrae (no es ni mucho menos tan infeliz como para eso), aunque le gusta imaginar cuánta infelicidad haría falta: qué dosis, medida mililitro a mililitro en la jeringuilla de la desolación, grado a grado en el termómetro de la tristeza... No, no tanto morir como su naturaleza hipotética. Es la idea de verte después a ti mismo lo que te atrae, separándote de tu cuerpo como la punta de la pluma se separa de las letras que deja en la hoja, para después ver tu caparazón mientras lo abandonas, y luego a la gente en la distancia. Aunque en realidad eres tú en la distancia; tú eres la distancia; un muerto, en eso te has convertido.

Se imagina la muerte como uno de esos planos aéreos de las películas bélicas, en los que un helicóptero despega dejando a algunos soldados en tierra, y estos corren, pero no llegan a tiempo y piden a gritos que los esperen y alargan la mano y sus dedos tocan los de sus compañeros y se aferran a ellos y resisten hasta que al fin se separan; y el helicóptero se eleva, vacilante al principio, hasta que se estabiliza y se aleja, reacio, como a regañadientes, y los soldados abandonados se hacen cada vez más pequeños y el enemigo los atrapa o los acribilla, y todos se convierten en pequeños puntos antes de desaparecer; y entonces es todo jungla, y después solo cielo.

Y bueno, también está la ventaja de no tener que ir por ahí arrastrando este cuerpo horrible, de soltar las cadenas que te unen al animal ardiente que eres.

Cuenta la leyenda que una mujer victoriana saltó del puente y vivió, como suele decirse, para contarlo, gracias a que su gran vestido se hinchó e hizo las veces de paracaídas de crinolina. Estaba perdidamente enamorada y la habían dejado plantada. Pero, si el suicidio tiene un opuesto, eso es lo que le pasó a ella: sobrevivió, acabó conociendo a otro hombre, se casó, tuvo tres hijos y vivió hasta una edad avanzada.

Sería poco probable que alguien sobreviviese hoy, y el chico lo sabe, porque: 1) la velocidad a la que entraría en contacto con el agua le mataría en el acto; 2) su corazón estallaría de miedo mucho antes, igual que los lirones revientan por dentro cuando los coges; o 3) se hundiría tan profundamente en el lodo que se asfixiaría. Es la imagen de la mujer la que tiene el chico en la cabeza cuando él y sus amigos miran hacia abajo o tiran bolas de papel, envoltorios de chocolatinas, pañuelos o monedas por encima del parapeto e intentan cronometrar la caída.

Desde unos metros de altura, el agua es hospitalaria. Se abre y te deja entrar. A partir de veinte metros, es como piedra. Te destroza como si impactases contra un suelo de baldosas. Aprendieron eso en clase de física.

Otro motivo por el que resulta tentador dejar que tu imaginación acaricie la idea de caer es lo ridículamente fácil que sería: el parapeto tiene una altura de poco más de un metro veinte. Para la mayoría de los chicos, eso significa apenas la altura de los hombros. Un pequeño salto, apoyándote en la barandilla de madera para darte impulso, y pasarías a estar al otro lado, y de ahí a caer, y de ahí a estar muerto. Tal vez la caída se hiciera interminable, pese a que duraría solo unos segundos. Podrías vivir toda una vida hacia atrás en esos segundos: volviendo al nacimiento, como dice la creencia popular, el moribundo ve pasar toda su vida ante él. Uno siente curiosidad por saber si la misma historia contada al revés será, a fin de cuentas, la misma historia.

En ese momento, arriba de nuevo, en el puente, piensas que tardarías unos pocos segundos y una vida entera en llegar al cieno del estuario; una arena fría, brillante y tan fina que podría utilizarse para medir el tiempo en un reloj. Quizá por el camino podrías cambiar algunas cosas, aprovechar esa segunda oportunidad, ¿quién sabe? Hacer correcciones.

El chico a veces lleva a pasear allí su introspección, que, como todo en él, necesita hacer ejercicio. Seguramente es lo único que ejercita un poco, incluso en ese colegio que tanto fomenta el deporte. Siempre hay alguien más en el puente y, aunque lo considera un lugar extremadamente solitario, se da cuenta, años después, de que nunca estaba allí solo. Siempre había alguien más, a veces incluso seis o siete personas, todas haciendo lo mismo: asomarse por encima del parapeto para mirar el fondo del estuario. Una vez vio a alguien apuntándose en el dorso de la mano con un bolígrafo el teléfono de los Samaritanos, cuyo anuncio está pegado en los pilares de ambos extremos del puente. De momento, el chico se apoya en el parapeto, con los brazos colgando y la barandilla encajada en los sobacos. Su abuela es modista, y el uniforme se lo ha hecho ella. La forma en que el viento le mordisquea y le dobla la ropa le recuerda el día que le tomaron medidas para la chaqueta y los pantalones. Lo medían para hacerle un traje de aire, de modo que puedan vestirlo en su urgencia por caer.

Años después, vuelve al puente. El número de teléfono de los Samaritanos antes era local; ahora empieza por 0845, como el de las aseguradoras, las compañías de telefonía móvil o la teletienda. El parapeto es de la misma altura, pero ahora está complementado por una reja de alambre de un metro veinte que se curva hacia dentro en la parte de arriba. Para saltar ahora, haría falta una escalera.

Volver atrás en el tiempo es como meterse en una vieja fotografía. Él la imagina en tonos sepia, lejana como una postal antigua. Pero es una postal de su vida: el aire meloso, el robusto mobiliario del colegio, la capa gelatinosa de las cosas vistas a través de un almíbar de tiempo y lágrimas. Si se sumergiera en la fotografía ahora, o recorriese con los dedos su superficie, tendría una textura cremosa, no el suelo duro del agua debajo del puente. Recuerda los pupitres de madera con los tinteros que —ya por aquel entonces— llevaban años sin utilizarse, con los bordes llenos de manchas negras y azules de tinta derramada. Pollas y palabras obscenas grabadas con la punta de un compás, atravesando la capa de barniz y profundizando mucho en la fibra carnosa de la madera. Todas esas cosas se antojan hoy prehistóricas, tan remotas y tribales como bisontes en las paredes de una cueva. Esos pupitres se pueden comprar hoy en eBay: «Completo con pintadas», anuncia el vendedor, como garantía de autenticidad.

Pese a las toneladas de hierro y acero, el puente tiene la apariencia delicada de un encaje, con sus cables tensos como cuerdas de arpa. A veces uno puede oír cómo el viento los puntea y casi se diría que suena una canción. Es la canción del aire, que no es sino el sonido de la caída. El chico piensa que le gustaría oír esa canción hasta el final; que le gustaría una caída larga, muy larga, para así poder escucharla una y otra vez, sin llegar nunca al suelo.

20 de diciembre

—¿Mi infancia? —Parece estar divirtiéndose—. No tuve infancia. Pienso en ella como en unos primeros años de temática infantil. Es decir, había muchos juguetes, pero lo que hacía con ellos era sobre todo conservarlos: me parecía más al empleado de un museo que a un niño. Les sacaba brillo, los miraba y los dejaba a un lado. Los amontonaba, los ordenaba y los distribuía. Pero ¿llegaba a jugar con ellos? Lo dudo.

Hace una pausa, echa un vistazo a la sala como si valorase la combinación de colores: gris semimate con un brillo como de sudor.

—Guardaba las cajas, además.

Gary intenta interrumpirlo, pero ya ha terminado. Estamos descoordinados; todo va a destiempo.

—¡Nos importa una mierda su infancia, payaso triste! —exclama Gary—. ¡Queremos saber qué hizo con esa pobre chica, cómo la mató y dónde se deshizo del cuerpo!

¿El cuerpo o su cuerpo? Y ¿por qué la diferenciación? ¿Por qué me empeño en hacerme esas preguntas minúsculas, como el borde fino de una cuña? Empiezas con la gramática —su cuerpo o el cuerpo— y acabas con una gruesa cuña de oscuridad. Ahora es el cuerpo. Dondequiera que estuviera el su, ha desaparecido.

—Gary... Déjale terminar.

—Han preguntado por mi infancia, y lo saben; estaba implícito en la pregunta, si es que no era estrictamente la pregunta.

Guardamos silencio, de modo que, tomándose su tiempo, con seguridad y cierto tono burlón, continúa:

—Hay una foto mía mirando la parte inferior de uno de esos cochecitos para niños que funcionan con monedas y se encuentran en la entrada de los supermercados. En algún lugar de veraneo en la playa; con bastante seguridad, el tautológicamente llamado Gravesend. No creo que sea importante dónde, ni siquiera para mí. Metía el dinero, me arrodillaba y observaba el mecanismo, los ejes girando, las ruedas dentadas encajándose unas en otras... La transmisión, creo que se llama... Jugaba con la idea de jugar, pero creo que nunca llegué a jugar de verdad. ¿Significa eso que jugueteaba con la idea de juguete? Tal vez.

—Diooooooos mío. —La cólera de Gary escapa entre sus dientes apretados. El señor Wolphram alza la mirada al techo, inspira, prueba la pesadez del ambiente, espira, y continúa:

—Nunca he pensado en eso. Que ustedes sean los que hacen las preguntas no significa que yo tenga las respuestas.

La clave de un interrogatorio es darle tiempo al sospechoso, concederle un espacio ilimitado de silencio en el que no tenga dónde refugiarse, para que se ponga nervioso. Pero nos lo está haciendo él a nosotros. Nos mira fijamente por turnos: a mí, a Gary y al turbado agente que custodia la puerta a nuestras espaldas. Después, cuando está preparado, dice:

—De todas formas, ¿por qué me lo pregunta?

¿Por qué se lo pregunto? Quizá porque era sobre mi infancia sobre lo que quería saber. Porque, aunque el hombre al que estamos interrogando no lo sabe o no lo recuerda, él estaba allí.

 

 

El señor Wolphram, con un brillo frío en una piel tan pálida que es casi azul; el color de una vena profunda por debajo de la carne. Mármol. O sal. Sí: la tonalidad azulada de la sal en una mina de sal. Ojos inmensos, tal vez negros (no es que no pueda verlos, la sala está bien iluminada, pero no revelan el matiz exacto de su oscuridad); mirada fija, irónica. Apenas parpadea. Esto no es un juego, pero, aun así, está jugando. Si le damos demasiada cuerda, no llegaremos a ninguna parte; si lo atamos demasiado corto, disfrutará de la restricción. En cuanto hay reglas, todo se convierte en un juego.

Se expresa con frases largas, fluidas y perfectas. Gramaticalmente impecable, habla desde un tesauro interior donde todo tiene tintes de otra cosa, filtrándose cada color en el siguiente. Es como un catálogo elegante de pinturas: nada de negro, ni blanco, ni rojo, ni azul; solo una secuencia de tonalidades intermedias con nombres compuestos.

Y esa voz... Cuando tus pesadillas se publiquen en audiolibro, él será el narrador.

Tiene las manos manchadas de pintura. No me había dado cuenta hasta ahora, a pesar de que le he tomado yo las huellas dactilares. Más adelante, cuando enviemos las muestras a analizar, averiguaremos el nombre del color: aliento de topo, un gris aterciopelado.

Cada una de sus emociones está socavada, ajustada e infundida por otra cosa. Pero ¿el qué? Algo que no es emoción. ¿Sabe demasiado para sentir? ¿De eso se trata? ¿No tiene sentimientos, o los conoce tan bien que ya es inmune a ellos? «Primeros años de temática infantil»... ¿De dónde sale una frase así? De aprender las palabras antes incluso de conocer las cosas que designan, de ahí sale.

Pero ¿acaso importa, a fin de cuentas, en qué orden las aprendes?

El calor en la sala es sofocante. Gary está sudando, y de paso perdiendo tanto la calma como algo de peso.

¿Me reconoce? No he cambiado tanto, y no hace tanto tiempo.

A decir verdad, sí que hace mucho, si hablamos del tiempo tal y como lo miden los relojes y los calendarios. Pero si hablamos... ¿de qué? ¿Del tiempo interior? ¿Del tiempo del corazón y la sangre? ¿Del tiempo que reviste nuestra vida? En ese caso, fue ayer. Siempre es ayer en el revestimiento de nuestra vida.

Él no ha cambiado. Tiene esa uniformidad salobre propia de algunos profesores, incluso decenios después: piel de cebolla, casi transparente, como papel de fumar húmedo; su pelo es del mismo color gris ceniza de hace treinta años, lacio y brillante, flequillo hasta casi las cejas y tan fino que se aprecia claramente el contorno del cráneo. Si ha envejecido, ha sido en otro sitio, no en la cara. La ropa también es la misma: puede que sea hasta el mismo traje, la misma corbata sobre la misma camisa negra. Tiene las muñecas apoyadas en el borde de la mesa, y parece estar enrollando algo muy pequeño entre el pulgar y el índice de cada mano.

Hay una especie de orientadora o psiquiatra en la sala, con apariencia de profesionalidad y frunciendo el ceño de modo muy burocrático. No sabría decir si está observándolo a él o a nosotros.

 

 

Utilizaba la cultura como una navaja automática. Eso es lo que recuerdo. Con un navajazo era suficiente. No notabas el dolor hasta que veías la sangre. E, incluso entonces, no notabas el dolor hasta que te percatabas de que la sangre era tuya. Elegía a alguien, cualquiera, le hacía un corte y, durante el resto de la clase, ese alumno era como un tiburón herido cuyo olor detectan los depredadores en un radio de varios kilómetros y con varias horas por delante para llegar. Así era, sangre saliendo como humo dentro del agua.

Sus ataques de cólera eran como fuego detrás del hielo.

Les dije eso más adelante.

 

 

Leyendo los tabloides esa mañana, me encontré con lo de siempre: los implantes mamarios de la mujer de un futbolista estallan en pleno vuelo a Dubái; una famosa charlatana subasta su silencio en Twitter; una especie de reality en el que adolescentes adictos al iPhone y al iPad van a vivir con unos amish de Derbyshire. Noticias de poco peso, espuma sensacionalista: ninguna noticia noticia.

Haciendo frente a todo eso está la supuesta «prensa seria». Gary sabe que ya no existe, que todo está al mismo nivel deplorable. Está leyendo, e interrumpiéndose cada dos por tres para comentar con desprecio, un artículo de opinión en el Times sobre lo que hacer con tus hijos cuando tu niñera vuelve a Europa del Este para visitar a su familia.

—Otro artículo escrito por alguna niña bien de Londres, llamada Camilla o Imogen, sobre el precio de las limpiadoras en Fulham y las matrículas cada vez más caras de los colegios. ¿En qué planeta vive esta gente?

—¿El «planeta Ellos»? —propongo sin entusiasmo, solo para participar en el diálogo. Va a ser un día largo, triste y agotador, y tenemos que mantenerlo engrasado con una buena dosis de compañerismo.

—Todo es el «planeta Ellos», profe... Hasta donde alcanza la vista: «planeta Ellos».

Hace una pausa, seguida por un silencio, durante el cual intenta —sin éxito— dar con un comentario lapidario para terminar.

Es Navidad, y las Navidades son una época violenta. No es la violencia de las películas policiacas o las series de detectives. Aquí no hay Poirots ni Marples. Ni falta que hace. Es la violencia burda y gris de la vulgaridad. No hay brillo y tampoco complejidad —ni para comprender sus motivos ni para encontrar a los culpables—. Nadie va a llamar a Colombo de momento. Sencillamente está ahí, una filtración de la oscuridad común y corriente que va acumulándose, sube el nivel, llega al borde y entonces, un día, se desborda.

Son las cloacas de nuestra vida, nada más, y algunas veces rebosan por los sumideros y nos arrastran con ellas. La delgada línea azul, nos llaman. Yo creo que somos más como el menisco de un líquido: recogemos el excedente por un momento, lo detenemos cuando aumenta y se curva en el aire; tiembla, se estira, cruza al otro lado y después cae.

Está cayendo ahora. Ya ha caído.

Dos casos de violencia doméstica, un incendio, un par de robos. Un alunizaje en un todo a cien. Hasta los ladrones apuntan bajo hoy en día, con ambiciones condicionadas por una idea de botín austera. Disturbios por el Black Friday en los supermercados. Histeria por pantallas planas, estampidas por electrodomésticos. La tecnología nos devuelve a nuestra condición animal por otra ruta.

Contra todo eso, por debajo del trabajo policial, por debajo de los juzgados, en las cañerías ocultas del sistema, está la violencia contra las mujeres. Sobre todo en Navidad. Es el pulso, el compás que se oye como si fuera un bajo sonando en algún coche o sótano que nunca vas a localizar. O que se ha ido cuando llegas allí. Esposa, hija, novia, el vapuleo constante, el «suceso aislado» que sigue ocurriendo, los veinte años de sucesos aislados, el cruel martilleo psicológico de las palabras; mujeres con los nervios fundidos y la mente como un circuito en llamas, asustadas, molidas a golpes hasta dejarles la carne más tierna que el solomillo. Gary y yo lo vemos con tanta frecuencia que damos por sentado que este es un caso más. Pero no lo es.

Cuando suena el teléfono, estoy tachando con un bolígrafo cinco días del calendario. Lo que sigue son mis vacaciones. Cuando ya están cerca, siempre me pongo nervioso. Basta con un caso, un crimen fuera de lo corriente, y se acabó —aplazadas, lo llaman—, pasan a ser un punto reluciente en el horizonte, un momento del futuro que nunca llegará. Ahora ya sé que estas tampoco van a llegar. Si hay alguien capaz de adivinar por el timbre del teléfono cuál es el motivo de una llamada, ese soy yo. Y esta me dice que todo va a cambiar.

Nos han avisado de que no hace falta sirena. Sabemos lo que eso significa: la sirena grita el tiempo, grita que aún hay tiempo. De todas formas, Gary y yo nos damos prisa. Conduce él. Yo veo pasar como deslizándose los escaparates de las tiendas, el colegio caro de la colina, el viejo zoo que cerraron hace años pero donde todavía me parece oír el ladrido de las focas, el olor del pescado con que las alimentan. A continuación llegamos al puente que nos conduce a la antigua zona industrial del extrarradio, con sus grúas paradas y sus pisos, impulsados en su momento por los créditos baratos, a medio construir, paralizados por la contracción de esos mismos créditos. Las boutiques de ropa convertidas en tiendas de todo a cien. Después llega lo que Gary llama Brexitland. «Como Nueva York —dice—, no es solo un lugar, es un estado de ánimo». Suelta una risita forzada y sardónica, y acto seguido se pone a cantar «Brexitland, mi único hogar» con la melodía de la canción Bedsitter, de Soft Cell. No sé de qué conoce la canción o cuándo la ha oído, porque era un recién nacido cuando salió. No como yo, que compré el single, pese a no tener dónde reproducirlo. Hasta para eso llegué tarde, cuando lo compré de segunda mano y ya tenía el nombre de otro en la funda, los arañazos de otro en el vinilo.

Aún suena por ahí de vez en cuando, en esas reposiciones de Top of the Pops de los ochenta, o en esos programas de variedades que salen para eliminar a los presentadores porque han caído en desgracia, o han muerto, o están en la cárcel. «El programa sin presentadores», lo llama mi sobrina; sabe que una vez hubo algo allí, entre canción y canción, entre las actuaciones; el lujo, el espectáculo y los chistes. No sabe qué era. Pero Marieke siente debilidad por las cosas desaparecidas. Por eso le gusta tanto el zoo, ese zoo vacío y encantado. La llamada fantasma de los animales desde dentro del recinto cerrado. Y por eso le gusta también visitar a la señora Snow. Ese tipo de ausencia. «El silencio no es silencioso —dice—. Es un zumbido: escucha...».

Después hay algo de vegetación, antes de que se desplieguen los suburbios y lleguemos a un sitio que el navegador llama «Carretera sin nombre». Sabemos que hemos llegado porque hay una ambulancia, un coche patrulla y dos Ford oficiales sin distintivos. Todo huele a poco movimiento y mucha calma. Todo huele a demasiado tarde. Alguien que no alcanzo a ver está fumando, y el olor llega a ráfagas irregulares desde una distancia sorprendentemente grande. En las zarzas hay bolsas de plástico retorcidas y enganchadas a las espinas. Las moras llevan meses ahí colgando sin que nadie las recoja: al principio son duras como botones; después, blandas, y ahora tienen el color de las telarañas, resecas y encogidas y llenas de moho. El tipo de gente que viene aquí no recoge fruta.

Tenemos que continuar a pie, pero no hay prisa, porque, por ahora, nos encontramos entre el momento en que lo ocurrido ocurrió y el momento en que se convierte en un hecho. Puedo sentir todos esos sucesos concentrándose allí, justo al otro lado del descubrimiento que estamos a punto de hacer, y quiero retrasar este paseo corto, aplazarlo todo. Me ayuda a pensar. Me digo: «No puedes vivir entre el pasado y el futuro para siempre, aprovéchalo al máximo».

Y entonces esto:

Dos agentes están tomando declaración a una mujer con un perro cuya correa está tensa como la cuerda de un funámbulo. Su hocico apunta en la dirección del callejón; quiere echarle otro vistazo a lo que quiera que haya encontrado: una segunda oportunidad.

—¿Por qué siempre los encuentra alguien que va paseando al perro? —pregunta Gary—. Es tan jodidamente típico. —No respondo—. Al menos no han sido unos jodiendo como perros detrás de un matorral. —Rodea el coche y me abre la puerta. No es un gesto deferente, ni tiene relación con el rango de cada uno. Es solo que estoy un poco ensimismado—. Esos no vienen por las mañanas. —Gary orina contra el coche antes de seguir—. No querrás que contamine la escena, ¿no? —dice. Puedo oler el café en su meada y ni siquiera es aún hora de desayunar.

Conozco esta calle. No sé cómo se llama, pero la conozco.

Prescindimos de la declaración por ahora. Ya encontraremos un buen momento para eso, me digo. Un momento apropiado, quiero decir, porque este asunto ya no va a tener ningún momento bueno; la única ventaja de llegar demasiado tarde es que puedes elegir el orden en el que te encargas de las cosas. Nos queda eso, al menos. Es el consuelo de los vencidos. Nos encargaremos de ella y de su perro pronto, y después lo hará la prensa. Lo más probable es que Lynne Forester lo haga antes que los demás. Lynne la Loca, como la llama Gary. Si está ahí quien yo creo, quien los dos nos tememos, más allá de los árboles. Nunca es demasiado tarde para Lynne.

Estos descubrimientos son casi siempre iguales: un perro que va suelto; el perro se aleja corriendo; un olor entre otros miles lo arrastra a la maleza; se niega a volver cuando lo llaman; el amo lo encuentra olisqueando... ¿qué?

Veamos.

Me quedo atrás, pero conozco el camino.

Es un atardecer húmedo y frío de finales de diciembre, y los focos están encendidos. Se ven más adelante, al lado de una iluminada tienda de campaña blanca y algunas figuras vestidas también de blanco. Los flashes de las cámaras, cinta policial.

—La Gruta de Papá Noel —dice Gary, y sé que debería reírme, aunque solo sea para que las cosas sigan marchando. Además, es mejor que sus chistes habituales, así que sonrío y lo pillo mirando de reojo para comprobar mi reacción. Sonreír es mejor; le hace pensar que estoy conteniendo la risa. Mi sonrisa forzada le parece a él una risa reprimida. Creo que bastará para sobrellevar las próximas horas. Hemos vuelto a llenar el depósito de la cordialidad. Lo necesitaremos.

Gary desconfía de mí, un novato universitario y aburrido que ha llegado a su puesto por la vía rápida. Yo desconfío de él, un casposo medio racista que parece salido de un casting: un machista gordo y simplón que suda caldo de pollo procesado y huele a salsa de carne. Si fuera un bar, lo publicitarían entre los hípsteres y los turistas como insolentemente retro, o tal vez vintage, pero definitivamente no gastro-. Aunque, para él, yo también parezco salido de un casting. Solo que el suyo sería para una serie policiaca de los setenta, en la que fuman y golpean a los sospechosos, beben estando de servicio, desprecian el papeleo y llaman a las mujeres «fulanas». A Gary le gusta todo eso. Es su estilo. Comportamiento adquirido, lo llaman; y, como es más joven que yo, solo lo ha visto en televisión. Yo lo llamo «el yo adquirido de Gary», desde el puesto de observación de mi propio yo adquirido.

—Ha sido más que asesinada —dice alguien—. Está más que muerta.

Objetividad desde la perspectiva del cadáver, sí, pero ni mucho menos una broma. Hay algo en este. Lo sé por la sensación de tristeza y monotonía. Todos lo sabemos.

Alguien está inclinado sobre un cuerpo. Solo alcanzo a verle los pies, pero es un cuerpo de mujer: una pierna recta, la otra doblada hacia atrás, detenida en una elegante postura de baile. Charlestón. Una corista muerta, rescatada de algún musical de los años treinta, un cuerpo sacado de un río. «Nunca dos veces en el mismo río»1, pienso, sin saber muy bien por qué, y a continuación lo susurro: «Nunca dos veces en el mismo río». Cada vez tengo más tendencia a decir en voz alta lo que pienso. Cualquiera con un poco de práctica leyendo los labios podría saber todo lo que pasa por mi cabeza.

El río, el de verdad, no queda lejos. Las riadas son menos frecuentes, pero el agua sigue pasando por aquí rápida y violenta, y el lecho del río, lleno de escombros, la convierte en espuma y la hace rugir. Suena como el tráfico de una autopista. La M25 formando espuma en las orillas.

—Todavía no puedo confirmar nada, y no voy a utilizar nombres, pero podéis empezar partiendo de que es una mujer.

Entiendo lo que dice. Lo aprendí en la universidad: es difícil identificar a alguien cuando está muerto. En los comienzos de la fotografía de cadáveres, exponían las imágenes y la gente pasaba caminando por delante como si estuvieran viendo escaparates o caballos en el hipódromo. En algunas morgues dejaban que entrase la gente a ver los cuerpos. Familias enteras salían con su traje de los domingos para echar un vistazo a los muertos. Era como un Tinder de cadáveres: descartas, descartas, te lo piensas, descartas, añades a favoritos, bloqueas, mensaje directo... Pero muchos familiares no eran capaces de reconocer a sus seres queridos en aquellos muertos. No tenía nada que ver con el estado del cuerpo; era simplemente la ausencia de vida lo que les hacía parecer otra persona. ¿Cómo explicarlo si no?

En mi primer caso —un accidente en el que el culpable se dio a la fuga—, el padre se puso al lado del cadáver y lo contempló con atención. Le habíamos pedido que entrase y lo identificase. Negó con la cabeza y dijo que no era su hijo. Nosotros sabíamos que lo era, pero tuvimos que cumplir con el protocolo de fingir que le creíamos, disculparnos y decirle que volveríamos a repasar la lista de personas desaparecidas en la que habíamos encontrado a su hijo. Llamó por teléfono al cabo de un rato y reconoció que era su hijo; confesó que admitirlo era como darle a un interruptor, a su interruptor de apagado. No era capaz. «El interruptor con el que eliges hacerlo real o dejar que siga siendo irreal», explicó. Ahí es donde viven los fantasmas: no en un lugar, ni en casas o cementerios encantados. Viven en el tiempo que tarda el hecho externo de su muerte en convertirse en un hecho dentro de nosotros. Esa es la razón por la que los liberamos a ellos, no solo a nosotros, cuando admitimos que se han ido.

Pero ¿quién sabe lo que harán los muertos cuando quedan libres? ¿Dónde irán?

Todos guardan silencio. Uno de los agentes garabatea algo en un cuaderno, pero solo para tener las manos ocupadas y la mirada puesta en otro sitio.

«Está contorsionada de un modo extraño y ataviada...», escribo. ¿Ataviada? Me siento estúpido usando esa palabra. La tacho y la sustituyo por «se aprecian intentos por esconderla en bolsas de residuos». Tacho eso también y escribo «bolsas de basura». No sé por qué atiendo a este protocolo de eufemismos y jerga burocrática; solo estoy hablando conmigo mismo, escribiéndome a mí.

¿Ataviada? Por Dios bendito...

Más adelante pensaré que lo que hacía era intentar acostarla en un lecho de palabras, lo más suavemente posible, porque ya sabía lo que iba a pasarle cuando los periódicos diesen con ella. «¡Como una muñeca rota en una bolsa de basura!», escribió después Lynne Forester. Lynne la Loca no la había visto, ni siquiera había visto las fotos todavía, pero eso es lo que escribió para que lo leyese todo el país. No iba a marear a sus lectores con palabras como ataviada.

—He estado aquí antes —les digo. A mi lado, Gary ya está en cuclillas, y veo cómo su cabeza se vuelve de golpe para mirarme. Ha entendido lo que quería decir, pero los demás no. Gary tiene intuición; advierte los sentimientos y los cambios de humor de la gente. Eso no encaja en la imagen que contempla de sí mismo, así que los dos fingimos no darnos cuenta.

De todas formas, tendría que habérselo dicho primero a él.

—Todos hemos estado aquí antes —dice el patólogo sin alzar la vista, sin darse la vuelta—. Cada muerte es diferente, todas las muertes son iguales.

—No, quiero decir aquí. En este sitio. He estado aquí antes.

Ahora sí que me miran todos. Se lo explicaré más adelante.

 

 

Resulta extraño que pensemos en las apariciones o fantasmas como algo relacionado con las personas: algo fundamentalmente social, aunque desconcertante y aterrador. Los aparecidos no dejan de ser versiones de nosotros, solo que han ido al otro lado. Los fantasmas son criaturas domesticadas, como los perros y los gatos, porque los hemos inventado (puede que ellos piensen lo mismo de nosotros) para reproducir nuestras acciones, que ellos repiten (la repetición es importante en la vida fantasma: al igual que las mascotas o los niños, necesitan rutinas) lentamente pero con frecuencia y sorprendente exactitud. Son repeticiones espectrales de nuestros combates, ganados o perdidos, y les atribuimos algo de nosotros que no nos gusta ver: la incapacidad para seguir adelante, el ansia por regresar. Nosotros somos quienes los atormentamos. Lo único que quieren ellos es permiso para marcharse.

Por eso no puedes aparecerte donde nunca has estado, no como es debido, al menos, y, si bien hay fantasmas que se cuelan por error en otras historias, en lugares encantados que no son suyos, el efecto en estos casos es cómico, como si un actor apareciera por error en la obra equivocada.

De pequeño, los fantasmas me parecían decepcionantes por los siguientes motivos: cómo estaban construidos, cómo estaban hechos de todo lo que habían dejado atrás, cómo estaban hechos de nosotros. Era nuestra falta de ambición como fantasmas lo que me decepcionaba; como si, con todo lo que sabíamos de lo desconocido, no fuéramos capaces de imaginar nada mejor para ellos que ser los depositarios de nuestras cuentas pendientes. Me habría gustado que se soltasen un poco más, que se zafasen de nosotros, pero no, estaban limitados por sus patrones, que eran nuestros patrones. Una oportunidad perdida, me decía; para nosotros en nuestra imaginación y para ellos en su realidad imaginada.

Y eso es porque las apariciones no son más que otro modo de formar parte de algo. Para algunos de nosotros, es el único modo.

Mis fantasmas son lugares. Este es uno de ellos: maleza intermedia, una zona sin nombre para los satélites situada entre unas pistas de deporte escolares y un río marrón con fango amontonado en las orillas y adornado con bolsas de plástico, botes de pintura y ruedas de bicicleta. Las Kent Downs están a unos pocos kilómetros, un «área de excepcional belleza natural», la Inglaterra más verde y limpia. Estas zonas son sus primos roñosos, su lado oscuro. Algunos electrodomésticos abandonados todavía brillan entre la maleza, y un poco más allá el río hace gárgaras con lo que parece la puerta de un frigorífico. Por allí cerca, un poco más arriba, oculto por árboles tan juntos que incluso sin hojas tapan la vista, está el frigorífico.

Hay algo especial en esos lugares de vertidos no autorizados; esa acumulación lenta, triste y furtiva de desechos de nuestra vida diaria. Primero, se inaugura una parcela de tierra en el margen de algún camino, con un modesto televisor viejo, o tal vez más a lo grande con un frigorífico-congelador de dos metros; a continuación, igual que un imán atrae las limaduras de hierro, ese primer objeto atrae a todos los demás. La gente lo sabe, se sienten arrastrados hacia allí; al anochecer, envueltos en vergüenza, con los faros apagados, llegan furtivamente en sus coches y sus camionetas y tiran su porquería. Ese sitio no es nada: ¿a quién le importa? Sin embargo, acaba convertido en una especie de salón de exposiciones, un Walmart de la selva, un centro comercial futurista donde el futuro ha estado y se ha ido. No se descompone ni se biodegrada ni se convierte en abono ni se erosiona. La tierra lo rechaza todo: los gases refrigerantes, el electrolito, el MDF, el moderno sofá de cuero sintético y el colchón manchado y atravesado por muelles oxidados.

Ese sitio no es nada, de acuerdo. Pero tampoco es un lugar para morir; no es un lugar para que te encuentren muerto.

Por lo que a mí respecta, vivo en el presente; es donde como y bebo, donde duermo y estoy despierto, donde gano mi salario y llevo a mi sobrina al parque o de tiendas. Pero mi hogar es el pasado. La mayoría hace excursiones de un día allí: una hora o un minuto reflexionando, una vieja fotografía por aquí, una vieja canción o un aroma por allá, y después vuelven a la vida tal como creemos que la vivimos: hacia delante.

Eso es porque la mayor parte son turistas de los recuerdos. Yo, en cambio, me mudé allí y, cuando visito el aquí y ahora, me siento como un expatriado, tan desconcertado por la monotonía de la madre patria como por los cambios que se han producido mientras estaba fuera.

 

 

 

 

 

 

1 Parte de una cita del filósofo griego Heráclito: «Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río». (Todas las notas son del traductor.)