Pablo Andrés Escapa

 

 

Mientras nieva sobre el mar

 

 

 

 

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Pablo Andrés Escapa, Mientras nieva sobre el mar

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-521-7

 

© Pablo Andrés Escapa, 2014

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 201

 

 

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Robinsón

 

Por algún error que acabé aceptando como una de esas justicias inusuales del destino, recibí por correo un manual de instrucciones para levantar un faro. Siempre he buscado la soledad y en aquel envío extemporáneo entendí que se hacían ciertas, bien es verdad que muy laboriosamente, algunas plegarias infantiles. Los materiales para la obra me fueron entregados de manera no menos sorprendente una semana después de haber recibido el manual. En la estación del tren no tuve más que firmar un recibo que venía a mi nombre. Lo más extraordinario de esta confusión es que la propia compañía ferroviaria quedaba obligada por un párrafo en letra menuda al pie del recibo a trasladar el material hasta la puerta de mi casa, nada menos que una docena de vagones de mercancía pesada. Lo extraordinario –quizá utilicé el adjetivo antes de tiempo– no se refiere a la cláusula del recibo sino al alegre estado de ánimo que el personal de la compañía ferroviaria mostró en el cumplimiento de aquel servicio extravagante. La razón es clara: vivo entre llanuras de trigo, a quinientos kilómetros de la costa más cercana.

Alcé el faro en nueve meses y me instalé en sus alturas coronando un viejo sueño que pretendía, antes que arrecifes, atalayas vegetales sobre algún bosque nevado. De mi antigua casa únicamente rescaté los libros. Lo que antes fuera una biblioteca sometida a la arquitectura previsible de las habitaciones, ha derivado ahora en una librería espiral que a un lector atento –de permitirle yo la entrada a mi paraíso privado– podría sugerirle una vía de ascensión en el camino de las letras universales de la insania. Al pie de la escalera zozobra en todo su desvarío La nave de los locos; expuesta a los resplandores de la luz y los espejos, ya en lo más airoso del faro, domina el mundo El ingenioso hidalgo Don Quijote.

Los milagros no se explican. Como la rosa del poeta son sin porqué y los hacemos nuestros con naturalidad. A las pocas horas de dominar el horizonte de espigas desde mi torre, empezaron los prodigios. La primera noche el aire se inundó de un olor desconocido en aquellos páramos amarillos; la siguiente fueron gritos anormales de pájaros los que inquietaron el sueño compartido de las espigas y los hombres. Hubo una tercera, en fin, en la que pareció agitarse el mundo y sucumbir al embate de gigantes que acabaron calmando su furia a altas horas de la madrugada. Amaneció el nuevo día con enredo de brumas que en la distancia parecían prometer islas ocultas y traer a los oídos, absortos ya en la invención de olas, el lamento de una sirena. A media mañana se resolvieron las nieblas y desde mi reino solitario de viento y piedra abarqué la melancolía del mar, que es más grave que la de los campos sembrados de trigo. A los pies del faro, una muchedumbre de hombres amparados por sombreros de paja, contemplaban mudos la nueva inmensidad de sus fatigas.

La aceptación del faro entre los que me rodean ha llevado su tiempo. Tanto como la costumbre del mar. Pero no hay como creer en los sueños para que la realidad consienta sus demandas. De la desconfianza de mis vecinos, atareados cerealistas esclavos del sol y las heladas, he pasado a ser motivo de admiración primero y de gratitud después. «Los que, avaros de espigas, maldijeron un día mi obra porque quitaría sol a la cosecha, me dejan ahora ofrendas de peces a los pies». Anoté esta primera dádiva hace cuarenta años. No es la única memoria del triunfo del tiempo sobre los recelos agrarios. A más de uno, la luz de mi fanal le ha mostrado una senda segura hacia los brazos familiares en medio de la noche. Creo que secretamente gradecen las consecuencias que ha traído mi empeño, juzgado al principio un puro desvarío. Junto a hogueras nocturnas sobre la playa, los campesinos celebran el olvido de la hoz sobre el tedioso campo y saludan a las aguas siempre nuevas del mar. Parece que el faro se ha llevado sus temores y les ha inspirado la temeridad.

Yo paso las horas, que van siendo días que crecen en años, ocupado en contemplar mi obra dichosa, este mar que ha producido el faro elevado sobre los trigales según instrucciones precisas. No descuido la lectura cotidiana de las mejores fábulas nacidas del hombre. En mi retiro, libre de preocupaciones indignas, recibo a Ulises y a Simbad, al príncipe Hamlet y a Gregorio Samsa, al teniente Drogo y a Shanti Andía, a Antígona, pálida en su luto, y a la hermosa Karenina con el respeto que merecen sus tribulaciones. A la manera de Cándido, me debo a un huerto que cultivo al atardecer. Recogido en mis alturas, he atendido a las lluvias oceánicas que desbordan los surcos y sacian mi sed.

Nada resulta ocioso aquí ni hay milagro apresurado. Llenan mi soledad los libros y la admiración de las mareas, que es otro modo de ensanchar mi retiro. He conocido noches de galerna que parecían disolver el mundo en los cristales llorosos del faro. Y se me ha concedido el raro espejismo de unos peces voladores frente a la ventana. No ha sido la única excepción de la mirada: una tarde de septiembre, al final del mar, advertí un incendio. El cielo parecía temblar con aquel ardor vibrante que al cabo reveló una nave de altísimos palos. El foque y la mesana centelleaban por su punta y rebusqué en las páginas de Plinio hasta encontrar el nombre sagrado de Cástor y Pólux con que los griegos llamaron al fuego de San Telmo cuando arde por dos palos. También los oídos han tenido sus fiestas estos años: asomado al balcón del faro, a la hora en que estará la tarde a punto de morir en algún puerto distante, se ha llenado el aire con las notas sentimentales de un acordeón.

Son ya cuarenta años de lecturas copiosas que me disuaden de todo lo inmediato y me traen el mundo ante los ojos. Mis últimos vecinos hace tiempo que se echaron al mar para no volver. Remaban felices, tal vez soñando con una nueva patria donde la flor del loto les borrara el recuerdo triste de las mieses. Ahora el tiempo es solo del mar y las gaviotas.

Pero no me engaño: los errores se pagan. De un tiempo a esta parte –acaso porque me hago viejo y receloso– temo la llegada de una reclamación que haga valer los derechos de propiedad del verdadero dueño del faro. Lo imagino encorvado y lleno de rencor, pronunciando amenazas contra mí, que le he privado de su legítimo destino. Quizá tantas fábulas ejemplares me hayan vuelto fatalista pero bien sé cómo pagó el señor don Alonso Quijano las amarguras de imponerle al mundo su fantasía. Lo cierto es que yo me veo en ese espejo por el que corren los prodigios arrastrando su condenada perfección de la realidad.

Hoy vino a morir a la playa una botella. Dentro traía un mensaje de impaciencia. A mí, tan olvidado ya del trato con las letras más urgentes, me pareció una ominosa tarjeta de visita. Temo que de este mar inagotable alumbrado por el faro surjan olas que arrastren ante mi puerta a un náufrago. Y por lo que tengo leído, sospecho que será un Robinsón prolijo, empeñado en arruinar mi soledad con el cuento inacabable de sus penas.

Figuras

 

La llamita de la lámpara vibraba sobre el aceite que la nutría y aquel temblor, que era como un aleteo nervioso de polillas, contagiaba las sombras de la habitación, la mesa que parecía dudar de su perfil en la pared, las sillas rematando en baile su respaldo. También se estremecía la figura de un niño aplicado a escribir con un palito sobre una tablilla de cera. Era de ver el esmero con que trazaba el muchacho remotas estirpes que la candela ponía en zozobra: Abraham engendró a Isaac, Isaac a Jacob, Jacob a Judá y a sus hermanos, Judá engendró a Fares y a Zara en Tamar... Y de pronto las vacilaciones eran del alma, donde acaso la candela alcanzaba también a inquietar curiosidades.

–¿Tamar es bonito? –preguntaba el niño dejando un momento la labor.

Del otro lado de la mesa le respondía una mujer que amasaba. Y venían las palabras con una sonrisa por delante.

–Es que Tamar no es un sitio. Tamar era una mujer. Significa palmera.

El niño se quedaba pensativo durante un rato. Y la llama de aceite se le subía a los ojos mientras seguía las manos de su madre, los pulgares blanquísimos haciendo mella en la masa para rendirla en seguida a la voluntad delicada de las palmas, que volvían a igualar la breve ofensa de los dedos. Era como si vinieran a juntarse dos mundos sobre la misma mesa, dos materias dóciles y sin memoria: una de cera, para recibir nombres remotos, y otra de harina y agua, para festejar un nombre solo, allí presente, herencia de todos los nombres que vivían en las recitaciones familiares repetidas de generación en generación. Y nacía aquel encuentro porque el heredero de estirpes antiguas como el desierto, tan pequeño en el reflejo de la vela, tan dado a ausencias de la imaginación y a figurarse parajes de la distancia, cumplía siete años.

–¿Una palmera? Entonces era guapa –sacaba en conclusión el niño volviendo a bajar la cabeza hacia la tablilla por donde crecían los linajes de arena: y Fares engendró a Esrom, Esrom a Aram, Aram a Aminadab...

Del otro lado de la pared venían ruidos familiares. Si era uno propicio a enredos de los oídos, hasta se daba con un arte músico: ris, ras, ris, toc-toc; ris, ras, ris, toc-toc. Y con licencias alegres: run, run, tas-tas, run, run, tas-tis-tas.

–¿Qué está haciendo? –volvía a dispersarse la curiosidad infantil.

La mujer lo miraba sin que abandonaran las manos su tarea de dar forma a la masa. Viéndola hacer, con el velo blanco sobre el pelo y aquel candor con que contemplaba la tarea del niño –la habitación envuelta toda en la luz vacilante de la vela–, parecía que fuera a asomarse un milagro por cualquier rincón de la penumbra. Y acaso dignos de prodigio fueron los andares secretos de un gato que salió de no se sabe dónde para subirse mimoso al regazo del niño. El pequeño miró feliz a su madre y bebía ella de aquella luz del niño que ahora parecía haber nacido solo para acariciar a las criaturas más débiles.

–Anda, anda, escribe, que luego se enfada el carpintero.

En las familias pobres, bien se sabe, la instrucción de los hijos es otra necesidad. Y no se entiende qué extrañas esperanzas ponen los padres humildes en el adorno de letras que quieren para sus criaturas. Porque hay más maravilla en extraer un pan de la masa y en sentarse a comerlo luego que en poner por letras las tres estirpes del mundo para recitarlas después.

–Y Aram engendró a Aminadab, Aminadab a Salmón, Salmón a...

–No –corregía dulcemente la voz blanca– Aminadab a Naasón y Naasón a Salmón.

El niño pasaba un pulgar sobre la cera mal hollada y de pronto se quedaba también él en blanco.

–Cuéntame lo del ángel que se le apareció al tío.

–¿Otra vez? –La mujer no dejaba de amasar pero sonreía. De la habitación de al lado seguían llegando suspiros músicos que eran revelaciones del alma oculta en la madera.

–Había ido tu tío Zacarías al templo, a ofrecer el incienso, cuando se le apareció Gabriel el ángel a la derecha del altar.

–¿El mismo que te vino a ver a ti? –interrumpía el niño. Y era novedad esta duda.

–El mismo, a lo mejor con otro traje –se estiraba su madre para prevenir nuevas curiosidades–. Tu tío, que ya era viejo y veía solo a medias, creyó que era un fuego lo que tenía delante, y como es tan sentido, hasta pensó que el incendio era culpa de un descuido suyo. Se estaba levantando todo apurado para pedir ayuda cuando oyó hablar al ángel: «No temas, Zacarías, y escucha porque tus plegarias han sido atendidas: tu mujer va a tener un hijo al que pondrás por nombre Juan». Tu tío, que ya no sabía si levantarse del todo o volverse a arrodillar...

–Pero antes fue cuando le dijo el ángel que Juan no había de beber vino ni desde antes de nacer –intervenía el niño de nuevo.

–Es verdad, se me olvidaba, ¿ves como te lo sabes mejor que yo?

–Pues el año pasado, cuando vinieron por Pascua, Juan bebió un poco del vaso de papá. Y me echó el aliento riéndose.

–No lo vería su madre. –La mujer dejó un momento de amasar para buscar la cara del niño. Y se puso seria al advertir–: si es en día de fiesta, no pasa nada. ¿Te pasó algo a ti por respirar el aliento de tu primo?

El niño negaba con la cabeza. Y por un momento se miraron con una fe absoluta.

–Entonces fue cuando tu tío –siguió ella alargando el brazo para alcanzar un rodillo–, que siempre ha sido algo desconfiado, le dijo a Gabriel el ángel que cómo iba a tener un hijo él con lo viejo que era. Y Gabriel el ángel, para probar la autoridad de Dios y la paciencia de tu tío, le contestó que lo iba a dejar sin habla hasta el día en que naciera el hijo prometido.

El niño se quedó callado, viendo hacer a su madre una ola de masa que corría cada vez más pequeña por delante del rodillo hasta desaparecer bajo su paso. Y acariciando al gato, que cerraba los ojos. También la madre detuvo su labor cuando regresó el rodillo sobre la masa, como vuelve la espuma sobre su memoria de sal después de probar la arena.

–Así que, cumplido el noveno mes, Zacarías volvió a hablar –dijo la mujer a media voz, igual que si recitara un precepto, o como si hablara recién salida de un sueño extraordinario.

–Porque los ángeles no dicen mentiras –remató el niño.

Su madre lo miraba y volvía a sentir aquel sobresalto que un día le llenó el corazón. Viéndolo a su lado tan pequeño, con la tablilla a medio escribir y el gato en el regazo, no dejaba de temer el otro anuncio, aquel vértigo de que el niño iba a ser grande, y que iban a llamarlo Hijo del Altísimo, y que le daría el Señor Dios el trono de David, y que su reino no tendría fin. Porque los ángeles, bien lo sabía, no engañan.

Al otro lado de la pared no cesaban el oficio de la lima –ris ras, ris ras– y del escoplo –toc-toc-toc–. Y por esta parte del tabique crecía la curiosidad del que cumplía siete años en el mundo. «¿Qué estará haciendo, eh?».

Sobre la mesa iluminada por el candil de aceite, madre e hijo compartían imaginaciones y caprichos. Pero no tenían ya a la madera por inspiración, que ahora era la masa la materia para tentar figuras. Con un cuchillito entre los dedos, iba el niño recortando formas que su madre dirigía llevándole la mano: el cordero de la señora Sara, con la boca abierta para balar; el jilguero del señor Caifás, con su ojo de mostaza; el burro del señor Ismael, con albardas y todo. Y si sobrara masa –se atrevía el niño volviendo la cabeza– harían la escalera de Jacob, pero vacía, para que no se quemaran los ángeles en el horno.

 

Se abrió una puerta y entró un hombre con otra candela poniendo luz al atardecer. Traía serrín en las sandalias y una viruta enredada entre las barbas. Corrió el niño a su encuentro y el hombre lo cogió en brazos.

–A ver las letras –dijo el recién llegado apoyando la candela sobre la mesa, sin soltar al niño. Miró el chico para su madre, a la vez que se agitaba nervioso en el abrazo que lo sujetaba. Su padre lo bajó al suelo.

–Vamos por Eleazar –se adelantó ella a responder. Me ha estado ayudando con la masa.

El hombre echó un vistazo a la mesa, por donde se esparcían los recortes blancos que la brasa había de dorar más tarde. Junto a un borde estaba la tablilla de cera.

–Tampoco acabé yo el oficio –reconoció entonces, repasando la escritura y llevándose una mano al costado–. Debe ser que va uno viejo. –Y dijo esto mirando al niño, como quien da cuenta de una desgracia difícil de arreglar.

Se quedó el muchacho quieto ante su padre, como si esperara más palabras. Pero él, con paso cansado, ya iba camino de una silla que le ofrecía la mujer. Entonces el chico corrió para adelantarlo.

–Aunque no acabé de escribir me lo sé de memoria. –Y con voz segura recitó–: Eleazar engendró a Matán, Matán a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.

Acariciaba María la cabeza de José, que acababa de sentarse, y los dos sonreían al niño que intuía ya que entre aquellos que lo miraban había acuerdos dignos de confianza. Se ladeó José, y de una abertura del sayo que lo cubría, sacó una figura de madera que le ofreció a su hijo.

–¡El camello de don Melchor! –gritó entonces Jesús. Y de un salto, se puso encima de su padre y lo abrazó con fuerza. María acariciaba las dos cabezas juntas y dejaba al pasar una memoria de harina sobre el pelo, como una nevada inocente.

–Y ahora no vuelvas a perderlo –advirtió el carpintero.

Pero el niño ya se arrastraba por el suelo llamando al gato para que viniera a ver el regalo. Y vino como suelen venir los de su especie, saliendo de una sombra, progresando a pasos cortos y algo misteriosos, desconfiando del aire. Acercó el hocico a la figura que le tendía el niño y lo último que se vio, antes de que María cambiara de sitio la luz vacilante de la vela, fue la lengua del gato saludando muy respetuosamente al camello de don Melchor.

Pasos perdidos

 

Recibiendo el último sol del verano, que los visillos de doña Nieves distraían sobre la mesa, estaba el viejo cuaderno del historiador. Y visto así, ahora que volvíamos conmovidos y llenos de memoria del cementerio, costaba poco seguir proponiendo milagros de los que le gustaban a don Delmiro. Acaso el último era que la tarde, para despedirlo, había puesto un velo de encajes luminosos sobre su obra.