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Dedicación
Agradecimientos y bibliografía
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 1909
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Chicago, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcelona, 2002
Barcino, 36 d.C.
Barcelona, 2002
Barcino, 72 d.C.
Barcelona, 2002

Agradecimientos y bibliografía

Detrás de este libro hay un ¡atrévete! de Edgardo Dobry y bastantes horas de diálogos con Margarita Cruells, Trini Torner y Miguel Ángel López, que no sólo me han facilitado información, sino puntos de vista diferentes que han enriquecido mi visión de conjunto. Gracias a la arqueóloga Georgina Carbó por traspasarme sus conocimientos sobre el mundo romano. A mi agente Isabel Martí por su confianza y su apoyo constantes. Sin ella todo hubiera sido mucho más difícil. A mi editora Raquel Gisbert de quien en los últimos ocho meses he recibido ideas y sugerencias enriquecedoras y un cuidado exquisito hacia mi manuscrito y hacia mí. También a Hortensia Galí por su apoyo. Y finalmente, quiero agradecer la confianza de Manel Sirvent, Francisco Gómez, Carme y Xavi del Café de la Academia y Mauri del Acontraluz por permitirme utilizarlos como personajes literarios.

Internet ha sido fuente infinita de información así como los libros Rey Jesús de Robert Graves; El enigma sagrado de M. Baigent, R. Leigh y H. Lincoln; La sociedad romana de Paul Veyne; Los restos arqueológicos de la plaza del Rey de Barcelona de Julia Beltrán de Heredia Bercero (directora del equipo de investigación); Barcelona, memoria de un siglo de Josep M. Huertas y Jaume Fabre; L’obertura de la Via Laietana 1908-1958 editado por el Museo d’Història de la ciutat; La Semana Trágica de R. Fernández de la Reguera y Susana March, y finalmente Barcelona, la historia de J. Castellar-Gassol.

Este libro ha sido escrito en Barcelona, entre septiembre de 2001 y enero de 2006.

Barcino, 36 d.C.

Ante diem II nonas iunius



Calíopo vagaba por las calles de Barcino con un andar calmo, que nada tenía que ver con la pequeña tormenta que atravesaba su interior. Aurelio Crísipo, hermano de su madre, había vuelto a negarle la entrada al Círculo Garum.

Hacía varios meses que estaba intentando sumarse al grupo sin conseguirlo, y en esos momentos, lograrlo empezaba a convertirse en una obsesión. Quien pertenecía a él, se hallaba rodeado de un halo de misterio que sus integrantes magnificaban de forma sutil y efectiva. Estaba compuesto por cinco amigos: dos magistrados pertenecientes al departamento de justicia, un liberto enriquecido, un próspero fabricante de salazones y un patricio. Cada mes, se reunían en casa de Flavio, uno de los componentes, siguiendo un ritual que repetía el primer encuentro, el momento en que se inició todo.

Jugaban al ludus latrunculorum, juego de estrategia con fichas y dados, que se desarrollaba sobre un tablero, y entre partida y partida descansaban, obsequiándose con apetitosos refrigerios, que amenizaban con historias de lo que sucedía en Barcino, o rumores políticos de la lejana Roma que pudieran afectar su idílica vida en la tranquila ciudad. También planificaban la forma de ayudarse entre sí, si alguno lo necesitaba, o discutían negocios que desarrollarían en común, bajo propuesta de cualquiera de sus miembros. En definitiva, gestionaban los rumores, o sea, la información, para mantener, entre los habitantes de Barcino, el equilibrio de poder que les interesaba, y seguir así disfrutando de su situación privilegiada. Constituían un núcleo de influencia muy importante en la colonia, y aunque procuraban mover los hilos con discreción, eran reconocidos por todos los sectores políticos, económicos y culturales de la zona, aunque su labor de mecenazgo, en una ciudad emergente como Barcino, no había hecho más que empezar.

Calíopo pensaba en lo mucho que ganaría a los ojos de su maestro Camilo Eliano, de quien ya era la mano derecha, si lograba formar parte del Círculo. Sumo sacerdote del templo de Augusto, era el hombre que más quería y respetaba. Ocupaba en su corazón, el lugar del padre que no conoció.

A pesar de haberse ganado con creces su confianza, todavía sentía una fuerte necesidad de impresionarle, de demostrar que podía llegar a ser su digno sucesor, que el tiempo dedicado a su formación no había discurrido en balde, y el modo mejor de hacerlo, para su mente analítica y un tanto obsesiva, era entrar a formar parte del grupo más elitista de la ciudad.

Se negaba a entender la obstinación de su tío por impedirle el acceso, teniendo en cuenta su actual posición. No sólo era responsable de la surtida biblioteca del templo, orgullo de todos los habitantes de Barcino, sino que tenía acceso a información restringida procedente de Roma y del resto del imperio.

—El estatus de sacerdote es un buen aval, pero eres demasiado joven —le había dicho Crísipo—. Tu inexperiencia hace vibrar las cuerdas de mi sensatez y me susurra que aún no es tiempo de incorporarte a nuestro grupo.

Crísipo hablaba con prudencia, deseaba complacer a su sobrino porque en realidad pensaba que tenía la valía suficiente para ser uno de ellos, pero necesitaba algo más que pudiera reforzar su candidatura ante el resto de los miembros.

Se sentía conmovido por la expresión ilusionada de Calíopo cuando hablaban de ello, era el hijo de su hermana, y el niño que durante muchos veranos corrió por su palacio de Roma jugando con sus hijos. Cuando los dos fallecieron presa de las terribles fiebres que asolaron la ciudad, Crísipo huyó a Barcino. Una vez repuesto del dolor, del duelo, no dudó en llamarlo a su lado, para poder compartir con él los recuerdos de aquellos días felices. Ahora era Calíopo quien solicitaba su favor, y se sintió incapaz de dejarlo marchar sin aportar esperanza a su joven vida.

—Pero eres mi sobrino —siguió sin esperar respuesta— y sé de tu interés, te quiero como un hijo y aunque contravenga lo acordado con los demás, te prometo que si encuentras alguna información que sea importante para nosotros, o que suponga nuevos conocimientos, estaré encantado de presentarte a todos como nuevo integrante.

Pensando en esas palabras, Calíopo se encontró, sin apenas darse cuenta, frente a la salida que daba acceso al puerto natural que convertía Barcino en una de las ciudades destacadas de la costa mediterránea occidental. Las nubes que estaban empezando a apoderarse del cielo presagiaban tormenta, pero sus ojos permanecían anclados en el suelo, indiferentes a la amenaza de lluvia.

La única luz que aún permanecía encendida por la zona, eran los candiles que titilaban en el local de Henio, en la esquina donde comenzaba una de las arterias principales, el Cardo. A duras penas alumbraban, pero lo que sí hacían, con una perfección inquietante, era llenar de sombras móviles cualquier espacio, cuando el mar levantaba una suave brisa que movía delicadamente las llamas. Semejaba una isla rodeada por un mundo oscuro, sigiloso.

Debido al bochorno de aquel ardiente mes de junio, ocupó una de las dos mesas que se alineaban a la entrada, mirando sin ver, al hombre que se hallaba sentado cerca de él. El rumor del mar se escuchaba monótono, invariable, cercano pese a la muralla que se interponía entre Barcino y él. Por un instante pensó en salir y caminar hacia la playa, mojar sus pies en la arena húmeda y deleitarse con su frescor, eso lo había calmado siempre. En su pensamiento, apareció la vieja casa de sus padres en Ostia, y se extrañó de lo mucho que aún la añoraba. Recordó lo hermosos que eran los atardeceres, y las veces que su abuelo lo despertó al alba, para pasar la mañana pescando en el más absoluto de los silencios. Sólo al volver, repletos los cestos de pescado, cangrejos y erizos, reían imaginando la cara de asombro que su madre les regalaría, como un ritual de amor y complicidad.

Se estremeció.

La luna había sido devorada por las nubes, la oscuridad era absoluta. A los pocos minutos salió Henio del interior del local y se dirigió a él por su nombre.

—Buenas noches, Calíopo; hoy sólo te puedo ofrecer vino caliente, porque el camastro lo ha alquilado este viajero —y señaló al hombre sentado en la otra mesa.

Fue en ese momento cuando se dio cuenta de su existencia y oyó su voz, que le pareció un eco lejano.

—Si me lo permites, te presto el camastro; padezco insomnio y esta noche me está atacando inclemente.

—Gracias, pero no creo que pueda dormir.

—¿Tan grave es el problema que te aqueja?

—Para mí es importante.

—Cierto es lo que dices, la importancia no reside en los hechos sino en cómo se perciben.

En aquel momento, volvió a salir Henio con un recipiente de cerámica en la mano, que dejó frente a Calíopo.

—Este bochorno me mata. No se mueve ni el aire. Dudo que venga alguien más esta noche, se está preparando una buena —manifestó mientras miraba al cielo. Después bajó sus ojos hasta Calíopo y siguió hablando—. Perdona si te pregunto algo que no deseas responder, y en ningún momento me sentiré ofendido si no lo haces, pero siempre eres tan alegre, amable, tan lleno de vida… ¿Te ocurre algo, estás bien? Nunca te había visto así.

—Lo sé, amigo Henio, y lo que realmente me inquieta, es estar preocupado por un hecho que no debería quitarme ni un instante de sueño, pero que está empezando a convertirse en una obsesión. Vengo de casa de Aurelio Crísipo. Me ha dicho, por tercera vez, que no seré admitido en el Círculo Garum.

—¡No sé por qué insistes! ¿Para qué quieres entrar a formar parte de ese grupo de pedantes, fatuos y pretenciosos?

—No es cierto, Henio, sabes perfectamente que gracias a ellos nuestras termas son las mejores del entorno. Todos nuestros niños reciben enseñanza. Están gestionando la creación de una escuela especial, donde se enseñe a los hijos de los esclavos, oficios que los califiquen para ejercer con mayor eficacia sus especialidades, una vez lleguen a la edad de servir.

—A despachar vino se aprende rápido, yo sólo preciso que sea fuerte y sobre todo que piense lo justo. No necesito que me den lecciones, soy yo el que tiene que darlas. No sé adónde iremos a parar con tanta tontería. Lo que te atrae es el poder que otorga estar en él, no te engañes.

—No es el poder —le interrumpió Calíopo con un tono de voz demasiado crispado, que hacía dudar de la veracidad de su negación—. Nunca ha sido el poder lo que me ha movido a desear integrarme en ese grupo. Lo que realmente me interesa es acceder al conocimiento que ellos poseen. También a la forma lúdica en que entienden la vida. Conocen los mejores vinos, saben dónde encontrar los frutos más exquisitos, las esclavas de Flavio han sido escogidas entre las bailarinas más inigualables, y sus cuerpos seducen con sólo pasear la mirada sobre ellos. Las cenas están llenas de productos traídos de los países más lejanos y exóticos, y su conversación es brillante y entretenida.

—Unos jugadores compulsivos, eso es lo que son. Un día al mes juegan al ludus latrunculorum y el resto juegan con el destino de esta ciudad. No lograrás convencerme, tú estás fascinado por toda la leyenda que rodea a ese grupo, yo los veo como un lastre.

—No quiero seguir discutiendo, amigo Henio. Sólo sé que necesito entrar en el Círculo Garum. Es todo lo que deseo en este momento. Eso, y otro cazo de vino.

El viajero había permanecido en silencio ante la discusión de los dos hombres, observando a aquel joven sacerdote, que tanto le recordaba a sí mismo en los tiempos que deseaba el poder y la riqueza por encima de todo. Conocía por experiencia el camino que le aguardaba, era duro, solitario.

Henio volvió a salir con el cuenco de Calíopo repleto de vino, que acomodó frente a él junto con un plato lleno de higos frescos y nueces. El sacerdote comió en silencio y apuró el vino. Al acabar se levantó con lentitud y se despidió de Henio y del extranjero, que había estado observándolo con curiosidad.

Cuando había pasado unas callejas, sintió un estremecimiento recorrer su espalda. Le había parecido oír sonido de pasos que se escuchaban quedos tras él. Se detuvo, simulando atarse una de las sandalias.

La lejana luz que desprendían las antorchas, instaladas en el perímetro de la muralla y en los cruces de las calles principales, eran el único resplandor que le permitía distinguir su entorno.

La luna continuaba secuestrada por nubes negras y espesas.

Empezó a lloviznar.

El sonido de pasos iban acercándose cada vez más, de repente oyó una voz que lo llamaba por su nombre, se giró, y al hacerlo, intuyó una figura que se aproximaba con paso cansino. Era el extranjero que había visto sentado en el local de Henio.

Lo esperó.

Cuando estuvo a su altura, el hombre le habló con la voz fatigada por el esfuerzo que le había supuesto alcanzarle.

—Gracias por esperarme, mi edad ya no me permite correr grandes trechos. Me complacería hablar contigo en algún lugar donde pudiéramos estar solos.

—Me dirigía al templo de Augusto para retirarme a descansar. Como puedes advertir, todo está cerrado, y yo no puedo acogerte en el recinto sagrado sin permiso de Camilo Eliano…

—Ni yo me atrevería a solicitarlo —le interrumpió el viajero—. Mi nombre es Jacob —se presentó—. Y nací al otro extremo de este mar nuestro, en una tierra donde el calor que sentís vosotros esta noche, sería considerado como una temperatura agradable. Salí del puerto de Jaffa, en la provincia romana de Palestina, cuando el invierno se despedía ya, pero las tormentas han hecho que mi viaje se alargue más de lo habitual. Yo había pensado en la playa, donde la brisa refrescará nuestros cuerpos y la arena los acomodará.

—Perdona pero ya es muy tarde y…

—Te interesa escucharme, hace muchos años que convivo con el poder, y sé lo que necesita para alimentarse. Puedo explicarte una historia que impresionará sin duda a los hombres que deseas seducir. Roma cree haberse desembarazado del heredero al trono de Israel, lo supone muerto en la cruz junto a dos rebeldes zelotes. Constituía, según vuestros políticos, un grave peligro para el imperio y su soberanía en tierras palestinas.

Calíopo no supo qué contestar, su razón le aconsejaba marcharse de inmediato, mientras su intuición le gritaba que se quedara. No había oído nada sobre ese heredero israelita tan peligroso para Roma, ni siquiera había escuchado rumores al respecto en las tertulias políticas. Pero precisamente el hecho de no saber a quién se refería el misterioso forastero, aumentaba su curiosidad.

Jacob volvió a insistir.

—¿Por qué dudas? Lo único que puedes perder es tiempo. Sabes que yo no soy un simple marinero. Mis ropas te hacen suponer que tienes ante ti a un rico mercader, pero en realidad soy la persona de confianza, la mano derecha, de uno de los hombres más poderosos de todo el Mediterráneo oriental, José de Arimatea. Él es amigo personal del emperador Tiberio, al que en más de una ocasión ha prestado su numerosa flota de navíos, para enfrentarse con pueblos poderosos como el persa. Eso os dará una idea de lo interesantes que pueden llegar a ser mis historias.

Calíopo estaba impresionado, no entendía la generosidad de aquel hombre y su mente barajaba, con rapidez de vértigo, cuál podría ser el pago que le sería exigido al final. Jacob pareció adivinar sus pensamientos cuando le dijo:

—No deseo nada de ti, a excepción de tu compañía, no te preocupes. Estoy solo, el insomnio aleja de mí el sueño, y mi alma está llena de recuerdos que noches como ésta invitan a compartir.

Mientras la lluvia iba menguando lentamente, y las nubes se alejaban perezosas, los dos hombres, con paso tranquilo, se dirigieron hacia la puerta de la muralla que les permitiría el acceso a las playas que rodeaban el puerto de Barcino. Cuando finalmente se acomodaron en la arena, sus oídos se inundaron con el suave murmurar de las olas.

En el cielo, solitaria, la luna llena los envolvió con su magia.

Barcelona, 2002

16 de mayo, 12 horas 33 minutos



En el panel informativo de llegadas del aeropuerto de Barcelona, las palabras «aterrat», «landed» y «en tierra», se superponían y parpadeaban para avisar a todas las personas que esperaban tras la barra, frente a las puertas de salida, que el vuelo 787 de Iberia procedente de México D.F., con escala en Madrid, había aterrizado puntualmente. En cualquier momento se abrirían las puertas que comunicaban con la recogida de equipajes, y a través de ellas aparecerían los nuevos argonautas, viajeros aferrados a unos carritos repletos de maletas, paquetes, recuerdos, escrutando a través de sus ojos expectantes el mundo que los rodeaba, como si hubieran estado alejados de él toda una vida hechizados por el canto de las sirenas, privados de libertad, recluidos, como en un útero, dentro de la inmensa panza de un avión Jumbo.

El primero en salir fue un hombre con una maleta que le habían permitido acomodar en cabina, por cumplir las medidas reglamentarias. No dejaba atrás nadie que lo añorase o a quien añorar. ¡O quizá sí! A su amigo Daniel, exiliado como él en México desde que finalizó la Guerra Civil.

Mientras atravesaba el inmenso vestíbulo, Valeriano Scacs pensó que era un hermoso día para volver a casa después de sesenta y tres años, iluminado por un sol radiante y caluroso que auguraba un verano sofocante.

Se sentía bien a pesar del estrés originado por el viaje, había confirmado lo que ya sabía, que pese a su edad el cuerpo le seguía respondiendo de manera eficaz. No tenía sueño, su mente estaba despejada. Llegó hasta la parada de taxis cuando la cola no rebasaba las diez personas, así que subió a uno de ellos casi de inmediato. El viaje le descubrió, a su derecha, una periferia industrial disimulada por acristaladas construcciones de oficinas, y enormes edificios que albergaban centros comerciales. La izquierda la ocupaban inmensas ciudades dormitorio y uno de los hospitales más grandes de Barcelona, el de Bellvitge.

Scacs lo miraba todo, recordando los kilómetros de chabolas que tuvo que atravesar hasta llegar al aeropuerto de México, inmensos campos de pobreza, labrados por el olvido y la violencia.

El hotel que había escogido era el Claris, un cinco estrellas ubicado en el Ensanche barcelonés, apenas a dos manzanas del Paseo de Gracia, el corazón de Barcelona, la arteria más comercial y selecta, con el mayor número de grandes marcas y edificios declarados patrimonio de la humanidad por metro cuadrado.

Lo primero que hizo al llegar, antes de pasar por recepción a instalarse, fue llamar al teléfono que su amigo Daniel le había proporcionado. El número no existía, así que se acercó al mostrador y le explicó su problema a la joven que lo atendió.

—Verá, tengo un número de teléfono antiguo que por lo visto ya no corresponde, pero el nombre y la dirección estoy seguro de que son correctos. ¿Qué debo hacer para conseguir el actual?

—No se preocupe, déjeme los datos y se los pasaré a la telefonista para que haga la gestión. En cuanto lo sepamos, le llamaremos a su habitación.

—Aún no estoy instalado, mi nombre es Valeriano Scacs, tengo reserva.

La muchacha lo comprobó en su ordenador de pantalla plana, y después de unos segundos, sus labios esbozaron una sonrisa profesional, al comprobar que todo se hallaba en perfecto orden. Se había solicitado hacía quince días desde Ciudad de México.

—En efecto, señor Scacs, bienvenido a Barcelona. Su habitación es la 303 —dijo con una voz perfectamente modulada, mientras sacaba de debajo del mostrador una llave electrónica y la depositaba frente a él—. Necesitaré que me deje su pasaporte, yo misma rellenaré la hoja de entrada.

—Muchas gracias. Después de instalarme me apetece dar un pequeño paseo para estirar las piernas; cuando vuelva pasaré por recepción, no hace falta que llamen.

—De acuerdo, señor Scacs, tendrá preparada toda la documentación; disfrute del paseo.

A un gesto casi imperceptible de la recepcionista, Valeriano tuvo a su espalda un botones uniformado sobriamente, que recogió su maleta y lo acompañó al camarín del ascensor. Al salir de él lo guió hasta su cuarto atravesando los elegantes pasillos del hotel. Una sonrisa reflejó la satisfacción que sentía, «he escogido bien», pensó, aquélla sería una buena residencia para los próximos meses, ahora se lo podía permitir.

La tarde brillaba bajo un cielo desposeído de nubes. Con paso tranquilo, que le dejaba saborear todo el cúmulo de emociones que llenaban su estómago, enfiló hacia el Paseo de Gracia. Al llegar se desvió a la izquierda y ante su mirada apareció, espléndida, la Casa Batlló. Sus ojos apuntaron unas lágrimas que enseguida reprimió. Recordó al niño que había sido, sentado en el balcón de la derecha, a la altura del tercer piso, contemplando el ajetreo, ya entonces, de una de las avenidas más populosas de la ciudad de Barcelona. Se pasó horas y horas mirando desde aquel balcón, imaginando aventuras que luego nunca experimentó. Acababa de darse cuenta de que al estudiar antropología en la Universidad Autónoma Nacional de México, no lo hizo sólo por la fascinación que despertaron en él las culturas maya o azteca, también estaba el niño que soñó la vida sentado en el balcón de aquella casa, que ahora le parecía un hermoso palacio encantado.

Al volver al hotel le entregaron una nota con el actual número de teléfono de Lucía Adell. Subió a su habitación, se deshizo de la chaqueta, y se sentó en la cama junto al teléfono. Permaneció así durante tres minutos, indeciso, preguntándose si valdría la pena comenzar aquella aventura. Finalmente llamó. La voz que contestó parecía amable y curiosa, pero convencerla para concertar una entrevista al día siguiente, le llevó más tiempo y esfuerzo del que en un principio pudo suponer. Pero cuando colgó el teléfono una sonrisa afloró a sus labios. Todo transcurría según el plan previsto.

Barcelona, 2002

16 de mayo, 16 horas 30 minutos



Julia Cruells miró pensativa el dibujo que estaba retocando.

Las líneas, trazadas con precisión, de un grueso considerable, enmarcaban colores primarios expresamente escogidos para captar la atención infantil. El trabajo que realizaba estaba destinado a una franja de edad que oscilaba ente uno y cinco años, y a pesar del rigor con que juzgaba su propio trabajo, no podía por menos que felicitarse por lo conseguido.

¡Y por su vida! ¿Podía felicitarse por su vida?, pensó. Dejó el pincel encima de la mesa, luego apoyó los codos sobre ella, y se masajeó la cara con ambas manos mientras un suspiro se le escapaba por sorpresa de la boca. Se sentía inquieta. Apoyó su cuerpo hacia atrás, acomodando los riñones en el respaldo de la silla giratoria, y dejó que los ojos se perdieran en la luz exterior, a través de los cristales frente a los que estaba su mesa de trabajo. Luego los bajó hacia las dos únicas fotos situadas sobre ella, la de su madre, Lucía Adell, y la de su hijo, Javier Cruells.

Eran toda su familia.

Una mirada de ternura se paseó por las dos imágenes y su mano se alargó para coger la de su hijo. Se estaba haciendo mayor. ¡Qué tontería!, pensó, ya era mayor. Era una persona adulta que estaba empezando a preguntar por el padre que nunca había conocido. Tenía todo el derecho a hacerlo, por supuesto, pero Julia no estaba segura de querer reavivar unos sentimientos que había ocultado en lo más profundo de su mente. Luego estaba la casa, justa para ellos dos, pero indiscutiblemente pequeña para acoger a su madre que ya sobrepasaba los ochenta años, y aunque de momento gozaba de una salud excelente, tarde o temprano se resentiría.

Empezó a plantearse si aquellos pensamientos no habrían llegado a ella por ser jueves, el día de la semana que desde siempre, en una de las granjas de la calle Petritxol, ante unos chocolates y unas ensaimadas, abuela, madre y nieto hablaban de lo divino y lo humano a partir de las siete de la tarde. Esa estúpida costumbre, pensó para sí, que habían mantenido obstinadamente como un rito de asistencia inexcusable, era lo que había cohesionado sus vidas. Contadas eran las ocasiones en que alguno de los tres no había asistido a la merienda.

Julia era consciente de que sin su madre, Lucía Adell, ella no habría podido conseguir la vida que tenía, con un trabajo que colmaba adecuadamente un tanto por ciento bastante elevado de su ego, y un hijo que, por encima de todo, era persona, un concepto que abarcaba para Julia las virtudes más valoradas: sensibilidad, responsabilidad y respeto.

De súbito, una inesperada urgencia por abordar conversaciones pendientes se deslizó hasta su mente. «Antes que sea demasiado tarde», pensó, como si de repente, del futuro le hubiera llegado un aviso teñido de incertidumbres.

El timbre del teléfono la sobresaltó.

—¿Sí?

—¡Hola, cariño! —Era su madre—. ¿Estás trabajando? ¿Molesto?

—No, mamá, tranquila, ya sabes que si interrumpes te lo digo.

—Sólo será un minuto.

—¿Estás bien?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—No sé, pareces nerviosa, intranquila.

—¡Pues sí que hilas fino! Estoy bien, sólo te llamo para avisarte. Lo siento mucho pero esta tarde no podré ir a la granja.

—¿Por qué?

—Es que me ha surgido algo urgente y…

—¡Pero, mamá! La semana pasada Javier tuvo un examen que se retrasó dos horas y no pudo venir, ahora tú…

—Lo sé, lo sé. Por favor dile a mi nieto que lo siento. La semana que viene no fallaré, lo prometo.

—¿Tan urgente es, mamá? ¡Tienes toda la semana y ha de ser precisamente hoy?

—He quedado con alguien… Ahora no puedo contártelo… Ha surgido de repente.

—¿Alguien? ¿Quién?

—Tengo que dejarte. Siento lo de la merienda, de verdad. Dale un beso a Javier de mi parte. Ya te lo explicaré todo, lo prometo.

Y colgó.

Julia se quedó inmóvil mirando el teléfono. Un timbre de alerta sonaba en su cabeza. Se levantó de la silla y se dirigió hacia la cocina mientras murmuraba para sí lo rara que estaba su madre últimamente. Como siempre que se sentía inquieta, se había instalado en su estómago la necesidad de algo dulce. Buscó los bombones, pero Javier se los debía de haber comido todos y acabó calentándose un té que inundó de azúcar.

¿Y si su madre se había enamorado? Estaba rara, huidiza, como si estuviera escondiéndose de algo. ¡Un hombre! ¡Tenía que ser un hombre! ¿Qué, si no?

Intentó imaginarse a su madre… y un ataque de risa hizo que se atragantara.

Imposible.

Cuando se hubo calmado, sacudió incrédula la cabeza y marcó el número del móvil de su hijo Javier.

Barcelona, 2002

17 de mayo, 13 horas 10 minutos



A través de los cristales que rodeaban el ático, penetraba un sol tamizado por paneles de lino que, sujetos con rieles, cubrían toda la superficie de las ventanas. Como un dibujo estampado sobre ellos, en suaves tonos de gris, se intuía borrosa la silueta de una ciudad cuyo límite era siempre la misma línea azul verdosa del mar.

Nada de lo que se hallaba en la sala estaba de más, no había ni uno solo de los muebles que no cumpliera una función necesaria. El espacio era sin duda el gran protagonista y las líneas rectas las únicas existentes. Sólo una enorme lámpara roja de pie recordaba la existencia del círculo. El suelo sobre el que se apoyaban dos geométricos sofás y una mesa de centro, era de vidrio grueso. A través de él, unos treinta centímetros por debajo de la superficie, aradas sobre pequeños guijarros blancos, se dibujaban las líneas sinuosas de un jardín zen. El gusto por los últimos diseños se exhibía hasta en la grapadora que en esos momentos utilizaba Gerardo Arnal.

Recién cumplidos los cincuenta y cinco años, su cuerpo alto y atlético publicitaba lo saludable del gimnasio y la comida mesurada. Toni Miró, el famoso diseñador barcelonés, era el responsable de todo su vestuario a excepción de algunos modelos de Armani comprados en Milán. Desde hacía unos meses, cansado de tintes y aprovechando la moda imperante, se había rapado el pelo al cero, dejando al descubierto un cráneo redondo y bien proporcionado.

Como en otras ocasiones durante los últimos seis meses, contemplaba cuanto le rodeaba con el orgullo del que ha conseguido hasta el último de sus deseos. La casa en la que había nacido, donde transcurrió su infancia y gran parte de su adolescencia, cabía en la cuarta parte de su despacho. Era hijo único por expreso deseo de sus padres, al objeto de poder darle una educación que le permitiera salir de la pobreza en que ellos habían vivido desde su llegada a Barcelona. Habían emigrado desde un pequeño pueblo de Murcia llamado La Azohía y Gerardo nació año y medio después de su llegada. Su madre se había quedado sin cenar en más de una ocasión, pero él fue alimentado de forma escrupulosa, e ingresado en una de las escuelas particulares más caras del viejo barrio de La Ribera. Luego llegó la universidad y sus estudios de economía. Finalmente empezó a trabajar en una de las inmobiliarias más importantes de la ciudad, Doménech, S. L. y después de treinta años seguía allí, pero desde hacía seis meses en calidad de dueño de la empresa, junto a su esposa, Laura Doménech.

Se habían casado hacía siete años, cuando Laura se divorció de su primer marido. Fue un momento de fragilidad extrema para ella, que Gerardo aprovechó sin demasiados escrúpulos, de forma premeditada y con un estudiado plan que dio el resultado apetecido. Su suegro, Emiliano Doménech, siempre desconfió y él lo sabía, así que no le dio ni el más mínimo motivo que pudiera derivar en enfrentamiento.

Pero su suegro había muerto hacía aproximadamente medio año, y desde entonces ya nada ni nadie pudo pararlo. Su esposa entraba y salía de la depresión como si fuera un trabajo que realizara de forma minuciosa y obsesiva. Su casa unifamiliar en Pedralbes era el único mundo que le interesaba por sentirse segura y resguardada dentro de él. Sólo tenían una hija.

Esa mañana Gerardo se encontraba especialmente satisfecho. El notario Eduardo Ponce acababa de abandonar su despacho después de la firma que ponía la sociedad en sus manos. Todo el personal supo, desde aquel preciso instante, quién mandaba en la empresa, y algún que otro ejecutivo vio llegar hasta su puerta la sombra negra y mohosa de la venganza.

Pero él sabía que disponía de tiempo, de todo el tiempo del mundo, así que recogió el diario, que aún no había podido leer, se despidió de su secretaria anulando todas las citas del día, y veinte minutos más tarde aparcaba su Porche 911 Carrera en el garaje de su casa.

Laura se encontraba en el jardín, junto a la piscina, absorbiendo el suave sol de mayo. La contempló un instante en silencio antes de aparecer ante ella y preguntarle:

—¿Dónde está Eulalia? Parece la asistenta invisible, no sé por qué no la despides.

—Hola, Gerardo, no te he oído llegar. No sé. Si no está en casa debe de haber salido a comprar. ¿Cómo ha ido todo? Me ha llamado Eduardo Llovet, le he notado un poco inquieto. Me ha dicho que no le has avisado para la firma. Quería saber qué tal me encontraba.

—Hace bien en sentirse inquieto, pienso someterlo a presión hasta que no pueda aguantar más y se vaya por voluntad propia. No va a ver ni un duro más del que le corresponda por ley. No pienso negociar, ni con él ni con nadie.

—Gerardo, a Llovet lo necesitas, tienes que delegar, no puedes manejarlo tú todo.

—¿Por qué no?

—Ya hemos hablado sobre ese tema, no pienso volver a caer en una discusión. Haz lo que te dé la gana. ¿Cómo es que has venido tan pronto?

—Quería celebrar contigo la firma del traspaso de poderes.

La última palabra quedó en el aire, transitando el silencio que se alojó entre ellos durante tres segundos. Finalmente Laura se irguió, mientras se anudaba a modo de pareo un hermoso pañuelo de seda pintado a mano.

—Titina me ha llamado. Hay un restaurante nuevo, a la última, está en el barrio donde naciste, cerca de Santa María del Mar, se llama Abac. Puede estar bien volver al origen para celebrar tu futuro. Me visto en nada.

Gerardo sintió la ira subir desde su estómago y le puso de inmediato un límite, su garganta. Se dirigió hacia la pequeña barra de bar ubicada en la sala, y se la tragó ayudado por un vaso de whisky al que inundó de hielo.

Barcino, 36 d.C.

Kalendas iulius



Flavio, cofundador del Círculo Garum, se paseaba inquieto esperando a Julio y Licinio, que eran los encargados de abastecer la cena de aquella noche y que ya sobrepasaban considerablemente la hora prevista para su llegada. En su fuero interno estaba seguro de que la culpa era de Licinio, porque sólo había problemas cuando él era uno de los ganadores. Los demás, fuera cual fuese el sorteo de parejas, siempre se mostraban escrupulosamente puntuales. Sabían lo mucho que le molestaba esperar, y en consecuencia, no disponer del tiempo suficiente para preparar la fiesta de acuerdo al boato con el que deseaba obsequiar a sus amigos.

La luz argentada de la luna llena, perfilaba el majestuoso templo de Augusto en aquella tibia y apacible noche de verano, invadida por el penetrante aroma de los jazmines que desbordaban la tapia de su jardín. Flavio era un hombre respetado que pertenecía a la primera generación de niños que había nacido en la colonia romana Iulia (fundada en honor a Iulia Claudia) Augusta (creada en tiempos de Octavio Augusto) Faventia (por favor de los dioses) Paterno (ciudad fundada por romanos procedentes de la capital, Roma, considerados los padres) Barcino (nombre romanizado de Barke-no, antiguo pueblo ibérico asentado en la mayor de las colinas que la rodeaban) fundada para aglutinar y controlar un ager o terreno, no muy extenso, pero sí muy productivo

Su padre, un legionario romano que abandonó el ejército al ser informado de su traslado, empezó el negocio de la fabricación de garum, que él heredó y llevó al éxito y al reconocimiento en todo el imperio, enriqueciéndose considerablemente. Esa pasta, sobre todo la producida en su factoría, era muy apreciada y se había convertido en un producto de lujo. Su secreto: añadir un ingrediente de gran calidad, muy abundante a lo largo de las playas que unían Barcino con Baetulo, el erizo de mar. Su fuerte sabor le daba ese toque especial que tanto apreciaban los paladares refinados.

Barcino era una ciudad pequeña. Construida de nueva planta hacía cuarenta y seis años, sin condicionantes arquitectónicos previos, y con una suave orografía que le permitió desarrollar un tejido urbano regular. Sus murallas trazaban un octógono alargado por la parte este y oeste, y achatado por la norte y sur. En su parte central se ubicaba el foro, la gran plaza porticada, presidida por el majestuoso templo de Augusto en honor al emperador-dios que lo había fundado.

El emplazamiento elegido fue el más adecuado para albergar una ciudad en tiempo de paz. Un paisaje llano, junto al puerto natural que proporcionaba la desembocadura del río Rubricatum. Rodeada por siete colinas que le transmitían seguridad y que evocaron en el emperador Augusto recuerdos de su adorada Roma. La más importante, de mayor altura, se hallaba al sur, frente al mar, y era un puesto de vigilancia privilegiado desde el que poder prevenir los ataques piratas.

El sostén de sus ciudadanos estaba garantizado en primer lugar por la tierra, muy fértil, apta para el cultivo de cereales y vides y por los recursos mineros de hierro y plata. Pero sobre todo, había conseguido fama por la abundancia y calidad de sus productos de mar, en especial unas más que excelentes ostras y el alabado garum, consistente en la maceración con sal de los despojos del pescado —huevas, sangre, intestinos, agallas, peces pequeños—, al que a menudo, para potenciar su sabor, añadían gambas, erizos, ostras o berberechos. Ninguno de los muchos viajeros que visitaban la ciudad olvidaban degustarlo.

La sociedad de Barcino era de carácter abierto y liberal, hasta el extremo de que el hijo de un esclavo liberado podía ser magistrado. El nombre que se le asignaba al magistrado supremo era el de Tumbiri y su posición ante Roma era la de cónsul, encargado y responsable de la ciudad, aunque el trabajo de cada día, el que afectaba directamente a los habitantes, era llevado a cabo por los ediles que estaban bajo sus órdenes.

Aunque Tarraco, fundada con anterioridad, era la joya y el centro neurálgico de la extensa provincia Tarraconensis, antes Citerior, Barcino fue desde el principio una especie de ciudad residencial, en la que se asentaron patricios llegados de Roma. También libertos, que impulsaron un comercio y una industria que crecía de forma vertiginosa, gracias a que el nivel adquisitivo de sus habitantes era alto. La ciudad poseía todas las comodidades que un patricio romano podía desear, incluyendo un clima privilegiado, gracias a la corriente marítima cálida que atravesaba sus costas desde el norte.

También existía, desde hacía varios siglos, una leyenda que hablaba de las virtudes del terreno donde estaba asentada la ciudad, y ponía en boca del semidiós Hércules, que arribó a sus playas exhausto tras un fuerte temporal, que toda la zona era mágica, y tenía el poder de devolver la cordura a las mentes invadidas por el desequilibrio.

La vida fluía con la tranquila actividad de una ciudad pequeña dedicada a la industria y el comercio.

Flavio continuaba inquieto, ante la inesperada tardanza de sus amigos, dando nerviosos paseos por el atrio de su domus.

Aquella noche, al igual que todas las primeras noches de mes, su casa era el lugar donde se reunían los componentes del Círculo Garum. Julio y Licinio, los magistrados; Cayo Salvio, el liberto que abastecía de alimentos a los sacerdotes del templo y a media población, y Aurelio Crísipo, un rico terrateniente romano cuya mente había enloquecido años atrás, por el dolor y la pena de perder a sus dos hijos. Atraído por la antigua leyenda que rodeaba la zona se trasladó desde Roma hasta Barcino, y desde entonces, siempre ha relatado la misma historia; que fue llegar a la ciudad y sanar sin necesidad de farmacopeas ni curanderos. Por eso decidió quedarse para siempre, ante el temor de que, si se iba, volvería a apoderarse de él la locura.

Nadie había osado contradecirlo, porque sentían por él un gran respeto, y era una persona muy estimada por todos. Hombre culto y mecenas del arte, instituyó, poco después de su llegada, el premio de poesía épica Barca Nona, que cada año se celebraba durante el solsticio de verano, entre grandes fastos y pantagruélicos banquetes. El mismo Flavio guardaba su mejor garum para la comida, en la que los cinco amigos decidían el ganador.

Aquella noche se presentaba llena de grandes expectativas. Aurelio Crísipo asistiría acompañado del hijo de su hermana, Calíopo, sacerdote del templo, poseedor de una información que, al parecer, podría abrirle la puerta de entrada al restringido grupo de amigos.

Todos conocían su deseo de pertenecer al Círculo Garum, y aunque su juventud les había hecho dudar de la conveniencia de aceptarlo, el cariño y el respeto que sentían por Crísipo había decantado finalmente su decisión hacia el sí.

Esa misma mañana, en las termas, mientras los ungían con aceites de sándalo, y trabajaban sus cuerpos con un enérgico masaje que daba final al ritual del baño, Crísipo les había anunciado que su sobrino conocía una historia sumamente interesante por las conclusiones que podían extraerse de ella, y sobre todo, por el desconocimiento que tenía Roma de la misma. Saber algo que los eficaces servicios de espionaje romano desconocían, era poseer una pequeña parcela de poder que siempre estaban a tiempo de esgrimir. No consintió en revelarles nada más.

Al salir de las termas, su sonrisa reflejaba la satisfacción que sentía por haber conseguido crear un ambiente de misterio alrededor de Calíopo, y de la historia que iba a relatar. Le encantaba ese punto de poder que le proporcionaba el hecho de ser, por el momento, el único que poseía la información.

Flavio había sustituido la impaciencia por el estado de ansiedad, y ya no le bastaba con recorrer obsesivamente el atrio, así que salió al exterior dispuesto a dirigirse a la domus de Crísipo, la más cercana a su casa, cuando lo vio ascender por la empedrada calle junto a su sobrino, seguidos ambos por un séquito de esclavos. Al llegar a su altura le miró con una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora.

—Aún no voy a quedarme, vamos a casa de Licinio, tiene problemas. Parece que el servicio se ha intoxicado con alguna comida en mal estado, se ha visto desbordado y no sabe qué hacer. La nota que me ha hecho llegar era de verdadera desesperación

—Pero ¿y Julio? ¿No era él su pareja del ludus?

—Sí, pero parece que ha habido desencuentro. En fin, nada que no se resuelva. No te preocupes y empieza a prepararlo todo, volvemos enseguida.

Iba a alejarse pero se volvió hacia Calíopo.

—Estoy pensando que es mejor si te quedas a ayudarlo. Eso le tranquilizará.

Ya volvía Flavio hacia el interior de su domus cuando se le acercó el sobrino de Crísipo.

—Aurelio me ha pedido que te ayude. Debe de haberte visto intranquilo.

Flavio sonrió abiertamente.

—Siempre he pensado que era un brujo. O eso, o me conoce mejor que ninguno de los sátrapas con los que comparto mi casa una vez al mes.

—Un brujo, sin ninguna duda —rió nerviosamente Calíopo.

—Ven, me acompañarás hasta la despensa. Tengo que escoger los vinos que se servirán esta noche. Tu tío me ha dicho que eres un experto pese a tu juventud.

—Siempre ha sido amable conmigo y eleva a virtud el simple conocimiento, pero lo haré encantado, así me tranquilizaré un poco.

—¡Veo que no soy el único que tiene los nervios a flor de piel! —exclamó Flavio, mientras rodeaba con su brazo los hombros de Calíopo, en una clara señal de protección.

—La verdad es que estoy algo tenso, hace mucho tiempo que deseaba formar parte de vuestro grupo y ahora que estoy aquí me siento un poco desbordado.

—No estés tan preocupado, tu tío es muy intuitivo y si a él le ha parecido una historia de la que puede sacarse buena información, seguro que nos sorprenderá. Esta mañana en las termas nos hablaba de ello, estamos todos intrigados. ¿No puedes adelantarme algo antes de que vengan?

—¡No! Se enojaría.

—¡Vamos! Soy tu anfitrión.

—No puedo, de verdad; quiere hacer una presentación importante, ha estado toda la mañana ensayando.

Flavio empezó a reír, olvidando por completo la tardanza de Licinio.

—De quien sí creo poder hablar es del hombre que me reveló la información —sonrió algo más calmado Calíopo—. Durante la pasada luna llena, me hallaba yo paseando por las callejas del barrio del puerto, cuando, sin darme cuenta, me encontré frente al local de Henio. Era una noche donde nada se movía, sofocante, tórrida. Me senté a una de las mesas que tiene en la calle, junto a un hombre que resultó ser un viajero del otro lado del mar. Mientras estuve allí, sólo me dirigió unas pocas frases amables, pero cuando me marché, impulsado según él, por la conversación que había sostenido yo con Henio, me siguió, y cuando estuvimos algo alejados me abordó para decirme que tenía una información que sin duda os interesaría. Jacob era su nombre, y venía desde Palestina. Se presentó como el hombre de confianza de José de Arimatea, que al parecer es uno de los nobles judíos más poderosos y ricos de todo el Mediterráneo oriental.

—Conozco a José. Son sus naves las que transportan hasta Roma mi garum. No ha exagerado en absoluto al hablarte de su poder y de las riquezas que atesora.

La conversación se centró en el comercio mediterráneo y sus avatares, y al poco rato, Flavio estaba sorprendido por los conocimientos que mostraba el joven Calíopo y por la lucidez de sus razonamientos. No le cabía duda, pensó para sí, que la historia que iba a relatarles poseería todos los ingredientes necesarios para despertar su interés y el de sus amigos. La entrada de Calíopo al Círculo Garum podía darse por descontada.

Barcelona, 2002

19 de mayo, 14 horas 15 minutos



Javier Cruells, el hijo de Julia, miraba fijamente la pantalla en blanco del ordenador de su cuarto. Tecleó algunas palabras que borró de inmediato y cerró los ojos para intentar recrear de nuevo la escena que estaba tratando de escribir.

Su madre había sido muy clara la noche anterior:

—No te pasa nada, cariño, es miedo, sólo eso, estás aterrorizado. Deja que fluya todo, ya tendrás tiempo de corregirlo, de dejar el texto de tu guión en su punto justo. Hasta tu adorado Hitchcock repetía los guiones un montón de veces. ¿Qué pretendes? ¿Que a la primera te salga perfecto? Con eso sólo conseguirás bloquearte.

Y así estaba en ese momento, bloqueado.

El ruido de la puerta de la calle al abrirse lo alejó de sus pensamientos.

—¡Ya estoy en casa! —gritó Julia desde el recibidor. Javier se apresuró a cerrar el ordenador, no quería empezar de nuevo la discusión con su madre. Salió de su cuarto y se dirigió al comedor. Allí encontró a Julia echando un vistazo al correo compuesto únicamente por facturas y propaganda. Al oírlo llegar levantó los ojos y le regaló una sonrisa.

—¿Qué tal todo? —le lanzó Julia con la voz llena de intenciones.

—No preguntes, mamá, que a lo mejor te contesto.

—Ya veo. ¿Te apetece que salgamos a comer fuera?

—La verdad es que no, prefiero que pidamos unas pizzas.

—A mí lo que no me apetecen son pizzas. Tengo cosas en la nevera. Ya me inventaré algo.

Julia se dirigió a la cocina y abrió la nevera para evaluar qué se podía hacer con su contenido. Javier la siguió, transformado en su sombra.

—¿Has hablado con la abuela?

—No he conseguido localizarla. Estoy empezando a preocuparme, después de lo de la merienda sólo he hablado con ella por teléfono una vez, y seguía de lo más misteriosa. Me dijo, es textual: «El 2002 no podía defraudarme, va a ser un año estupendo».

—¡Qué manía con los capicúas! ¿No será que tiene un novio?

Javier y su madre se miraron durante unos segundos y la risa los desbordó.

—¡Por el amor de Dios! —dijo Julia cuando pudo calmarse—, si al final resulta que es verdad, cuando nos lo diga tu abuela hemos de procurar no reírnos, ya sabes lo sentida que es.

—Me va a costar mucho.

—Y a mí, hijo, y a mí. Te comunico que el menú es ensalada de garbanzos. Le pondré también cebolla, atún , tengo queso y… nueces que acaban de aparecer por aquí.

—En el congelador vi lenguados —se acordó Javier—. Si quieres, tú te encargas de la ensalada y yo de los lenguados. En el microondas me salen buenísimos.

—¡Hecho! —apostilló su madre.

Julia se colocó un delantal y le puso otro a su hijo. Al cabo de unos minutos el silencio se aposentaba en la cocina, mientras los dos se enfrascaban en ejecutar su parte del trabajo.

El timbre sonó en la lejanía del comedor. Julia se miró las manos llenas de aceite y estuvo a punto de decirle a su hijo que contestara, pero finalmente cogió un trapo de cocina y se las fue secando mientras se dirigía hacia el teléfono.

—¿Sí?

Una voz que no conocía le pidió la confirmación de su nombre.

—¿Es usted Julia Cruells?

—Sí.

—La llamo desde el Hospital Clínico. Siento tener que informarle de que su madre, Lucía Adell, ha ingresado en este centro aquejada de una embolia cerebral en estado muy avanzado. Lo lamentamos mucho pero no hemos podido hacer nada, ha muerto a las 14.15 horas. Deberá usted pasar por aquí…

La mano de Julia perdió su fuerza de repente y el auricular se le deslizó y cayó al suelo. Ella permaneció inmóvil, en la misma postura, como si un teléfono invisible hubiera venido a sustituir al que se había caído. Así se la encontró su hijo cuando salió de la cocina al ver que no contestaba a sus preguntas.

—¡Mamá! ¿Estás bien? ¿Qué te pasa? ¡Por favor, contesta, mamá, no me asustes!

Los ojos de Julia buscaron los de su hijo con la lentitud del ausente, y sus labios se movieron, exhalando en un susurro.

—La abuela ha muerto, Javier, se ha ido.

Barcelona, 2002

20 de mayo, 12 horas 10 minutos



Gerardo Arnal se movía, visiblemente nervioso, de extremo a extremo de su despacho.

Cuando Valeriano Scacs entró acompañado por su secretaria, algo se disparó en su interior poniéndolo inmediatamente en estado de alerta.