Andrés Neuman

 

 

El que espera

 

 

 

 

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Andrés Neuman, El que espera

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-508-8

 

© Andrés Neuman, 2015

c/o Guillermo Schavelzon & Asoc., Agencia Literaria

www.schavelzon.com

© De la ilustración de cubierta: Eva Vázquez, 2015

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 215

 

 

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Para mi abuela Dorita, que lee cuentos

 

Miniaturas

 

Vivir es devorar tiempo: esperar; y por muy trascendente que quiera ser nuestra espera, siempre será espera de seguir esperando.

Juan de Mairena

 

Artists are waiters

Martin Amis

 

La convocatoria

 

Esta mañana, muy temprano, he conocido a mi futuro hijo. Tenía los ojos pardos e incomprensiblemente vigilantes. No estoy seguro de que su mirada fuera alegre, además de sabia. Él parecía comprender su papel en aquella habitación: comprobaba nuestros movimientos con toda serenidad, recién nacido. Pero no había venido al mundo, sino que regresaba a él.

Era una vieja semilla prometida desde los años que no había visto.

Resbaló por la camilla hasta mis manos, con los miembros untados de un enigma blanquecino. Por un momento quedó suspendido en el aire, sus pequeñas axilas humedeciéndome los dedos. Fue entonces cuando me sonrió a mí, a su padre sorprendido por aquella paternidad repentina. Supe de algún modo que me hablaba y que aceptaba mi lenguaje. Lo abracé y le dije mi primera frase, esa que pronunciaré dentro de algunos años cuando haya concebido al hijo que ya tuve y aún no tengo. Conservo un tenue jirón de caricia en mi mentón barbado.

Poco antes de la luz, al despertar, vi cómo el día iba a posarse sobre la ciudad con calma y respeto por los tiempos.

 

El amante aparente

 

El calor se retuerce. Doy vueltas en la cama al compás de las agujas del despertador. Pero no pienso en nada en particular. Aunque no lo parezca, estoy durmiendo. Y, mientras se supone que duermo, espero a Laura.

Laura está por llegar de la fiesta. Yo preferí quedarme. Le dije que fuera sola, que no me molestaba. Y, aunque no lo parezca, sigue sin molestarme.

El dormitorio se curva de silencio. Mi pensamiento flota. Las sábanas lo envuelven, placentarias. Laura me dijo que volvería temprano para que hiciéramos el amor, y yo estuve de acuerdo. No tengo ninguna prisa. Prefiero pasar el máximo tiempo posible así, arrullado por la espera. Me gusta que las cosas que me gustan estén por ocurrir.

Siento un agua con gas en los músculos. Al fondo se disuelve, palabra por palabra, el discurso que bebo mientras caigo dormido. A veces durmiendo, aunque no lo parezca, se disfruta más que fornicando. El deseo puede ser una responsabilidad agotadora. No porque uno deba cumplir con nada: el deseo, de hecho, nunca puede cumplirse. Sino porque desear a alguien en serio, como yo deseo a Laura, absorbe la totalidad de nuestras fuerzas. Dormir es lo contrario. Cuando estoy por quedarme dormido, igual que ella está a punto de volver, mis músculos tienden a hacer el amor entre sí. Se reconocen, se reordenan. Por eso no me urge que Laura llegue ahora mismo de la fiesta, mientras las puntas de mis pies se frotan, ávidas.

Minuto a minuto, una segunda espera más profunda que el sueño se va alzando. Como un reloj que me escalara por la piel. Como ese reloj que a Laura tanto le gusta llevar suelto en mitad del antebrazo. Su antebrazo nervioso, de vello oscilante.

Cada segundo que transcurre entre las sábanas, que paso aquí, durmiendo el pensamiento, es una fina prórroga que aumenta mi deleite. El deleite de saber que mi amor todavía no está y está viniendo. De saber que este hueco que su cuerpo ha dejado es un tesoro doble: el de mi actual descanso y el del placer inminente.

Me encuentro en la frontera entre la paz y el ansia, el pulmón y la ingle. Podría mantenerme así toda la vida. Me da cierta pereza saber que la puerta del dormitorio está a punto de abrirse y sin embargo, aunque no lo parezca, la certeza de que Laura va a abrirla me aguijonea el sueño y esparce por mi piel un temblor rojo, una jalea de expectación.

Dulce, dulce verano.

Amanece.

 

Imposibilidad del escenario

 

Le propusieron interpretar al personaje protagonista, el despistado señor Juárez, y le pidieron que improvisara al máximo. Treinta años de fracasos y paciencia en el teatro cobraron de pronto sentido. Como sensacional actor que era, se le ocurrió faltar al estreno. Ningún escenario volvió a saber de él.

 

Il maestro

 

Para mi madre violinista

 

Cuentan que ya era tarde cuando emergió de su camerino, que la orquesta había estado ensayando con desganada obediencia hasta que el director dio la orden. Entonces una mano dio dos pequeños golpes en la puerta, una voz pronunció temerosamente un nombre, y un leve movimiento al otro lado presagió su salida.

Cuentan que cesaron las toses y los murmullos, que la disciplina era tensa, demasiado concentrada. Los brazos del director dibujaban en el aire sin conseguir dejar huella. Il maestro soportó, paciente, las torpezas de la trompa solista. Acariciando su instrumento, lo mantenía inmóvil. Volvió a contraer los párpados cuando el contrabajista no advirtió la entrada, e ignoró el bullicio informe de los tutti. Dicen que no respiraba. Que era la madera la que latía.

El ensayo había comenzado una hora antes de su aparición. Los músicos se habían mantenido más expectantes que afinados; el director, más enérgico de lo aconsejable. Cuentan que la introducción de la obra había tenido que repetirse entera con il maestro allí, y que el director le pidió excusas aparatosamente y luego reprendió a los vientos metales. Il maestro sonreía, lo cual era alarmante. Por fin la orquesta hiló cuarenta compases, y entonces fue su turno.

El impecable género de su traje comenzó a moverse por el codo. El arco hirió cien veces el silencio, las notas se perseguían hasta ser una sola, larga nota. Los músicos en compás de espera observaron que il maestro no movía ningún músculo que no fuese necesario. Sus piernas habían arraigado en las tablas y ahí permanecían, mientras el torso ensayaba un vaivén muy similar a la quietud. Su rostro se borró por completo, desapareció su mirada y también el escenario. Solo quedaba un pequeño universo nítido, congregado alrededor del instrumento; y los dedos, que corrían por el mástil incontenibles y exactos. Una respiración que retornaba sucedió al abrupto final. Il maestro abrió lentamente sus ojos, recobrando el cuerpo.

Cuentan que el director, conmovido, le rogó que los volviera a deleitar con ese pasaje, ya que había percibido algún desajuste que por supuesto no había provenido de él sino de los segundos violines. La trompa solista, al fondo, pareció aliviada. Y aseguran que il maestro miró perplejo al director y compuso una mueca despectiva. Y que, mientras abandonaba la sala abrazando su violín, con voz extremadamente suave, pronunció:

Paganini non ripete.

Y se recluyó en su camerino.

 

La mujer tigre

 

Para Bur

 

Ha olido cómo me acercaba y se ha vuelto a mirarme. Intento hacerle ver que no estoy interesado en ella, pero siempre he sido un alcornoque fingiendo. Ella se lame las muñecas y los antebrazos. Me vigila con recelo. Se incorpora de pronto, de un golpe de omóplatos, y se pasea en círculos alrededor de mí. Quisiera aprovechar sus movimientos para hacerle una foto o escribirle unas líneas, cualquier cosa que me vuelva útil en esta escena. Pero enseguida se aburre de asediarme y da unos cuantos pasos en dirección al borde. Se me va de la página. Es inquieta.

No hay nada más espléndido que las manchas color albaricoque de su cuello, que se estira y se pliega cuando atisba los flancos. Hace tiempo que la estudio y, hasta ahora, lo único que he conseguido averiguar es que duerme por la tarde, se pierde por la noche y se asoma de este lado tan solo al mediodía, a la hora en que el sol le acentúa las franjas del lomo y enciende sus pupilas piedra pómez. Desde el día en que la encontré, distraída, clavándose un colmillo en el labio con delicadeza, no he dejado de imaginar la posible cacería. ¿Quién cazaría a quién? Su boca promete el vértigo, la sangre, el rito de la muerte ágil. Mi arma es esta pluma: no sé si bastaría para sucumbir con dignidad. Ese temblor del costado, de las rayas de su vientre al respirar, me salpica la vista, me obsesiona. Su dulce rugir de catarata me persigue mientras sueño. Al despertar, en cambio, sueño con perseguirlo. Ella tiene demasiado olfato como para dejarse sorprender en mitad de algún párrafo. Haría falta un libro, quizá varios, para que bajase la guardia.

El hambre la obliga, de vez en cuando, a acercarse con encantador disimulo y relamerse. Si todavía no me ha atacado es porque de momento esto que escribo le hace gracia, o al menos halaga su coquetería. Por mi parte, estoy dispuesto al sacrificio: la supervivencia es tan mediocre. Sé que para ella soy apenas un curioso trozo de carne lingüística. Aunque, si transcurren unos días sin que nos veamos, busca cualquier pretexto para regresar y rondar mi cuento. En alguna ocasión me ha hecho el honor de afilarse las uñas frente a mis ojos, frotándolas contra un árbol con una lentitud exquisita. Incluso me ha parecido que se demoraba al marcharse, mientras dibujaba hipnóticas ondas con su cola manchada. Y aun más: estoy convencido de que en su guarida de fiera inconmovible, en las noches de mala luna, se siente sola. Y de que a veces, también, hace un esfuerzo y me recuerda.

 

El desfile

 

He soñado a mi abuelo Jacinto un poco más robusto que de costumbre. Era como si hubiese decidido trocar esa fragilidad en sus articulaciones, y su mirada retraída, y sus hombros mínimos, por una especie de alegría despreocupada al andar. Sus cejas seguían, por supuesto, proverbialmente negras; y su cabeza calva, matizada por la caricia de unos cuantos cabellos humedecidos, relucía. Íbamos al cine todos juntos. ¡Él, que jamás accedía a evadirse con imágenes ficticias que nos dis­traen de las realidades más urgentes, como solía decirnos! Caminábamos unos muy cerca de otros: mi abuela Blanca, la pianista reumática, perpetuamente enferma e inmortal; mi querido abuelo Mario, cirujano, ajedrecista, arqueólogo, ese abuelo demasiado perfecto para durarle a un niño; también mi bisabuela Lidia, la baba para todos, con una sonrisa impropia de su carácter, dando pequeños pasos de paciencia junto al zeide