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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Kate Hewitt

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La inocencia perdida, n.º 2532 - marzo 2017

Título original: Demetriou Demands His Child

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas porHarlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin EnterprisesLimited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9301-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Aquella era una noche mágica, pensó Iolanthe Petrakis, mirándose en el espejo de pie de su cuarto con una sonrisa en los labios. Parecía una princesa de un cuento de hadas con su nuevo vestido de satén en blanco plata. La falda tenía vuelo y el bajo, que le quedaba a la altura de los tobillos, estaba adornado con unos volantes de tul que parecían espuma de mar.

Sí, parecía una princesa, y se sentía como una princesa, como Cenicienta, preparada para su primer baile. Estaba decidida a disfrutar cada momento de aquella noche.

Llamaron a la puerta.

–¿Iolanthe? –era su padre, Talos Petrakis–. ¿Estás lista?

–Sí, papá.

Iolanthe se pasó una mano por el cabello negro, que Amara, la empleada del hogar, le había recogido en un elegante moño. Con el corazón palpitándole con fuerza por los nervios y la emoción, inspiró profundamente y fue a abrir.

Su padre la observó en silencio un instante, y ella contuvo la respiración, con la esperanza de que le diera su visto bueno. Era la primera vez que, después de haberla tenido recluida toda su corta vida en la villa que tenían en el campo, su padre le permitía acudir a una fiesta, y no podría soportarlo si le arrebatase ese pequeño placer en el último momento.

–¿Te parece bien? –le preguntó al ver que el silencio se alargaba. Alisó con las manos la falda del vestido–. Amara me ayudó a escogerlo.

–Es apropiado –dijo su padre finalmente, con un asentimiento de cabeza.

Iolanthe respiró aliviada. Con ese asentimiento le bastaba. Su padre nunca había sido cariñoso, ni dado a los elogios efusivos, así que estaba acostumbrada.

–Deberás comportarte con decoro en todo momento –añadió con expresión severa.

–Por supuesto, papá.

¿Acaso no era lo que había hecho siempre? Claro que tampoco había tenido nunca ocasión de portarse mal. Tal vez esa noche…, se dijo, y reprimió una sonrisa traviesa para que su padre no adivinara lo que estaba pensando. Pero la verdad era que aquello era lo que ansiaba tras tantos años de soledad: algo de aventura, algo de emoción.

–Tu madre sonreiría si te viera ahora mismo –dijo su padre.

A pesar de su tono bronco, sus palabras hicieron que Iolanthe sintiera una punzada en el pecho.

Althea Petrakis, su madre, había muerto de cáncer cuando ella tenía solo cuatro años. Los pocos recuerdos que tenía de ella eran borrosos, poco más que el recuerdo del olor de su perfume o sus dulces caricias maternales.

Desde su muerte, su padre se había encerrado en sí mismo y en su negocio. Con frecuencia se preguntaba si no sería un padre distinto, más afectuoso, si su madre aún viviera. Solo lo veía de tanto en tanto, porque siempre estaba en la capital, y sus visitas eran breves, poco más que inspecciones rutinarias para asegurarse de que se estaba comportando como era debido.

–Aunque estás muy bonita, te falta algo –dijo su padre. Sacó una cajita de terciopelo del bolsillo de su chaqueta–. Esto es para una mujer adulta, que ya está lista para casarse.

–¿Casarme…?

Iolanthe no quería pensar en eso. Sabía que algún día tendría que casarse con el hombre que su padre eligiese para ella, pero esa noche solo quería pensar en divertirse, no en el matrimonio, ni en lo que era su deber como hija.

–Ábrela –le dijo su padre.

Todas sus preocupaciones se esfumaron en cuanto levantó la tapa de la caja y vio, admirada, los pendientes de diamantes con forma de lágrima que había dentro.

–Son preciosos… –murmuró tomando la cajita.

–Y hay algo más –de otro bolsillo, su padre sacó una caja alargada con un collar de plata a juego, del que colgaban tres diamantes, también con forma de lágrima–. Eran de tu madre. Los llevó el día de nuestra boda.

Iolanthe acarició con reverencia los diamantes del collar.

–Gracias, papá –murmuró, con la voz entrecortada por la emoción.

Su padre carraspeó, visiblemente incómodo.

–Solo estaba esperando el momento adecuado para dártelos–. Es tu primer baile.

Iolanthe se puso los pendientes, y se colocó de espaldas a su padre.

–¿Me pones el collar?

–Claro –su padre se lo abrochó y, cuando Iolanthe se volvió hacia él, puso las manos en sus hombros y le dijo–: Lukas te acompañará y cuidará de ti.

Iolanthe había visto en varias ocasiones a Lukas Callos, el director del departamento técnico de la compañía de su padre, y la idea de pasar toda la velada con un tipo tan estirado hizo que se le cayera el alma a los pies.

–Creía que me acompañarías tú.

–Tengo asuntos de trabajo de los que ocuparme –su padre dio un paso atrás y la miró de nuevo con expresión severa–. Si te permito ir a este baile es porque ya eres lo bastante mayor, y porque ya va siendo hora de que busques un marido. Lukas sería una buena elección.

«¿Lukas?». Iolanthe no se podía imaginar nada peor. Sin embargo, por los labios apretados de su padre y la expresión inflexible de su mirada, supo que no era el momento de discutir con él. Por eso, a pesar de la chispa de rebeldía que había saltado en su interior, asintió en silencio. Pero era su primer baile, quizás el único al que podría ir antes de casarse, y no tenía intención de pasar toda la velada, y mucho menos el resto de su vida, con un muermo como Lukas Callos.

 

 

Alekos Demetriou entró en el salón de baile, iluminado por arañas de cristal, mirando sin interés a los hombres vestidos de esmoquin y las mujeres enjoyadas a los que dejaba atrás. La flor y nata de la sociedad ateniense se había reunido en aquel baile, el primer gran evento de la temporada.

Hacía un año su nombre no habría figurado en la exclusiva lista de invitados; era un desconocido. Pero ahora, tras años de reveses, por fin estaba empezando a abrirse camino y a hacerse un nombre en el mercado.

Tomó una copa de champán de la bandeja de un camarero que pasaba, y paseó la vista por el salón con los ojos entornados, buscando el rostro sonriente de su enemigo. Talos Petrakis, el hombre que le había arrebatado todo, siempre mostraba una falsa fachada de benévolo y afable hombre de negocios.

Solo pensar en él hizo que a Alekos se le revolviera el estómago. Al principio, tras la vil traición de Petrakis, había luchado contra la ira y el dolor que lo habían embargado, pero luego se había dado cuenta de que podía canalizar esas emociones destructivas y emplearlas en su beneficio.

Durante los últimos cuatro años no había hecho más que trabajar para hacerse un nombre y afianzarse en el mercado. Y lo había logrado. Tenía veintiséis años y era presidente de su propia compañía, una compañía que estaba creciendo rápidamente.

Por fin había llegado a un punto en el que podía plantearse llevar a cabo su venganza contra el hombre que se lo había robado todo. Reencontrarse cara a cara con Petrakis tras aquellos cuatro largos años sería el primer paso, y por eso estaba allí. Sin embargo, no lo veía por ninguna parte.

Algo llamó su atención en ese momento por el rabillo del ojo, y al girarse vio, al fondo del salón de baile, a una bella joven. Su esbelta figura estaba enfundada en un vestido blanco con apliques de pedrería, y ocultaba sus ojos tras una máscara veneciana de mano, como se indicaba en la invitación. Se suponía que era un baile de máscaras, pero la mayoría de los caballeros habían pasado por alto ese requisito.

La joven se movió, y Alekos admiró los reflejos que la luz arrancó de su pelo negro. Era encantadora, y poseía un aire de pureza que la distinguía de las otras invitadas que, con estudiadas poses de hastío, circulaban por el salón.

La joven lo observaba todo con los ojos muy abiertos, como fascinada, pero estaba casi pegada a la pared, quizá por timidez. Picado por la curiosidad, Alekos se encaminó hacia ella. No sabía quién era, pero estaba decidido a averiguarlo.

 

 

Iolanthe estaba de pie junto a la pared, sosteniendo con la mano el mango de su máscara, adornada con plumas y pequeños cristales de colores. Había conseguido escapar de Lukas cuando se habían acercado a él unos empresarios, y no tenía el menor deseo de que la encontrara. Ya había sufrido unos cuantos bailes con Lukas esa noche y si podía evitarlo no bailaría con él ni uno más. Le sudaban las manos, se movía como si fuera un robot, cuando hablaba balbuceaba, y su único tema de conversación era la informática.

Bueno, se consoló, al menos la música de las piezas que habían bailado había sido preciosa, y mientras giraban por el salón de baile el vuelo de la falda del vestido la había hecho sentirse de verdad como una princesa.

Y tal vez volviese a bailar, pero con otro hombre. Con alguien que fuese capaz de mirarla a los ojos y mantener una conversación normal. Se imaginó a un apuesto caballero avanzando hacia ella con decisión, fuego en la mirada, y los labios curvados en una sensual sonrisa mientras le tendía la mano…

Una oleada de calor la invadió, y se rio, divertida y avergonzada por aquella fantasía de adolescente. Lo más probable era que pasara allí de pie el resto de la fiesta, ocultándose de Lukas.

–Buenas noches.

Iolanthe se tensó cuando de pronto una sombra se cernió frente a ella. La voz que había hablado era aterciopelada, firme y extrañamente sensual. A su aturdido cerebro le llevó un momento comprender que estaba dirigiéndose a ella.

–Bu-buenas noches.

Parpadeó, y escudriñó al desconocido a través de las hendiduras de la máscara. Era alto y tenía un aire misterioso, como sacado de una de sus ingenuas fantasías. Mediría más de un metro ochenta, y el esmoquin que llevaba resaltaba sus anchos hombros y su impresionante torso. Sus ojos, casi ambarinos, la escrutaban pensativos, y sus labios, tan perfectamente definidos como los de una estatua griega, se curvaron en una sonrisa lobuna.

Iolanthe se sentía como si hubiese caído dentro de una profunda madriguera de conejo, como la protagonista de Alicia en el País de las Maravillas, como si de pronto estuviese en una realidad alternativa de lo más surrealista.

–Te he visto desde lejos –le dijo el hombre–, y he decidido que tenía que acercarme a conocerte.

–¿En serio?

Iolanthe contrajo el rostro por el tono de sorpresa que le había salido, pero el hombre se limitó a sonreír, y en su mejilla apareció un hoyuelo que le hizo parecer menos formidable.

–En serio –le aseguró él–. Me pareció que estabas divirtiéndote, observando a todo el mundo desde este rincón.

–Es que nunca había asistido a un baile –admitió ella.

Y nada más decir esas palabras volvió a contraer el rostro por lo joven y boba que debía de estar pareciéndole tras esa confesión.

–Tal vez podrías decirme tu nombre –sugirió él.

–¡Ah, sí, por supuesto! –azorada, ella se apresuró a presentarse–. Mi nombre es Iolanthe. ¿Y usted es…?

–Alekos. Alekos Demetriou. Pero, por favor, tutéame –respondió él con una sonrisa–. ¿Te apetece bailar? –preguntó tendiéndole la mano.

–Pues… Bueno, yo…

Iolanthe recordó las estrictas instrucciones que le había dado su padre de que se comportara debidamente y que permaneciera junto a Lukas. Pero ¿qué daño podría hacerle un baile? Tenía el resto de su vida para ser la hija y esposa obediente que se esperaba que fuera. La chispa de rebeldía que había saltado en su interior horas atrás resurgió en ese momento.

–¿Y bien? –insistió Alekos divertido, enarcando una ceja, con la mano aún tendida.

–Sí –respondió ella con firmeza–. Me encantaría bailar.

 

 

Alekos sintió un cosquilleo cuando Iolanthe puso su mano en la de él, y un repentino deseo afloró en su interior. No estaba seguro de que aquello fuese una buena idea. De hecho, ya había empezado a arrepentirse de haber entablado conversación con aquella joven nada más darse cuenta de lo joven e ingenua que era.

Sus ojos grises lo miraron muy abiertos cuando la atrajo hacia sí, y comprendió que ella también había sentido esa ráfaga de deseo que a él lo había desconcertado. Su trabajo no le había dejado tiempo para mucha vida social, y durante los últimos años su vida amorosa se había limitado a relaciones cortas o de una sola noche con mujeres experimentadas que tampoco buscaban nada serio. Y, desde luego, Iolanthe no entraba en esa categoría. «Solo un baile», se dijo, y luego se despediría de ella con una sonrisa y se alejaría.

La orquesta empezó a tocar una nueva melodía. Ya en la pista, atrajo hacia sí a Iolanthe, a quien le brillaban los ojos, y sus suaves curvas se amoldaron a su cuerpo cuando la atrajo hacia sí y comenzaron a moverse al compás de la música.

El sudor le perlaba la frente, y el deseo corría por sus venas. Su cuerpo jamás había reaccionado de ese modo ante una mujer, y no pudo evitar preguntarse: «¿Por qué esta chica? ¿Por qué ahora?».

Era hermosa, sí, y encantadora, aunque fuera demasiado joven y algo tímida. Tenía una cara preciosa, y le gustaba la franqueza que veía en sus ojos. Pero sentirse como se estaba sintiendo… imaginarse quitándole las horquillas para soltar su melena azabache, tomando sus labios, pegando sus caderas contra las de ella… Maldijo en silencio. Lo último que necesitaba era echar más leña al fuego imaginándose cosas así. Esbozó una sonrisa educada, y le preguntó:

–Dime, Iolanthe, ¿vives aquí, en Atenas?

–No. Mi padre tiene una casa aquí, en la ciudad –respondió ella, levantando la cabeza para sonreírle–, pero yo he vivido toda mi vida en el campo.

Aún sostenía frente a su rostro la máscara, un parapeto tras el cual sin duda se sentía más segura. La otra mano la tenía apoyada en su hombro, pero muy levemente, como si hasta le diese vergüenza asirse a él mientras bailaban. Él tenía las suyas en la cintura de ella, y a través del fino satén del vestido podía sentir el calor de su cuerpo.

–¿En el campo? –repitió, decidido a mantener a raya su deseo.

–En la villa de mi padre –le aclaró ella.

–Ah.

Una joven y rica heredera a la que, como solía ocurrir en esos casos, sus padres mantenían encerrada en una jaula de oro hasta que llegase el momento de casarla con el pretendiente adecuado.

La risa de Iolanthe lo sorprendió.

–Sí, es tan aburrido como suena –comentó la joven con humor–. Me he criado prácticamente entre algodones y supongo que ahora debes de estar pensando que eso me convierte en una persona aburrida.

–En absoluto –replicó él–. Me pareces de lo más refrescante.

–Dicho así, suena como si fuese un vaso de agua.

–O una copa del mejor champán –contestó él. Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Por qué estaba flirteando con ella? Parecía que por algún motivo no podía evitarlo–. Y dime, ¿vas a volver al campo?

–Me temo que sí, aunque me encantaría poder quedarme en Atenas –murmuró ella con una mirada distante–. Me gustaría poder hacer algo distinto –un suspiro escapó de sus labios–. Me siento como si llevase toda mi vida esperando. ¿Te has sentido así alguna vez?

Alzó la mirada hacia él, y Alekos dio un respingo al ver en sus ojos la misma tristeza y vulnerabilidad que él tanto se esforzaba por ocultar.

–A veces –admitió. Durante los últimos cuatro años la espera había estado consumiéndolo; la venganza requería paciencia–. ¿Y qué estás esperando?

–Algo de emoción –contestó Iolanthe de inmediato–. Aventura. No tiene que ser algo grande; no aspiro a escalar montañas ni nada de eso –le explicó riéndose–. Ahora sí que debes de estar pensando que soy tonta.

–Por supuesto que no –le aseguró él. Solo era joven, sincera, y estaba llena de esperanza. Una combinación sorprendentemente embriagadora–. Pero, dime, ¿a qué te refieres entonces con «aventura»?

–Pues a algo que… algo que haga que mi vida merezca la pena. O, no sé, incluso importante.

La voz de Iolanthe se había tornado decidida, y había apretado en un puño la mano que tenía apoyada en su hombro. Alekos sintió un repentino impulso de protegerla que no alcanzaba a entender. ¿Qué más le daba a él que sus frágiles sueños acabasen hechos añicos por la dura realidad? Una vez él había sido como ella, y un golpe cruel lo había dejado tambaleándose durante años.

–¿Importante? –repitió.

Se moría por volver a oír su risa, y por besar sus dulces labios.

–Bueno, no es que yo quiera ser alguien importante; eso me da igual. Pero sí quiero hacer algo que cambie la vida de otra persona, aunque solo sea algo pequeño. Quiero vivir, no ver vivir a los demás –se rio de nuevo, pero esa vez su risa estaba teñida de amarga resignación–. Pero ¿de qué sirve soñar?, probablemente dentro de unos años no seré más que «la esposa de» y no haré nada de nada.

Aunque él había llegado a la misma conclusión, por algún motivo no le gustó oírselo decir a ella.

–¿Por qué dices eso?

Ella levantó la cabeza para mirarlo. Sus ojos ya no brillaban, y tenía los labios apretados.

–Tengo veinte años, y mi padre tiene intención de elegir un marido para mí. La única razón por la que estoy en esta fiesta es para dejarme ver a posibles pretendientes acordes a mi posición –casi escupió aquellas palabras.

–¿Y tiene alguno en mente? –inquirió Alekos, detestando la sola idea.

–Tal vez –las facciones de Iolanthe se tensaron antes de que apartara la vista–. Pero me gustaría poder tener al menos voz y voto.

–Es que así debería ser.

–No sé si mi padre estaría de acuerdo en eso –Iolanthe dejó escapar un suspiro cansado, demasiado cansado para alguien tan joven. Tenía toda la vida por delante, una vida que debería estar llena de posibilidades–. Pero hablemos de otra cosa. No quiero pensar en eso ahora, no cuando puede que esta sea la única oportunidad que tenga de divertirme en compañía del hombre más guapo de la fiesta –concluyó con una sonrisa coqueta.

Sus ojos brillaban con humor. Estaba flirteando descaradamente con él, y eso le arrancó una sonrisa a Alekos.

–Debo de parecer boba –añadió Iolanthe riéndose–, aquí, parloteando acerca de hacer cosas importantes y mejorar la vida de los demás.

–Eso no tiene nada de bobo. Yo creo que es lo que nos gustaría a todos: dejar huella de algún modo en este mundo.

–¿Y a ti? –le preguntó ella, mirándolo con curiosidad–. ¿Cómo te gustaría dejar huella en él?

Alekos vaciló.